La cultura se descarga

Andrés Valenzuela
Me voy a despejar un poco», piensa el tipo, que viene de nueve horas de oficina, respondiendo emails de proveedores y atendiendo llamados. Pero pasa que dice eso en medio del subte, bastante lejos del control remoto, del Fútbol para Todos y del porroncito de cerveza que se reserva para ciertas noches. El hombre, que ronda los 35 años, que no gana mal, saca uno de esos celulares modernos a los que llaman smartphones (teléfono inteligente), que parece que sirvieran para todo (a veces, también para hablar por teléfono). Entonces se debate entre escuchar música, leer la última novelita de Dan Brown, ver el último capítulo de una serie, jugar el juego de naves que se bajó hace unos días o revisar los emails y las cuentas de las dos o tres redes sociales en las que «está». No importa mucho qué elija, porque antes de llegar a la combinación va a tener que interrumpirse dos veces porque le llegó un sms de uno de sus compinches sabatinos o recordó un correo de trabajo que quedó sin enviar. Delicias de la nueva digitalidad omnipresente que se vuelca a los consumos culturales.

El caso del párrafo anterior parece extremo. No lo es. Por ejemplo, si uno quiere escuchar música, puede hacerlo en su computadora de escritorio. O en su laptop, su netbook, en la mayoría de los teléfonos celulares, en cualquier tableta, en un reproductor de mp3, en un mp4 o –si alguien todavía recuerda qué es eso– en un equipo de audio (al que hoy se puede conectar cualquiera de esos otros aparatos). Casi todos esos dispositivos son portátiles. ¿Y si quiere ver una película? Bueno, muchos teléfonos celulares pueden reproducir una y del resto sólo queda fuera de la cuestión el mp3. ¿Qué pasó con la televisión? ¿Con el cine? Obviamente no desaparecieron ni como disciplina artística ni como industria cultural, pero como la música, están cambiando drásticamente su modo de existir, de ser disfrutados y comercializados.

Ni siquiera están exentos del impacto cultural de la nueva era digital los libros, esos objetos exquisitos que llevan siglos transitando de mano en mano. La industria editorial se rasca la cabeza imaginando una posible transición al ebook o –lo más probable– la instauración de un modelo mixto en el que convivan los libros impresos y los digitales.

En el otro extremo, los videojuegos. Mundialmente considerados una «industria cultural» desde hace poco tiempo, los «fichines» solían desdeñarse como «cosa de pendejos». Lo que antes era un entretenimiento orientado a un público mayoritariamente masculino, adolescente y joven, se encontró en los últimos años con una suerte de boom demográfico que amplió su target a casi cualquier franja etaria y de género. Desde hace años las estadísticas muestran que en la Argentina hay más celulares en circulación que habitantes. Eso significa que, salvo en los modelos antediluvianos, cada persona lleva en su bolsillo un aparato con al menos un videojuego.

¿Qué impulsó este proceso? La clave se encuentra en la expansión de la banda ancha y la popularización y sofisticación de los dispositivos portátiles, con los teléfonos móviles a la cabeza. Es decir, como en el mundo digital, la música, los libros, los audiovisuales y cualquier producto cultural se transforma en un archivo, la banda ancha los acercó a más consumidores potenciales. Sumado a esto, el desarrollo y la diversidad de los aparatitos en los que poder disfrutar de esos productos hacen que sea cada vez más irresistible la tentación de descargar todo tipo de archivos. Un modo de consumo mucho más sencillo, aunque en ocasiones no necesariamente más económico.

Más allá de la piratería

«Bioshock es un juego de hace unos 5 años. En Estados Unidos su precio de venta al público es de 20 dólares y puedo bajarlo online a mi consola por ese mismo precio, pero en Musimundo no lo vi a menos de 250 pesos», cuenta Loris Ziggiotto, un dibujante italiano que está radicado en el país desde 1994. Cuando estaba desempleado, reconoce, pirateaba videojuegos. «No tenía problema en buscarme una solución pirata a lo que fuera, hoy en día pasar seis horas y hacer todo tipo de pruebas para bajar un juego es un lujo que no me puedo dar», considera. La falta de tiempo, pero también una serie de ventajas operativas lo impulsaron a tomar la ruta «legal».

