Análisis - El discurso formador de la política económica argentina: la reiteración de postulados recesivos

[b]Realidad Económica 194[/b] [b]Guillermo Vitelli*[/b] En las últimas décadas, y casi con seguridad desde los años sesenta, la política económica se fundamentó en la Argentina sobre un mismo modelo, que no presentó cambios significativos en el tiempo. Es posible, por eso, inferir la continuidad de la política económica y de la constelación de intereses que la sustentó. Desde esa reiteración, pueden ser singularizados seis ejes, expresados en propuestas e instrumentos económicos, que dominaron el discurso promotor y legitimador de las políticas económicas aplicadas repetidamente en las últimas cuatro décadas: se privilegió el capital financiero, incluso el especulativo, por encima de los recursos productivos; se asumió un modelo promotor de la reducción del gasto público y de la eliminación de todo déficit fiscal, marginando criterios expansivos; se implementó el desmantelamiento de las estructuras administrativas y productivas del estado como criterio recurrente; se desvalorizó el concepto de moneda hasta descalificar incluso su emisión. Como decisión de política económica, se desindustrializó, destruyéndose estructuras organizadas y en operación, perdiéndose incluso recursos humanos formados en la práctica productiva; se asumió, repetidamente, la necesidad de establecer un tipo de cambio único, para actividades financieras y productivas, no reconociéndose diferenciales de productividad determinadas, predominantemente, por la heterogeneidad de las dotaciones de recursos naturales internos y que motivan la necesidad de formular precios sectoriales dispares para la moneda externa.

Es indudable que la política económica no es, para nada, neutral. Fundamentalmente legitima y viabiliza negocios, determinando el entramado de ganadores y perdedores que engendra toda economía. También los instrumentos que dan cuerpo a la política económica conforman el camino que vehiculiza el ingreso de los condicionantes externos. Por eso, la persistencia de un mismo discurso económico no conforma un error sino, por lo contrario, señala el mantenimiento de un mismo conjunto de intereses, la persistencia de una misma estructura de poder y de un similar entramado de intereses locales y externos.

Durante el último quinquenio la evolución de la economía argentina fue notoriamente contrastante frente a la performance de las naciones industrializadas y también a la de numerosos vecinos, como el Brasil y Chile, y otras naciones latinoamericanas más lejanas, como México: mientras todas sus economías crecieron o se estabilizaron alrededor de altos niveles de actividad o en los picos históricos máximos de sus ingresos per capita, la Argentina registró un profundo retroceso. El producto disponible para cada habitante disminuyó desde 19951, provocando que un número significativo de la población sufriera pérdidas considerables en su bienestar; el desempleo se extendió hacia niveles nunca contabilizados previamente, empujando por debajo de la línea de pobreza, incluso extrema, a prácticamente la mitad de los argentinos y, como una expresión sintetizadora, las perspectivas de progreso se diluyeron. Es indudable que ese contraste frente a muchas otras economías indica que mientras el mundo crecía, la economía argentina se rezagaba, y en una magnitud y extensión no repetida antes en su historia ni en la de sus vecinos. Las conclusiones que se pueden extraer de ese contrapunto son tajantes: si todas las economías operaron en un mismo contexto macroeconómico, especialmente el que se generalizó desde la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods hacia principio de los años setenta, y si todas las naciones ricas y también sus vecinos crecieron en ese entorno al tiempo que la Argentina se empobrecía y rezagaba, es notorio que en la última década el mundo económico externo no accionó en contra de la macroeconomía argentina. Por eso lo externo no puede ser singularizado como un factor causal, determinante, del retroceso argentino ni de las perdidas de bienestar o de la extensión de la pobreza.

Si lo explicativo no es lo externo, ¿cuáles son entonces otras razones posibles para descifrar la declinación argentina y su rezago frente a las demás naciones?

Un segundo factor que pudo condicionar la evolución argentina del último cuarto de siglo fue la compatibilidad o el acople que poseyeron las dotaciones internas de recursos en la Argentina y en las demás naciones con el sendero del cambio tecnológico que se estructuró en el mundo contemporáneo. Es indudable que los recursos naturales que hicieron próspera a la Argentina desde el último cuarto del siglo XIX se encuentran aún disponibles, a pesar de haberse reasignado muchas de sus estructuras de propiedad. La base material, la disponibilidad de infraestructura física y de los servicios y la dotación de recursos humanos no sufrieron pérdidas ni obsolescencias que determinaran la confluencia hacia un profundo proceso recesivo. A pesar de esa preservación, podría haber ocurrido que la Argentina comenzara a ser comparativamente menos rica frente a la posesión de recursos naturales, físicos y humanos de sus vecinos, especialmente los del Brasil, Chile y México, y también frente a los disponibles en las naciones hoy más industrializadas. Difícilmente pueda demostrarse que los recursos existentes de la Argentina se tornaron obsoletos, volviéndose menos ventajosos frente los poseídos por las otras naciones, las que crecieron. Nada indica, tampoco, que hayan sido desplazados los recursos que antes conformaban el eje de las riquezas de las naciones por otros, nuevos o distintos, y que la Argentina no los poseyera. Es posible demostrar, sin ninguna duda, que el sendero tecnológico de la última década, y aun de las anteriores, no sesgó en contra de la dotación de recursos físicos y humanos de la Argentina. Al contrario, se cristalizaron cambios tecnológicos que fueron compatibles con la disponibilidad de recursos de la Argentina. El avance tecnológico en el agro motivó, por ejemplo, un salto en los rindes y en los niveles de producción de la pampa y también de áreas lejanas a esas planicies, que facultaron una notoria expansión de las producciones agropecuarias. El salto en las cosechas granarias luego de los años setenta fue tan relevante como el contabilizado al inicio del auge agroexportador de finales del siglo XIX. Es evidente que las nuevas tecnologías facilitaron, además, la incorporación de tierras que antes no eran factibles de ser empleadas en las producciones granarias, como por ejemplo las tierras cálidas del norte argentino2. El avance técnico también se concretó, incrementando sus rindes y sus calidades, en producciones diferentes a las tradicionales de la pampa, como la vitivinicultura, los cítricos y numerosos otros cultivos de zonas lejanas a la pampeana. La Argentina continuó, sin duda, siendo un país rico en su dotación de recursos naturales, manteniéndolos e incluso potenciándolos desde el cambio tecnológico.

