¿Por qué pierde Hillary?

Rafael Bautista S.

 

Pocos se acuerdan que Lincoln era republicano y que, en la cámara de representantes, los abolicionistas de la esclavitud no eran, precisamente, los demócratas. Creer que el partido demócrata representó siempre el “ala izquierda” del sistema político norteamericano es otra más de las mitologías gringas. Tampoco el establishment es el “Estado profundo”. Y aquel no es un todo monolítico sino que está atravesado por un conjunto de intereses que no siempre comulgan entre sí. Si Hillary Clinton era la candidata de los heraldos de la globalización neoliberal: medios, lobbies y Wall Street, ¿de quién era candidato Donald Trump?

Esta es una pregunta que la hacemos después del discurso de Trump una vez vencedor de las elecciones. El tono “políticamente correcto” que asume, no cuadra con su acento pre-electoral. Todo el establishment parecía alineado a Hillary, pero, mientras caen las bolsas en Asia y en Europa y cae el precio del petróleo; el día después de las elecciones, la bolsa de New York, o sea, Wall Street, reacciona con un optimismo sospechoso mientras países, como México, se arrinconaban en la incertidumbre. Curiosamente, el candidato que había enfrentado al establishment, recibía el apoyo tácito del brazo financiero del establishment. O sea, ¿será realmente Trump un outsider o su candidatura era una estrategia encubierta del “Estado profundo”?

Esto merece ser tematizado de modo complejo y multidimensional y establecer no sólo los intereses que estaban en juego, sino toda la disposición geopolítica que el Imperio tenía enfrente, a la hora de decidir qué política de Estado asumir después del fracaso de la administración Obama (donde estaba seriamente comprometida Hillary) en Siria y Ucrania y, con ello, la prospectiva de la admisión de un nuevo mundo tripolar.

Más allá del circo mediático que promueve la tecno-política, lo que estaba en juego eran las opciones que tenía ante sí el establishment en plena crisis de la globalización neoliberal, en la cual USA había comprometido su propia estabilidad como nación. Las opciones, por supuesto, no eran ambos candidatos, sino el tipo de respuesta que iba a adoptar el Imperio ante los inminentes ascensos de China y Rusia, amenazando seriamente su hegemonía global (ya que la errática política exterior de la administración Obama, parecía haber complicado todavía más la vigencia del mundo unipolar).

La opción que representaba Hilary era la belicista, o sea, imponer la supremacía gringa cueste lo que cueste. Trump adoptó algo que impermeabilizó las críticas a sus extravagancias (showman como fue siempre, sabía que llamar la atención, a como dé lugar, siempre da resultado), pues el foco de su retórica fue el detalle que hizo la diferencia frente a la candidata demócrata. En la consigna “make America great again”, logró congregar a todos los descontentos y desplazados por el actual 1% de billonarios nuevos. Pero, ¿a quiénes iba dirigida realmente esa consigna?, a los que se reconocen en la identidad WASP (blanco, anglo-sajón, protestante). O sea, Trump resucitaba a Huntington (a su “¿quiénes somos?” y su “choque de civilizaciones”) y afirmaba a un USA antediluviano, del tiempo de los pilgrims.

Se trataba de la insurgencia dramática del núcleo blanco conservador, como respuesta ante la decadencia cultural y civilizatoria del Imperio norteamericano. ¿Qué significa “hacer una América grande otra vez”? Significa reponer su “excepcionalismo”. Pero no hay “excepcionalismo” para adentro. Esto sólo es posible con la globalización hegemónica de ese proyecto, o sea, la imposición de un mundo unipolar. O sea, la arenga de Trump, con claros tintes neo-keynesianos, posibles para el siglo XX, ya no son posibles en los términos de su campaña. Todas las promesas que propagó no podrían restituir el liderazgo gringo. Lo único que lograrían es la sobrevivencia de USA en un resignado mundo multipolar, y esto significaría la admisión de un “nuevo orden” donde ya no es más la hegemonía que fue en el siglo XX.

Entonces algo más no cuadra. Como ya señalamos, el establishment no es el “Estado profundo” y, si aquél contiene intereses que no siempre cuadran, el “Estado profundo” no puede permitirse aquello. Resignarse a tener un presidente ajeno a la política profunda, no es algo que consienta su historia (desde Lincoln hasta Kennedy eso es sabido).

