¿Cómo era el terror sin la TV?
Quienes atentaron contra varios puntos de Bombay en noviembre pasado, recuerdan más a los jóvenes asesinos de la escuela secundaria de Columbine que a los suicidas que se encomiendan a su dios antes de estrellar aviones contra edificios o autos contra embajadas. Llevaban jeans, zapatillas y mochilas repletas de municiones. Entraron a los tiros con la cara descubierta, arrojaron granadas y tomaron rehenes, prácticas que en el terrorismo no se habían visto por décadas, al menos no a la vez en un mismo atentado. Ninguna de esas acciones sirve para explicar la complejidad de los conflictos que recorren Asia, pero sí profundizan la tendencia espectacular de los actos terroristas: el empeño en que una acción violenta, más allá del ideario que la precede, no sea un acto olvidable, no sea un acto cualquiera.
Lo cierto es que antes de setiembre de 2001, el terrorismo era a menudo un acto cualquiera, sin duda impresionante, pero no muy distinto de otros crímenes que no tocaran a la propia puerta. Es muy difícil que un ciudadano de Perú recuerde el atentado a la AMIA, que un finlandés sepa del último asesinato de ETA, o que un australiano recuerde el nombre de algún miembro del IRA. En cambio, difícilmente olvidemos cuándo y cómo cayeron las Torres Gemelas y quiénes se adjudicaron la autoría del hecho. Los blancos escogidos y la naturaleza de los atentados justificaron la intensa cobertura que se le dio, pero el aparato mediático global que se montaría en nombre de la guerra contra el terrorismo dejó en claro que después de golpear al país más poderoso del mundo, los efectos del terrorismo tocarían a la puerta de todos.
Un confuso umbral
¿De qué hablamos cuando hablamos de terrorismo? Cada Estado u organismo de seguridad elabora su propia definición y, así, su particular manera de comprenderlo y gestionar políticas para desarticularlo. Aunque cuenta con un buen número de protocolos al respecto, la ONU no pudo dar con una definición aceptada por todos.
El problema entra en el juego de Humpty Dumpty, el arrogante personaje de Alicia a través del espejo, que proclama: "cuando uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que yo decido que signifique, ni más ni menos". Las expresiones "acto terrorista", "terrorismo" y "terrorista" son fáciles de politizar y difíciles de limitar. Su sentido se encuentra, casi siempre, en la ideología o la intención de quien las emite. La voz "terrorismo" se usó por primera vez a fines del siglo XVIII, no para describir a grupos clandestinos sino a los líderes del gobierno de Francia, que se dedicaron a cortarle la cabeza a todos los que consideraban enemigos de la revolución. "El terror –señaló Robespierre– no es más que la justicia rápida, severa, inflexible". El método de mostrar las ejecuciones públicamente aleccionaba al pueblo a mantenerse a raya de las conspiraciones. Hacer de la muerte un show no es algo nuevo. Hacer del asesinato indiscriminado un mensaje, tampoco.
Quizá los intentos académicos sean los más comprometidos en dar una acepción específica de terrorismo, que lo distinga de crímenes ya contemplados en la Convención de Ginebra y el Derecho Internacional Humanitario, como los de lesa humanidad, los actos de agresión y el genocidio. En 1988 el profesor holandés Alex P. Schmid lo definió como un "método que provoca ansiedad, basado en la acción violenta y repetida por parte de un individuo o grupo (semi) clandestino o por agentes del estado, por motivos idiosincráticos, criminales o políticos, en los que los blancos directos de la violencia no son los blancos principales". La idea se completa con el hincapié en la propaganda: "Las víctimas inmediatas de la violencia son generalmente elegidas al azar de una población blanco, y son usadas como generadoras de un mensaje."
Aunque la definición ha alcanzado un consenso importante en la academia (y la Corta Suprema de la India la adoptó en 2003), algunos se oponen a la figura del "terrorista individual". Para Rafael Calduch Cervera, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid, el terrorismo surge esencialmente de una organización y nunca de un individuo que actúa en solitario: éste puede cometer actos de terror, que terminarán en su ausencia. En cambio, una organización terrorista existe más allá de la desaparición de uno de sus miembros. En 1993 el autor definió terrorismo como "una estrategia de relación política, basada en el uso de la violencia y amenazas de violencia por un grupo organizado, con objeto de inducir un sentimiento de terror o inseguridad extrema en una colectividad humana no beligerante y facilitar así el logro de sus demandas". Con "estrategia de relación política", Calduch Cervera dice que, sin importar cuál sea la finalidad última del acto terrorista, la primera es romper el orden de convivencia de una sociedad (que no necesariamente es pacífico ni justo), mediante una combinación de actos de violencia y actos de propaganda. Gracias a la propaganda, la organización genera una percepción masiva de terror, equilibrando así su déficit de capacidad de violencia. Este punto da a entender que la organización terrorista no tiene la misma capacidad beligerante de un estado, lo que la diferencia sustancialmente de la guerrilla clásica (rural y con un importante respaldo social), cuya evolución natural, si tiene éxito, la llevará a enfrentarse al ejército convencional.