La Argentina tampoco registró catástrofes naturales o represalias por acciones de guerra que motivaran la destrucción de su infraestructura o de sus recursos naturales y menos aún fragmentaciones de su territorio. Esto quiere decir que, al igual que el contexto externo, la dotación interna de recursos y el sendero del cambio tecnológico contabilizado en el último cuarto de siglo no operaron desalentando la actividad económica y menos induciendo un menor crecimiento frente a las demás naciones exitosas.

Si la base material, los senderos tecnológicos o la macroeconomía externa no son entonces las causales explicativas de los extendidos años de depresión que cuenta la Argentina, las razones, es indudable, son otras y, por simple derivación, deben rastrearse internamente. Los ejes explicativos de la historias económicas no identifican muchos más factores determinantes diferentes de esos tres. Señalan precisamente otros dos, que tienen su raíz en lo interno ya que han sido singularizadas las políticas económicas aplicadas localmente y los encadenamientos, positivos y negativos, que se formaron en el tiempo. En ese plano, una de las fuentes explicativas, de raíz interna, identificadoras de los factores causantes y por ende de los procesos inductores de la crisis económica de la Argentina, radica en la base legitimadora de las políticas económicas aplicadas, al menos, en el último cuarto de siglo. Los encadenamientos construidos desde el pasado, puede inferirse también, fueron, especialmente los perversos, determinados por la política económica interna o facilitados por ella. Por eso, puede demostrarse que la lógica de la política económica y de los diagnósticos invocados como correctos para vehiculizarla, conformaron los mecanismos que construyeron la depresión económica y las pérdidas de bienestar contabilizadas en el presente. Lo interno ha sido esencial. Por esa razón, la identificación del discurso fundamentador de la política económica y la singularización de los cambios necesarios para revertir sus aspectos negativos son dos condiciones imperiosas para superar la crisis.

¿Cuáles son los ejes de la política económica que motivaron la declinación? ¿Cuáles son, por derivación, los componentes del discurso de la política económica necesarios de modificación y con qué sesgo?
En las últimas décadas, y casi con seguridad desde los años sesenta, la política económica se fundamentó en la Argentina sobre un mismo modelo, que no presentó cambios significativos en el tiempo. Es posible, por eso, inferir la continuidad de la política económica y de la constelación de intereses que la sustentó. Desde esa reiteración, pueden ser singularizados seis ejes, expresados en propuestas e instrumentos económicos, que dominaron el discurso promotor y legitimador de las políticas económicas aplicadas repetidamente en las últimas cuatro décadas: se privilegió el capital financiero, incluso el especulativo, por encima de los recursos productivos; se asumió un modelo promotor de la reducción del gasto público, y de la eliminación de todo déficit fiscal, marginando criterios expansivos; se implementó el desmantelamiento de las estructuras administrativas y productivas del estado como criterio recurrente; se desvalorizó el concepto de moneda hasta descalificar incluso su emisión. Como decisión de política económica, se desindustrializó, destruyéndose estructuras organizadas y en operación, perdiéndose incluso recursos humanos formados en la práctica productiva; se asumió, repetidamente, la necesidad de establecer un tipo de cambio único, para actividades financieras y productivas, no reconociéndose diferenciales de productividad determinadas, predominantemente, por la heterogeneidad de las dotaciones de recursos naturales internos y que motivan la necesidad de formular precios sectoriales dispares para la moneda externa.

Es indudable que la política económica no es, para nada, neutral. Fundamentalmente legitima y viabiliza negocios, determinando el entramado de ganadores y perdedores que engendra toda economía. También los instrumentos que dan cuerpo a la política económica conforman el camino que vehiculiza el ingreso de los condicionantes externos. Por eso, la persistencia de un mismo discurso económico no conforma un error sino, por lo contrario, señala el mantenimiento de un mismo conjunto de intereses, la persistencia de una misma estructura de poder y de un similar entramado de intereses locales y externos. De allí que esos seis ejes, que conformaron la trama del discurso económico y de la acción pública predominantes desde hace más de cuatro décadas en la economía argentina, tienen necesariamente que ser evaluados en términos de sus efectos y también de los intereses y negocios que impulsaron e impulsan su reiteración. De ser así, ellos son los ejes que se necesita modificar con el propósito de revertir el atraso relativo que cuentan desde hace décadas la economía y la sociedad argentinas.

1. Los seis ejes de la política económica aplicada durante el último cuarto de siglo determinantes de las repetidas recesiones que es preciso modificar

Es cierto que la política económica conforma un todo y que sus componentes operan interrelacinadamente, En realidad, unos son funcionales a otros, imbricadamente. De todos modos, pueden ser singularizados, identificando sus lógicas individuales. Ello puede lograrse desde la caracterización de cada uno de los seis ejes constitutivos del discurso de la política económica en la Argentina, predominantes desde hace décadas, sobre la base de la lógica de su funcionamiento y de los intereses que los privilegian.

a. La concepción de recurso: la supeditación de los recursos productivos al financiero.
Se ha afirmado reiteradamente que la Argentina fue vaciada de recursos. Esa aseveración fue planteada, en numerosas ocasiones, luego de la quiebra del plan de Convertibilidad, cuando la economía argentina exteriorizó la más profunda y larga crisis productiva y de empleo, y la más dilatada declinación de su historia. Dado que el modelo implementado en los noventa conformó la mayor deuda financiera interna y externa, al tiempo que se entregaron recursos físicos y activos de infraestructura, y que concluyó en la incapacidad de pago de las deudas contraídas y del retorno de los ahorros colocados en las instituciones financieras locales, se infirió el vaciamiento de recursos. ¿Por qué se arribó a esa conclusión?

En la Argentina tendió a considerarse al recurso financiero como el recurso básico, principal, para encarar cualquier proceso sostenido de crecimiento. Por eso se privilegia en el discurso económico el ingreso del capital financiero externo. La teoría económica centra los ejes impulsores sobre otros motores diferentes. La realidad argentina, por sus resultados, convalida también la necesidad de razonar una relevancia distinta. Precisamente, la teoría del crecimiento marca cuatro factores -que no incluyen el financiero- como los ejes impulsores de las expansiones o contracciones del crecimiento económico: singulariza la utilización de los recursos naturales, la expansión de la población, el cambio tecnológico y el ingreso de capitales productivos externos como los motores del crecimiento. Es cierto que la relevancia explicativa de cada uno de ellos difirió entre naciones y entre coyunturas. Pero su importancia ha sido total y siempre han estado presentes en la gestación de las expansiones o de las recesiones o en los cambios de competitividad. Se ha evaluado, por ejemplo, que dos tercios de la tasa de crecimiento de la economía estadounidense se ha debido precisamente a la incorporación de nuevas tecnologías3. ¿Por qué el capital financiero no se encuentra listado entre esos cuatro factores impulsores del crecimiento? Simplemente porque es un componente instrumental para la movilización de los otros, sin duda relevante. Pero sin su acople con aquellos cuatro factores del crecimiento -que condensan los recursos físicos, humanos y organizativos de la producción, y que motorizan el crecimiento y la acumulación del capital- el recurso financiero no incide ni vehiculiza el crecimiento productivo y mucho menos la acumulación del capital físico. Aisladamente no genera producciones futuras para abonar sus servicios.

