Derecho penal, guerra y estado de excepción: enemigos y criminales en el mundo contemporáneo

Pedro Cerruti
El presente trabajo se propone reflexionar en torno a los discursos que dan forma a la relación entre la guerra y el control social penal en lo que respecta a sus consecuencias en los modos de mantenimiento del orden interior de los Estados contemporáneos. Para ello reflexionaremos sobre la transformación de los vínculos entre las categorías de “enemigo” y “criminal”, entidades fundamentales de la guerra y del derecho penal respectivamente. Para concluir consideraremos el papel de los procesos culturales, cognitivos y comunicacionales, en lo que respecta al avance en el sentido de las transformaciones en cuestión y nos referiremos brevemente a la situación particular de la Argentina contemporánea.

El Derecho penal del enemigo

Las aporías de los modos actuales de control social penal quedan perfectamente articuladas en el concepto de “derecho penal del enemigo”, tal como se desprende de la propuesta de Günther Jakobs [Cfr. Jakobs y Cancio Melia, 2006]. Este concepto, como opuesto al “derecho penal del ciudadano”, tiende a legalizar la posibilidad de privar a seres humanos de su condición de personas. Aquí la distinción entre las categorías de ‘enemigo’ y ‘criminal’ establece que el segundo, a diferencia del primero, es un ciudadano, es decir, permanece enteramente bajo la esfera del derecho. El ciudadano que delinque transgrede la ley y su estatuto de ciudadano es respetado cuando le es garantizado un procesamiento judicial acorde a las normativas legales. La introducción de una categoría como la de “enemigo” en el Derecho Penal implica darle un estatuto jurídico a la posibilidad de tratar a un criminal, a un ciudadano que delinque, como a un enemigo. Y por esto último se entiende negarle su condición de ciudadano, de persona, y someterlo a una coacción no regulada por el derecho.

El caso ejemplar es el de la acciones contra el terrorismo, donde la persecución de delitos mediante la guerra conlleva que el estatuto de los prisioneros se trace en torno a una ambigüedad entre delincuentes y prisioneros de guerra. Por todo ello, los críticos de Jakobs han sostenido que el Derecho penal del enemigo no es en verdad “derecho”, sino que denomina medidas propias del estado excepción o de guerra [Cfr. Cancio Melia, en Ibíd]. Pero como veremos la cuestión no parece ser tan sencilla, e inclusive en el propio Jakobs el problema es difícil de cernir.

En primer lugar porque el Derecho penal del enemigo abarca todos aquellos casos en donde lo que prima en la acción penal es la “peligrosidad” del criminal. Así “la reacción del ordenamiento jurídico frente a esa criminalidad se caracteriza […] por la circunstancia de que no se trata en primera línea de la compensación de un daño a la vigencia de la norma, sino de la eliminación de un peligro: la punibilidad se adelanta un gran trecho hacia el ámbito de la preparación, y la pena se dirige hacia el aseguramiento frente a hechos futuros, no a la sanción de hechos cometidos” [Jakobs en Jakobs y Cancio Melia, 2006: 18].

Lo que se reconoce aquí es una dificultad para distinguir entre el derecho penal y la guerra. En ese sentido, Jakobs destaca que el derecho penal del enemigo “implica un comportamiento desarrollado con base en reglas, en lugar de una conducta espontánea e impulsiva” [Ibíd.: 22]. Pero, al mismo tiempo, “la voz ‘Derecho’ significa en ambos conceptos [en el derecho penal del ciudadano y el derecho penal del enemigo] algo claramente diferente” [Ibíd.: 25] y el Derecho penal del enemigo es “en este contexto derecho penal al menos en sentido amplio: la medida de seguridad tiene como presupuesto la comisión de un delito” [Ibíd.: 24].

Jakobs sabe muy bien que lo que está en juego en el Derecho Penal del enemigo es en el límite la guerra o, más bien, la descomposición total del ordenamiento jurídico: “el Derecho penal del ciudadano es el derecho de todos, el Derecho penal del enemigo el de aquellos que forman contra el enemigo; frente al enemigo es solo coacción física, hasta la guerra” [Ibíd.: 33].

