Comentarios - Suponiendo a Neptuno. Una lectura crítica de Imperio*
A más de tres décadas de desencadenada la crisis que puso fin al capitalismo de posguerra, cuyo origen remite al arco iris de luchas sociales surcó el mundo hacia fines de los 60 y comienzos de los 70, se impone el reconocimiento de que vivimos en un período nuevo y distinto del desarrollo capitalista. ¿Cómo interpretar las tendencias hoy vigentes en el mercado mundial y el sistema internacional de estados? ¿Debemos partir, para esta interpretación, de alguna de las teorías preexistentes del imperialismo, o más bien de una nueva teoría? Toni Negri y Michael Hardt propusieron recientemente una respuesta a esta pregunta en las páginas de Empire.
Empire se convirtió inmediatamente en un fenómeno editorial, un verdadero best seller, y muchos de los intelectuales de izquierda más importantes de nuestros días se hicieron eco enseguida de las provocativas propuestas de los autores. A la publicación original inglesa (2000) le sucedieron las traducciones francesa, portuguesa, china, turca, árabe, española, etc. en los dos años escasos siguientes. Periódicos como The Nation, The New York Times, Le Nouvel Observateur, Le Monde Diplomatique, Time, The Observer y Sunday Times, así como Clarín y La Nación en nuestro medio, se hicieron eco de su aparición y revistas como New Left Review o Rethinking Marxism dedicaron muchas páginas a su recensión. "Negri y Hardt ofrecen nada menos que una reescritura del Manifiesto Comunista para nuestro tiempo" (S. Zizek), "la nueva nueva gran síntesis teórica del nuevo milenio" (F. Jameson), "un sorprendente tour de force" (E. Balibar), "un libro extraordinario" (S. Sassen).
¿Una simple moda intelectual? Ciertamente no. Empire merece, como veremos, muchos de los calificativos arriba mencionados. Toni Negri es uno de los intelectuales marxistas más importantes de las últimas décadas, tampoco Michael Hardt es un recién llegado. Y, en todo caso, nuestra pregunta debería apuntar más bien hacia qué nuevas condiciones políticas -y que falencias de las viejas políticas de izquierda- estarían sustentando esta posibilidad de que un manifiesto político explícitamente comprometido con el comunismo se convierta en una moda. Pero también es cierto que Empire fue convertido en una moda. Los periodistas de siempre, aggiornados, incluyen la palabra "imperio" en su jerga, los populistas de siempre, también aggiornados, parlotean de las "multitudes", y así sucesivamente.
Nuestra intención aquí no es inscribirnos en las últimas tendencias de la moda. Nuestra intención consiste más bien en analizar críticamente algunos de los argumentos centrales de Empire -precisamente porque estamos convencidos de que no merecen el triste destino de las modas intelectuales- y volver también sobre algunas ideas que Negri presenta en textos previos y que pueden ser discutidas a la luz de éste, su ultimo trabajo.
Algunas cuestiones preliminares
La tesis central de Negri y Hardt consiste en la afirmación de que al capitalismo globalizado contemporáneo corresponde una "nueva forma de soberanía": el imperio. "El imperio es el sujeto político que regula efectivamente estos intercambios globales, el poder soberano que gobierna el mundo" (Prefacio, XI). Se trata de una nueva forma de soberanía que estaría reemplazando la declinante soberanía de los estados-nación y que, por consiguiente, no debería confundirse con la extensión imperialista de la soberanía de ninguno de esos estados-nación preexistentes. "Hay que salir de lo que ha sido la vieja concepción marxista-leninista, conforme a la cual el imperialismo es la expansión del capitalismo nacional hacia espacios mundiales, que crea una jerarquía a través de la centralidad de las grandes potencias. Todo eso es un marco periclitado. El estado nación no es ya el sujeto del desarrollo mundial capitalista. El mercado global es una realidad, en la cual las naciones van a diluirse. No estamos diciendo que el estado nación ya no exista, pero sí que seda una transferencia esencial de su soberanía", explicaba Negri en una entrevista reciente.