Al privilegiarse desde la política económica el recurso financiero como eje que motorice el crecimiento, se opera sobre dos instrumentos que, por derivación, tienden a desalentar los procesos productivos. Se impulsa el ingreso de capitales líquidos externos, en monedas foráneas, -generalmente especulativos- como el motor determinante de la economía. Y para atraerlos se otorgan mayores y crecientes tasas de interés -un contrasentido para la expansión productiva y para inducir la acumulación de capital desde el endeudamiento presente-. Ese diferencial exige una tasa de rentabilidad de los proyectos locales superior a los encarados en el exterior, donde los costos financieros son inferiores. Las consecuencias son evidentes desde la lectura de la historia económica argentina posterior a la década de los sesenta: permanece ociosa una parte creciente de los recursos productivos, se contrae la acumulación de capital, se potencian las prácticas especulativas por encima de las productivas y la usura asume una posición central y legitimada desde la esfera económica.

¿Por qué se priorizó el recurso financiero? Pueden singularizarse dos razones. La política económica reconoció como la restricción principal de la Argentina la insuficiencia de divisas. Para captarlas ofreció en el mercado interno tasas de interés en monedas externas superiores a las ofertadas en el exterior de modo de promover el ingreso de capitales líquidos foráneos o de fondos locales radicados en el exterior. La captación de esos flujos, como prioridad, ubicó las tasas de interés internas en niveles no siempre compatibles con los beneficios posibles de lograr con la movilización y empleo de recursos productivos. Por eso desalentó las prácticas productivas al ubicar la línea de corte en la elección de proyectos de inversión en niveles de rentabilidad esperada muy elevados, superiores a los requeridos en el exterior. La segunda razón se entronca con la morfología de poder que se construyó en la Argentina, predominantemente desde los años setenta, aunque el inicio de ese cambio puede ser ubicado en décadas anteriores: asumió, desde la lógica de las concepciones monetaristas predominantes, centralidad el sistema financiero, que logró captar una porción creciente de los excedentes productivos desde altos diferenciales entre las tasas de interés activas y pasivas. La consideración del recurso financiero como prioritario se entroncó, nítidamente, con la lógica de los negocios y, al llevar hacia situaciones de default financiero, motivó que se infiriera el vaciamiento de recursos internos, al tiempo que los recursos productivos -el capital físico y el humano- se encuentran ociosos, en altas proporciones.

b. La asimilación de la magnitud del gasto público y del déficit fiscal como causantes de la repetición de crisis económicas.
El déficit presupuestario del estado y la magnitud del gasto público han sido singularizados, reiteradamente, como los causantes de repetidos ciclos contractivos y expansivos con que contó la economía argentina, y la recurrencia de saltos inflacionarios. La reducción del gasto público constituyó, y constituye, una de las propuestas permanentes, casi siempre la principal, en los programas de política económica presentados en la Argentina. También lo son al tiempo de su instrumentación, ya que las magnitudes del gasto y del déficit constituyeron los referentes centrales en el accionar de los ministros de economía de las últimas cuatro décadas. Todos los planes de ajuste formulados desde la segunda posguerra, como el Austral lanzado durante la primera mitad de 1985, y el de Convertibilidad definido hacia el primer trimestre de 1991, entre muchos otros, fueron legitimados como correctos porque planteaban que la magnitud del gasto público y del déficit fiscal eran las causantes de la incapacidad de la Argentina de acceder a un sendero permanente de crecimiento. Esos programas propugnaron e implementaron precisamente las reducciones del déficit fiscal y del gasto público, y en sus acciones cotidianas mantuvieron esos conceptos como los ejes referenciales de todas las medidas tomadas. Sin embargo, a pesar del énfasis en lo fiscal, todos los programas de ajuste fracasaron, sin lograr estabilizar la economía ni sostener senderos continuos de crecimiento ya que, en algún momento, reanudaron nuevos procesos inflacionarios e instalaron recesiones en la actividad productiva. Esas rupturas fueron, paradojalmente, también explicadas desde lo fiscal al afirmarse que los programas no sostuvieron ni cumplieron metas fiscales correctas, ya que habrían derivado hacia el incremento del gasto público y del déficit en el presupuesto4. La preeminencia en el discurso y en la acción de la búsqueda de cuentas fiscales armónicas, desde hace más de cuatro décadas, junto con la repetida quiebra de los planes de ajuste, indica que la causalidad no es necesariamente correcta o que otros son los factores que determinan el regreso a las crisis económicas.

A pesar de esa evidencia, la misma concepción se encuentra como componente pivotal en los diagnósticos que infieren que la inflación de precios es causada principal, si no exclusivamente, por las derivaciones monetarias, expansivas, que provoca la formación de déficits fiscales no financiados desde recursos financieros logrados a través de la recaudación tributaria interna. En realidad, dentro de esta caracterización, se asimiló a la morfología de las cuentas públicas como el factor determinante, casi singular, en la economía argentina, del no acercamiento a un régimen productivo y de acumulación creciente y estable, y de la repetición de los disloques repetidos en los precios, desencadenando impulsos inflacionarios. Esos planteos tienen su basamento sobre las premisas teóricas del monetarismo que asimilaron linealmente el crecimiento del gasto y el déficit fiscal como los causantes únicos de reiterados picos inflacionarios, inmersos en alzas permanentes en los precios y de incorrectas asignaciones de recursos.