En definitiva, “el Derecho del penal del ciudadano mantiene la vigencia de la norma, el Derecho penal del enemigo […] combate peligros” [Ibíd.: 33]. Con lo cual uno podría decir que las relaciones que se ordenan según el Derecho penal del enemigo caen al mismo tiempo adentro y afuera del derecho, aplican el derecho al mismo tiempo. En palabras de Jakobs, “lo que sucede es que estas medidas no tienen lugar fuera del derecho, pero los imputados […] son excluidos de su derecho: el Estado abole derechos de modo jurídicamente ordenado” [Ibíd.: 45].

La enemistad y guerra irregular

Pero para comprender las aporías de los modos actuales de control penal, no basta con considerar la introducción de una categoría como la de enemigo en el marco del derecho penal, debemos considerar además las redefiniciones de la categoría misma en su contexto propio: el de la guerra. Y para ello nos remitiremos a la obra de Carl Schmitt, específicamente al modo como en ella fue dando cuenta a lo largo de los años de las metamorfosis de la guerra durante el siglo XX. Por ello comenzaremos con su Concepto de lo Político, escrito inmerso en las consecuencia de la Primera Guerra Mundial recientemente acaecida y finalizaremos con una de las notas complementarias al texto de 1927 tituladas Teoría del partisano, producidas en plena Guerra Fría.

Se ha dicho que Schmitt es quien ha desarrollado el tema del enemigo con mayor coherencia, llevándolo hasta sus últimas consecuencias [Cfr. Zaffaroni, 2006]. Si bien esto probablemente sea cierto, la definición de esa categoría es compleja aun en Schmitt y las más conocidas afirmaciones del Concepto de lo político, referencias habituales en la materia, claramente no alcanzan para circunscribirlo. Es sabido que allí el jurista alemán restringe el campo de lo político a una distinción fundante: la de amigo-enemigo. El interrogante que se nos plantea es si con estas categorías podemos cernir las aporías que el Derecho penal del enemigo nos plantea.

En primer lugar, para Schmitt el enemigo no es simplemente un adversario, sino que es “una totalidad de hombres situados frente a otra análoga que lucha por su existencia” [Schmitt, 2002: 35]. La primera cuestión que se desprende entonces de la definición canónica es que la enemistad se juega a nivel de la relación entre unidades políticas, entre Estados en tanto instancias políticas decisivas en la determinación del enemigo, y no entre personas. Por ello, “la unidad política presupone la posibilidad real del enemigo, y, por consiguiente, otra unidad política coexistente” [Ibíd.: 42] y la guerra, en tanto “contienda armada entre unidades políticas organizadas” [Ibíd.] es la realización extrema de la enemistad.

Sin embargo, ya en este texto Schmitt se refiere a dos fenómenos que imponen ciertas consideraciones con respecto al referido concepto que podemos llamar propiamente político de guerra: la guerra civil y la guerra “humanitaria”.

En el caso de la guerra civil, en orden de mantener la paz interior, el Estado decide quién es el “enemigo interno”. Pero cuando Schmitt define al “enemigo interior” se ve claramente que adquiere un estatuto muy diferente del enemigo propiamente dicho y se pone en serie con figuras tales como el hostis del derecho romano, el friedlost del derecho germánico o el hors-la-loi francés. Es decir que el enemigo interno al ser declarado como tal es colocado “fuera de la ley” [Ibíd.: 61].

El caso de la guerra “humanitaria” plantea una serie de cuestiones que nos remiten a un problema de similares características. En principio, la voluntad de impedir la guerra, más allá de sus pretensiones de apoliticidad, “se ha convertido en un motivo político, es decir, que afirma la guerra” [Ibíd.: 47]. Pero “tales guerras son por fuerza singularmente crueles e inhumanas, ya que, rebasando el plano político, tienen necesidad de rebajar al enemigo al mismo tiempo desde el punto de vista moral […] y de convertirle en un monstruo inhumano que no sólo debe ser combatido, sino definitivamente aniquilado, que no es, por consiguiente, un enemigo que baste tener a raya en sus confines” [Ibíd.]. Más adelante Schmitt agregará que “la adopción del nombre de la humanidad (…) podría servir únicamente para enunciar (…) la terrible pretensión de negar al enemigo la cualidad de hombre, de declararle ‘hors la loi’ y ‘hors l’humanite’, y la afirmación de que la guerra debe llevarse, por esa razón, hasta la más extrema inhumanidad” [Ibíd.: 73].