Creemos que aquí puede encontrarse ya un primer acierto de Empire. Negri y Hardt prefieren dirigir su mirada hacia las realidades nuevas que se esconden -aunque ciertamente de manera a menudo mistificadora- detrás de nociones tales como las de "globalización" y "nuevo orden mundial", en lugar de soslayarlas sin más como meras realidades viejas con un nuevo nombre. Este siempre fue, naturalmente, el punto de partida de la crítica marxista. Negri y Hardt optan asimismo por centrar su atención en las transformaciones que consideran como indicativas de tendencias en curso, en lugar de "atenerse a los hechos" de una manera indiscriminada. Este fue también, desde siempre, un punto de partida de la crítica marxista. Marx ofrece extraordinarios ejemplos en este sentido como, entre otros, su análisis de la tendencia hacia la socialización del trabajo en los Grundrisse -que constituye, justamente, uno de recursos predilectos de Negri. En la medida en que se identifiquen correctamente dichas tendencias y se las asuma justamente como tales tendencias -esto es: como tendencias aún no realizadas en el presente, atravesadas de contradicciones, y cuya realización futura sigue siendo siempre indeterminada-, aquella opción de Negri y Hardt nos parece incuestionable.
Negri y Hardt se diferencian, entonces, de quienes "son renuentes a reconocer un cambio mayor en las relaciones de poder globales porque ven que los estados-nación capitalistas dominantes continuaron ejerciendo dominación imperialista sobre las otras naciones y regiones del globo. Desde esta perspectiva, las tendencias contemporáneas hacia el Imperio no representarían un fenómeno fundamentalmente nuevo sino simplemente un perfeccionamiento del imperialismo. Sin subestimar estas líneas de continuidad reales e importantes, sin embargo, pensamos que es importante advertir que lo que usualmente era el conflicto o la competencia entre varios poderes imperialistas fue reemplazado en aspectos importantes por la idea de un poder único que los sobredetermina a todos, los estructura de una manera unitaria y los trata bajo una noción común de derecho que es decididamente post-colonial y post-imperialista" (1.1, 9). Pero este punto de partida los sitúa también, inevitablemente, ante un desafío intelectual inmenso y cargado de riesgos. Quedan así situados ante las tareas de determinar las características de esta nueva forma de soberanía imperial, de explicar el pasaje entre la vieja forma de soberanía de los estados-nación, con su extensión imperialista, y esta nueva forma de soberanía del imperio, y de delinear una nueva política revolucionaria dentro de, y contra, el imperio.
Del imperialismo al imperio
Comencemos atendiendo a la génesis o, como preferiría Negri, a la genealogía del imperio. Negri y Hardt analizan los orígenes del imperio fundamentalmente en dos niveles, que podríamos asociar a grandes rasgos el nivel de las formas de soberanía ("passages of sovereignty") y el de sus bases materiales ("passages of production").
Un extraordinario recorrido a través de los avatares históricos del concepto de soberanía a lo largo de la modernidad europea sustenta la genealogía del imperio al nivel de las formas de soberanía. El recorrido se inicia con el descubrimiento de su carácter inmanente en los albores de la modernidad -momento que culmina hacia el siglo XVII en el pensamiento spinoziano- , pasa por su crisis y la reacción contra esa inmanencia en manos de la ilustración -Hegel incluido- y concluye en la resolución de esa crisis, siempre provisoria, mediante la instauración del estado-nación como locus trascendente de la soberanía. Las nociones de estado, nación, pueblo y representación son sometidas a una rigurosa crítica a lo largo de este recorrido. A propósito del momento más controvertible del mismo, la propia revolución francesa, por ejemplo, Negri y Hardt sentencian: "Nunca el concepto de nación fue más reaccionario que cuando se presentó a sí mismo como revolucionario" (2.2, 104). Pero también someten a crítica la naturaleza, más ambigua, de dichas nociones en la periferia. Y no podía ser de otro modo, puesto que de discutir el imperialismo se trata, pero conviene detenerse en este punto particularmente relevante desde nuestra perspectiva. "El concepto mismo de una soberanía nacional liberadora -escriben- es ambiguo si no completamente contradictorio. Mientras este nacionalismo busca liberar a la multitud respecto de la dominación extranjera, erige estructuras de dominación domésticas que son igualmente severas" (2.3., 133). Y concluyen un poco más adelante: "La cadena lógica completa de la representación puede ser resumida como sigue: el pueblo representando a la multitud, la nación representando al pueblo, y el estado representando a la nación (...) Desde la India hasta Argelia y desde Cuba hasta Vietnam, el estado es el legado envenenado de la liberación nacional" (id., 134). La declinación de esta noción de soberanía, tanto en el centro como en la periferia, sería indicativa a su vez del pasaje hacia la nueva forma de soberanía imperial.