Frente a esos planteos, absolutamente unicausales, se propuso repetidamente como respuesta, y en la práctica fue lo que se encaró, el recorte del gasto y la búsqueda, incluso, de superávits fiscales. Esa prescripción, dominante en la ejecución de la política económica del último medio siglo de la Argentina, conformó la filosofía básica de todo plan de ajuste instrumentado desde la segunda posguerra y constituyó el eje que guió el cambio en la estructura de precios relativos, construido en sus inicios, y también de los correctivos que intentaron impedir su ruptura. Pero las evidencias empíricas no señalan que el déficit fiscal se ordenó dentro de magnitudes que pudieran singularizarlo como causante de las rupturas de la estabilidad y de la confluencia hacia recesiones productivas. Precisamente, durante los años noventa la magnitud del déficit fiscal siempre se ordenó en valores inferiores al 2% anual respecto del producto bruto interno5, muy por debajo de lo que normativas externas, como la de la Unión Europea, propugnan como magnitudes aceptadas6. Es evidente que se cumplió reiteradamente con valores de déficit fiscales compatibles con referentes externos, al tiempo que se reiteró la necesidad de hacerlo, pero que no se logró, a pesar de ello, extender en el tiempo las estabilidades y los procesos de crecimiento7.

A pesar de la inexistencia de magnitudes de déficit compatibles con el desencadenamiento de crisis económicas, se presentó siempre lo fiscal como el factor determinante de las crisis de la Argentina. Por esa reiteración se implementaron repetidamente recortes, generalmente indiscriminados, de las partidas del gasto público, sin que se explicitaran objetivos que definieran la óptima morfología del gasto público a la que había que arribar para lograr un proceso de crecimiento sostenido. En realidad, sólo se tendió hacia menores gastos, aunque no en todas las partidas ya que el criterio de selectividad predominó siempre: se tendió al recorte de los gastos de salario de las plantas administrativas, a la eliminación de subsidios y de gastos corrientes y a la merma de las erogaciones de capital. En esencia, se encaró el recorte de partidas capaces de promover el crecimiento en la actividad productiva.

La lógica de los recortes puede hallarse en los determinantes que impulsaron los cambios en la composición de los gastos e ingresos de las cuentas públicas, en la puja por la distribución de los gastos y en la predisposición de quienes deben abonar impuestos directos para sostener sus contribuciones. Una primera explicación se encuentra en la concepción de recurso predominante. Mientras se promovía e implementaba la concepción fiscalista, se impulsaba, como medida recurrente, la preeminencia del recurso financiero y, como su sustento básico, el ingreso del capital financiero externo e incluso del capital financiero local para cubrir necesidades de fondos o para cubrir gastos nuevos. La mecánica de atracción privilegió el otorgamiento de mayores tasas de interés a los capitales líquidos. La resultante ineludible fue el cambio en la composición del gasto público, engrosando las partidas para el pago de intereses. La merma en las demás partidas fue formulada así para dar espacio al pago del recurso financiero. Asimismo, y en forma paralela, se facultaba una mayor relevancia del sistema bancario como instrumento de captación de fondos para el estado. En ese giro se incrementaron también las partidas para cubrir mayores costos financieros. En este sentido, la toma de fondos desde el estado y la relevancia de lo financiero determinaron que otras partidas deberían hacer lugar al pago de los costos financieros, que crecieron por encima del ritmo de incremento de los ingresos fiscales. Una de las respuestas compensatorias podría provenir del incremento del cobro de la masa de impuestos. Pero ello fue cuestionado desde los grupos y sectores que abonaban impuestos directos. Esa combinatoria determinó que se recurriera a la reducción de las otras partidas del gasto para dar cabida al componente del costo financiero, gestando un factor impulsor de profundas desigualdades. Expresándolo, se implementó la provincialización de la educación y la salud, trasladando los costos de sus prestaciones a los presupuestos provinciales; algunas provincias las transfirieron a los municipios determinando que los municipios pobres, los de menores recursos, sólo puedan formar sistemas de educación y de salud extremadamente reducidos y deficitarios. Las diferenciales de cobertura están allí enraizadas en la lógica impulsora de la reducción del gasto público. Ese traslado gestó, incluso, pujas jurisdiccionales en el interior de la nación: se instaló la disputa entre municipios por la llegada de vecinos de otras jurisdicciones, buscando la cobertura de servicios que no eran provistos, o provistos imperfectamente, en sus ámbitos. Señalando sólo dos ejemplos, en la reiteración de los recortes y en la discrecionalidad en la merma de las partidas, se llegó a presentar la paradoja de hospitales sin jeringas y escuelas sin tizas, como ocurrió durante gran parte de la segunda mitad de los años noventa y los primeros años de la década de 2000, en un absurdo, ya que los recursos físicos y humanos para producirlos se encontraban internamente.

Desde los noventa, sin embargo, no se operó solamente desde la reducción de gastos. Además se entregaron recursos, que previamente implicaron ingresos genuinos en las cuentas públicas, como los de la seguridad social, o se dejaron de percibir ingresos gestados por empresas estatales, que al ser privatizadas motivaron que los servicios que prestaban y que eran consumidos por el estado no poseyeran la contrapartida de ingresos para abonarlos. Sus pérdidas determinaron que el estado tuviera que tomar fondos desde el mercado de créditos a un costo financiero positivo, acentuando el crecimiento de la partida destinada a la cobertura de los gastos financieros.

Es cierto que situaciones fiscales caóticas, con déficits excesivos y crecientes gastos por encima de las tasas de crecimiento del producto global, no pueden sostenerse en el tiempo y derivan en rupturas inflacionarias. Pero lo paradojal de la Argentina fue que la autoridad económica nunca dejó de ser consciente de la necesidad de poseer cuentas fiscales armónicas para facultar procesos de crecimiento. Además nunca dejó de exteriorizarlo ni de intentar implementar el equilibrio de las cuentas. Si esa fue siempre la preocupación central y, además, si la autoridad económica estuvo dominada también, desde antaño, por propulsores de esta concepción, significa que la magnitud del gasto y la existencia de déficits no necesariamente constituyen las causantes básicas de las quiebras en la economía argentina. Ello es así porque el dominio de esta concepción en la práctica de la política económica no es nueva ya que se instaló en el discurso y en el qué hacer económico desde hace más de medio siglo. La lógica de la propuesta se entronca, entonces, con la morfología de intereses que propugna el cambio en la composición del gasto público y su reducción.

