Aerolíneas: el espejo de la Argentina*

[b]Realidad Económica 181[/b] [b]Mabel Thwaites Rey **[/b] La historia del traspaso de Aerolíneas Argentinas es algo más que el relato de una experiencia frustrada en el campo de la aeronavegación comercial. Los insólitos vericuetos de esta privatización hablan de manera elocuente del modelo económico, político y social configurado en los años '90 en la Argentina del mercado mundial globalizado bajo la égida del neoliberalismo. La caída de AA no es un fallido lamentable que confirma la regla del éxito de la política privatizadora. No constituye la desafortunada conjunción de circunstancias indeseadas e indebidamente evaluadas en un sector específico. Forma parte, en cambio, de una concepción general de las relaciones entre el estado-nación, su sociedad y los factores de poder locales y mundiales que han logrado imponerse en las últimas décadas del siglo XX con toda su brutalidad. El derrumbe anunciado de AA sirve muy bien para ilustrar no sólo la distancia que media entre la teoría y la realidad1, sino las relaciones de fuerza que se establecen entre distintos grupos e intereses sociales, fronteras adentro y más allá de ellas, a la hora de poner en práctica una política pública concreta.

Una privatización política
Comencemos por subrayar algo fundamental: al acordar la privatización de AA, en noviembre de 1990, los gobiernos de Carlos Menem y Felipe González sellaron un compromiso político innegable. Su caída, diez años más tarde, también es el producto de una decisión política compartida por el español José María Aznar y su par argentino, Fernando de la Rúa. Las razones económicas sectoriales, primero y después, siempre se subordinaron a aquéllas. La compleja articulación entre economía y política es la que explica cómo se urdió una de las tramas más oscuras de la vida pública argentina y de las relaciones con España que se cuentan en estas páginas. Y es también la que permite comprender la manera en que se ponen en marcha y ejecutan las políticas públicas.

Cuando en 1989 Menem lanzó su estrategia privatizadora, la fe en la sapiencia del mercado libre para resolver los problemas del país era casi absoluta. Por entonces se adhería, con inusitado fervor, a la idea de que el estado debía restringirse a sus funciones mínimas y transferirle a los privados todo aquello que pudieran explotar rentablemente, bajo el supuesto de que aportarían los capitales necesarios y el gerenciamiento eficiente de los que el sector público había hecho gala de carecer. Los servicios públicos fueron así transferidos uno a uno a manos privadas, con la promesa de desparramar bondades, pero subordinando la condición de "públicos" (beneficiosos para los ciudadanos usuarios), a la obtención de rentabilidad por parte de las empresas prestadoras. La viabilidad de cada actividad quedaría así atada a la capacidad empresaria para operarla, y la confianza sin fisuras en ese nuevo camino salvador renegaba de cualquier advertencia en contrario. Solo se oponían, entonces, los nostálgicos del estatismo de los años cuarenta, los utópicos setentistas, los burócratas privilegiados, los obtusos, los necios, los perdedores, los que no eran capaces de entender la alborada del esplendor globalizado y primermundista. Los trabajadores estatales se incluyeron en masa en ese grupo y se quedaron prácticamente solos defendiendo malamente sus fuentes de trabajo, frente a una sociedad que los miraba molesta por sus reclamos aguafiestas, indiferente a sus denuncias o resignada a lo creído inevitable.

El pacto político entre la Argentina y España que permitió el traspaso de AA tuvo un contenido económico diferente para cada estado. Empeñado en dar un giro copernicano a la política económica argentina, Menem quería darle al mundo una muestra de la firmeza de su flamante vocación privatizadora y AA se convirtió así en un "caso testigo" muy útil para probar tal convicción, dejando relegado cualquier análisis sensato sobre la conveniencia sectorial de la operación. Atrás había quedado la histórica reivindicación del peronismo del papel de las empresas públicas y la cerril oposición a los intentos de desprenderse de una parte de ellas, en las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín. El pragmatismo que habría de llevarnos al primer mundo señalaba el imperativo de ponerse a tiro con las demandas de los factores de poder más concentrados: achicar el déficit rampante, pagar la deuda externa y desguazar el estado. La crisis desatada por la inflación indomable y la conflictividad social, que arrastró a Alfonsín a una salida anticipada del gobierno, había hecho lo suyo para convencer a la sociedad de la solución excluyente: abrir las puertas del estado y permitir a los privados hacer sus pingües negocios sin restricciones. La prosperidad general se derramaría sola.