En El Nomos de la tierra, de 1953, Schmitt avanzará con mayor precisión sobre estos problemas. La construcción a partir del siglo XVI del Ius publicum europeaum, un Derecho de Gentes europeo de estructura interestatal, implicará entre otras cosas la racionalización, delimitación y humanización de la guerra en el territorio europeo, pasando de las guerras intestinas civiles y religiosas a una guerra entre Estados claramente delimitados, que por eso mismo pueden considerarse recíprocamente como iusti hostes, como enemigos justos. Y se trata de una “guerra justa” porque se lleva adelante según las reglas del Derecho europeo de gentes, y por ejércitos militarmente organizados de Estados reconocidos también por ese Derecho.

Pero es importante destacar que este concepto jurídicamente delimitado de guerra cobra forma en contraste a la “guerra civil”. Ahora, “ambas partes se reconocen mutuamente como Estados. De este modo, se hace posible distinguir entre el enemigo y el criminal. El concepto de enemigo puede adoptar forma jurídica y el enemigo deja de ser algo que “ha de ser aniquilado”. Y por eso la guerra civil es per se una guerra de destrucción.

Como se puede ver, ya en el texto de 1927 y con más precisión en 1953, Schmitt determinará la existencia de dos tipos de guerra y dos conceptos distintos de “enemigo”: uno propiamente político, definido por la distinción entre amigos y enemigos, donde el enemigo es un hombre, un igual con el que se puede llegar a combatir hasta la muerte pero que basta con mantenerlo a raya, con el que es posible negociar y establecer la paz como correlato necesario de la guerra; otro campo que parece rebasar el plano político y donde el enemigo no solo se confunde con el criminal sino que pierde su cualidad de hombre y se transforma en algo más bien parecido a un monstruo, un ser limítrofe, una vida que se encuentra fuera de la ley y de la humanidad y con la cual no hay acuerdo posible, se la debe eliminar.

En este contexto se recorta una distinción posible entre el “enemigo” y el “criminal”. El primero, vinculado con una guerra normalizada por el Derecho, está dotado plenamente de estatuto jurídico y posibilidad de reconocimiento; el segundo, propio de la guerra civil de destrucción, carece de protección jurídica y puede ser aniquilado. Pero este Ius publicum europaeum se disuelve tras la Primera Guerra Mundial y una de sus consecuencias es la finalización de esa acotación de la guerra y la “destrucción” del concepto mismo de guerra ella es “criminalizada”.

Será en el texto de 1963, Teoría del partisano, que busca ser una suerte de observación complementaria del texto de 1927 en función de la situación en ese momento actual de los fenómenos en cuestión, donde Schmitt extraerá las más ricas consecuencias de esa “destrucción” del concepto jurídicamente delimitado de guerra. La figura del partisano o del guerrillero, eje de la reflexión y cuyos antecedentes Schmitt rastrea en la guerrilla española de 1808-1813, fue durante el período de la guerra normalizada una figura “periférica”. En efecto, el Derecho de Guerra clásico establecía toda una serie de regularidades y claras distinciones entre el estado de guerra y la paz, entre combatientes y no combatientes, enemigo y delincuente, todo lo cual permitía el desarrollo de una guerra circunscripta. Frente a este panorama el partisano se caracterizaba por su “irregularidad” y por lo tanto su figura no estaba prevista por el derecho de guerra. Siendo excluido de la guerra normalizada era considerado como una figura “no-política”, como un criminal más cercano al pirata o el bandido, con los que compartía la marginalidad, el encontrarse fuera de la ley.

