Planeta Google
Estos hombres y mujeres gestionan la maquinaria que atiende unos 1.000 millones de consultas diarias. Entramos en Googleplex, el cerebro desde el que se gestiona el buscador más influyente de Internet. Un enorme centro de poder que factura en torno a 10.000 millones de dólares anuales y donde no hay horarios, los empleados van en patinete y el secretismo es la norma.
“¿Qué hay dentro de la mente de un googler?”, pregunta uno de los ingenieros de la compañía. Sus compañeros empiezan a responder: “Ilusión. Sorpresa. Cambio. Indiferencia. Un plan B. Más ilusión”. Las opiniones aparecen pintarrajeadas en un tablero de ideas; así es como llaman internamente a las decenas de pizarras que hay por todo Googleplex, la sede central de Google, en plena California. Las pizarras reflejan las ideas, ilusiones, bromas e inquietudes de 3.000 cerebros que están detrás del creciente éxito e influencia de la compañía más importante de Internet.
Son los ingenieros informáticos más brillantes del mundo. Son también los que más dinero ganan, los que mejor comen, los que más se divierten y los que más fácilmente pueden dedicarse a explorar sus propios intereses dentro de su tiempo de trabajo. Pero son también los que más han tardado en conseguir su empleo (han tenido que pasar hasta ocho entrevistas) y los que más sufren la presión de tener que innovar a cada minuto. Google no parece querer ostentar cada día el récord mundial en lanzamiento de productos, así que trabajar aquí exige tener el cerebro en marcha en todo momento, incluido ese que uno aprovecha para aislarse hasta de los propios pensamientos. En los aseos de Google hay ejercicios matemáticos colgados de las puertas. Ni siquiera entonces los ingenieros de Google dejan de pensar.
“Atraemos a mucha gente inteligente”, confirma Eric Schmidt, el presidente de la compañía. Google, explica, contrata a unas cien personas a la semana; la única manera de alimentar la maquinaria de una compañía que, según Deloitte, es la que más rápido ha crecido en la historia: sus ingresos han aumentado un 437% en cinco años: desde los apenas 200.000 dólares que facturaba en 1999 hasta los más de 961 millones de 2003. Dan Farber, editor de la prestigiosa publicación tecnológica Cnet, explica: “Google experimenta una fase de hipercrecimiento. Es la evolución natural de una empresa que tiene un éxito constante, el liderazgo en el mercado más dinámico del mundo [Internet] y la confianza interna, la absoluta creencia, de que puede tener éxito en todo lo que intente”.
Google trabaja en 112 países, pero el corazón de todo su negocio “o mejor, su cerebro” está en Mountain View, en pleno Silicon Valley, la meca tecnológica mundial. Googleplex no es una ciudad, ni siquiera un parque tecnológico. Es un conjunto de edificios situados a cierta distancia, que los googlers recorren a pie, en bicicleta o en patinete. El campus está a una hora en tren de San Francisco, y a un tiempo indefinido en coche, así que, para que sus empleados aprovechen productivamente los atascos, Google ha puesto a su disposición varios autobuses gratuitos que realizan diariamente el recorrido entre la ciudad y la empresa. En los autobuses hay acceso inalámbrico a Internet. Los ingenieros pueden de ese modo usar sus ordenadores portátiles para trabajar mientras se desplazan al trabajo o vuelven a sus hogares. Ya no pueden perder el tiempo ni en los baños ni en los atascos.
Tampoco en las cafeterías. Dicen que Google sirve las mejores comidas de todo Silicon Valley, cortesía de su primer cocinero, Charlie Ayers, antiguo chef de Grateful Dead. Según explica Ayers en el libro Google, de David A. Vise, los fundadores de la compañía, Larry Page y Sergey Brin, querían que sus trabajadores fueran productivos y no perdieran tiempo al salir de la empresa para comer, así que le pidieron que las comidas fueran sanas, variadas y sabrosas. Lo son. Hay una cocina en cada planta de cada edificio, con bebidas, fruta fresca y tentempiés. Todo gratis. Y hay 11 cafeterías, entre ellas una de comida orgánica, donde todo lo que se consume ha sido cultivado allí. Es parte de su declaración culinaria de intenciones, que luce en las paredes: la comida será fresca, se usarán distribuidores locales, y se animará la creatividad de los cocineros.
Google tiene también una declaración de intenciones: organizar la información, y hacer que sea accesible desde cualquier lugar. Puede parecer simple y hasta naif, pero la frase resume toda la estrategia de este buscador, el primero de la Red, que atiende unos mil millones de peticiones al día. Es la idea que llevó a dos jóvenes universitarios a montar un buscador de Internet que funcionara de verdad.
Louis Monier, creador del buscador Altavista, el líder hasta que apareció Google, trabaja para su antigua rival. Y explica: “Buscar es una actividad central en Internet, está en su mismo origen. Pero buscar es un término muy simple para describir una actividad muy complicada”. Pongamos que un internauta introduce la palabra “Saturno” en su buscador. Espera que sepa discernir si se habla de un planeta o una marca de coches, si busca comprar o vender, quiere documentos o imágenes. Antes de Google, además, los buscadores se limitaban a organizar los resultados por el número de apariciones de la palabra en una página, y no por la importancia de ésta.