Pero por entonces ya era evidente que el mercado aeronáutico mundial se había complejizado mucho desde que, sólo dos años atrás, el entonces ministro radical, Rodolfo Terragno, había intentado asociar al país con la aerolínea escandinava SAS para dotar a AA del capital que ésta no tenía y del gerenciamiento moderno que precisaba. La intensa competencia y la concentración del mercado, que justificaban la inyección de capitales privados requerida por la aerolínea de bandera, habían acotado, al mismo tiempo, el número de interesados concretos en participar de una operación que, además, debía dejarle dinero al fisco y servir para canjear títulos de deuda. El diseño de la privatización, realizado por Roberto Dromi y rubricado por Menem, suponía como rasgo principal que la Argentina recibiera fondos por esta operación de traspaso. Además, debía hacerlo rápido, porque la credibilidad del nuevo programa gubernamental se jugaba en su capacidad de vencer toda resistencia posible a los cambios proyectados, y en avanzar por el camino más ortodoxo posible hacia el admirado "mercado libre".

La entrega de Aerolíneas
Delineado un sistema de licitación pública internacional por el cual los oferentes debían organizarse en grupos "ad hoc", integrados por operadoras aéreas extranjeras, bancos tenedores de títulos de la deuda externa y capitales nacionales, la realidad pronto demostró lo complicado que era articular intereses tan diversos. Máxime en un entorno agudamente competitivo. Porque en tanto los servicios públicos en red, como la luz, el agua, el gas, los ferrocarriles y los teléfonos fijos, por sus características o por decisión gubernamental, quedaron preservados de los rigores de la competencia y sus operadores pudieron beneficiarse de mercados cautivos que les aseguran tasas de rentabilidad tentadoras y financiables por los bancos, el caso de AA es muy distinto. Aun conservando el carácter de "aerolínea de bandera", que le otorga al operador derechos a explotar determinadas rutas en forma preferente, la competencia siempre ha sido un dato fuerte de esta industria y ha condicionado el desarrollo de las empresas aéreas en todo el mundo. No es lo mismo, entonces, adjudicarse la explotación de un servicio con clientes que no tienen la opción material de cambiar de proveedor, que aquellos que operan en competencia y contra firmas poderosas.

Por una combinación de estas razones, el grupo encabezado por Iberia, la aerolínea estatal española, apareció como solitario interesado en aceptar las reglas de juego planteadas por el Gobierno. Perseguía la estrategia de mediano plazo de conformar una mega-aerolínea iberoamericana que la ubicara para competir con las gigantes europeas y norteamericanas, de cara a la inminente profundización de la desregulación del mercado aéreo mundial. Para eso los españoles salieron de compras por América latina y se quedaron con AA, la venezolana Viasa, la chilena Ladeco y estuvieron a un paso de comprar las empresas dominicana y boliviana. De la mano de Iberia y los bancos peninsulares llegó el dueño de Austral, único empresario argentino interesado en participar de un negocio de rentabilidad incierta y acotada.

Porque bueno es recordar que la industria de la aeronavegación comercial argentina ha sido difícil desde sus orígenes, ya que demanda grandes inversiones con tasas de retorno bajas y de larga maduración. A ello se le suma que nuestro país, ubicado en el extremo austral del planeta, tiene un extenso territorio, con una relativamente baja densidad de población y muy desparejamente distribuida. El caso de Austral es, en este sentido, paradigmático. Surgida como aerolínea comercial por un grupo de empresarios poco dispuestos a arriesgar dinero propio, las deudas acumuladas la llevaron a una insolvencia que asumió el estado en 1980, durante la dictadura militar. A la hora de reprivatizarla, ya en 1987, le fue adjudicada a otro empresario, Enrique Menoti Pescarmona, que la canjeó por un dudoso crédito contra la provincia de San Juan y enseguida se apresuró a integrar el consorcio liderado por Iberia que se adjudicaría Aerolíneas Argentinas. La cuestión era evitar a toda costa el riesgo de la competencia.