Sin embargo, Schmitt constata que desde la Primera Guerra Mundial la descomposición de la guerra normalizada y la ocupación del centro de la escena política por tipos de guerra que el derecho internacional clásico había marginado y con las que el partisano guarda una “relación específica”, como la guerra civil y la guerra colonial, ha conducido a una “explosión de la guerra irregular” [1984:185]. En esta guerra civil generalizada el partisano ha pasado de su clásico lugar marginal a ser la figura central del conflicto. Y a pesar de los intentos del derecho internacional de regularizar lo irregular, “en el partisano moderno las dos oposiciones, regular-irregular y legal-ilegal, pierden sus contornos y se funden en una sola” [Ibíd.: 124], destruyéndose además las distinciones tradicionales de la guerra. Así, “esta se convirtió en guerra absoluta y el partisano se transformó en portador de la enemistad absoluta contra un enemigo absoluto” [Ibíd., p.184], finalmente dirá Schmitt “esta es la lógica de una guerra de justa causa que no reconoce un justus hostis” [Ibíd.: 136].

Se ve claramente cómo la figura del enemigo adquiere modalidades distintas: a) una figura clásica, propiamente política, que se encuentra claramente adentro del orden jurídico, donde el otro no pierde su cualidades humanas y es por lo tanto un igual, y que puede circunscribirse en el modelo del iustus hostis; b) una figura contemporánea, que no pertenece al plano político (en el sentido schmittiano de la distinción entre amigos y enemigos, es decir, de la enemistad como correlato de la amistad), que se encuentra fuera de la ley a semejanza del criminal, donde el otro tiende a perder sus cualidades humanas y por lo tanto no puede haber reconocimiento alguno, transportando la enemistad a un plano absoluto cuya única salida es la eliminación. En este caso el modelo es el hostis. Los acontecimientos del siglo XX han conducido a que la segunda forma, antes excepcional con respecto a la primera, haya adquirido cada vez mayor protagonismo.

El Derecho y el estado de excepción

Hasta ahora hemos visto la superposición de un doble movimiento. Desde el punto de vista del Derecho penal nos encontramos con un desplazamiento en función del cual los criminales devienen enemigos. Desde la perspectiva de la cuestión bélica, nos encontramos con enemigos que se transforman en criminales. En ambos casos lo hacemos en la base de estas metamorfosis la desestructuración de los ordenamientos jurídicos modernos, en el primer caso del Derecho Penal y en el segundo del Derecho de Guerra como parte del Derecho de Gentes. Y en ambos casos esto se traduce en modos de funcionamiento donde figuras antes marginales empiezan a ocupar un lugar central.

A partir de la lectura que realiza Giorgio Agamben de la obra de Schmitt, podemos entender que estos fenómenos encuentran su paradigma en el concepto de estado de excepción, entendiendo por este no un estado opuesto al derecho, como se pretende en su definición estrictamente jurídica, sino como su matriz fundamental y la cifra de su mecanismo eficiente. El estado de excepción, en la tradición jurídico-política, designa justamente ese momento en el cual atendiendo a una situación excepcional, de necesidad o emergencia, se ponen en suspenso las garantías de la Constitución, dejando el campo abierto para el accionar que permita normalizar la situación y crear nuevamente el estado de hechos que posibilite la continuación de su vigencia. Lo cual pone evidencia que, como dirá Agamben, “el derecho tiene carácter normativo, es ‘norma’ [...] no porque ordene y prescriba, sino en cuanto debe, sobre todo, crear el ámbito de la propia referencia en la vida real, normalizarla” [2003: 40]. Podemos decir, entonces, que en el momento de su institución la norma se aplica a los hechos poniéndose en suspenso.

Además, toda aplicación de la ley supone un momento de indistinción en donde se mantiene la referencia a la forma de la ley pero se la pone en suspenso en orden de producir una interpretación de ella que tiene fuerza de ley pero que no está totalmente determinada por la misma. Es decir, que el derecho opera produciendo permanentemente un espacio o un momento anómico, pero al mismo tiempo intenta reducirlo e incorporarlo bajo la figura de la excepcionalidad.