La otra motivación vino, paradójicamente, de los vendedores locales y sus precios abusivos. «En el caso de las novedades, los precios se disparan estrepitosamente», se queja y pone como ejemplo el Sensor Kinect, un «fichín» que se consigue por 150 dólares (alrededor de 600 pesos), pero que las cadenas locales venden a 2.400 pesos: cuatro veces su valor. Comprándolo por Internet, no sólo se ahorra 1.800 pesos, ni siquiera sale de su casa. Un par de clics desde la computadora y empieza a descargarse directamente a la consola. Si quisiera conseguir el paquete «físico» con los dvd del juego, podría comprarlo en un sitio como Amazon.com, que también lo enviaría a su casa. No sorprende, entonces, que Musimundo haya capitulado (ahora forma parte de la Red Megatone, que lo compró para hacer pie en el área metropolitana), ni que en Estados Unidos la cadena de librerías Borders haya presentado la quiebra hace pocos meses.

El caso de Ziggiotto es paradigmático, según la opinión de expertos en la transformación digital de todas las industrias culturales: bajo precio, ventajas comparativas (el plus que se recibe por pagar, en lugar de piratear) y sencillez de uso son claves a la hora de ganar el mercado y vencer las vías ilegales.

Martín Landó, webmaster del Ministerio Público de la provincia de Buenos Aires, coincide en la sencillez de uso como un factor fundamental a la hora de volcarse a los consumos digitales. Él prefiere los ebooks, pero tampoco esquiva las suscripciones a los videojuegos online. No le preocupa ni le interesa tener el producto en un soporte físico. «Noto que algunos amigos poseen la necesidad de tener algo físico para estar satisfechos con su compra, para mí esa es una barrera que quedó muy atrás», reflexiona.

Justamente, ambos son reticentes a poner su dinero en las industrias que más dificultades tienen para adaptarse a las nuevas tecnologías. «No soy tan buen samaritano como para pagar por algo que consigo en forma gratuita», reconoce Landó al hablar de películas y series, «quizás sí pagaría por un servicio como Cuevana, que tenga todas las series y traducciones en tiempo, forma y calidad». En la misma línea, ninguno de ellos está muy dispuesto a pagar por comics digitales: todavía no ven ni una plataforma adecuada ni un precio razonable para la historieta. Es difícil culparlos: un ejemplar de cualquier serie conocida sale, en papel, entre 3 y 4 dólares. Las grandes editoriales norteamericanas (DC Comics, Marvel Comics) se empeñan en vender la versión digital del mismo ejemplar a 5 dólares.

Cómo generar ingresos

El asunto está difícil para la televisión, que todavía no sabe cómo ajustar su modelo. No hay datos concretos, pero apenas dos años atrás se rumoreaba que Youtube le costaba a Google un millón de dólares al día en pérdidas, y los denodados esfuerzos del portal de videos por generar ingresos parecen indicar que el problema aún no tiene solución. Los estudios cinematográficos tampoco están muy seguros de cómo enfrentar el problema, pues también deben vencer las dificultades técnicas que aumentan los costos y la eficiencia digital, con archivos tan pesados como los que son necesarios para reproducir una película.

La mayoría de los artículos sobre las industrias culturales en la era digital hablan del «modelo de negocios». ¿Qué significa eso? Sencillamente, cómo consiguen ganancias quienes se dedican a la producción y circulación de bienes de consumo cultural. Por ejemplo, el modelo de negocios del cine consistía sencillamente en producir una película, exhibirla y cobrar una entrada a la sala a cada persona que fuera a verla. Luego, conforme avanzaron los sistemas de reproducción hogareños, se agregó la edición en videocasetes y, más adelante, en DVD. Por el momento, la industria del videojuego lidera la adaptación al nuevo paradigma. El mundo editorial parece empezar a vislumbrar soluciones y en el de la música todavía hay serias dificultades para asumir los nuevos tiempos.

El modelo de negocios de la industria discográfica era encontrar bandas, producirles un disco y venderlo. Algo similar sucedía con la industria editorial. En todos estos casos, sobre el precio final del producto (disco, cd, libro), la distribución se lleva el porcentaje más grande. El artista, invariablemente, el más pequeño. El de los videojuegos era similar: un equipo de programadores creaba el software y se vendía por un costo relativamente alto a unos cuantos gamers.

Entonces, cuando se vendía un disco, una película, un libro o un videojuego, era imposible rastrear su destino. Si el comprador decidía regalarlo, prestarlo o copiarlo, sólo el azar (o una comercialización a gran escala) podía ponerlo en evidencia. De hecho, a excepción de la comercialización, ninguno de esos hábitos estaba prohibido.