c. Creciente prescindencia
estatal en la esfera productiva y desmantelamiento de las estructuras administrativas del estado
Desde comienzos de los años sesenta se instaló en la Argentina, como parte de la filosofía económica referente a la morfología que debe poseer el estado, y que luego persistió, un discurso doble condensado en la reducción de sus estructuras burocráticas y en la minimización de su participación e injerencia en las actividades productivas. Ciertamente el desmantelamiento de las organizaciones operativas tendió a concentrarse, de modo más pronunciado, desde mediados de los años setenta, pero sus comienzos pueden perfectamente ubicarse en los tiempos de la ruptura del programa inspirado en el desarrollismo e iniciado en 1958. Desde entonces, este mensaje ha conformado un eje pivotal de las propuestas de política económica y, más aún, de su instrumentación cotidiana concreta. Uno de los objetivos propuestos ha sido, repetidamente, el traspaso hacia el sector privado de actividades económicas que había incorporado el estado. Con ello se procuró instrumentar la prescindencia estatal en la esfera productiva. El segundo eje motorizador del cambio en el accionar del estado se corporizó en programas de desmantelamiento de las estructuras burocráticas y operativas del estado. Su reducción fue funcional al apartamiento del estado de la producción directa y de su rol de regulador de las actividades productivas, aunque también se inscribió dentro de las propuestas fiscalistas de reducción del gasto público. En su implementación se eliminaron plantas permanentes, se redujeron las nominas salariales y el personal contratado directamente por el estado, e incluso se desmembraron instituciones estatales prestadoras de servicios intrínsecos a los roles básicos del estado. En esta segunda línea, al igual que en la implementación de la reducción del gasto público, se visualiza también que fueron prácticamente inexistentes los marcos que identificaran las estructuras administrativas a las que se debía arribar para vehiculizar un estado eficiente. En realidad no existieron referentes más allá de simples propuestas de reducción de los gastos corrientes, básicamente salarios, y de las plantas administrativas del estado, en muchos casos realizadas también indiscriminadamente. Es cierto que las estructuras burocráticas del estado son la resultante del modelo de estado que se propone o que se asigna la sociedad, operabilizando las funciones que del modelo consensuado surja. Pero allí hubo un desfasaje porque en la implementación de los recortes del estado se accionó, reiteradamente, sin referentes del estado al que se debía arribar y con la premisa básica, simple, del recorte del gasto en sus valores absolutos con el propósito de dar cabida al incremento de otras partidas ligadas, fundamentalmente, con los costos financieros. Por eso, el recorte fue desde los años setenta, y desde antes también, sesgado: se redujeron, e incluso se eliminaron, las mallas de protección social, se desarmó el andamiaje del estado de bienestar y se minimizaron las instituciones ligadas con la acción del estado en la esfera productiva. Como resultado se desmembraron estructuras básicas para el funcionamiento de la sociedad e incluso se arribó a situaciones de crisis institucionales profundas como las surgidas desde los años noventa y expresadas en agudas ineficiencias en los sistemas de salud, de justicia, de seguridad y de educación.

¿Cuáles son las consecuencias del desmantelamiento indiscriminado de las estructuras administrativas del estado? ¿Cuál es la lógica de intereses que se encuentra por detrás del recorte de sus funciones y de su planta administrativa?

El estado puede ser sintetizado, en una visión simple, por dos componentes: por una parte, conforma una estructura administrativa, piramidal, integrada por una cúpula política y por organizaciones y tramas administrativas y burocráticas que operabilizan su funcionamiento, y por otra, posee un presupuesto operativo, "la caja", compuesto por ingresos y egresos, y condensado en las cuentas fiscales. Esos son, en una caracterización extremadamente simple, las dos partes constitutivas, centrales, del estado.

Esos dos componentes no son ajenos entre sí y menos aún son los debilitamientos de una de las partes. La estructura administrativa permanente del estado, que cumple desde la normativa con la ejecución de los ejes planteados por la franja política y que condensa la historia y la memoria institucional, es la que vehiculiza en lo cotidiano su accionar. En esencia, opera y controla el cumplimiento de las pautas para el uso de los fondos del presupuesto, "la caja". El desmantelamiento de las estructuras administrativas del estado, asentada sobre las decisiones que impulsaron los recortes presupuestarios, implica la inoperabilidad de las organizaciones estatales, burocráticas y ejecutivas, la transitoriedad de los funcionarios y la formación de conductas obsecuentes, junto con la extensión del temor del personal8. Concretado el desmantelamiento, cooptar la cúpula de la pirámide ha implicado la capacidad de cooptar la caja y definir el destino de los fondos. De allí que, desmantelada la trama administrativa del estado, la puja política comienza a ser entonces una disputa por el copamiento de su cúpula con el fin de controlar y cooptar sus fondos. La lógica de los negocios allí se entronca también con la del discurso de la política económica.

d. La desvalorización de la emisión de dinero.
Al tiempo que se planteaba la inexistencia de recursos, pero privilegiando los financieros, y se recurría a la captación de recursos líquidos desde el sistema bancario para cubrir gastos y déficits fiscales, se promovió la restricción monetaria descalificándose, incluso, la idea de emisión de dinero. Numerosas posturas teóricas y programas de política económica asociaron linealmente, en un esquema unicausal, la expansión en la tasa de inflación con incrementos de la emisión monetaria y viceversa. Según las teorías sustentadas sobre el monetarismo, la inflación es "siempre y en todo lugar" el resultado de la excesiva creación de moneda, por cuyo motivo promueven la restricción de la oferta monetaria, acompañada por el aumento de las tasas de interés. Esa concepción encadena, además, lo monetario con lo fiscal ya que asume que el déficit presupuestario es el causante principal de emisión de moneda no respaldada, promoviéndose, por eso, su eliminación. De allí que la combinatoria entre el déficit fiscal y la emisión sean, para el monetarismo, los causantes de la inflación. Aunque la experiencia argentina no demuestre empíricamente la validez de esa aseveración, ya que no se constata estadísticamente ese vínculo en el tiempo, esta correlación fue considerada -y lo es- como un referente teórico válido por los hacedores de la política económica, al tiempo que se constituyó en el eje de la instrumentación cotidiana de la política económica.