Apremiados por sus estrategias de largo plazo, Felipe González y Carlos Menem cerraron un acuerdo "político" y siguieron adelante con la privatización, aunque para el gobierno argentino era evidente desde un comienzo la inconsistencia económica del grupo oferente y la inviabilidad del plan que había presentado de apuro, y para el español que el compromiso de entregar dinero y títulos de deuda como parte de pago iba a ser una carga dura de cumplir. Pero los funcionarios argentinos, además de prometer "plasticidad" en la aplicación de la letra del contrato, encontraron una fórmula que les dejó a ambos estados la vía libre para desarrollar sus respectivos planes: permitió a los compradores que cargaran sobre los bienes de AA los costos de su adquisición, dando origen así al lastre de una fenomenal deuda con los bancos acreedores que nunca pudo terminar de saldarse. Esta es la verdadera clave de la debacle de una empresa que fue entregada sin deuda alguna, con una considerable cantidad de bienes propios, compuesta de aeronaves, stocks de repuestos, edificios, simuladores de vuelo y, sobre todo, importantes rutas operadas con éxito comercial y gran prestigio internacional. Una empresa, en suma, que no se endeuda para renovarse y crecer sino apenas, y a tasas siderales, para comprarse a sí misma, mientras desarrolla una actividad cuyos ingresos se consumen en el pago de los intereses que acumulan los préstamos de adquisición. De modo que, con intereses altísimos y tasas de rentabilidad estándar bajas, el negocio desde un comienzo resultaba imposible y más aún si se tenía que enfrentar una batalla fuerte con otras empresas por atrapar pasajeros.

Objetivos contradictorios
La presión estadounidense por la apertura total de los cielos a la competencia irrestricta y la desregulación plena del tráfico internacional fue haciéndose cada vez más potente a medida que transcurría la década de los noventa. Sus consecuencias pronto se hicieron sentir en el mercado mundial: las guerras tarifarias acabaron con las aerolíneas más pequeñas e incluso afectaron a gigantes como Pan Am. Mientras crecía, simultáneamente, el tráfico y la cantidad de pasajeros transportados, para bajar los costos se deterioraban las condiciones laborales y se afectaban severamente los índices de seguridad aérea, aumentando la siniestralidad en una proporción desconocida. En una lucha despiadada por el dominio del mercado, el espacio para las aerolíneas de bandera conducidas con criterios de integración territorial y desarrollo autónomo se convirtieron virtualmente en una utopía para los países menos desarrollados, e incluso para los medianos.

Es importante resaltar que los diferentes objetivos2 que el gobierno de Menem había explícitamente reconocido perseguir con la privatización de Aerolíneas Argentinas, es decir los que figuraban en su discurso público y en los fundamentos de las normas que les dieron sustento, y que son los que "tradicionalmente" van asociados a las privatizaciones (eliminar monopolios, reducir el gasto público y la deuda del estado, aumentar la eficiencia económica de las empresas públicas) ya eran de por sí contradictorios. Así, por ejemplo, desmonopolizar el mercado de cabotaje y obtener al mismo tiempo la mayor cantidad posible de dinero por la operación, o conseguir un operador de primer nivel y a la vez bancos que aportaran títulos de la deuda eran, en las condiciones del momento, objetivos evidentemente difíciles de conciliar. Por otro lado, el proceso se caracterizó por la tensión entre tales objetivos explícitos y los aquí llamados "implícitos". Estos eran encarar un plan de ajuste drástico, del cual las privatizaciones constituían una parte fundamental, buscar el apoyo de los principales grupos económicos locales y de los organismos financieros internacionales, y jugar todas las fichas -la legitimidad- al éxito del programa en el menor tiempo posible. Algunos de estos objetivos estuvieron presentes desde un principio, pero otros fueron definiéndose a medida que el proceso se desarrollaba, en función de las necesidades del gobierno y de los condicionamientos del contexto.

