¿Cómo frenar a China? El ascenso de Beijing y las fracturas estratégicas en Estados Unidos

Gabriel Merino


Trump ha declarado la guerra comercial al mundo, visibilizando la pérdida del dominio en el plano productivo-industrial de su país, no sólo en términos cuantitativos sino también y progresivamente en términos cualitativos.

El declive relativo de Estados Unidos y “Occidente”, por un lado, y la re-emergencia de China y Asia-Pacífico, por el otro, es una de las características centrales del cambio de época que vivimos. Un elemento central de la transición histórico-espacial contemporánea es que los grupos de poder y fuerzas dominantes de Estados Unidos no acuerdan en qué hacer o cómo enfrentar el ascenso de China, dando lugar a distintas estrategias imperiales, que muchas veces habitan una misma administración. Estas se debaten entre  distintas opciones para enfrentar el ascenso del gigante asiático, detener el declive estratégico y recuperar la primacía.

En primer lugar, destaca la posición neoconservadora dominante durante el gobierno de George W. Bush y con influencia en el de Donald Trump, según la cual las fuerzas estadounidenses deben ser lo suficientemente fuertes como para disuadir a posibles adversarios de continuar una acumulación militar con la esperanza de sobrepasar o igualar el poder de Estados Unidos. El foco se centra en la supremacía militar de Estados Unidos, el intervencionismo unilateral y el control de la región de Medio Oriente y de sus recursos hidrocarburíferos como una de las llaves para la primacía mundial.

Frente a ello y especialmente debido al fracaso en Irak, emergen tres estrategias:

1) la de contención de China mediante una coalición de equilibrio y el establecimiento de una alianza militar en el Asia-Pacífico similar a la OTAN y conocida como PACOM, formulada por Robert D. Kaplan, que también se extiende al Índico, desde el comando United States Indo-Pacific Command (USINDOPACOM);

2) la estrategia de cooptación y establecimiento conjunto de un sistema internacional estable, una estrategia de contención centrado en las dimensiones políticas y económicas, que comprometa a China a sostener el orden mundial vigente a cambio de concesiones, formulada esencialmente por Henry Kissinger;

3) la estrategia de “tercero feliz” de los Estados Unidos jugando con la rivalidad de China con otras potencias asiáticas (especialmente India y Japón)  y una política neohamiltoniana de industrialización (fuertemente proteccionista) con foco en las industrias vitales para la defensa. Esta última podemos diferenciarla y comprenderla como dos formulaciones articuladas.

También podemos mencionar el internacionalismo liberal, que se centra en la crítica a China por la falta de respeto a los derechos humanos y, en general, por el rechazo de la dirigencia china a aceptar la comunidad de valores propuesta por Occidente. El liberalismo argumenta que la guerra no es inevitable y que China puede ser controlada a partir del establecimiento de instituciones y normativas regulatorias para los Estados, no sólo externas sino también internas. Sin embargo, esta opción siempre aparece articulada a alguna de las anteriores, como estrategia que opera en el plano de la legitimidad.

Pero para ordenar estos debates, debemos incorporar otra perspectiva que nos permite analizar con mayor profundidad tanto las diferentes estrategias para enfrentar a China –y a los poderes emergentes— así como también observar las fracturas que existen en los grupos dominantes de Estados Unidos y que explican su elevado nivel de polarización.

La fractura en Estados Unidos

Hacia el fin del siglo XX y el principio del siglo XXI, el proceso de reconstrucción de la hegemonía estadounidense de los años ochenta y su belle époque de la década de 1990, empezó a mostrar sus propios límites y contradicciones. Si la llamada globalización, la transnacionalización económica y los vínculos con China fueron pilares de dicha reconstrucción, estos elementos contenían a su vez el germen de la crisis de la hegemonía estadounidense.

Como expresión de ello, en el año 2001 y bajo el gobierno de George W. Bush se produjo un profundo cambio en el encuadramiento de la relación bilateral por parte de Estados Unidos frente al gigante asiático, el cual pasó de “asociación estratégica en el siglo XXI” al de  “competencia estratégica”. Las implicancias de este nuevo encuadramiento incluían la posibilidad de que Estados Unidos venda armas modernas a Taiwán, desafiando la política de Beijing sobre la isla y construir un “escudo antimisiles” alrededor de China. Por otro lado, a partir del encuadramiento “competencia estratégica” se pasó a considerar a China como una amenaza en el “patio trasero” estadounidense, por su creciente influencia comercial en América Latina. Ya desde el año 2005 comienzan a encenderse las alertas en Washington.