La economía argentina se encuentra inmersa en ese criterio propugnador de la restricción monetaria, al igual que dentro de los otros ejes del discurso económico, desde hace aproximadamente medio siglo. La resultante de su repetida instrumentación ha sido la conformación de una economía con grados de monetización extremadamente reducidos. Además de haber constituido el referente cotidiano de la política económica, la restricción monetaria fue instrumentada, en asociación con las concepciones fiscalistas, desde la mecánica operativa de los programas de ajuste implementados desde los años de 1950. Todo plan captó recursos monetarios otorgando siempre rendimientos financieros internos en moneda foránea, superiores a las tasas de interés externas. Y esa búsqueda fue particularmente activa en los primeros tramos de todo plan de ajuste con el propósito de recepcionar fondos financieros en monedas externas. Pero esa metodología se extendió en el tiempo con la intención de retenerlos. Su concreción fue vehiculizada por la restricción monetaria interna -en moneda local- que inducía el aumento de las tasas de interés internas, facultando la construcción de diferenciales con las tasas externas, al tiempo que motivaba el inicio de una nueva expansión del endeudamiento externo. Pero el mantenimiento de los capitales no fue posible porque siempre, en algún momento caracterizado por las incertidumbres, emprendieron la fuga. Por esos procesos, todo programa de ajuste provocó siempre dos caídas en la oferta monetaria, concentradas en el tiempo, que no fueron compensadas por decisión expresa de la política económica: una ocurrió al inicio del plan y otra durante su ruptura. Al inicio de todo plan, cuando se lanzó una recomposición alcista de los precios basada sobre una devaluación cambiaria, mientras se procuraba construir las diferenciales positivas entre las tasas internas y externas de interés, la oferta monetaria creció siempre a una tasa menor que el incremento promedio de los precios. Allí el grado de monetización decayó. Durante las rupturas, al tiempo que el plan se quebraba con una nueva devaluación cambiaria, que fue siempre impulsada por la fuga de capitales, el proceso fue similar pero con otra lógica: la salida de divisas drenaba la plaza local de moneda nacional, mientras la autoridad monetaria, en un contexto nuevamente inflacionario, restringía la masa monetaria -el dinero local- para minimizar la inevitable corrida contra la moneda interna. Esas dos coyunturas, repetidas en todos los planes, no fueron inocuas en la conformación de la economía en el largo plazo ya que ambas desmonetizaciones persistieron en el tiempo sin que se recompusiera, por decisión de la autoridad económica, la masa monetaria en los niveles previos. El encadenamiento de esas desmonetizaciones estructuró una economía con niveles de monetización muy reducidos.

La concepción ideológica de asimilar la emisión monetaria con los males de la economía predominó por encima de la necesidad de la economía de estructurar niveles de liquidez monetaria compatibles con el funcionamiento pleno de los recursos productivos. Pero esa idea no estuvo ligada sólo con los planes de ajuste. Las desmonetizaciones no se concentraron exclusivamente durante su implementación: también fueron parte central de las medidas instrumentadas fuera de ellos. En realidad, en toda coyuntura predominaron como criterios referenciales la consideración de la emisión como factor impulsor de la inflación de precios y como legitimadora de gastos y déficits fiscales inapropiados, aseveraciones que llevaron, en esencia, a la desvalorización de la emisión de moneda como instrumento positivo para la dinamización económica.

Pero esa derivación no es ajena a la morfología del poder y menos aún a la lógica de los negocios. La restricción monetaria favorece siempre a los poseedores del escaso numerario -predominantemente el sistema financiero-. También favorece a los acreedores desde el aumento en el precio del dinero -la tasa de interés- y por el mantenimiento del valor real de sus acreencias. El sistema financiero se ve favorecido por incrementos en el spread bancario -derivado del aumento de las tasas activas de interés- que son catapultadas durante situaciones de iliquidez. Mientras, los acreedores se favorecen porque sus rendimientos financieros pasan a ser positivos -o se incrementan en términos reales- por el mínimo incremento en los precios que genera toda coyuntura recesiva inducida por la iliquidez monetaria.

En la Argentina ese proceso es de larga data y, desde su encadenamiento, se arribó a situaciones de iliquidez extrema como las registradas al comienzo de los años ochenta y durante la segunda mitad de los noventa, extendidas luego durante extensos períodos. Las consecuencias de esa desvalorización de la emisión monetaria sobre el aparato productivo han sido perversas ya que generaron recesiones e incluso depresiones en las esferas productivas y contrajeron de manera notoria el consumo y el empleo. Como respuesta paliativa surgieron en la Argentina de los noventa otras monedas sustitutivas, pero desvalorizadas, pasibles de ser caracterizables como monedas de segunda y tercera, como son los bonos emitidos por provincias, e incluso por el estado nacional, o los llamados créditos, numerario que circula en los circuitos del trueque9. La Argentina arribó así a un sistema monetario semejante al del siglo XIX, los tiempos del inicio del dinero fiduciario moderno, cuando pululaban aún monedas desvalorizadas emitidas incluso por sectores privados. Las consecuencias de la desmonetización son nítidas desde la experiencia empírica, que demuestra que sólo induce la ubicación de la economía en un profundo umbral recesivo, pero no elimina las presiones inflacionarias.

e. Se promovió la desindustrialización.
La Argentina fue la única nación que se desindustrializó premeditadamente, eliminado bases productivas, muchas con extensa historia fabril, y también competitivas. Esa destrucción no ocurrió una sola vez en su historia, sino dos. La primera fue desencadenada entre 1977 y 1982; la segunda durante la década de los años noventa. Las dos pérdidas fueron encaradas dentro de la lógica de los planes de estabilización que se implementaron durante esos años y que ejecutaron aperturas comerciales a la importación de bienes prácticamente irrestrictas, al tiempo que definieron la preeminencia del sistema financiero a través de la formación de tasas de interés reales internas, en moneda foránea, mayores que las externas. Esos dos hechos no facultan, indudablemente, la preservación de las bases fabriles. Por eso, ambas desindustrializaciones fueron vehiculizadas desde la política económica y legitimadas por el discurso vigente.

Las posturas antiindustrialistas no son nuevas en los planteos ideológicos que dominaron la ejecución de la política económica argentina desde hace casi un siglo. Ya en el pasado, al inicio del auge agroexportador, hacia comienzos del siglo XX, se promovía la no industrialización invocándose el concepto de no instalar industrias artificiales. Se infería que la Argentina no era capaz de industrializarse debido a su incompleta dotación de recursos mineros y que tampoco era beneficioso que lo hiciera, ya que las carencias de hierro y carbón determinaban que toda industrialización fuera ficticia -de allí el concepto de industrias artificiales- y también costosa porue la importación de esos insumos provocaría un costo de fabricación interno superior al precio de importación de los bienes terminados.