El fracaso rotundo de la estrategia de Iberia de construir la gran aerolínea íberoamericana, quiebra de la venezolana VIASA mediante, y las exigencias de austeridad de la Comunidad Económica Europea, empujaron a los españoles a minimizar los costos de su "aventura latinoamericana". En 1994, obtuvieron de la Argentina una concesión clave otorgada por Domingo Cavallo: la renuncia del estado a su "acción de oro", que le permitía fiscalizar las decisiones estratégicas tomadas por la conducción empresaria, y el permiso para vender los activos de AA e intentar achicar con el producto de ellos sus ya cuantiosas pérdidas. A partir de entonces, frente a la indiferencia o complacencia argentinas, los dueños de AA fueron liquidando todo: oficinas comerciales en el exterior e interior, los simuladores de vuelo donde se entrenaban pilotos de toda América latina y la flota completa de sus 28 aeronaves originales. Más aún, en el camino también se desmantelaron talleres eficientes para trasladar tareas a la propia Iberia o a terceras empresas de capital español, incrementando los costos para AA. Se perdió el rentable negocio de cargas a manos de Lan Chile por decisión empresaria, se levantaron decenas de escalas en el exterior e interior del país, se hizo desaparecer a AA de la mayoría de los aeropuertos internacionales, por haberse levantado oficinas en beneficio de Iberia. La empresa llegó a 2001 sin activos físicos importantes, desprestigiada y conservando como principales bienes las rutas que retiene el estado argentino por acuerdos bilaterales y su calificado personal.
La deuda original de adquisición, no obstante, siguió creciendo al compás de un pésimo gerenciamiento, animado por el objetivo de subordinar AA a Iberia y agravado durante la breve gestión de la norteamericana American Airlines, que durante 1999 aprovechó para hacer su negocio sumándole deudas a la aerolínea de bandera argentina. La recesión y crisis de la economía nacional entre 1998 y 2001, el importante aumento en el precio de los combustibles, y la creciente competencia en los vuelos de cabotaje e internacionales, completaron el cuadro desolador. Así la deuda, como una gigantesca pelota de nieve que crece en su caída, llegó a mediados de 2001 a más de 900 millones de dólares.

El anunciado adiós español
La intención inocultable de los españoles fue, desde 1998 en adelante, concluir cuanto antes con su mal negocio. Siguiendo la política privatizadora que el centro-derechista Partido Popular de Luis Aznar inauguró en 1996, lograron desprenderse totalmente de la propia Iberia, en 2001. Para hacerla atractiva, la sanearon achicando personal e inyectándole los recursos que extrajeron de sus controladas latinoamericanas, a las que dejaron en ruinas. AA quedó así como la molesta rémora de un proyecto megalómano que no fue, y de un ventajoso traspaso a los privados que condujeron astutos gestores del estado español.

Desde la perspectiva argentina, el cambio de gobierno no supuso la modificación sustantiva de la estrategia planteada por la administración precedente. La receta hegemónica continuó siendo apostar a las virtudes autocorrectivas del mercado y abominar de la injerencia estatal en los servicios públicos. Así lo creyeron Carlos Menem y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, y así lo cree Fernando de la Rúa, que en menuda paradoja de la política nacional llegó a 2001 con idéntico conductor del rumbo económico.