Estas definiciones no excluyen al terrorismo de Estado, que actúa sobre una mayoría eliminando a una minoría, a través de medios ilegítimos y extrajudiciales y con un aparato comunicacional puesto al servicio de la censura y la propaganda, y ocupado en mantener las atrocidades lejos de la pantalla y de la prensa. Pero el terrorismo de las organizaciones clandestinas tiene que llegar a poner en escena a los medios como complemento imprescindible de sus acciones.
[i]Partícipes necesarios[/i]
La literatura sobre la relación entre medios de comunicación y terrorismo suele invocar lo que en 1978 dijo uno de los pioneros en la investigación del impacto social de la comunicación masiva, Marshall McLuhan: "sin los medios, el terrorismo no existiría". Umberto Eco sostuvo entonces algo parecido: "el terrorismo es un fenómeno de la época de los medios de comunicación de masas. Si no hubiera medios masivos, no se producirían estos actos destinados a ser noticia". Desde el ámbito político, Margaret Thatcher dijo en 1985, cinco años después de haber aprobado la televisación, de principio a fin, de la operación antiterrorista Nimrod en la embajada iraní de Londres: "las democracias deben encontrar el modo de privar a los terroristas del oxígeno de la publicidad del cual dependen."
Las tres apreciaciones vienen a decir que el terrorismo es, por definición, un acto de propaganda, y a afirmar que cuando se informa sobre actos terroristas se está contribuyendo al propósito de sus autores: magnificar el hecho y propagar el miedo.
El terrorismo así entendido no es un fenómeno del siglo XX. Durante las últimas décadas del siglo XIX, el anarquismo utilizó primero la difusión de mensajes y después una combinación de propaganda y terror como estrategia política. En Rusia, varios años antes de constituirse la organización Narodnaya Volya ("La voluntad del pueblo"), que mató al zar Alejandro II en 1881, un joven llamado Sergey Nechaev, que oscilaba entre el nihilismo y el anarquismo, había formado el grupo "La venganza del pueblo", y convencido a sus miembros de que eran sólo una célula de las muchas que se extendían por toda Rusia, y de que él representaba al país en la inexistente "Unión Revolucionaria Mundial". Inspirado en las ideas de Bakunin, a quien criticaría más tarde por su pusilanimidad, escribió el "Catecismo del Revolucionario", que según David C. Rapoport, profesor californiano experto en terrorismo, poco difiere en sus principios del "Manual de Entrenamiento" que Bin Laden escribió para Al-Qaeda. En 1869 Nechaev tuvo una discusión con uno de los miembros, el estudiante Ivanov. Convenció al resto de la necesidad de asesinarlo, por ser un supuesto soplón de la policía y así lo hicieron. Este fue el único crimen adjudicado a "La venganza del pueblo". La historia inspiró a Fedor Dostoievski y a su novela Los Demonios, publicada en 1872. Allí el insidioso Piotr Stepanovich personifica a Sergei Nechaev, cuyo libro siguió influyendo, un siglo después, a organizaciones armadas como las italianas Brigadas Rojas.
Todavía antes de que las aguas anarquistas se agitaran en Europa, el racismo en Estados Unidos formó a su grupo de terroristas, que al menos temporalmente logró detener la Reconstrucción posterior a la Guerra Civil y restaurar la supremacía blanca en el sur: la primera ola, la del Ku Klux Klan, fundado en 1866, instauró el terror como se hacía entonces en los pueblos pequeños y con poca efervescencia política: de boca en boca. Pero con otros ingredientes, que colocarían al grupo en el imaginario de multitudes, como el espectáculo de sus capuchas blancas y vestidos, con los que también cubrían a sus caballos, en sus redadas nocturnas.
Después de la Primera Guerra Mundial apareció una segunda ola de terrorismo, en países que comenzaban el camino de su independencia, como Argelia, Irlanda y Chipre. Las causas anticolonialistas tuvieron de algún modo mayor legitimidad que las anarquistas; los grupos armados combinarían la guerra de guerrillas con tácticas terroristas, inaugurando la ambigüedad terminológica que persiste hasta hoy, en expresiones como "combatientes de la libertad", utilizada por Menachim Begin, cuando estaba al mando de la organización sionista Irgun, y pronto adoptada por otros. La tercera ola apareció después de la guerra de Vietnam y combinó radicalismo y nacionalismo. Es el caso de Euskadi Ta Askatasuna (ETA) del País Vasco, la Armada Secreta para la Liberación de Armenia, el Frente de Liberación Nacional Corso y todavía el IRA. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) tuvo protagonismo en esta etapa; el conflicto árabe israelí estaría en la raíz de buena parte de los atentados internacionales de mayor impacto durante los 70 y 80. El secuestro de aviones se convirtió en una táctica nueva y habitual, así como la toma de rehenes. La televisión en vivo fue también una de las novedades de estos años y supuso un enorme salto cualitativo en la relación entre terrorismo y medios de comunicación. En 1972, cuando el grupo autodenominado "Septiembre negro" cayó sobre el equipo israelí que competía en las Olimpíadas de Munich, y en el asalto mató a dos atletas y tomó a los otros nueve de rehenes. Las cámaras se agolparon frente al predio donde se alojaba la delegación y siguieron de cerca los acontecimientos; tanto, que los terroristas se enteraron en directo de los movimientos de la policía en los techos y amenazaron con asesinar a otro rehén. No puede afirmarse que los medios fueran los responsables del trágico desenlace (murieron todos los atletas), pero aquí comenzaría a entenderse que ellos eran funcionales al terrorismo, por proporcionar una plataforma para hacer públicas sus demandas, por restar eficacia, en muchos casos, a las acciones policiales, por reforzar el sentido de poder de los terroristas, por fomentar el denominado "efecto de contagio", por explotar las consecuencias sensacionalistas del terrorismo, y desde luego, por ser la caja de resonancia que favorece la propagación del temor.