Se ha afirmado reiteradamente que el avance económico de las naciones se produce cuando giran, en sus morfologías productivas, hacia una relevancia mayor de la manufactura. En realidad, la desindustrialización implica la regresión en la escala productiva y, fundamentalmente, la pérdida de recursos, no sólo físicos sino también de conocimientos acumulados en el tiempo y corporizados en la mano de obra, en las redes productivas y comerciales, y en las organizaciones empresarias que se desarticulan. La pérdida efectiva transciende así a la del capital físico al corporizarse en pérdidas de mano de obra capacitada en la práctica productiva y del conocimiento incorporado en las organizaciones. Ese desmembramiento ocurrió en la Argentina de manera premeditada durante las dos desindustrializaciones10. Constituyeron, sin duda, instrumentos de política económica. Por eso, el desempleo de la fuerza de trabajo de los años noventa y principio de los años 2000, que alcanzó magnitudes no registradas antes en la historia argentina, tiene una de sus raíces en la decisión de desindustrializar premeditadamente y en la valorización de lo financiero y lo comercial por encima de lo productivo.

f. Se procuró operar sobre la base de un tipo de cambio único11
Los sectores productivos y las fabricaciones individuales poseen, estructuralmente, distintos niveles de productividad gestados, desde una primera fuente, por diferenciales en los rendimientos de cada una de las partes del conjunto de los recursos naturales. Ello proviene de un hecho obvio: las productividades en la obtención de los recursos naturales poseídos por una misma nación difieren entre recursos y entre zonas, y también difieren las de un mismo recurso entre naciones. Esa es una de las raíces formadoras de los distintos niveles absolutos de competitividad, que llevan a la necesidad de implementar tipos de cambio diferenciales para sostener el empleo de los recursos productivos: un sector con productividades mayores que el resto de los sectores, provenientes del carácter de los recursos naturales que emplea, podrá competir frente al resto de las naciones productoras con paridades cambiarias menores que los sectores internos utilizadores de recursos menos productivos. La asociación entre el nivel absoluto del tipo de cambio y el nivel de productividad de los recursos naturales es directa.

También los cambios de la productividad, en la dinámica temporal, asociables con la alteración en el rendimiento de los recursos naturales y la difusión de cambios tecnológicos, demandan modificaciones de las paridades cambiarias. Cuando las productividades se alteran de modo dispar en el tiempo, el tipo de cambio de la nación que registra los crecimientos menores respecto de otras economías con las que posee vínculos comerciales, debe necesariamente devaluar su moneda para sostener sus niveles de competitividad en el comercio internacional. Ambos hechos motivan la formación de tipos de cambio dispares entre naciones y también llevan a la necesidad de explicitar tipos de cambio diferentes entre sectores de una misma nación.

La definición de tipos de cambio únicos o múltiples es uno de los ejes fundamentales de la política económica ya que se asocia con intereses sectoriales contrapuestos: la rama que opera sobre la base de recursos naturales más productivos pretenderá que todos los demás sectores productivos funcionen sobre la base de su paridad cambiaria y, además, que lo acepten en un contexto de apertura comercial con el exterior. En ese caso obtendrá mayores bienes a cambio de su propia producción12. Ese planteo se constata en el accionar gremial de los productores pampeanos, apoyados sobre la productividad elevada del recurso tierra frente a la del resto de los sectores productivos, quienes propugnaron históricamente tipos de cambio únicos al tiempo que formularon propuestas de desindustrialización desde la apertura comercial.

Una segunda fuente formadora del tipo de cambio, que lleva a la necesidad de devaluaciones y a la explicitación de tipos de cambio múltiples en el interior de una nación, proviene de las diferenciales en la variación de los precios. Los precios varían siempre de manera dispar unos de otros producto de la existencia de estructuras de costos sectoriales distintas. La no homogeneidad de las variaciones en los precios puede ser constatada en el plano del comercio internacional y también en el ámbito interno. Si los precios crecen a un ritmo mayor en una nación respecto de otra, sin que se modifiquen las productividades, su moneda tiene necesariamente que devaluarse. La raíz explicativa de esa alteración es semejante a la de las productividades. Si los precios de dos bienes similares son en la Argentina y en Estados Unidos numerariamente iguales, por ejemplo $ 1 y us$ 1, la paridad asociable con esos dos bienes puede sostenerse en una relación de 1 a 1. Si los precios internos crecieran, duplicándose, el mismo producto valdría en la Argentina $ 2 y en Estados Unidos permanecería en us$ 1. Para que pueda mantenerse la relación de intercambio entre los dos bienes es necesario que el peso local se devalúe perdiendo la mitad de su valor, por lo que la paridad cambiaria pasa a ser de $2 = us$ 1. La devaluación se corresponde allí con el incremento de precios internos. Dado que los precios de los bienes en una misma nación varían, producto a producto, de manera dispar, reflejando cambios en los precios relativos por la simple existencia de estructuras de costos dispares, no puede mantenerse la misma paridad cambiaria en el tiempo para todos los bienes. Es decir, junto con la inflación no puede preservarse el mismo ritmo devaluatorio para todos los sectores. De sostenerse una sola paridad, los que se encarecieron relativamente se verían desplazados por las importaciones o perderían competitividad en el mercado externo. Allí las variaciones en las relaciones en los precios demandan, al igual que con las productividades absolutas y con sus cambios en el tiempo, la fijación de tipos de cambio no únicos.

Es indudable que las diferenciales de productividad de los recursos naturales se expresan en el nivel de los sectores económicos que operan en la Argentina: la productividad del recurso tierra, especialmenteen la pampa húmeda, es extremadamente alta en relación con los recursos naturales que conforman la base para emprendimientos industriales. Si la paridad cambiaria se fija en el nivel de la productividad agropecuaria, y la de su franja más productiva -la pampa húmeda-, la industrialización, en un contexto de apertura comercial con el exterior, no puede sostenerse. Por eso, es falsa la propuesta de optimizar las operaciones económicas a partir del impulso de tipos de cambio únicos ya que la economía se desenvuelve siempre con productividades dispares entre sectores. En el caso argentino, ello se constata entre el agro, la energía y la industria13. Gran Bretaña y Venezuela son, sobre la base del petróleo, dos ejemplos de desindustrialización o de industrialización absolutamente periférica motivadas por la existencia de tipos de cambio que no reflejan las diferenciales de productividad sectorial: se tendieron a fijar las paridades sobre la base de la productividad del recurso más productivo, en esos casos el petróleo.

El tipo de cambio de la moneda local frente a las monedas externas se forma ciertamente a partir de las ofertas y demandas de las monedas, tanto las presentes como las de mediano plazo, de las diferenciales entre las tasas de interés internas y externas, y por el stock disponible de moneda externa en las arcas locales. Pero las temáticas de las productividades dispares y de los cambios en los precios relativos son también centrales en la determinación de las paridades cambiarias. Por eso la fijación de tipos de cambio diferenciales por sector está considerada un instrumento de política sectorial activa y por ende de política para el crecimiento. Es allí, precisamente, donde las diferencias cuantitativas en las paridades entre los tipos de cambio sectoriales opera.