Los gremios pronto comprendieron que el destino de AA esta vez se jugaba en forma definitiva. Con una mayoría perteneciente a los sectores medios, informados y bien organizados, se veían venir el ajuste final. Para enfrentarlo, hasta 2000 intentaron algunas estrategias conjuntas, pero diferencias de enfoques los llevaron a mantener posiciones distintas frente a la intransigente posición española de 2001. No se trata aquí de discernir quiénes fueron los acertados y los equivocados, los buenos y los malos, los honestos y los de intenciones turbias, los autoritarios y los democráticos, los representativos y los cuestionados. En todas las organizaciones hay posiciones, intereses y objetivos diversos que se ponen en juego muy especialmente en situaciones de crisis, y AA no es la excepción. No es poca cosa tener que enfrentar la posibilidad de que desaparezca, no ya la empresa donde se consiguió trabajo, en tiempos de severa desocupación y depresión económica, sino una actividad para el desarrollo de la cual se han adquirido capacidades muy específicas. Para buena parte de los empleados especializados de AA, no hay demasiadas oportunidades de reciclarse en actividades de equivalente calificación y nivel de ingresos. Todos, hay que subrayar, también enfrentan el peligro de un mercado laboral acotado y precarizado, cuenten con mayor o menor especialización o calificación genérica para el mundo del trabajo. Pero aunque todos pudieran coincidir en el diagnóstico de la situación, la estrategia más apropiada para evitar la debacle es una típica materia de inevitable debate, en el que confrontan desde cuestiones personales hasta valoraciones políticas más generales. Lo acertado o no de una estrategia, en todo caso, siempre termina juzgándose por los resultados obtenidos, e incluso en este plano aparecen las opinables hipótesis contrafácticas (¿qué hubiera pasado si... , en vez de ...?)

Lo innegable por su evidencia es que, a diferencia de lo que había venido ocurriendo desde que una década atrás se anunció la privatización y los gremios -muy especialmente la combativa APA- se encontraron peleando en soledad contra el proyecto Menem-Dromi, esta vez la sociedad miró con profundo interés y acompañó con solidaridad inédita a los trabajadores en su pelea por la supervivencia de AA. El contexto de los reclamos "sectoriales" había cambiado sustancialmente. Diez años antes, la "cuestión" de las privatización de los servicios públicos ingresaba a la agenda pública como la panacea que resolvería todos los males argentinos. Así fue recibida por mucha gente que creyó sinceramente, o necesitó creer, en la promesa de que entraríamos, por fin, en el primer mundo. Oponerse a este optimismo arrollador con la advertencia de los males que podría acarrear en el futuro o los perjuicios inmediatos que ya le traía a muchos, no era bien visto. No había eco para amplificar protestas de oposición ideológica, política o sindical. El consenso mayoritario creía en la posibilidad de "achicar el estado para agrandar la nación". Pero lo cierto es que el estado se redujo desprendiéndose de sus empresas y empleados, a la par que crecieron la pobreza extrema, la desocupación, la precarización laboral, se concentró brutalmente la riqueza, bajaron los ingresos de la población, aumentó la inseguridad y todo ello sin que tampoco la prometida mejora sustantiva en la calidad y costo de los servicios públicos se hubiera consolidado. Para mayor desolación, el gobierno que había asumido con la promesa de acabar con los males de una era, no sólo no atinaba a hacer otra cosa que repetir más de lo mismo, sino que aportaba como última solución el ingreso al gabinete de uno de los arquitectos más refinados del modelo en cuestión: Domingo Cavallo. Es en este marco, precisamente, que debe leerse el apoyo que cosecharon los gremios con sus reclamos. Porque en el espejo de AA se miró atenta y muy especialmente una clase media pauperizada y despojada de ilusiones. La bandera patria en las alas de los aviones de AA se convirtió así en el símbolo de la presencia argentina en el mundo. Su desaparición, entonces, comenzó a verse como algo más que la caída de una empresa cualquiera, que si no rinde frutos puede ser cerrada por sus dueños. AA apareció como el testimonio del más profundo fracaso de la identidad colectiva.