Internet deshizo el modelo de negocios de todas esas industrias y, de paso, también logró un doble juego con el intercambio de estos bienes: lo facilitó y, a la vez, hizo que fuese posible detectarlo. 20 años atrás a ninguna discográfica se le hubiese ocurrido denunciar a alguien por hacer una copia de su casete para compartir con su mejor amigo. Hoy las grandes discográficas persiguen rabiosamente a cualquiera que comparta un disco.

La industria del videojuego, y del software en general, tradicionalmente se orientó a compradores de alto poder adquisitivo. La idea era vender caro a unos pocos, según reconocen los empresarios en cualquier panel sobre el tema. Desde esta perspectiva, cualquier copia pirata era plata que no entraba a los bolsillos de la empresa desarrolladora. Las compañías más astutas (como Microsoft) hicieron la vista gorda ante la piratería durante sus primeros años. Así conquistaron buena parte del mercado, convirtiendo sus programas en el estándar del sector.

Las empresas de videojuegos, en cambio, siempre combatieron la piratería, pero rara vez tuvieron éxito. Incluyeron claves alfanuméricas en sus juegos: bastaba fotocopiar la planilla de los códigos que venía en la caja original. Cuando se obligaba al jugador a mantener el CD o DVD original en la computadora al jugar, algún hacker inventaba un crack que salteaba esta restricción.

Entonces sucedieron dos cosas. La primera es que los videojuegos se masificaron de verdad. Ya no sólo alcanzan a varones jóvenes ni hace falta una consola cara para jugar. Cualquiera con un celular en la mano tiene videojuegos encima. Quien tiene una cuenta en Facebook puede acceder a centenares de pequeños videojuegos. Y entrando a Internet se puede ingresar en cualquier página y jugar.

La segunda idea que tuvo alguien fue regalar los juegos: ya no hace falta piratearlos. ¿Cómo ganan plata las empresas? Cobrando suscripciones o pequeños «extras». Los juegos más complejos, por ejemplo, invitan a jugar en mundos virtuales accesibles a través de Internet. Por supuesto, existen «servidores truchos» en los que se puede jugar gratis, pero los oficiales suelen ofrecer una solidez y un desarrollo inigualables, por un costo relativamente bajo. Además están los juegos «ocasionales», como los de Facebook y portales como el argentino www.cyberjuegos.com. Roby Krygel, director del portal, explica que estos nuevos juegos «están armados de modo que si querés cambiar o agregar algo, tenés que pagar». A esta modalidad, detalla, se la denomina virtual goods, es decir, bienes virtuales y se sostiene en sistemas de micropagos, como Paypal.com o incluso pagos a través del celular. Basta con que un juego adquiera un poco de masividad y que apenas un puñado de de los usuarios decida pagar por esos extras de unos pocos dólares como para que la facturación se dispare.

Durante la presentación de un informe sobre la industria local elaborado por el Ministerio de Desarrollo Económico porteño, los empresarios argentinos explicaban que entre el 3% y el 8% de los usuarios paga por estos juegos, y que cada uno de ellos desembolsa al menos 15 dólares por mes.

En el momento momento de escribir este artículo, según datos de la consultora AppData, el «fichín» con más jugadores en Facebook es el CityVille, de la empresa Zynga, con poco más de 89 millones de usuarios en el mundo (es decir, dos veces la población Argentina). Si sólo el 3% de ellos paga, significa que unos 2.670.000 personas aportan en conjunto 40 millones de dólares al mes a Zynga.

En un ejemplo local, Mundo Gaturro, inspirado en la franquicia del personaje de Nik, tiene un millón de usuarios registrados. El «pasaporte» del juego permite agregarle cosas al personaje e intercambiar estos objetos con los amigos. Vale 35 pesos. Siguiendo las tendencias internacionales, si sólo el 3% de los chicos registrados tiene su «pasaporte», el juego le reporta a sus creadores un millón de pesos al mes. «El juego es gratis, pero no hay forma de hackear estos micropagos y la escala es enorme, con tantos usuarios, ¿qué problema hay si la mayoría no paga?», se pregunta Krygel.

Este tipo de juegos, más livianos, son más baratos de producir que los grandes videojuegos tradicionales. Eso abre las puertas a pequeñas compañías independientes. «El otro modelo de negocios tenía el problema de la piratería, el de mi sitio, por ejemplo, es el de la publicidad y las licencias para utilizar nuestros juegos en otros portales», analiza el empresario. «El modelo está cambiando y las empresas tienen que adaptarse», sentencia.