Mientras todos daban como ganadora a la candidata del establishment, la estrategia de Trump era denunciar la profunda corrupción del sistema político norteamericano y la doble moral de sus instituciones. Las voces críticas del norte ya señalaban que un fraude electoral es más que posible, que los medios jamás fueron imparciales y que la propia justicia estaba corrompida. Pero los medios hegemónicos –la Mediocracia– no dan lugar a este tipo de críticas; lo cual es más difícil de hacer con un candidato –además ruidoso– a la presidencia, menos con uno del sistema bipartidista.

Lo que realmente estaba en juego jamás salió a luz pública y nunca estuvo en el guion de los debates para la presidencia. Mientras tanto, lo más paradójico, los llamados “progresistas” (esa izquierda reciclada), incautos e iletrados en el lenguaje geopolítico del cambio de época y presos de la parafernalia mediática, es decir, de la mitología imperial (la libertad de expresión, los derechos humanos, la división de poderes, las instituciones democráticas, las diversidades, el multiculturalismo, etc., etc.), se inclinaban castamente por la candidata de los “warmongers” (aquellos que incitan una tercera guerra mundial).

El perfil demócrata presidencial era obvio, una delicia para los siempre moderados: mujer, feminista liberal, exitosa, de carrera, pro-inmigrante, pro-Israel, pro-Islam, a favor del aborto, etc. Pero ello tampoco encajaba con su historial. Durante la administración Obama, siendo secretaria de Estado, se expulsó más indocumentados que nunca: 2.5 millones; el muro USA-México es un proyecto que data de Obama, con Hillary como secretaria de Estado; fue entusiasta de la invasión a Libia, comprometida con la guerra en Siria; la fundación Clinton recibe donaciones de aquellos que financiaron al ISIS; en los mails intervenidos se lee los verdaderos intereses perversos que se hallan detrás de las invasiones y las guerras que promueve USA, también desde el Departamento de Estado (el verdadero motivo de la intervención en Libia fue su osadía de crear su propia divisa basada en el oro, para competir con el euro y el dólar; en Siria no se trataba de “derechos humanos” sino de los intereses geopolíticos sobre el gas y el petróleo). Esa era la candidata de la izquierda “progresista”, aquí y allá, en el norte y en el sur (se habían creído el cuento: “lady and the trump” for dummies, “la dama y el vagabundo” para tontos). La propaganda contra Trump tenía la intención de ocultar esos hechos. Discutir sobre líos de faldas era más conveniente que desnudar el fracaso del neoliberalismo incluso en el hogar del Imperio.

Pero si, por un lado, la cosa estaba –supuestamente– clara para el establishment político, ¿qué influye para que el propio FBI se desmarque de una trama ya orquestada? Los demócratas señalan que las develaciones y el proceder del FBI, en vísperas de las elecciones, fue lo que cambió el desenlace del acto electoral. Entonces, ¿qué pasó? El ámbito financiero siempre se mueve con información privilegiada y, para que éste responda positivamente –después de las elecciones– mientras que las otras bolsas señalen cifras negativas, el resultado ya se sabía y, por lo visto, tenía el visto bueno del sector más profundo de la política imperial, el “Estado profundo”. Entonces la cosa no estaba tan clara para el establishment porque, por otro lado, con Hilary como presidenta –después de las develaciones del FBI–, se deslegitimaba todo el sistema político institucional que la favorecía.

Ahora bien, el candidato Trump, con el acento contestatario que asumió como candidato, no tenía esperanzas de terminar su mandato e incluso de siquiera iniciarlo. Entonces, ¿qué pasa?, ¿el “Estado profundo” se resigna a un candidato incontrolable? ¿O hay un pacto entre bambalinas que mueve los hilos de la misma elección, produciendo una inclinación premeditada hacia quien promueve un retorno a los valores fundacionales de USA como nación? ¿Cuál sería el propósito?, ¿devolverse una identidad desde la cual impulsar un nuevo “awakening” o “despertar espiritual”?

La decadencia del Imperio requiere desesperadamente un nuevo impulso y ese impulso requiere una nueva base de legitimación. Y eso no lo puede hacer la sola economía. Lo que despierta en el gringo medio la interpelación de Trump es la emergencia de un nuevo “destino manifiesto”. Pero la fuente donde pretende hallarlo ya no es referencia para el presente. Los valores del puritanismo que encarnaron los “padres fundadores” calan la idiosincrasia de los WASP, pero demográficamente son lo que ya no constituye mayoría para el 2050.

Ante la inminencia de las potencias emergentes y el nuevo tablero geopolítico multipolar, donde tanto China como Rusia (así también India, Irán o Turquía) reivindican sus valores culturales y religiosos como fuente identitaria de su proyección civilizatoria, USA, en plena des-globalización e irrupción de nacionalismos proteccionistas, padece de una profunda crisis de identidad. Por eso Huntington y su “who are we?” no cuaja. La identidad norteamericana no es lo que trajeron los pilgrims sino lo que nació desde lo negado por el Estado gringo. Por eso se dice que USA no es una nación sino una ideología: su “excepcionalismo”.