Promesas y realidad
Las percepciones de la sociedad son un ingrediente central de las políticas públicas, porque describen el contexto en que éstas se inscriben y desarrollan sus cursos. Cuando la privatización de AA se instaló como "cuestión" en la agenda pública, la relación de fuerzas entre los distintos sectores y perspectivas en pugna derivó, tras un juego permanente de acciones y reacciones, en que la "solución" adoptada no fuera el resultado de un plan perfectamente estructurado y coherente, delimitado desde un principio, sino el producto imprevisto de aquel juego librado a sus propias reglas y objetivos. Es probable que los mentores de la privatización no hayan deseado maquiavélicamente su quiebra. Es posible, también, que no hubieran escogido, en otras circunstancias, a Iberia y Pescarmona como operadores. Es factible, incluso, que algunos hayan pensado en que una mejor alternativa hubiera sido directamente liquidar la empresa, vender los aviones y con ello rescatar un volumen mayor de deuda pública. O, tal vez, entregarla a un operador eficiente sin cargo alguno. O exigir el cumplimiento del contrato, hacer caducar la operación y volverla a licitar. O estatizarla nuevamente para definir una política estratégica. Todas estas posibilidades pugnaron entre sí, alternativa o sucesivamente, en cada etapa del proceso, del principio al fin. Sin embargo, lo que en cada momento logra imponerse como resultado, suele ser una articulación negociada, una solución "de compromiso" de muy relativa coherencia "técnica", que expresa las condiciones de posibilidad de cada una de las opciones en juego y, más precisamente, de los actores económicos, sociales y políticos que las impulsan. Porque no hay soluciones "técnicas" al margen de las opciones políticas, porque son éstas y no aquéllas las que definen los valores sobre cómo debe organizarse la vida social, quién obtendrá beneficios y quén pagará las cuentas.

La paradoja mayor es que el dilema de la insolvencia estatal para sostener AA fue el que determinó, hace una década, la decisión de privatizarla. También en aquellos tiempos el país estaba en situación de crisis terminal y la venta se presentó como la solución excluyente. Diez años después, estamos tan mal o peor que en aquel momento, pero sin los recursos de los que antes disponíamos. ¿Qué pasará, entonces, si ahora se decide abandonar a su suerte esta empresa? Difícilmente deje de haber vuelos al exterior o se muera el cabotaje. Otras empresas asumirán la tarea. Pero la cuestión es otra y hay que subrayarla: el de AA no es un mero problema "económico" a mirar según las cuentas del debe y haber circunstancial y a resolver en consecuencia. Es uno de los testimonios más gráficos de la manera que tuvo y tiene la Argentina de resolver sus problemas bajo el paradigma del neoliberalismo.

Para quienes piensan que la actividad aerocomercial es una más entre otras, resulta antieconómico sostener una aerolínea de bandera, por lo que la solución es dejar que el mercado se recomponga solo, abrir los cielos al ingreso de las más eficientes transportadoras internacionales, sobre todo las estadounidenses que están forzando su entrada, y acatar los designios de los tiempos que imponen las duras reglas de un juego que no es posible modificar. Allanarse a la verdad de una relación de fuerzas desfavorable, plantean, es el único camino posible para subsistir, aunque la realidad indique que se está muy lejos de la prosperidad prometida por los supuestos teóricos. Con ese criterio impulsaron la privatización de Aerolíneas, la sostuvieron cuando era a todas luces evidente la ruinosa gestión que la vaciaba y consideran su quiebra un dato menor en la actividad económica global. Piensan, además, que un país endeudado como la Argentina no puede darse el lujo de soñar con tener una aerolínea de bandera. En última instancia, también podrían traspasarla a cualquiera que, aun sin poner plata -como es ya clásico en este sector-, se postule para darle alguna salida a la espinosa situación planteada.

Quienes consideran que el servicio público de la aeronavegación comercial es algo más que una respuesta a la demanda de pasajes, entienden la cuestión de manera muy distinta. Un país como la Argentina, con relativamente baja densidad de población respecto a las dimensiones de su territorio, precisa de manera indispensable tener comunicaciones aéreas buenas, variadas y eficientes, que atiendan no sóo las cuestiones de rentabilidad sino las de integración territorial y desarrollo económico y social, diseñadas según sus propias prioridades. Como le preguntó un periodista del diario The Wall Street Journal a un funcionario estadounidense de visita en nuestro país en 2000, presionando sin tapujos por unos "cielos abiertos" que benefician excluyentemente a las grandes compañías norteamericanas: ¿quién tendrá interés en operar las rutas necesarias para el país, pero no rentables, si la aerolínea de bandera desaparece? De modo que la Argentina, desde este punto de vista, no puede darse el lujo de no tener una aerolínea que le asegure conexiones estratégicas.