Libro, papel y pantallita

El libro está llegando tardíamente a esta revolución digital. La aparición del Iphone, las tabletas electrónicas y algunos dispositivos específicos, como el Kindle o el Nook (pensados para emular lo máximo posible la experiencia del libro físico) están ayudando a su implantación. Leer en la pantalla de la computadora no es cómodo, pero las nuevas tecnologías parecen disminuir los recelos de los lectores. Algunas cifras lo certifican. Según anunció el portal especializado PW Publishing, los ingresos del grupo editorial Random House Mondadori crecieron un 6,1%, hasta alcanzar los 2.500 millones de dólares durante 2010. Uno de los factores fundamentales para esto fue que sus ingresos por la venta de ebooks crecieron un 250%. En Estados Unidos, además, el 10% de las ventas de su subsidiaria ya es de libros digitales.

El crecimiento del sector es igual de impresionante para otras compañías. Aunque los libros impresos acaparan la mayoría del mercado, sus ventas bajan. El crecimiento del ebook, en tanto, es exponencial. Durante 2010 las ventas de las 16 principales empresas del sector crecieron a razón de 116%. Pero entre enero y febrero de este año el salto fue del 202%, aunque desde el rubro explican que en buena medida se deben a saltos de ventas naturales cuando hay grandes compras de nuevos aparatos lectores (en Navidad, por ejemplo).

En Argentina el proceso también está teniendo lugar. Es más lento y más tardío, pero resulta sintomático que en la última Feria del Libro, el stand de Israel estuviera dedicado a los nuevos aparatos lectores, y que una distribuidora de ebooks tuviera un gran stand.

RFX Ediciones y Grimorio Digital son dos pequeñas editoriales argentinas que están probando suerte en el rubro. Fabricio Emanuel Castellano y Durgan Nallar, comentaron a Acción que están «probando que existe un mercado deseoso por consumir estos productos», aunque supeditaron el éxito de la experiencia a «que los lectores dispongan de dispositivos donde sea cómodo leer». Por ahora, como otras empresas nacionales orientadas al mundo digital, ponen sus fichas en la internacionalización de sus productos.
Por eso el Iphone es una parte fundamental de su estrategia. «Todo el sistema gestionado por Apple para sus productos es cerrado, requieren un software, el iTunes, capaz de conectar con una librería virtual donde el público compra música, comics, revistas, libros y juegos», detallan, «es el mejor sistema porque no es tan vulnerable y son aparatos de alta gama, así que quienes los compran tienen poder adquisitivo».
«Llevás toda tu colección en un mismo lugar, y si además la experiencia es interactiva, con el agregado de video, infografías animadas o efectos, la experiencia es más completa, es un valor agregado para este tipo de publicaciones», evalúan.

Roberto Igarza, especialista en la materia, analiza el cambio de paradigma y descubre en la fragmentación otra parte del proceso. «Los universitarios en Estados Unidos compran de a capítulos. Se le pide al estudiante que lea sólo parte del libro, pero el libro no se adapta a eso porque tal como lo conocemos, es una herencia de la Era Industrial y no cambió en los últimos 200 años», reflexiona. Advierte, también, que «falta que la institución-libro modifique su formato al del capítulo, mientras, seguimos vendiendo el libro entero y logramos que la gente vaya a la frontera de lo legal», alude a las fotocopias.

La discusión continúa. Pero no faltan motivos para pensar que el modo en que consumimos cultura está cambiando. Décadas atrás, a nadie se le hubiese ocurrido la posibilidad de llevar consigo la música grabada. Alguien inventó el walkman. Ahora se pueden escuchar canciones hasta en los celulares y en formato digital. Otro tanto sucedía con los videojuegos y con las películas. No sólo hay videojuegos portátiles, también reproductores portátiles de dvd. «La ventaja de estos consumos digitales se sustenta en la movilidad», destaca Igarza, «parten del concepto de homo mobilis». Antes uno podía llevar uno, dos libros en una mochila. Media docena, si estaba dispuesto a cargar mucho, pero jamás 100, o una colección entera de historietas. Todo eso (y bastante más) entra en una tableta. «Estos conceptos fueron introducidos por Apple con el iPad y el iPhone», considera Igarza, «instalaron en nuestro imaginario la posibilidad de este tipo de consumos». Y la posibilidad, se sabe, a veces empuja a la necesidad, y la convierte en negocio.

Revista Acción - Segunda quincena agosto de 2011

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