El cambio en el encuadramiento por parte del gobierno de G. W. Bush debe ser interpretado como parte de los antagonismos que existen en el “establishment” estadounidense. Con el ascenso del neoconservadurismo en el dominio de la política exterior, se evidencia una reacción “americanista”, que se expresa en la puesta en práctica del unilateralismo: se deja de lado la idea del G-20 impulsada al final de mandato de Bill Clinton, para retomar el viejo G-7 del Norte Global (Estados Unidos, Canadá, Europa occidental y Japón) y alternativamente el G-8 que incluye a Rusia. Además, se instala un unilateralismo estadounidense-angloamericano, en detrimento del multilateralismo globalista, apelando a la supremacía militar y al dominio de región de Medio Oriente para asegurar la posición hegemónica de Estados Unidos en el Orden Mundial. Ello derivó en la guerra de Irak, tensionando las relaciones con sus propios aliados, como Francia y Alemania, que tenían importantes intereses en dicho territorio, los cuales se opusieron a la invasión en el consejo de Seguridad de la ONU. También se desestima el fortalecimiento excesivo de instituciones internacionales multilaterales, para recuperar poder de decisión directa de los Estados Unidos en detrimento de la “burocracia global”. A su vez, aplicando un keynesianismo militar (déficit público y aumento superlativo del presupuesto militar, legitimado por la guerra), se buscó dinamizar la economía interna desde el complejo industrial militar y asegurar una incontrastable superioridad en dicha dimensión. Por otra parte, se puso en práctica una política que Donald Trump iba a llevar mucho más lejos: impedir a las empresas chinas la adquisición de activos considerados estratégicos por parte de Washington. El caso resonante fue el bloqueo a CNOOC de la compra de la petrolera estadounidense UNOCAL en 2005.

La crisis del 2007-2008 con epicentro en Estados Unidos y el Reino Unido fue otro momento fundamental de esta puja al interior de los grupos dominantes, entre fracciones financieras, entre globalistas y americanistas, en una crisis que a su vez puso de manifiesto los límites de la financiación y el problema de la sobreacumulación. Con el triunfo de Obama, el “globalismo” volvió al gobierno reinstalando en la agenda el multilateralismo-unipolar y el impulso de tratados multilaterales de comercio e inversión. Su gobierno articuló el programa dominante del capital financiero transnacional (especialmente de origen angloamericano) y los intereses geopolíticos del establishment político e ideológico globalista (que procura incluir a los de sus aliados de Europa Occidental y Japón), con ciertas concesiones a las clases populares estadounidenses a través de programas focalizados y la recuperación parcial de la agenda liberal en relación a los derechos civiles y las libertades individuales. Pero dicha articulación resultaba demasiado contradictoria –la propia dinámica de la financiarización y el globalismo impactan en el aumento estructural de la desigualdad y la destrucción de empleos de calidad que alimenta un profundo sentimiento anti “establishment”, bajo formas ideológicas de  izquierda y también de derecha. 

Como expresión de esta estrategia globalista, Hillary Clinton hacia 2011 protagonizó como jefa de la Secretaría de Estado el giro hacia el Pacífico, considerando que el futuro de la política mundial se decidiría en Asia y en el Pacífico, no en Afganistán o Irak. Para Clinton y Obama el eje estratégico de la política exterior norteamericana debía pasar de Oriente Cercano al Asia Oriental. También proyectaban la necesidad de generar una alianza similar a la de la OTAN para el Pacífico, que pueda incluir al océano Índico, esto es, fundamentalmente a la India, operativizada por el USINDOPACOM.

Desde esta mirada, las fuerzas globalistas apostaban a dos instrumentos claves. El Tratado Trans-Pacífico (TPP por sus siglas en inglés) y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP por sus siglas en inglés). El TPP tendría entonces un importante impacto geopolítico en cuanto a la distribución del poder en Asia-Pacífico, en tanto el interés de los Estados Unidos era sostener un equilibrio favorable en dicha región y contener/rodear a China. De allí la insistencia en “proteger” a estados como Filipinas, Vietnam o Taiwán de la gran dependencia de la economía china, para que no pierdan su diplomacia independiente y su influencia política. Según Barak Obama, lo que está en juego es quien impone las reglas de juego del siglo XXI: “Sin este acuerdo, los competidores que no comparten nuestros valores, como China, decretarán las reglas de la economía mundial (…) Cuando más del 95% de nuestros clientes potenciales viven más allá de nuestras fronteras, no podemos dejar que países como China decreten las reglas de la economía mundial.”(1) Por otra parte, su entonces Secretario de Defensa de Estados Unidos, Ash Carter, declaró que para los intereses de seguridad de los Estados Unidos en Asia se puede considerar el TPP tan importante como la adición de otro portaaviones en la región y lo consideraba fundamental para el re-equilibrio de poder en Asia a favor de los Estados Unidos.(2) Frente a ello, Lu Kang, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de China afirmó, en una reivindicación del multipolarismo frente al unipolarismo: “Nunca hemos sugerido que las reglas del comercio global del siglo XXI las pudiese redactar China o ningún otro país por sí solo.”(3)