Huntington arguye que cuatro “despertares” o “awakenings” (concepto que describe al espíritu mismo del protestantismo gringo) están en la base espiritual de sucesos políticos de profundas consecuencias en la vida norteamericana. La propia guerra de la independencia estaría marcada por el liderazgo espiritual de George Whitefield, movilizando a las colonias y generando una proto-conciencia nacional. Pero estos “despertares” suceden en la subjetividad de unos descendientes de europeos que, “destinados por Dios”, invaden y pueblan una tierra donde los originarios (ni ningún “otro”) nunca serían sus iguales.

El puritanismo de aquellos –la salvación como apuesta individualista– es la base ética del posterior liberalismo capitalista que asumen como forma de vida. Es decir, en torno a una ideología producen una identidad. El “despertar” del puritanismo fundador constituye el foco de interpelación que le sirve a Trump para desarmar a la candidata del establishment. Por eso no necesitaba su campaña de discursos ni debates de alto nivel, bastaba “despertar”, en las fibras más íntimas de los gringos, la idiosincrasia de su propio “excepcionalismo” venido a menos.

El sueño americano también se construyó en torno a estos valores: el esfuerzo individual, el trabajo propio, como base de la prosperidad material. Incluso cuando el consumismo se convierte en forma de vida (en los cincuenta), en la espiritualidad propia del “american way of life”, el individualismo egoísta es siempre la fuente desde donde se proyecta como nación. Por eso, “greed is good” o la codicia es buena, constituye el núcleo moral que comprime su “destino manifiesto”. Pero todo eso es, precisamente, lo que ha entrado en crisis y ya no puede servir de legitimación de un mundo en transición civilizatoria; entonces, pretender volver a aquello no es sólo anacrónico sino hasta involutivo (en el lenguaje globalizador).

La reclusión que muestran las sociedades del primer mundo, en plena debacle civilizatoria del mundo moderno, muestran, por ello, claras tendencias conservadoras. La globalización que impulsaron terminó por afectar su propia estabilidad como naciones. En ese sentido es que se advierte nuevos Trump, sobre todo en Europa, en contra de todo aquello que no consideran sus iguales. El racismo, machismo y la intolerancia del candidato republicano no es algo privativo, como si Trump fuese una excepción (un monstruo, como lo calificaron los medios); es más bien el fiel retrato de la idiosincrasia del gringo medio, incluso de aquel educado y formado académicamente. Entonces, la exageración provenía no de Trump sino de una sociedad que no se reconoce ni machista, ni racista, ni discriminadora, ni intolerante, es decir, una sociedad que no admite lo que en el fondo le constituye como sociedad.

En ese sentido, Hillary se constituye como la verdadera “outsider”, por eso vale la analogía: “Lady and the tramp”. Ella es la “Lady”, la que no sabe, una vez fuera de la casa de los amos, en qué mundo se encuentra. Por eso ni los jóvenes, ni la “working class”, votan por ella; su origen de cuna de oro les desagrada a los desempleados y hasta a los marginados por la educación superior. Mientras la propaganda mediática a favor de Hillary sólo logra seducir a cándidos espectadores del show político, el “despreciado” (“Tramp” es un perro vagabundo, conoce la calle, de ricos y de pobres, es un don Juan que también se llama “Golfo”, del cual se enamora la “Lady”) se hace hasta simpático para los desconfiados del sistema político. Al final, como en las novelas, ponerse del lado del agredido no proviene por razones de justicia sino por una pulsión de venganza. El showman Trump lo sabía, por eso su ataque al papel manipulador de los medios, en realidad, tenía como fin su reivindicación ante el electorado.

Por eso muchos quedan atrapados en la retórica de su campaña, quedándose suspendidos en la política aparente, sin tomar en cuenta que, se puede prometer todo, como se hace en elecciones, pero lo que realmente se pone en juego, no se ve, y eso es lo que precisamente todo análisis debería desenmascarar. En toda elección no disputan sólo candidatos y sus partidos; lo que realmente se disputa, en países como USA, y en el contexto actual, es la viabilidad de su hegemonía global. A estas alturas de la vida, que USA se proponga un encapsulamiento económico, supondría resignar cómodamente su hegemonía global. Eso es algo que no puede permitirse el “Estado profundo”.