Los fundadores de Google investigaron cómo convertir la relevancia de una web en un algoritmo matemático. Volviendo al ejemplo, si uno busca datos sobre el coche Saturno, lo más probable es que quiera, en primer lugar, información oficial de la compañía, y no las miles de páginas que mencionan el planeta. Brin y Page decidieron que la mejor manera de determinar si una página era relevante para una búsqueda era premiar el número de veces que era enlazada por otra. Es probable, seguía el razonamiento, que las críticas o artículos que hablan del Saturno contengan enlaces a la página principal de la compañía, así que ésa es la más importante para el usuario. Fue la primera vez que un buscador introducía relevancia social además de conceptos tecnológicos.
Brin y Page convirtieron su idea en la patente 6.285.999 y, como fanáticos de las matemáticas, dedicaron su nombre al número que representa un 1 seguido por 100 ceros, aunque lo deletrearon mal “es googol en vez de google”. Cuando se dieron cuenta, ya era tarde. La idea era un éxito total. El buscador funcionaba a la perfección, y la página era blanca, limpia, clara. Se cargaba a toda velocidad, en unos tiempos en que Internet andaba en taca-taca. Prescindía de publicidad (sólo después decidió insertar anuncios, siempre separados de la información) y funcionaba muy bien. Era una idea de ingenieros hecha para ingenieros cuyo secreto es que era tan simple y potente que los propios ingenieros empezaron a recomendárselo a sus madres. Miguel Cuesta, que edita desde hace cuatro años un blog dedicado por entero a Google (http://google.dirson.com), explica: “No fue necesario ni un centavo para darlo a conocer. El boca a boca de los usuarios fue la única herramienta de marketing y la principal garantía de su éxito”. Ese éxito se ha traducido en 380 millones de usuarios al mes, 9.000 millones de dólares en ventas y un valor en Bolsa de 145.000 millones.
Google gana su dinero gracias a los anunciantes que compran palabras en el buscador. Así, por ejemplo, si un internauta introduce la palabra “coche” en Google, verá los “enlaces patrocinados”. Las empresas que se anuncian allí han pujado por esa palabra, lo que significa que el precio de cada una de ellas es variable.
“Lista de las cosas que le gusta hacer a un ingeniero”, escribe otro informático anónimo en uno de los tableros de ideas del campus. “Comer. Quejarse. Hacer listas. Desear echarse novio o novia. Mandar correos electrónicos. Dormir”. “En un sofá, en el trabajo”, añade otro. En Google se trabaja mucho, nadie lo oculta. Pero también, explican, se trabaja de forma diferente. El presidente, Schmidt, cree que la compañía tiende de forma natural al caos. “En el día a día no estás muy seguro de lo que sucede. Este proyecto quizá se lance, este otro quizá esté en problemas, este otro es una nueva idea” Cada día miramos qué funciona y qué no”. En un día cualquiera de diciembre, por ejemplo, Schmidt y su equipo han revisado los sistemas que utilizan en los centros de datos, los acuerdos en publicidad, y el funcionamiento de la niña bonita, Youtube, que acaba de ser adquirida por unos 1.600 millones de dólares. “Al final estamos todos cansados, nos vamos a dormir y, al día siguiente, hacemos lo mismo, pero es completamente diferente. Si quieres trabajar en algo creativo, porque sientes que tus ideas se escuchan”.
Los ingenieros confirman que ésta es una compañía distinta. Marissa Mayer, la vicepresidenta, lo explica dibujando un triángulo. Cuenta que la organización de la mayor parte de las empresas modernas procede del mundo industrial, de las líneas de ensamblaje, donde alguien siempre supervisaba el trabajo de otro. Es una organización piramidal, donde cada empleado realiza un trabajo individual que es supervisado por otro trabajador, que a su vez es supervisado por un gerente y así hasta llegar al presidente. Google, asegura, funciona más bien como una red, donde los equipos, las responsabilidades y los papeles de cada trabajador fluyen y cambian sin parar. “La jerarquía aquí es completamente plana”, asegura Hugo Fierro, un ingeniero español de 24 años que trabaja en la sede de la compañía en Nueva York. “Tienes acceso a todo el mundo, incluidos los fundadores”.
La forma en la que Google intenta fluir se llama “regla del 70-20-10”. Ésta es la manera en la que los empleados distribuyen su tiempo de trabajo. El 70% deben dedicarlo al negocio principal, es decir, las búsquedas, Google aún debe el 99% de sus ventas a los anuncios insertados en su buscador. Es lo que Marissa Mayer llama “el problema del donut”: el agujero que hay en medio del bollo es el que determina que el donut sea lo que es. El agujero, en el caso de Google, es el buscador.