En el caso del TTIP, el acuerdo para avanzar en la periferia occidental de Eurasia junto con la OTAN, la cuestión de fondo es reforzar el atlantismo. Ello aparece insistentemente en los discursos a favor del TTIP por parte de los atlantistas globalistas. Según observa en un artículo en Foreign Policy de 2014 el analista, ex almirante de los Estados Unidos y comandante supremo de la OTAN, James Stavridis, avanzar con el TTIP implicaría: “…unir Europa a los Estados Unidos, lo que daña la influencia de Rusia. El TTIP es un acuerdo razonable por motivos económicos, en términos generales. Pero también tiene un enorme valor real en el ámbito geopolítico.”(4)

Sin embargo, primero a partir del Brexit y luego con el triunfo de Donald Trump sobre Hillary Clinton, las fuerzas globalistas obtuvieron una gran derrota política en sus propios territorios. Ello acompañó al impasse de la globalización económica que comienza en 2010, cuando se agotó la fórmula según la cual por cada punto de crecimiento del PBI crecían dos puntos el comercio exterior y tres puntos la inversión extranjera directa. También una crisis económica estructural, que golpea principalmente a las fracciones de capital retrasadas limitando sus posibilidades de acumulación ampliada. Las bases materiales del proyecto globalista se estaban debilitando. 

Ya en la campaña presidencial de 2016 podíamos observar que la lucha política en los Estados Unidos, inherentemente entrelazada con la crisis que transitamos y a la pérdida de poder relativo en el escenario internacional (ambas caras de una misma moneda), manifiesta una situación de empate hegemónico. Esto se expresa en profundas polarizaciones en torno a todos los temas que hacen a las construcción de un proyecto político estratégico: 1- la guerra en Irak y la estrategia en Medio Oriente; 2- el papel y poder de los organismos e instituciones multilaterales (FMI, BM, OMC, etc.) en relación al papel y poder del Estado de los Estados Unidos (unipolarismo unilateral vs unipolarismo multilateral); 3- la estrategia para el enfrentamiento con las potencias/polos de poder emergentes regionales y globales; 4- los acuerdos multilaterales de comercio, inversión y regulación económica transnacional (TPP, TTIP, NAFTA); 5- las reformas en la regulación del sistema financiero; 6- el valor de la tasa de interés de referencia de la Reserva Federal y su política monetaria general; 7- la cuestión del cambio climático, etc. Y estas polarizaciones atraviesan el debate intelectual, articulando de forma diversa a las distintas perspectivas teóricas e incluso fracturando dichas perspectivas. 

En este sentido, el triunfo de Donald Trump indica un momento cualitativamente superior de la puja de poder en los Estados Unidos y expresa la reacción de un conjunto de sectores que se ven amenazados o perjudicados en el proceso de “globalización”. Por eso, Trump fue más allá de la agenda clásica conservadora y neoliberal de la élite del Partido Republicano, incorporando mayores elementos del nacionalismo económico industrial y un discurso anti-establishment, a pesar de pertenecer a él. Trump se posicionó claramente como partidario del Brexit y se manifestó contra el TPP y el TTIP, procurando llevar al terreno bilateral las relaciones comerciales, para imponer el peso de la economía estadounidense, su poder político arbitrario (en el sentido de no estar atado o condicionado por normas) y evitar las relaciones de competencia “perjudiciales” para los grupos y ramas retrasadas de Estados Unidos (especialmente con respecto a capitales de países aliados), agudizando las prácticas proteccionistas.

Trump también produce una modificación importante con respecto al “americanismo” del gobierno de Bush, en línea con la nueva situación mundial: se modifica la doctrina militar, donde vuelve a ser central y explícito el enfrentamiento con estados rivales que amenazan el dominio de Estados Unidos en el mundo, especialmente China y Rusia, dejando en un segundo plano el “combate al terrorismo”.