Es interesante advertir, de paso, que el posmodernismo y el fundamentalismo son presentados ambos como síntomas de ese pasaje entre los ganadores y los perdedores, respectivamente, del proceso de globalización. Respecto del denominado "fundamentalismo" escriben: "Es más correcto y más útil (...) entender los distintos fundamentalismos, no como la recreación de un mundo premoderno, sino más bien como un poderoso rechazo del tránsito histórico contemporáneo en curso. En este sentido, como las teorías posmodernistas y postcolonialistas, el fundamentalismo también es un síntoma del pasaje hacia el Imperio" (2.4., 146-7). Y en relación con el posmodernismo, en sintonía con Jameson, Harvey y otros críticos marxistas del mismo, anotan que "a pesar de sus mejores intenciones, entonces, las políticas de la diferencia posmodernistas no sólo son inefectivas contra, sino que pueden incluso coincidir con y sustentar, las funciones y prácticas de la dominación imperial" (id., 142).
Pero Hardt y Negri deben también examinar los orígenes de esta nueva forma de soberanía imperial. Remiten entonces a la revolución norteamericana y al pensamiento constitucionalista que la acompaña, es decir, el asociado con el Federalist. Encuentran allí, en efecto, un proyecto de poder constituyente aún no clausurado. Un proyecto que sigue suponiendo una concepción inmanente y expansiva -aunque inclusiva- de la soberanía, a diferencia de la concepción trascendental e imperialista que por entonces ya adoptaba el proyecto europeo. En la apertura de la frontera oeste norteamericana, en otras palabras, encuentran el germen de un proyecto de república potencialmente universal, de una red de poderes y contrapoderes potencialmente carente de fronteras. Negri y Hardt siguen el despliegue de este proyecto de poder constituyente a través de la historia norteamericana, desde la declaración de la independemcia, la guerra civil y la reconstrucción, pasando por la disputa entre los proyectos imperialista de Roosevelt y reformista de Wilson durante el cambio de siglos, hasta su clausura con el New Deal, la Segunda Guerra y la subsiguiente Guerra Fría. El fin de la era de posguerra daría lugar, por su parte, a la plena realización de aquel proyecto bajo la forma de una soberanía imperial extendida a escala global.
