Economía, sentido común y disputa cultural

Ricardo Forster
Un fantasma recorre la Argentina, el fantasma de la repetición. Su potencia no sólo se sustenta en la continuidad de las estructuras económicas en las que se sostiene el poder de los grupos concentrados sino, también y con sintomática intensidad, en la sutil y brutal estrategia discursiva y mediática que le ha permitido fundar, desde los años de la dictadura genocida, el núcleo último del sentido común. La derecha siempre ha sabido de la importancia del relato y de la construcción de subjetividad. Su poder se sostiene, más que en la dureza de la dominación económica, en la hegemonía cultural que nunca ha perdido, más allá de los enormes esfuerzos hechos desde 2003 para disputársela en nombre de las mayorías populares. Ese es el núcleo del conflicto. Ahí radica la debilidad del Gobierno.

De eso se discute cuando se habla de precios e inflación. No de la matriz regresiva de una economía concentrada –tema no menor– sino de la opacidad que oculta la puja distributiva. Por eso nos preocupa y nos ocupa, una vez más, la cuestión del lenguaje, de la construcción de sentido común y de opinión pública.

El lenguaje crea mundo, diseña nuestra manera de comprender la realidad y define la trama de nuestras relaciones sociales. Tratar de huir de las palabras que componen la experiencia humana es un gesto imposible. Un esfuerzo desmesurado que no conduce a ningún lugar. La ceguera, que no deja de ser una constante de nuestras sociedades contemporáneas convertidas en escenarios telemáticos, de un caminar a tientas por un territorio que requiere de los sonidos articulados de la gramática para encontrar un sentido y no acabar naufragando en un desierto de significaciones incomprensibles para aquellos que desean, con fervor, que otros hablen, que otros les pongan el nombre a las cosas y que definen sus y nuestras vidas. Dejarse nombrar por el poder es una manera de perder el uso libre del lenguaje. Recuperar la memoria que se guarda en él es el inicio de un camino de cambio y liberación de viejas y nuevas ataduras. Abrir las palabras para rescatar los sueños que se guardan en su interior constituye un extraordinario acto de reconstrucción de la vida individual y colectiva, el punto de inflexión para entrar en otra historia. Algo de esto viene sucediendo en la actualidad argentina cuando comenzamos a nombrar, con palabras y conceptos olvidados o rapiñados, vaciados o invisibilizados, lo nuevo de una época que reinstala el sentido de otro país que nunca dejó de habitar en el lenguaje de una memoria de la resistencia.

Ya el viejo Kant, inquirido sobre los alcances de la ilustración, en el lejano 1784 –pocos años antes del estallido de la Revolución Francesa que cambiaría la faz de la historia–, afirmó, entre otras cosas, que el individuo ilustrado era aquel que podía hacer un uso crítico de su propio entendimiento y volverse capaz de pensar y decidir por sí mismo sin tener que recurrir, como siempre, al padre, al cura o al médico para que le receten los remedios de la ley moral, del alma y del cuerpo, pero también agregó, con un dejo de triste escepticismo, que la mayoría de los seres humanos prefieren, por pereza y cobardía, que otros realicen el esfuerzo de pensar por ellos. Kant, el filósofo de la paz perpetua y de la racionalidad libre, soñó la autonomía del individuo como un caminar sin andadores y como una apropiación crítica del lenguaje de la razón. Para él, como para otros contemporáneos de ese tiempo cargado de esperanzas, estaba amaneciendo una nueva historia que habilitaría un decir renovado del mundo signado por la tolerancia, la igualdad y la libertad. Lo que no pudo ver el viejo filósofo es que incluso en el interior de palabras tan venerables se esconden los instrumentos del poder y la violencia. La historia por venir no dejaría, como en el pasado, de recordar la fragilidad de las palabras a la hora de ser apropiadas por la ideología de la dominación. Es por eso que el litigio por el sentido constituye una constante allí donde la desigualdad y la injusticia siguen persistiendo en los asuntos humanos.