Es la relación que se establece entre un poder excepcional que aplica la ley des-aplicándola y una vida que es incluida en el derecho mediante su exclusión lo que constituye la articulación fundamental de lo político, y no la distinción entre amigos y enemigos, como lo demuestra el derrotero del mismo Schmitt. Y es el estatuto paradojal de la vida atrapada en esa esfera excepcional, la vida que habita en el derecho un vacío de derecho, la que a falta de las categorías conceptuales apropiadas el derecho penal intenta circunscribir bajo el rótulo de “enemigo” y el discurso bélico con el nombre de “criminal”. Pero convendría referirse a ella como una vida desnuda, por ser una vida de la que se puede disponer libremente al punto que se le puede dar muerte sin que sea necesario cumplir con los procedimientos legales instituidos y sin que ello constituya un homicidio. Una vida en definitiva cuyo “estado civil” coincide con una separación de la comunidad política y una exposición a la muerte.

Ahora bien, como lo constata Jakobs, además de la ya problemática distinción entre derecho penal y guerra, al mismo tiempo se produce la progresiva superposición entre el derecho penal del enemigo y el derecho penal del ciudadano: “la introducción de un cúmulo –prácticamente inabarcable ya– de líneas y fragmentos de derecho penal del enemigo en el derecho penal general es un mal desde la perspectiva del estado de derecho” [Ibíd.: 48]. En efecto, como ha destacado el penalista Raúl E. Zaffaroni, “el enemigo es una construcción tendencialmente estructural del discurso legitimante del poder punitivo” [2006: 81]; es decir, que de diferentes maneras ha estado presente en toda la historia de la cultura occidental desde la Grecia antigua a la actualidad. Pero se trata de una figura propia que el estado de derecho tiende a, o debe, reducir a su mínima expresión. Por ello, aun sabiendo que de por sí ambos no constituyen modelos ideales y que no pueden ser llevados a la práctica en forma “pura”, la estrategia de Jakobs consiste en abogar por la clara delimitación de ambos y por anclar las acciones contra enemigos en un marco normativo legal. El problema que tenemos en nuestras manos es que a partir de determinadas situaciones, justamente aquellas que el Derecho Penal del enemigo reconoce y hace visible, la categoría de enemigo comienza a cobrar una relevancia y una legitimidad como categoría jurídica cada vez más importante, al punto tal que se socavan las parámetros que tradicionalmente han permitido su circunscripción.

Por ello el diagnóstico de la situación actual de los dispositivos de control y seguridad lleva a concluir que el problema implica que, como dice Agamben siguiendo a Walter Benjamin, “el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en la regla” [Ibíd.: 33]. En otras palabras, el paradigma de gobierno actual se mueve en un umbral en el que coexisten de modo paradojal la aplicación y la suspensión del derecho, donde estado de excepción y estado de derecho, así como guerra y paz, son indiscernibles.

La “seguridad cognitiva” y los procesos de comunicación

Antes de concluir este trabajo consideramos necesario situar otra arista del problema, vinculada al hecho de que los dispositivos de seguridad contemporánea operan en sociedades fuertemente atravesadas por fenómenos comunicativos, “sociedades del espectáculo”, donde los discursos massmediáticos han pasado a formar parte fundamental en la construcción del espacio público. Esta dimensión está explícitamente presente en el concepto de Derecho penal del enemigo, sin que Jakobs pueda extraer las consecuencias pertinentes de lo que él mismo reconoce.

Nos referimos a que el elemento central para determinar la “peligrosidad” del criminal reside en lo que Jakobs llama “seguridad cognitiva”, es decir, la expectativa que se tiene respecto de la conducta del otro. Destacar la importancia de la variable cognitiva es casi una obviedad si se tiene en cuenta que lo que está en juego es una mecanismo que reacciona no ante eventos concretos sino que se anticipa a peligros futuros, es decir, imaginados.