Negri y Hardt examinan también las modificaciones en las relaciones sociales que sustentan este pasaje del imperialismo al imperio. Rescatan en este sentido, por más paradójica que en principio pueda parecer esta afirmación, una visión sumamente ortodoxa de la teoría clásica del imperialismo vinculada a los problemas de realización (Luxemburgo) y la exportación de capitales (Lenin) del capital monopolista e imperialista. La visión del imperialismo de Luxemburgo, previsiblemente, es recuperada en tanto puede ser reinterpretada en términos de un proceso de incorporación de nuevos espacios de acumulación del mercado mundial que culminará en el imperio, uno de cuyos rasgos característicos es, precisamente, su carencia de exterioridad. Más interesante es, sin embargo, su recuperación de la visión de Lenin y, en particular, de la crítica leninista a la tesis del ultraimperialismo de Kautsky. Negri y Hardt afirman que, en realidad, Lenin compartía con Kautsky su hipótesis acerca de una tendencia hacia el ultraimperialismo, es decir, de una concentración y centralización del capital como proceso acumulativo que conduciría a una superación monopolista definitiva de la competencia, de la nivelación de la tasa de ganancia, de la vigencia misma de la ley del valor. Lenin se diferenciaba de Kautsky, en cambio, en su apuesta política: las contradicciones del imperialismo abortarían este proceso de manera revolucionaria. "Hay una alternativa implícita en la obra de Lenin: o bien la revolución comunista mundial o bien el Imperio" (3.1., 234). El imperio aparece así, en ausencia de esta revolución comunista, como una suerte de realización de aquella tendencia hacia el ultraimperialismo.
Esta explicación, incluso poniendo entre paréntesis la reinterpretación de estos debates clásicos sobre el imperialismo operada por los autores, nos parece sumamente cuestionable. En primer lugar, por más paradójico que parezca, explicar de esta manera el pasaje entre el imperialismo y el imperio supone aceptar implícitamente, sin crítica mediante, aquellas teorías clásicas del imperialismo. Negri y Hardt no someten a crítica estas teorías del imperialismo, sino que sostienen que el imperialismo que dichas teorías intentaban explicar cedió históricamente su lugar al imperio. Estamos convencidos, en cambio, que la crítica rigurosa de las teorías clásicas del imperialismo se impone como una condición sine qua non para emprender la investigación de las tendencias vigentes hoy en el mercado mundial y en el sistema internacional de estados. En segundo lugar, hay una serie de tendencias del capitalismo contemporáneo que parecen desmentir este advenimiento del imperio así entendido: las tendencias hacia un recrudecimiento de la competencia, por ejemplo, o hacia una extensión a escala mundial de la vigencia de la ley del valor-trabajo y de la nivelación de las tasas de ganancia. Tendencias como estas, en cualquier caso, no son siquiera exploradas por los autores. D. Bensaïd señalaba correctamente en este sentido, en una reseña de Empire, que "el análisis de la realidad actual de la acumulación capitalista es a menudo evasivo y el mercado mundial, cuando no es relegado a un trasfondo oscuro, se reduce a una abstracción. ¿Cuál es la relación precisa de la concentración del capital con su localización territorial y sus logísticas estatales (monetarias y militares)? ¿Cuáles son las estrategias geopolíticas en juego? ¿Cómo opera la tensión entre un derecho supra-nacional emergente y un orden mundial que todavía reposa sobre una estructura inter-estatal? ¿Cuál es la relación entre movilidad de capitales y mercancías, control de los flujos de mano de obra y nueva división internacional del trabajo? El hecho de que las dominaciones imperiales no puedan más ser pensadas en los términos en que lo fueron a comienzos de siglo por Luxemburgo o Hilferding o de que sea útil retomar el debate entre Lenin y Kautsky sobre el ultraimperialismo no significa que uno pueda despedirse de estos clásicos sin re-examinar lo que cambió."
El imperio: autonomismo y estructuralismo
Ahora bien ¿cómo se instaura efectivamente este imperio? Negri y Hardt remiten a un New Deal, fundante del modo disciplinario de gobierno (disciplinary government) correspondiente al imperio, que se extendería a escala mundial como una combinación de imperialismo y reformismo hasta constituirse en el "orden disciplinario mundial" asociado con la producción en masa fordista y los estados keynesianos de posguerra. Los procesos de descolonización, de inversiones internacionales y descentralización de la producción, de guerra fría y americanización, entre otros, serían los motores de este pasaje. El pasaje habría conducido hacia una extensión a escala mundial y una plena realización de la subsunción real del trabajo al capital, mediante la conversión del "obrero masa" fordista en el "obrero social" posfordista que resulta de la creciente socialización del trabajo (informatización de la producción, indistinción entre trabajo productivo e improductivo y entre fábrica y sociedad, conversión de la valorización en auto-valorización, etc.) y el advenimiento de una economía postindustrial organizada en redes de producción descentralizadas, aunque centralizada a través del comando de los servicios financieros. Es esta realización extendida de la subsunción real la que requiere, a su vez, el pasaje desde esa soberanía imperialista sustentada en un paradigma disciplinario hacia una soberanía imperial sustentada en un nuevo paradigma de control.
