Primero de Mayo en EEUU

"La lucha de los inmigrantes no es sólo de naturaleza legal, sino también económica, y tiene que ver con el sentido de la autoestima y de la supervivencia. En aspectos muy importantes constituye la punta de lanza de una lucha que concierne a todos los trabajadores de Estados Unidos." Geov Parrish Fuente: Sin permiso

Para muchos estadounidenses de edad avanzada, el Primero de Mayo está asociado a la imagen indeleble de los batallones de soldados soviéticos desfilando marcialmente por la plaza Roja siguiendo la estela de largas columnas de carros de combate, al tiempo que millones de espectadores saludaban obedientemente. Para algunos, en cambio, el Primero de Mayo es una festividad pagana de origen irlandés (Beltane), más conocida y apreciada por bailes, festejos y rituales de fertilidad que por luchas políticas. Pero el sentido político del Primero de Mayo tiene que ver con una conmemoración propiamente estadounidense, que durante el último siglo se ha celebrado en todo el mundo menos en los Estados Unidos, y cuyo origen merece ser recordado con admiración. Porque el Primero de Mayo empezó como una huelga que reclamaba unos derechos laborales básicos que ahora estamos en trance de perder. Fue una huelga protagonizada por trabajadores inmigrantes, exactamente lo mismo que los ciudadanos de Estados Unidos van a presenciar este próximo domingo, Primero de Mayo, cuando los inmigrantes y quienes se solidarizan con ellos se declaren en huelga y marchen por todo el país en el "Día Nacional de Acción por una Reforma Integral de la Inmigración".

En 1886 Chicago era una ciudad en rápido crecimiento, un lugar de convergencia de lenguas y culturas inmigrantes. La primera celebración del "Día Internacional de los Trabajadores" -el 1 de Mayo de 1886- empezó con una serie de huelgas generales en Chicago y otras ciudades del Medio Oeste reclamando la jornada laboral de ochos horas. Participaron unos 340.000 trabajadores; se trataba de un movimiento que había ido tomando cuerpo en los últimos tiempos. Pero el paro adquirió una relevancia inesperada cuando, dos días más tarde, la policía cargó contra los trabajadores en huelga de la McCormick Reaper, en la zona sur de Chicago. Cuatro trabajadores fueron asesinados y otros 200 sufrieron heridas de diversa consideración. Como acto de protesta contra la acción policial, el 4 de Mayo alguien hizo estallar una bomba en la plaza Haymarket de Chicago (la tristemente célebre "masacre de Haymarket" que segó la vida de ocho policías e hirió a otros sesenta). El atentado significó pena de muerte para ocho destacados anarquistas, incluidos varios inmigrantes alemanes, condenados sin prueba alguna por conspiración para cometer asesinato.

Tres de los anarquistas recibieron el perdón antes de la ejecución, mientras que los otros cinco lo recibieron a título póstumo. Pero la hostilidad pública, y particularmente policial, que levantaron los sucesos de Haymarket hizo que el Primero de Mayo se convirtiera, además de en un acto de reivindicación particular de las ocho horas laborales, en una sucesión de manifestaciones y reuniones en defensa del derecho general de los trabajadores a organizarse sindicalmente. Al final de esa década el Primero de Mayo era ya una festividad celebrada por trabajadores y movimientos sindicales de todos los países industrializados del mundo.

Y aún lo es; hoy, además, la vemos como un fenómeno global. Pero no lo es en la tierra donde nació. La rápida difusión de la celebración llevó a que en 1894 el Congreso decidiera fijar el "Día del Trabajo" en el mes de Septiembre; no se trató de una fecha elegida por los propios trabajadores como expresión de su fortaleza, sino por los empresarios y sus apologetas en el Congreso como forma de demostrar a los trabajadores qué se les permitía celebrar y qué no. Sólo ese día pertenecía a los trabajadores; en los otros 365 eran las empresas las que tenían la sartén por el mango, de modo que los asalariados estaban obligados a trabajar tantas horas como los empresarios desearan.