2. La interrelación entre los seis ejes explicativos

Existe un encadenamiento lógico entre los seis planos constitutivos del discurso económico predominante en la Argentina posterior a la segunda guerra mundial. Cuatro se integran desde la formación, prioritaria, de rentas financieras: el privilegio de los recursos financieros por encima de los productivos exige la apertura de espacios en las cuentas fiscales con el propósito de dar cabida al pago de los mayores rendimientos financieros. Allí se entroncan las reducciones del gasto público. El recorte del gasto siempre poseyó un mismo sesgo, pro financiero y generador de desigualdades internas. Por eso fue selectivo. Ese esquema se vehiculiza desde el desmantelamiento del estado a partir de la reducción de su planta administrativa y de su rol: se eliminan o reducen gastos corrientes asociables predominantemente con los salarios abriendo espacio al gasto que se incrementa, el financiero, y se minimizan sus funciones. Esa dualidad, la reducción de gastos y la minimización de las estructuras productivas, administrativas y burocráticas del estado, abren la posibilidad de asignar discrecionalmente sus fondos al eliminarse bases de control en la asignación del gasto. También la merma en la cantidad de dinero en circulación se entronca con esos mismos objetivos: faculta el incremento de los rendimientos financieros al motivar el aumento del precio del dinero, las tasas de interés, con el consiguiente incremento en el spread bancario. La confluencia de esos cuatro componentes se entronca nítidamente con la lógica de los negocios y de la apropiación de recursos. Los otros dos componentes del discurso, la desindustrialización premeditada y la explicitación de un tipo de cambio único también tienen su eje en el mundo de los negocios y, predominantemente, en la imposición de intereses sectoriales: no se faculta el empleo pleno de los recursos productivos, imponiéndose altos costos financieros, al tiempo que la mayor productividad de los recursos naturales de la nación no es distribuida al conjunto de la sociedad.

La persistencia de un mismo discurso, basado sobre esos seis ejes, reiteró coyunturas recesivas y engendró la situación de crisis profunda de finales de los años noventa y principios de la nueva centuria: instaló una dilatada depresión, acentuó la desindustrialización y la desocupación de los recursos productivos y humanos, profundizó el endeudamiento externo, polarizó el acceso a los servicios básicos a una porción considerable de la población, acentuando la exclusión social, y reinstaló las rupturas inflacionarias.

Febrero 2003

Notas
* Licenciado en Economía Política. Investigador del CONICET. Profesor Titular de micro y macroeconomía en la Universidad de Lanús. Autor de Cuarenta años de inflación en la Argentina: 1945-1985; Las lógicas de la economía argentina. Inflación y crecimiento , Los dos siglos de la Argentina. Historia económica comparada.
1 Ese fue precisamente el primer año durante la vigencia del programa de convertibilidad cuando el producto bruto interno total decreció y puede afirmarse se inició la extensa recesión, que culminaría luego en una depresión. Fuente: Informe Económico del Ministerio de Economía, 1999, página 186.
2 Los ejemplos más notorios son la soja, encarada desde el doble cultivo, el girasol y las nuevas variedades de trigo y maíz.
3 Entre los numerosos escritos que lo atestiguan se encuentran los de Arrow, Solow y Nelson.
4 Son numerosos los textos ejemplificando esa concepción. Visiones del exterior, como por ejemplo la de Jan Kregel (2001), An Alternative View of the Argentine Crisis: Structural Flaws in Structural Adjustment Policy, mimeo, escriben que "es generalmente aceptado que la mayor causa de los problemas en la Argentina fueron las inapropiadas políticas fiscales y en particular el fracaso de lograr excedentes en el presupuesto durante períodos de rápido crecimiento que hubieran reducido la deuda y proveído espacio para políticas contracíclicas más activas durante períodos de recesión".
5 La información sobre la economía argentina se encuentra en el Informe Económico del Ministerio de Economia año 1999, páginas 187 y 256, donde se constata para 1993 un superávit fiscal, mientras que para los años siguientes se cuentan déficits -sin considerarse los ingresos por privatizaciones- cuantitativamente marginales, que se ordenan en valores muy cercanos al 0% en 1994, el 1% en 1995, el 1,5% en 1996 y en 1998 y del 2,1% en 1997.
6 En sus normativas se autoriza un déficit fiscal anual no mayor del 3% sobre el PBI.
7 La relación entre el déficit fiscal gubernamental y el PIB ha sido compatible con el criterio de convergencia definido por la Unión Europea para la participación de un país en la moneda europea común. Ello es aceptado y planteado por Jan Kregel (2001), An Alternative View of the Argentine Crisis: Structural Flaws in Structural Adjustment Policy. Mimeo.
8 En la Argentina, desde los años ochenta se tendió a sustituir las plantas permanentes del estado por estructuras transitorias, contratadas por lapsos reducidos, y en muchos casos financiadas por organismos de crédito internacionales.
9 Entre las distintas denominaciones se encuentran los Lecop -emitido por el estado nacional-, los patacones, los lecor -bonos cordobeses-, los quebrachos -emitidos por la provincia de Chaco- y muchos otros.
10 La fundamentación se encuentra claramente condensada, entre otros, en el programa iniciado en 1976. Se justificó la desindustrialización desde el propósito de combatir la inflación, explicando "que el plan está dirigido particularmente contra las empresas ineficientes, que prosperaron cuando los gobiernos argentinos subsidiaban con préstamos y aumentaban los aranceles para fomentar la manufactura local de productos que hasta entonces se importaban. El objeto era crear trabajo, pero el resultado fue ineficiencia e inflación, porque los subsidios sólo podían ser financiados con la creación de circulante".
11 Tipos de cambio concebidos como el precio de la moneda local frente a una unidad de moneda externa.
12 Asumiendo un simple ejemplo numérico, si la paridad aceptable para el sector más productivo es de $ 1 = us$1, mientras que para los demás es de $ 2 a us$1, el mantenimiento de la paridad de 1 a 1 en un contexto de apertura beneficiará al sector más productivo.
13 Marcelo Diamand acuñó el concepto de estructuras productivas desequilibradas para caracterizar precisamente la economia argentina desde las diferenciales de productividad sectoriales. Marcelo Diamand, Doctrinas económicas, desarrollo e independencia. 1973. Buenos Aires.

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