En este punto de la explicación de la transición hacia el imperio se reproduce empero una tensión que, en nuestra opinión, mina de conjunto el pensamiento de Negri. Nuestro Negri autonomista, por así decirlo, reafirma el carácter inerte del capital. "La historia de las formas capitalistas es siempre necesariamente una historia reactiva" (3.3., 268). La transición hacia el imperio es así resultado del "asalto al orden disciplinario" que cierra la era de posguerra a fines de los 60 y tanto en el capitalismo avanzado (el mayo francés, el otoño caliente italiano) como en los atrasados (Vietnam). "Uno puede incluso decir -sugieren- que la construcción del Imperio y sus redes globales es una respuesta a las varias luchas contra las máquinas de poder modernas, y específicamente a la lucha de clases llevada adelante por el deseo de liberación de la multitud" (1.3., 43). Pero a la vez el otro Negri, un Negri regulacionista, explica dicha transición en términos decididamente estructural-funcionalistas: "el sistema entró en crisis y cayó a causa de su incapacidad estructural para ir más allá del modelo de la gobernabilidad disciplinaria, con respecto a la vez a su modo de producción, que era fordista y taylorista, y con respecto a su comando político, que era keynesiano-socialista y entonces simplemente modernizante internamente e imperialista externamente" (3.3., 277).
Esta tensión, como decíamos, atraviesa en su conjunto la obra de Negri. Negri suele periodizar el desarrollo capitalista valiéndose de categorías y argumentos tomados de la escuela de la regulación y, al mismo tiempo, presenta la lucha de clases como una dinámica ajena a las determinaciones estructural-funcionalistas puestas en juego en esa periodización. "Las secuencias del poder proletario -escribe en este sentido- no sólo no corresponden al desarrollo capitalista sino que tampoco son, en sentido negativo, la inversión del desarrollo capitalista. Esta asimetría es una indicación de la profunda autonomía del movimiento real respecto del movimiento capitalista". Esta tensión remite, en nuestra opinión, a la negativa de Negri a interpretar la relación capital-trabajo en términos dialécticos. En efecto, la relación capital-trabajo no puede entenderse de una manera "monista" -es decir, en términos de creatividad del trabajo y de relación inmediata del trabajo consigo mismo-, ni tampoco de manera "dualista" -en términos de una mera contraposición entre capital y trabajo como entidades positivas mutuamente independientes. Negri no hace sino pendular entre estas dos interpretaciones que, en realidad, son interdependientes. La relación entre trabajo y capital debe concebirse, en cambio, de una manera dialéctico-negativa: como una relación antagónica del trabajo consigo mismo, es decir, una relación del trabajo consigo mismo aunque enajenado en la forma de capital. Y a partir de aquí puede entenderse consecuentemente el desarrollo capitalista como desenvolvimiento del antagonismo capital-trabajo inherente al mismo. La superposición de la multitudo productiva y constituyente de la ontología spinoziana sobre las categorías estructuralistas de fordismo y posfordismo no es sino un engorroso atajo para esquivar la dialéctica -reducida a una dialéctica positiva- que no conduce sino a una reproducción permanente de aquella tensión.