El establishment sufrió un revés con el triunfo de Trump y demostró, a la luz pública, sus desatinos e incongruencias con su propia nación, empujándola a una merma no sólo de su importancia global sino a una debacle económica. Con Obama no cambió el panorama y Hillary no dio muestras de cambiar de política (siempre a favor de los Bancos y en contra de los contribuyentes). Pero el “Estado profundo” puede ir en contra incluso del propio establishment y conducir a todo el sistema –exponencialmente global– a un sismo de magnitud 12 en la escala de Richter.

Hoy estaríamos en condiciones de ver aquello. Y un “nuevo orden mundial”, patrocinado por el “Estado profundo”, en la actual guerra fría entre el yuan y el dólar, colisiona con cualquier intento de suspender, por ejemplo, los tratados comerciales promovidos por el dólar. En este sentido, al igual que Obama, Trump puede encarnar y hasta prometer atender todas las demandas populares en tiempos electorales, pero, en la Casa Blanca es sólo un inquilino más, y en USA no manda el presidente.

Hillary era la distracción. Si lograba seducir al electorado podía recibir el ok, pero, presidenta o no, la política y la democracia habían llegado a su fin. Con Trump se acabó la democracia (si es que alguna vez existió realmente en USA) y la política. No en vano al neoliberalismo se le llama “capitalismo salvaje”. Como en el Chile de Allende, una vez acabada la vía constitucional, viene el golpe. La elección de Trump representa el fracaso del neoliberalismo, pero, así como nació, no democráticamente, así tampoco se irá pacíficamente. Por eso la arrogancia y prepotencia de Trump es sintomática, pues él mismo es un hijo del neoliberalismo. Y no va a matar al padre, es más, puede hasta que se inmole por un dios –el dios dólar– hambriento siempre de sacrificios humanos.

Por eso aparece como un héroe para sus electores, porque un mártir debe serlo. El “Estado profundo”, después del brexit, puede que no dude en implosionar el sistema. Ya alguna vez lo señaló un bróker: “no nos interesa si el mundo se viene abajo sino cuánto dinero podemos hacer cuando el mundo se venga abajo”. Ya se anuncia un “calexit” o la secesión de California (la octava economía mundial, que sufre de estrés acuífero). Hillary hablaba de una nación fracturada. La reposición de un mundo unipolar, basado en el dólar, es sólo posible por medio de una guerra. Las características de ésta es lo que parece todavía no decidirse en la política profunda. Ni China ni Rusia podrían renunciar a su ascenso y un equilibrio de poderes, incluso nuclear, parece ser lo único que podría garantizar la estabilidad global.

La situación es dramática, incluso para el Imperio. Y esto lo sabe muy bien el “Estado profundo”. La apuesta por Trump tiene sus matices, todos ellos contradictorios. Sólo un poder, de magnitud intensa, podría resolverlas. Pero el problema sigue siendo, ¿cuál es el precio de esa resolución?

Una de las atenuantes que podría haber desestimado el apoyo del “Estado profundo” a Hillary, es su estrecha relación con las petro-monarquías árabes y la “Hermandad Musulmana” (el jefe de campaña de Hillary, John Podesta, es promotor de los intereses de Arabia Saudita en el Congreso gringo, por cuyo conducto, el príncipe Mohamed ben Salman financió un 20% de la campaña electoral de Hillary. Huma Abedin, jefa de trabajo del equipo de Hillary, así como su madre; Mehdi K. Alhassani, miembro del Consejo de Seguridad Nacional, 2009-2012; Abon’go Malik Obama, presidente de la “Fundación Obama”; Rashad Hussain, embajador de USA ante la “Conferencia Islámica”; Louay M. Safi, ex consejero del Pentágono y actualmente miembro de la “Coalición Nacional Siria”, Gehad el-Haddad, responsable del proyecto “Clima”, de la “Fundación Clinton”, etc.; todos ellos son miembros de la “Hermandad Musulmana”).

Si esto fuera poco, otra parte del financiamiento espurio de su campaña proviene de su siempre estrecha relación, entre la “Fundación Clinton”, George Soros y Goldman Sachs (los que abonaron a Bill Clinton, 17 millones de dólares, sólo en conferencias dedicadas a los Bancos). Los megabancos apilados en Wall Street, los servicios de espionaje y el Departamento de Estado fusionaban, de ese modo, intereses, incluso por sobre el gobierno. Es decir, tampoco era tan controlable Hillary.