Lo paradójico es que el orden mundial construido dominantemente por Estados Unidos es cuestionado por las propias fuerzas que pugnan en Estados Unidos: los globalistas porque entienden que ya quedó obsoleto y que resulta insuficiente para contener a las potencias emergentes y a la nueva realidad del poder mundial, mientras los “americanistas” y nacionalistas entienden que dicho orden se les volvió en contra y es un obstáculo en la estrategia de recuperar la primacía. Por ello el “americanismo” reivindica un retorno a la soberanía del Estado-nacional y el fortalecimiento unilateral del polo de poder angloamericano –junto al Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda más Israel— por lo que se vuelve muy importante el Brexit y el estrechamiento de los lazos económicos entre dichos países.

Esta política encuentra como uno de sus sostenes fundamentales a los capitales industriales centrados en estos territorios y grupos financieros, menos competitivos en términos internacionales, que ven perder posiciones frente a la intensificación de la competencia y la concurrencia de capitales. El avance industrial de China, que ya disputa en los primeros niveles mundiales de algunas ramas productivas y en el control de los flujos globales (dinero, mercancías, datos), así como también los saltos tecnológico-productivos de los capitales del propio Norte Global (alemanes, japoneses, etc.), agudiza las presiones competitivas y achica el espacio para la acumulación global del capital, exacerbando las luchas de competencia y concurrencia entre capitales. Esto se refuerza en tanto que al Estado estadounidense no logra mantener monopolios tecnológicos, militares o de acceso a recursos naturales. Por ello, estas fuerzas contrarias al globalismo también rechazan el TPP y el TTIP y apuntan contra sus propios aliados, a quienes demandan subordinación unilateral, agudizando necesariamente las pujas al interior del Norte Global.

En este sentido, no resulta casual que uno de los principales apoyos de Trump provenga de los industriales del carbón y del complejo sidero-metalúrgico estadounidense. Dan Dimiccio, ex CEO de la siderúrgica Nucor (la principal de Estados Unidos) fue uno de los más importantes asesores de Trump en economía y política comercial. Mientras que Robert Lighthizer, nombrado por Trump como Representante Comercial de los Estados Unidos, tiene una larga trayectoria representando a la industria siderúrgica estadounidense y ha sido un promotor central del giro proteccionista en importantes sectores del Partido Republicano, a la vez que protagonizó las batallas siderúrgicas contra Japón décadas atrás. Refuerzan esta presencia industrial en el gobierno de Trump la figura de Mike Pompeo como jefe de gabinete, estrechamente ligado con las industrias Koch, así como el Secretario de Defensa Mark Thomas Esper, quien fuera vicepresidente del área de relaciones gubernamentales de Raytheon (el mayor contratante de defensa de Estados Unidos). A su vez, Esper sustituyó a Patrick Shanahan, quien fuera directivo entre 1986 y 2017 de la empresa aeroespacial Boeing, parte del complejo militar-industrial del Pentágono. 

De ahí se comprende por qué una de las primeras medidas de Trump fuera ordenar al Departamento de Comercio que lleve a cabo una investigación para determinar si las importaciones de acero son una amenaza para la seguridad nacional, en línea con sus promesas proteccionistas. Flanqueado por representantes de la industria siderúrgica, Trump afirmó: “El acero es fundamental tanto para nuestra economía como para nuestras Fuerzas Armadas. Esta no es un área donde podamos permitirnos depender de países extranjeros”(5). Recordemos que China produce más del 50% del acero mundial aunque no es un gran proveedor de este producto hacia Estados Unidos. En realidad, esa decisión Trump la usó para negocia/subordinar aliados.

Trump ha declarado la guerra comercial al mundo, visibilizando la pérdida del dominio en el plano productivo-industrial de su país, no sólo en términos cuantitativos –China tiene un PIB industrial de 4 billones de dólares frente a 2.3 bn de Estados Unidos— sino también y progresivamente en términos cualitativos. Con ello, puso en marcha una profundización de la política proteccionista y un bilateralismo comercial que busca proteger a las fracciones de capital y ramas retrasadas en la economía global y fortalecer la producción industrial de Estados Unidos frente a China, pero también frente a aliados como Alemania, Japón o México. Los objetivos son reequilibrar el déficit comercial y, sobre todo, reforzar la “seguridad nacional”, ya que la industria es la base de la defensa.