Mucha agua ha pasado bajo el molino de una historia que no resultó amable con la mayor parte de las ilusiones humanas y, menos, con las que soñaban una sociedad más ilustrada, igualitaria y democrática, pero lo que siguió insistiendo fue la importancia del lenguaje a la hora de imprimirle a la propia realidad tal o cual perspectiva, tal o cual interpretación o, de un modo más brutal, para determinar el ejercicio del poder y la producción intensiva de sentido común capaz de garantizar la reproducción de una determinada hegemonía política-económica. No hay, no hubo, dominación sin esa producción de ideología, de un lenguaje articulador de una manera, que siempre se quiere absoluta, de concebir la realidad social, económica, política y cultural. Tampoco ha habido ningún cambio revolucionario que haya dejado intocado el lenguaje del antiguo régimen. La caída del viejo orden se acompaña, siempre, con la potencia de la invención lingüística, con la emergencia de nuevas palabras que dicen el mundo desde otra perspectiva. A veces, antiguos nombres son recuperados, revitalizados y lanzados nuevamente al escenario tumultuoso de la historia. Es por eso que la querella alrededor del modo de decir el mundo ha constituido y lo sigue haciendo el eje de una disputa que involucra el pasado, el presente y el futuro de la vida social. Por eso, también, carece de neutralidad la acción de ponerles nombre a las cosas y a las personas. Quien nombra ejerce, de uno u otro modo, el poder. Hay, en la aventura del lenguaje, arbitrariedad y libertad, intencionalidad y azar, violencia y paz.

Se ha señalado, y lo he hecho con especial insistencia en estas columnas de Veintitrés, que la época hegemonizada por la forma neoliberal del capitalismo no ha sido sólo el producto de una transformación estructural de la vida económica sino que involucró, en no menor medida, una profunda mutación de los imaginarios culturales y promovió nuevas formas de subjetividad que se correspondieron con el abandono de las antiguas referencias bienestaristas, al menos en ciertos países, del propio capitalismo (el papel del Estado, sobre todo a partir de la segunda posguerra, que se ocupó de impulsar políticas de industrialización, de inversiones en obra pública y de distribución de la renta como modo de incentivar el mercado interno y el consumo de los trabajadores que le dieron otro rostro a un sistema social-económico caracterizado, hasta la llegada del keynesianismo –herramienta para combatir, en la Europa de posguerra, el desafío que venía de la Rusia soviética en los años ’20 y ’30– por la volatilidad de un mercado al que muy pocos tenían acceso y por una trama prácticamente deshilachada o inexistente de derechos sociales y laborales. Entre nosotros, ese momento histórico fue el del primer peronismo). Desde mediados de la década del ’70, y a partir de la crisis del petróleo, tanto Estados Unidos como Europa occidental iniciaron, a distinto ritmo pero de una manera inocultable e irreversible –al menos por los siguientes 30 años–, un proceso sistemático de desmontaje del Estado de Bienestar que se combinó con un cambio en la matriz de acumulación del capital que pasó a ser hegemonizado por su sector financiero (en la Argentina el tiempo del “revanchismo social” y del predominio del capital financiero nacional y extranjero –como lo caracteriza Eduardo Basualdo– encontró su punto más álgido con el terrorismo de Estado implementado a partir de marzo de 1976 y que se continuó y profundizó, en su dimensión económica, con la convertibilidad menemista).

Ese proceso, dilatado en el tiempo y con diferentes grados de agresividad, comenzó, en su aspecto político-ideológico, con la llegada del tándem Reagan-Thatcher que comprendieron, en el marco de lo que se llamó la revolución neoconservadora, que para alcanzar los objetivos económico-estructurales que se proponían se volvía imperioso modificar sentido común, lenguaje, sensibilidad, tradiciones políticas, formas culturales y prácticas sociales para habilitar un proceso de transformaciones de una violencia inédita en la segunda mitad del siglo veinte. Se trató, entonces, de entrelazar los cambios en el núcleo de la valorización financiera del capitalismo, la sistemática eliminación de derechos laborales, las mutaciones legislativas y jurídicas imprescindibles para “liberar” los flujos especulativo-financieros del capital con nuevos paradigmas culturales que se correspondiesen con una sociedad que exigía otras actitudes y que debía abandonar, a un ritmo acelerado, prácticas que ya no eran funcionales al nuevo orden económico mundial determinado por el desplazamiento tanto del modelo soviético, que se derrumbaría a finales de los años ’80, como del proyecto bienestarista y socialdemocrático que organizó la vida de los principales países de Europa occidental y que, en la actualidad y salvando la supervivencia nórdica, viene modificando su estructura para volverse funcional a las demandas del modelo neoliberal (la complicidad de los socialistas españoles y griegos, con figuras de liderazgo fuerte como Zapatero y Papandreu, en la implementación de brutales planes de ajuste que acabarían de ser implementados por la derecha del PP y por tecnócratas directamente puestos por el Banco Europeo y por la canciller alemana nos ahorra de todo comentario respecto a la “traición” del progresismo europeo y su vuelco, desde los años ’80, hacia políticas de clara orientación neoliberal. El último en llegar y sumarse a esa lista ha sido el socialismo francés con Hollande a la cabeza).