Si, según los mails de Podesta, presentados por Assange, la mitad del gabinete de Obama fue nombrado por Citigroup, ¿sería Goldman Sachs la encargada de nombrar el gabinete de Hillary? Si esto fuera así, entonces, ¿no nos encontraríamos ante una guerra de posiciones en el mismo sector bancario-financiero? Puede que la inclinación post-electoral, de ese sector, a favor de Trump, se haya originado en los inevitables titulares que tramarían los propios medios (al servicio de alguien más): “Hillary recibió donaciones de patrocinadores estatales del ISIS”.

El problema de apoyar a Hillary consistía en que ya no era confiable, no sólo por su ligereza cibernética descubierta por el FBI, sino por su temeraria actuación como secretaria de Estado, llevando la política exterior casi al desastre global. La agenda Clinton sólo podría provocar percances a la seguridad nacional y a su influencia global. Eso explica la distancia entre Hillary y los jefes militares del Estado Mayor Conjunto.

Entonces el “Estado profundo” juega doble: mientras pone al establishment a favor de Hillary, la va desprestigiando paulatinamente para acorralar al establishment en una línea ya planificada, que, con Trump o sin Trump, sería la nueva política de contención frente a las potencias emergentes y de reposición de la hegemonía global.

Con Hillary se iba a profundizar la crisis de legitimidad institucional, el brazo formal del “Estado profundo”, lo cual lleva a la fractura del sistema mismo. Con Trump entra en crisis el sistema político, dejando al poder financiero operar al margen de la política y la democracia. Instaurar un Estado de excepción es algo muy probable en plena decadencia hegemónica. No en vano, el presidente Obama, haciendo alusión a una supuesta catástrofe climática, promueve una disposición ejecutiva para “prevenir el caos y la anarquía”. Si la apuesta del “Estado profundo” pasa por prescindir del sistema político y reponer la ortodoxia neoliberal, se provoca la guerra civil en ciernes y USA se encontraría al borde de su “punto de quiebre”.

Si Trump es consecuente, lo más probable es que acabe siendo fagocitado por el “Estado profundo”, como señala Ron Paul. Assange señala que “Trump no tiene a nadie del establishment”, es más, “tiene en contra a todo el establishment”. Pero Assange no hace todavía la distinción entre el establishment y el “Estado profundo”. Si bien en el equipo de asesores de Trump se encuentra, por ejemplo, el general Michael T. Flynn, opositor a que, desde el propio gobierno en Washington, se creara el ISIS (y por ello dimite como director de la DIA, Defense Intelligence Agency), o Frank Gaffney, personaje histórico y denostado por haber denunciado la presencia de miembros de la “Hermandad Musulmana” en el gobierno; también se encuentran, por lo menos, una docena de personajes de las finanzas (componente decisivo del establishment), aunque curiosamente nadie de Goldman Sachs ni de Citigroup (por ejemplo, Tom Barrack de Colony Capital, Andy Beal de Beal Bank, Stephen Calk de Federal Savings Bank, Steve Feinberg de Cerberus Capital Management, David Malpass de Encima Global, Steven Mnuchin de Dune Capital, etc.). El establishment mismo, decíamos, está lejos de ser un todo monolítico. Las fuerzas inconexas que apoyan a Trump sólo podrían ser confluyentes, a la hora de los contrapesos, si cuentan con un respaldo a un nivel más profundo.

Por lo pronto, lo que parece haberse –por lo menos– pospuesto, es la apuesta belicista de los halcones straussianos, atrincherados en la candidatura de Hillary, que habría conducido al mundo al precipicio de una guerra nuclear. De ser así, el anuncio del portal israelí Debka, anticipándose al resultado de la elección, preveía ya una reconfiguración de los poderes: “Trump irá por una cumbre USA-Rusia para diseñar un nuevo orden mundial del poder, con el fin de distribuir esferas de influencia en diferentes regiones del mundo (y) puede hacer la cumbre trilateral, invitando a China”. Si esto es así, significa el fin de la globalización, la admisión de un orden tripolar y la generación de macro-regiones de economías concentradas. Esto significaría una fractura del poder financiero anglosajón. Y la política profunda estaría apostando por descentralizar la hegemonía del dólar generando una red transversal financiera a todas las economías y sus monedas: la salida brexit. Lo cual no acaba la beligerancia sino la recicla como tensión indefinida, porque el control financiero seguiría en disputa. En todo caso, USA ya no será más la misma. Sea cual sea la apuesta del “Estado profundo”, en medio del fracaso del neoliberalismo, la política y la democracia acaban de despedirse de la vida pública norteamericana. El recambio dirigencial al nivel de la elite, descubrirá al poder financiero desplazando del centro de las decisiones al establishment político.

 

América Latina en movimiento (ALAI) - 15 de noviembre de 2016

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