Esta tensión deviene especialmente fuerte a propósito de la explicación de la emergencia de la nueva forma de soberanía del imperio. Es preciso detenernos en este punto. La declinación de la soberanía asociada con los estados-nación no puede implicar en su análisis una declinación de la soberanía en sí misma, es decir, de esa regulación política de la acumulación que habría alcanzado su cima en los estados imperialistas-keynesianos de posguerra, sino un desplazamiento de la soberanía hacia una instancia superior. Escriben entonces que "la fase contemporánea de hecho no se caracteriza adecuadamente por la victoria de las corporaciones capitalistas sobre el estado. Aún cuando las corporaciones transnacionales y las redes globales de producción y circulación minaron los poderes de los estados nación, funciones del estado y elementos constitucionales fueron efectivamente desplazados a otros niveles y dominios" (3.5., 307). En otras palabras, una creciente imbricación entre estado y capital sería un proceso irreversible que conduciría necesariamente, una vez que la globalización del capital supera la capacidad de regulación de los estados-nación, a un desplazamiento de esa capacidad de regulación a una instancia supra-nacional. En este sentido afirman que "una teoría marxista del estado puede ser escrita sólo cuando todas esas barreras fijas (fronteras) son superadas y cuando el estado y el capital coinciden efectivamente. En otras palabras, la declinación de los estados nación es en un sentido profundo la realización plena de la relación entre el estado y el capital" (3.1, 236). Si la soberanía de los estados-nación declina, pues, tiene que estar aguardándolas una nueva forma de soberanía, un cuasi-estado, el imperio. "Hay ciertamente procesos de subsunción real sin mercado mundial, pero no puede haber un mercado mundial completamente realizado sin el proceso de subsunción real. En otras palabras, la realización del mercado mundial y la nivelación general o al menos el manejo de las tasas de ganancia a una escala mundial no pueden ser simplemente el resultado de factores financieros o monetarios, sino que deben suceder a través de una transformación de las relaciones sociales y productivas. La disciplina es el mecanismo central de esta transformación. Cuando una nueva realidad social se forma, integrando a la vez el desarrollo del capital y la proletarización de la población en un proceso único, la forma política de comando debe en sí misma ser modificada y articulada de una manera y en una escala adecuada a este proceso, un cuasi-estado global del régimen disciplinario" (3.2, 255). La argumentación alrededor de la transición hacia el imperio queda así descuartizada entre esta necesidad estructural-funcional de una nueva forma de soberanía y aquel asalto de la multitud a la vieja soberanía de los estados-nación.
En y contra el imperio
Pero ¿en qué consiste esta nueva forma de soberanía del imperio? Muchas de las dificultades que enfrentan Negri y Hardt a la hora de definirla también derivan, según creemos, de esa tensión que signa sus argumentos alrededor de la transición hacia la misma. El rasgo más distintivo de la nueva forma de soberanía radica en su doble carácter global, sin afuera, y a la vez descentrado, presente en todas partes, caracteres ambos incompatibles con la soberanía del estado-nación. El imperio se ve enfrentado así a las diferencias, a las que incluye, afirma culturalmente y maneja y jerarquiza en una nueva modalidad de comando sobre microconflictos que se multiplican. Negri y Hardt asocian esta nueva modalidad de comando con un nuevo paradigma de poder, el "control", generalización del paradigma previo, "disciplinario" (Foucault). Un nuevo paradigma de "biopoder" de naturaleza rizomática (Deleuze y Guattari), completamente inmanente a la sociedad y a la producción y reproducción de la vida misma, inscripto en los cuerpos y los cerebros de los ciudadanos, interiorizado a través de los medios de comunicación, las políticas de bienestar, etc. Negri y Hardt asocian asimismo esta nueva modalidad de comando a una nueva constitución que, retomando las formas polibianas, tiene su monarquía en EEUU y su monopolio de la coerción, su aristocracia en las corporaciones transnacionales, los estados-nación centrales y sus asociaciones, como el