La maquinaria del anarcocapitalismo financiero, como agudamente lo denominó Cristina en una reunión del G-20, extendió su funcionamiento hacia las formas de mentalidad y de sentido común generando, vía la industria cultural y los grandes medios de comunicación, las condiciones imprescindibles para dialectizar los cambios económicos con la circulación de las nuevas tramas de subjetividad que pudiesen acoplarse a los “valores” promovidos por la hegemonía neoliberal. Cambiaron, entonces, cuerpos y lenguajes, modos sociales de vinculación y prácticas laborales, vida cotidiana y representación de derechos. Nada permaneció intocado durante las casi tres décadas de predominio, entre nosotros, del modelo de valorización financiera. Su impacto sobre los imaginarios culturales fue inmenso. Al imponerse un nuevo lenguaje mutó la manera de ver la realidad y de comprender el pasado y el futuro. Lo que alguna vez fue valorado y reivindicado: el rol de un Estado fuerte, la política de ampliación de derechos sociales, lo público y sus empresas, la soberanía nacional sobre las riquezas naturales, el papel activo en la defensa de esos derechos por parte de los sindicatos, la movilidad social ascendente, la integración de las distintas clases sociales en la vida urbana, el papel igualador de la educación pública, el modelo sanitarista implementado por Ramón Carrillo, se convirtieron en rémoras de un “populismo demagógico” que había impedido que el país siguiera el camino del verdadero progreso que nos hubiera conducido, eso se decía, a ser como Canadá, Australia y Nueva Zelanda.

Para erradicar cualquier vestigio de esa “época dispendiosa y decadente” se implementó el más colosal plan de inversión de valores económicos, sociales, jurídicos, culturales y políticos y se tuvo que echar mano de la violencia terrorista de la dictadura, de una doble hiperinflación y de la “solución mágica” propuesta por Cavallo a Menem que acabó conduciendo a la sociedad a su peor crisis social unida a la desindustrialización, el endeudamiento, la concentración monopólica y la extranjerización de la economía. Todo eso fue acompañado por el papel principalísimo de la corporación mediática que movilizó sus recursos para facilitar el giro hacia la hegemonía del capital financiero.

Es como resultado de esa “inflexión cultural” que habilitó el dominio neoliberal y que colapsó en diciembre de 2001, pero que, en la trama más profunda y visceral, de los imaginarios sociales y de los núcleos del lenguaje, siguió insistiendo sobre una parte no desdeñable del sentido común de las clases medias, que ha sido fundamental, a partir del tiempo inaugurado por la llegada de Néstor Kirchner al gobierno, ir hacia ese campo más complejo de disputa que es la dimensión cultural-simbólica que suele anidar en el lenguaje cotidiano. Una disputa que se enfrenta a una gruesa construcción de prejuicios y a una mentalidad forjada entre la dictadura y la convertibilidad que suele emerger cada tanto y expresarse como miasma de una conciencia que se representa la realidad desde el prisma de la matriz cultural ideológica del neoliberalismo.

Junto con una limitación de la estructura macroeconómica que hoy vuelve a manifestarse en el país, me refiero a los problemas con las reservas y la falta de dólares para financiar el proceso de sustitución de importaciones, lo que regresa con impiadosa evidencia es la continuidad de la hegemonía cultural construida con perseverancia en las últimas cuatro décadas. En ese nudo que hoy vuelve a tensarse entre la brutalidad del gran capital para sostener el statu quo de la desigualdad en la distribución de la riqueza y la continuidad de una producción de subjetividad adherida a esta etapa del capitalismo mundial, se manifiesta la crudeza de una disputa que ensombrece la marcha de un gobierno enfrentado, tal vez, a la encrucijada más grave de la década. Una encrucijada de la que no se saldrá resolviendo sólo el dilema económico. Aunque avanzar en ese terreno manteniendo la decisión de ampliar el desarrollo industrial con inclusión y distribución social constituirá un facto decisivo. De nuevo, como desde un comienzo, la batalla por el lenguaje y por el sentido común serán los factores complementarios sin los cuales se volverá imposible la consolidación de un proyecto que siempre supo de las dificultades que tendría que enfrentar.

Revista XXIII - 19 de febrero de 2014

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