La estrategia, pues, fracasó. Al menos durante un tiempo. Hubo que luchar durante toda una generación para que en 1912 se concediera a los trabajadores una jornada laboral de ocho horas. Y fue en 1917, cuando los Estados Unidos trataban desesperadamente de conseguir la cooperación de los sindicatos en el esfuerzo de la guerra, cuando se aprobó definitivamente la Ley de las Ocho Horas. Y uno podría pensar que con esto el asunto quedaba zanjado.

Pero, veamos: ¿De verdad ustedes trabajan sólo ocho horas al día? ¿Sólo 40 horas a la semana? ¿Cinco días?

De haberlos, serán pocos los que lo hagan. Prolongamos nuestra estancia en la oficina, nos llevamos trabajo a casa, hacemos más trabajo del que nos corresponde, ya sea por el temor a que si no lo hacemos la empresa podría verse perjudicada y quebrar, o por el miedo a que alguien dispuesto a realizar esos sacrificios pueda ocupar nuestro lugar. No; en la tierra que vio nacer el Primero de Mayo los trabajadores no se van de vacaciones, y no cobran por los días que están enfermos, algo que sí ocurre en otros países industrializados. Y no hablemos de la cobertura sanitaria general, que en muchos países industrializados es independiente de la condición laboral del asegurado, puesto que es entendida como una necesidad universal y como un derecho. Aquí, la atención médica sin seguro ya se ha convertido en un lujo demasiado caro que muchos no pueden permitirse. Cada vez más se está denegando a los trabajadores el seguro médico que cubre aspectos fundamentales del coste de ponerse enfermo; de hecho, a alrededor de 50 millones de personas se les está denegando cualquier tipo de seguro sanitario. La mayor parte de las familias tienen ingresos que aumentan por debajo de la inflación. Y para compensar esta pérdida de poder adquisitivo tenemos que trabajar más duro y durante más horas que nuestros abuelos.

Esto en realidad no es tan distinto de lo que ocurría en 1886. Entonces, como ahora, los empresarios se aprovechaban de la desesperación y de la debilidad relativa de los trabajadores inmigrantes dispuestos a trabajar por menos dinero, creando así una presión a la baja de los salarios y estableciendo precedentes de condiciones de explotación extensibles a todos los trabajadores. Entonces, como ahora, el grueso de la opinión pública temía y desconfiaba de una parte de la fuerza de trabajo que a menudo ni siquiera habla inglés. Entonces, como ahora, los inmigrantes han dicho basta. Y se han declarado en huelga y han salido a la calle a manifestarse.

Se ha desatado la mayor oleada conocida de marchas y manifestaciones de inmigrantes, que se suceden en innumerables ciudades de Estados Unidos. Su objetivo inmediato consiste en proponer reformas legales en el Congreso, la más destacada de las cuales afecta a la propuesta del "trabajador invitado" respaldada por el presidente George W. Bush, que en la práctica supone una despiadada explotación, puesto que dejaría la condición legal de los inmigrantes a merced de la voluntad de un solo empleador. Pero el asunto de fondo radica en las políticas comerciales al servicio las grandes empresas, que han diezmado profundamente las economías de México y de tantos otros países, provocando una emigración económica masiva hacia los Estados Unidos, a la vez que estimulaban a que la propia economía estadounidense exportara millones de puestos de trabajo bien remunerados a países terceros.

La lucha de los inmigrantes no es sólo de naturaleza legal, sino también económica, y tiene que ver con el sentido de la autoestima y de la supervivencia. En aspectos muy importantes constituye la punta de lanza de una lucha que concierne a todos los trabajadores de Estados Unidos.

Geov Parrish es un analista político norteamericano residente en Seattle, que colabora regularmente con el semanario Seattle Weekly y en medios electrónicos alternativos.

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