Las teorías económicas hegemónicas sirven para justificar que la distribución del poder económico y social vigente es la mejor y única posible, no sólo para quienes se benefician con ella, sino para los que padecen sus cargas. Cuando los perdedores la cuestionan, sus defensores aducen que la culpa del malestar la tienen los políticos que, por su ignorancia o mala fe, no aplican bien las encomiables recetas, las distorsionan, retrasan o entorpecen para atender a demandas clientelares. Desde esta visión, seguramente siempre hará falta un paso más, una concesión nueva, para que la práctica logre encajar bien en el modelo preconcebido. Pero la realidad, más temprano que tarde, se encarga de desmentir los dogmas. En el caso aeronáutico, lejos se está de haberse alcanzado el paraíso, y lo perdido es más que una simple empresa ineficiente en términos de rentabilidad privada. Lo que muere con Aerolíneas es la ilusión de un destino sustentado sobre intereses más amplios que los ya fuertemente concentrados. Lo que muere es la intención de construir un proyecto propio de nación integrada y no una mera factoría. Pero junto con ello también muere la fe en la prosperidad automática que traería el dominio irrestricto de los más fuertes. Porque los tiempos cambiaron y la confianza y credulidad populares en las mieles que aportarían los privados se trocaron en la amarga experiencia de altas tarifas, desocupación, pauperización de la mayoría y el aniquilamiento de los sueños de una clase media a la cual, precisamente, pertenecen buena parte de los trabajadores aeronáuticos. Por eso Aerolíneas se convirtió en el espejo cruel que devuelve la imagen descarnada de la decadencia y las ilusiones truncas. A la vez, sin embargo, puede ser un punto de inflexión para pensar un futuro distinto.
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agosto 2001

Notas
* Este artículo se ha hecho sobre la base de la introducción del libro de la autora titulado "ALAS ROTAS. La política de privatización y quiebra de Aerolíneas Argentinas", publicado en julio de 2001 por la editorial TEMAS.
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** Abogada, Magister Scientiarum en Administración Pública y candidata a doctora, ambos por la Universidad de Buenos Aires. Profesora Titular (Regular) de Administración y Políticas Públicas y de Sociología Política, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Miembro del Colectivo Editorial de la Revista DOXA. Directora del Proyecto bienal UBACyT: "El estado argentino: balance y comparación de las reformas de primera y segunda generación". < Volver >

1 Sobre este punto ver nuestro artículo "La política de privatizaciones en la Argentina. Consideraciones a partir del caso Aerolíneas", en Realidad Económica Nº 116, 16/5-30/6/93, Buenos Aires.< Volver >

2 En un trabajo ya clásico, Kay y Thompson constataban que generalmente las privatizaciones eran presentadas como el instrumento apto para solucionar definitivamente una gran variedad de problemas. Sin embargo, analizando cómo se desarrollaban las privatizaciones en la realidad se veía que, a medida que se avanzaba en el proceso, muchos de los objetivos planteados desde un inicio eran dejados de lado por otros, lo que parecía indicar que algunos de ellos eran incompatibles entre sí. Se preguntaban entonces si detrás de esa multiplicidad aparente de objetivos, cuya incompatibilidad entre sí era a veces más que evidente, existía una política cuya lógica (o racionalidad) era muy compleja o, por lo contrario, un análisis erróneo (o incompleto) de la forma en que se formula la política y los efectos que se esperan de ella. Kay, J. y Thompson D. "Privatization: a policy in search of a rationale", The Economic Journal, vol. 96, Cambridge, 1986.

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