Para Ronald Reagan el terrorismo no fue una prioridad de seguridad a pesar de que hubo muchos más atentados durante su gestión que en los 90. El ojo de Reagan estaba en la Unión Soviética y en la Iniciativa de Defensa Estratégica, la "guerra de las galaxias". Mientras tanto, nacía la cuarta ola de terrorismo, de raíz religiosa. El radicalismo islámico es hoy la inspiración más activa y letal, y los medios no dudan en encasillar a cualquiera de sus grupos dentro de la yihad contra Occidente, cuando en realidad la enorme mayoría de sus víctimas son musulmanes. También se ha atentado en nombre de otros credos: en 1995, el grupo Aum Shinrikyo, que combinaba budismo, cristianismo e hinduismo mató a doce e hirió a tres mil personas en los subterráneos de Tokio. Ese mismo año, un fundamentalista judío asesinó a Isaac Rabin. Las inmolaciones son una constante, pero el mayor número no se llevó a cabo en nombre de Alá, sino que corresponden a los Tigres Tamiles, grupo nacionalista laico de Sri Lanka, sobre el que casi no hay información en la prensa.
[b]¿Entender es justificar?[/b]
La pregunta acerca de qué es un terrorista y qué un combatiente legítimo pasa a ser secundaria cuando se ataca a quienes no tienen ningún poder de cambiar el estado de situación, esto es, la población civil. La resolución 1566 de la ONU, propuesta por Rusia tras el cruel asalto a la escuela primaria de Beslán por un grupo checheno en 2004, deslegitima tajantemente cualquier acción terrorista, afirmando que "no admite justificación en circunstancia alguna por consideraciones de índole política, filosófica, ideológica, racial, étnica, religiosa u otra similar e insta a todos los Estados a prevenirla y, si ocurre, a cerciorarse de que sea sancionada con penas compatibles con su grave naturaleza". La resolución podría celebrarse si no fuera porque el entonces presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin –tanto en el asalto al teatro Nord-Ost, en 2002, como en Beslán– fue el principal instigador de la táctica antiterrorista que hizo que, en ambos casos, los rehenes se llevaran la peor parte. A diferencia de otros atentados (los recientes de Bombay, el de la AMIA, incluso los de Manhattan), aquella demanda era bien clara: la desocupación de Chechenia, pero la administración rusa rechazó el diálogo, manipuló la prensa mintiendo acerca de los rehenes cautivos (lo que provocó el asesinato de varios de ellos) y, así como en 2002 había empleado un gas letal que mató aun a los rehenes "liberados", en 2004 ordenó tirotear la escuela, matando así a mansalva. En el ínterin, el gobierno ruso reglamentó severísimas restricciones a la información sobre el tratamiento oficial de "actos terroristas". Y en 2006, la periodista Anna Politkóvskaya fue envenenada en el mismo avión en el que viajaba, como mediadora, a Beslán.
El mundo en el que la prioridad de seguridad de las potencias está puesta en el terrorismo internacional es el mismo mundo que se conoce a sí mismo a través de los medios. Cuando un analista intenta desentrañar el motivo detrás de un atentando, es común que otros lo acusen de querer justificar atrocidades. Tal vez la solución para acabar con el terrorismo no se encuentre en los motivos que supuestamente lo originan, pero sin duda tampoco se encuentra en el mecanismo de la primicia sensacionalista y el estereotipo. Si el terrorismo busca convertir sus acciones en mensajes para sostener el miedo, corresponde a los medios trabajar por una adecuada contextualización, sin sumar más razones al terror a través de la desinformación y el efectismo, sin explotar el sufrimiento de las víctimas y sin cometer la necedad de tomar a un grupo de una sociedad por la sociedad toda.
Periodista. Su blog: http://felicesjuntos.wordpress.com/[/i]
Fuente: [i]Revista Ñ / Clarin – 03.01.2008[/i]