Lo que Jakobs peligrosamente ignora es que el papel fundamental dado a la variable cognitiva debe abrir a la consideración de los relatos y las matrices narrativas a partir de las cuales accedemos al conocimiento de los hechos. Un ejemplo patente de ello es la expectativa angustiosa frente a una victimización potencial, denominada sensación de inseguridad o miedo al delito, que recorre a la mayoría de las sociedades occidentales contemporáneas. No hace falta insistir en el desfasaje recurrente entre las estadísticas de victimización y las estadísticas delictivas para reconocer que dicha expectativa está más relacionada con lo que acontece a nivel cultural en general y con los discursos massmediáticos sobre el delito en particular, que con la probabilidad real de victimización –sin que ello implique negar el aumento del delito.

Lo está en juego aquí es la construcción social del problema de la inseguridad, donde interviene no solamente la situación real de la cantidad y el tipo de delitos, sino también la percepción que se tiene del mismo, y donde juegan un rol fundamental los discursos de los medios de comunicación, principales fuentes de la información pública sobre el crimen y la justicia, que en general tienden a ser selectivos, sensacionalistas, y maniqueos, así como los reclamos de importantes sectores de la sociedad civil que en calidad de víctimas tienden a impulsar iniciativas en el sentido del endurecimiento punitivo. En definitiva, interesa tener en cuenta que en un contexto donde la expectativa respecto al delito no brinda seguridad, en palabras de Jakobs, “disminuye la disposición a tratar al delincuente como persona” [Jakobs, 2003: 38].

A modo de cierre: enemigos y criminales en la Argentina contemporánea

En la Argentina contemporánea los debates público-mediáticos referidos al problema del delito giran indefectiblemente en torno a la introducción de nuevos tipos penales, la agravación de las penas para los delitos existentes, la peligrosidad e irrecuperabilidad del delincuente, la necesidad de medidas de seguridad y en general a la flexibilización de las reglas de imputación y de los principios de garantías. Quisiéramos cerrar este recorrido llamando la atención respecto al modo en que en nuestro país se ha avanzado progresivamente en el sentido de la configuración de una matriz de sentidos caracterizada por el desprecio de las formas y los procedimientos jurídicos ya que son considerados responsables de la ineficiencia de la Justicia y obstáculos a la solución real de los problemas.

Uno de los puntos nodales de esta matriz cultural es la resignificación del encierro carcelario como castigo y como ámbito de segregación, neutralización e incapacitación [Cfr. Garland, 2003; Daroqui, 2008]. Por supuesto que un dato significativo en este sentido es el incremento de la población carcelaria debido al aumento de las penas y del encierro preventivo y el endurecimiento de los criterios de excarcelación. Pero sobre todo el hecho de que la prisión se constituya como un espacio en el cual la mayoría de los presos, entre otras cosas, ni siquiera tienen condena, es un ejemplo suficientemente indicativo de la situación actual de los modos de control social. Es decir, se trata además de una “expansión” del derecho penal [Cfr. Silva Sánchez, 2001], de la constitución de un estado en el que es cada vez más difícil de distinguir entre las medidas de aplicación del derecho y las medidas extra-legales que suponen una suspensión del mismo. Justamente el enfoque puesto en la peligrosidad del delincuente y la percepción de que constituye un enemigo de la sociedad que debe ser neutralizado conduce a una situación en la que la pena legalmente aplicada y la medida de seguridad se confunden, y donde también es problemática la distinción entre derecho y anomia, guerra y paz, violencia legal y violencia ilegal, excepción y regla. En definitiva un contexto en el que las principales distinciones y cesuras que mantenían a la maquinaria jurídico-política en funcionamiento colapsan.

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El autor es doctorando en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de dicha casa de estudios. También es becario del CONICET con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Actualmente investiga temas vinculados con la seguridad y el control del delito, específicamente desde la perspectiva de la participación de la sociedad civil y la función otorgada al derecho penal en los modos de gobierno contemporáneos. Es licenciado en Psicología por la Universidad de Buenos Aires (Facultad de Psicología) y se ha desempeñado como residente y jefe de residentes en Salud Mental del Hospital Dr. Cosme Argerich del GCABA.

Fuente: [color=336600] Revista Question Nº 21 (UNLP) - Verano 2009[/color]

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