La razón central del enfrentamiento comercial con China es detener su drástico ascenso global. Para ello, el trumpismo considera que debe frenar el “alarmante” plan de desarrollo tecnológico Made in China 2025, que tiene entre sus principales objetivos solucionar el retraso relativo en algunas ramas tecnológicas fundamentales como robótica, semiconductores e industria aeroespacial, y ampliar el liderazgo en otras, como inteligencia artificial y autos eléctricos.

Lo que está en juego para el trumpismo es la primacía geopolítica a largo plazo de Estados Unidos. Así lo expresa el intelectual y funcionario de la administración Trump, Peter Navarro, en su libro del año 2011 Death by China: Confronting the Dragon - A Global Call to Action. La primacía estadounidense sólo puede lograrse a través de un equivalente del siglo XXI del Informe sobre Manufacturas de Alexander Hamilton de 1791, en donde se decidan qué industrias son esenciales para la seguridad nacional, junto con una política tecnológica-industrial planificada para asegurar de que esas industrias vitales permanezcan en el país, complementadas por un fuerte proteccionismo y una guerra económica con los rivales.

Reflexiones finales

Las fracturas “internas” de los grupos dominantes de Estados Unidos frente al ascenso de China son propias del cambio de época que vivimos. Es probable que, si el declive se agudiza, las polarizaciones sean aún más fuertes. Cada fuerza intenta enfrentar el declive dentro de sus perspectivas estratégicas, moldeadas en relación a sus intereses. En el gobierno de Trump observamos la apuesta estratégica a un nacionalismo económico neohamiltoniano combinado con lineamientos propios del neoconservadurismo, que apuestan al control del Medio Oriente, la hegemonía total en su “patio trasero” latinoamericano, el unilateralismo y la supremacía militar –encarnado en la figura del dimitido John Bolton, el jefe de gabinete Mike Pompeo y el vicepresidente Mike Pence. También aparecen intentos de reforzar las alianzas militares en la zona Indo-Pacífico (India, Taiwán) e intervenir en los principales conflictos geoestratégicos de la región. Por otro lado, ha quedado desplazada la visión neorrealista de contención, multilateralismo y equilibrio de poder, más cercana a los globalistas, como también las concepciones liberales de establecer las “reglas de juego” del siglo XXI y construir instituciones multilaterales que refuercen la primacía del Norte Global. Por el contrario, predomina la idea en Washington de romper las reglas de juego y buena parte de las instituciones multilaterales.

Sin embargo, un triunfo de Biden en las próximas elecciones de Estados unidos puede significar un retorno de la estrategia globalista, sobre todo a partir del desplazamiento de Bernie Sanders y la agenda ligada a las clases populares. Seguramente intente recuperar el TPP junto con el TTIP; establecer, reconstruir y/o reforzar las alianzas del polo de poder angloamericano en Asia Pacífico e Índico; e intentar debilitar a Rusia, contener a China y frenar el desarrollo del emergente eje Eurasiático para buscar establecer las “reglas de juego” del siglo XXI. Esta estrategia no implica la “destrucción” de China, sino su absorción como territorio de solución espacio-temporal de la crisis de sobre-acumulación del Norte Global. Sin embargo, ello enfrenta muchos dilemas y obstáculos difíciles de resolver. Entre ellos, que la pandemia no hizo más que acelerar la tendencia del declive relativo de Estados Unidos y Occidente  y el ascenso de China y Asia Pacífico. También que, de mantenerse y reforzarse las alianzas entre China, Rusia, Irán y otros países, sumado a la superior dinámica económica de Beijing y el fortalecimiento del mega proyecto del “Belt and Road Iniciative” o la Nueva Ruta de la Seda, se constituiría un poder Euroasiático emergente difícil de doblegar. Y en tercer lugar, el empate hegemónico en Estados Unidos promete continuar un tiempo más, al margen de que coyunturalmente se fortalezca uno u otro sector.  

Gabriel Merino es Docente en la Universidad Nacional de La Plata e investigador del CONICET. 


Notas

(1) Discurso semanal a la Nación, AFP, 10 de octubre de 2015.

(2) Secretary of Defense Ashton Carter, “Remarks on the Next Phase of the U.S. Rebalance to the Asia-Pacific,” speech, U.S. Department of Defense, April 6, 2015.

(3) Xinhua, 5 de febrero de 2016.

(4) Stavridis, James (2014), “Vladimir Putin hates the TTIP”, Foreign Policy, 19 de noviembre de 2014.

(5) EFE, Washington, 20 de Abril de 2017.

 

El País Digital - 15 de agosto de 2020

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