G7, con su manejo de instrumentos monetarios, y su democracia en los restantes estados-nación y ciertas grandes ONGs humanitarias. Pero, a diferencia de la polibiana original, se trataría de una constitución híbrida (no mixta), dispuesta en funciones (no en cuerpos) y, por sobre todas las cosas, propia de aquella modalidad de comando como un control inmanente (y no como disciplina trascendente). Una fuerte vaguedad signa así la caracterización de esta nueva forma de soberanía del imperio. "Las características fundamentales del estado-nación, de la soberanía, se están transfiriendo hacia otros lugares, sitios por cierto no identificables" -señalaba Negri en una entrevista. ¿Y si no estuvieran "transfiriéndose" hacia sitio alguno? ¿Y si esta incapacidad de identificar un nuevo locus de la soberanía resultara, simplemente, del hecho de que no existe locus alguno de una soberanía efectivamente global? ¿Y si ninguna nueva forma de soberanía "correspondiera" de hecho al capital global? Negri y Hardt no formulan estas preguntas. Prefieren proceder, digamos, como Leverrier y Adams en 1846: suponiendo que, en ese rincón del sistema solar, debe haber un planeta aunque no se vea. Y estaba Neptuno. Pero el capitalismo no es un sistema en ese mismo sentido, afortunadamente, y puede ser que en ese rincón suyo donde debería haber una nueva forma de soberanía, haya en realidad un vacío. Un vacío que represente una contradicción y que, además, sea una brecha para la resistencia anticapitalista.
Un aspecto de esta constitución del imperio acaso merezca ser resaltado en esta coyuntura de guerra en medio oriente: la función de EEUU y sus armas no se asimila, para Negri y Hardt, a la de una potencia imperialista. EEUU opera como agente de esa "noción común de derecho" que mencionamos antes y que es específicamente imperial. El imperio está asociado entonces a la emergencia de un "derecho de intervención" -que en realidad es tanto "militar" (con EEUU y la OTAN como ejecutores) como "moral" (con las ONGs humanitarias)-, una suerte de "estado de emergencia y excepción permanente justificado por el llamado a valores esenciales de justicia" (1.1, 18). Este derecho de intervención se habría aplicado por primera vez en la operación "tormenta del desierto" y, naturalmente, es un postulante serio para explicar la operación "justicia infinita" de nuestros días. "La importancia de la guerra del golfo -escriben en este sentido- deriva del hecho de que presentó a los Estados Unidos como el único poder capaz de manejar la justicia internacional, no en función de sus propios motivos nacionales sino en nombre del derecho global" (2.5, 180).
Las consecuencias políticas que Negri y Hardt derivan de su análisis del imperio son en nuestra opinión, para finalizar, uno de los aspectos más importantes del texto. La política es la acción de la multitud "en el Imperio y contra el Imperio" (1.3, 61), en pocas palabras. "Nuestra tarea política no es simplemente resistir estos procesos sino reorganizarlos y dirigirlos hacia nuevos fines. Las fuerzas creativas de la multitud que sustentan el Imperio son también capaces de construir autónomamente un contra-Imperio" (Prefacio, XV). Es en este sentido que, ante el imperio, reclaman "deshacerse de toda nostalgia por las estructuras de poder que lo precedieron y rechazar toda estrategia política que implique un retorno a estos viejos órdenes, tales como intentar resucitar el estado nación para protegerse contra el capital global" (1.2, 43).
Toni Negri, decíamos al comienzo, es uno de los intelectuales marxistas más lúcidos y creativos de nuestros días y, con su extraordinario esfuerzo por determinar las novedades políticas que caracterizan el capitalismo contemporáneo y a pesar de las críticas que el resultado de dicho esfuerzo merezca, Empire no hace sino confirmarlo. Pero Negri es también, desde hace años, un intelectual revolucionario empeñado en determinar siempre nuevas estrategias políticas anticapitalistas. "Hemos de aceptar este cambio y aprender a pensar globalmente y a actuar globalmente. La globalización debe ser enfrentada con una contra-globalización, el Imperio con un contra-Imperio" (Intermezzo, 207), sostienen, prefigurando así ese movimiento global de resistencia anticapitalista que se pondría en marcha unos meses más tarde en Seattle.