En la búsqueda de los nuevos productos revolucionarios con los que Google alimenta continuamente el mercado, los ingenieros pueden dedicar el 20% de su tiempo. Investigan servicios no directamente relacionados con el buscador. Así surgió, por ejemplo, Google News, que localiza noticias entre medios de comunicación del mundo, o Gmail, el correo electrónico. El 10% restante del tiempo puede usarse en desarrollar cualquier idea, por muy extraña, extravagante o absurda que parezca. Como, por ejemplo, construir el esqueleto de un Tiranosaurius rex en uno de los jardines del campus.
Con este reparto del tiempo, Google quiere fomentar la creatividad de sus ingenieros. Los informáticos son gente especial. Por regla general, pueden olvidarse de comer, de dormir o de buscarse novia si el trabajo les satisface. Pero muchas empresas de Silicon Valley han sido creadas por ingenieros frustrados por un trabajo poco innovador, y que además estaban forrados de opciones para comprar acciones (las famosas stock options). El valor en Bolsa de Google ha llegado a los 500 dólares por acción, así que sólo queda compensar a sus empleados para que desarrollen esas ideas brillantes, pero dentro de Google.
A los trabajadores no les gusta contar cuánto ganan, aunque confiesan que están bien pagados, y tampoco quieren hablar de los billares, los masajes, las pelotas gigantes, los juguetes de lego, los patinetes para recorrer los pasillos o las lámparas de lava que adornan las mesas. “Nos hace parecer idiotas”, confiesa uno de ellos. Lo cierto es que toda la empresa parece un gigantesco y comodísimo hogar, con sofás en cada esquina, comida y bebida en cada mesa, y hasta perros y fiestas. No hay horarios de trabajo, cada cual viene y va cuando se le antoja. Pueden vestir como les parezca, incluso en pijama o bermudas. Y todos los viernes se celebra el llamado TGIF o thank god it’s Friday (“gracias a Dios es viernes”), y toda la empresa, incluidos los fundadores, se reúnen para cantar o comer. Google es flexible y generosa con sus cerebros. Pero también exigente.
No se contrata a cualquiera, para empezar. Un ingeniero con años de experiencia puede ser descartado porque sus notas de la universidad no son muy brillantes. Además, el riguroso proceso de selección incluye media docena de entrevistas personales y complejos cuestionarios para demostrar que, además de los más brillantes, son sociables, pueden trabajar en grupo y tienen intereses lejos del ordenador. El libro Google recoge una de esas pruebas, en la que se preguntaban cosas como: “En una retícula infinita, bidimensional, rectangular, de resistencias de un ohmio, ¿cuál es la resistencia entre dos nodos que están a un movimiento de caballo?”. O ésta: “Son las dos de una soleada tarde de domingo en la bahía de San Francisco. Usted está a minutos del mar, de los circuitos de senderismo por los bosques de secuoyas y de atracciones culturales de primera. ¿Qué haría?”.
El trabajo en Google es duro. Uno de los principios de la compañía incluye ofrecer al usuario, siempre, más de lo que espera. Pensar a lo grande. “Google no acepta ser el mejor como meta final, sino como punto de partida”, dice la compañía. Es la innovación hasta la paranoia. “En algunas ocasiones”, recuerda Miguel Cuesta, “los fundadores han explicado que, en cualquier momento, un par de chavales pueden crear en un garaje, como hicieron ellos mismos, una herramienta parecida o mejor que les pueda hacer sombra”. En Google, las pesadillas no las protagoniza Bill Gates, sino un par de estudiantes con un portátil.
Google crece sin parar. Realiza búsquedas sobre 8.000 millones de webs y más de 800 millones de imágenes. El año pasado, sus ventas crecieron un 70%, y su plantilla, un 18%. Y ya no sólo es una de las marcas más reconocidas del mundo (junto con Coca-Cola y Apple), sino que su nombre también aparece en el diccionario Webster como sinónimo de buscar. Pero los empleados creen que la compañía aún mantiene un espíritu modesto. “Esta empresa es ya lo suficientemente grande para influir en la sociedad, pero aún se siente pequeña por dentro”, opina Deep Nishar, encargado de desarrollar el negocio de Google en los móviles. ¿Cómo de grande, cómo de pequeña? Lo cierto es que, para ser una empresa tan enamorada de los números, Google tiene alergia a desvelarlos. Al visitar Mountain View hay que hacerlo acompañado de un miembro del equipo de relaciones públicas, que señala lo que se puede fotografiar y saber. ¿Cuántos empleados trabajan en Mountain View? “No podemos decirlo”. ¿Cuántos edificios hay aquí? “Decenas”. ¿Cuántos empleados hay en total en la compañía? “Unos 10.000”. ¿Cuánto factura Google en los móviles? “No desvelamos esas cifras”. ¿Cuánta gente trabaja en el buscador? “No desvelamos esas cifras”. ¿Y en España? “No desvelamos esas cifras”.
El secretismo de Google es otra de sus señas de identidad, y los ingenieros comulgan con este principio hasta el punto de negarse a desvelar en qué trabajan. La compañía asegura que ésta es sólo una manera de no dar pistas a sus competidores y que, al fin, y al cabo, es una empresa “diferente”. Por eso salió a Bolsa asegurando que su objetivo de negocio es “no ser malvada”. O decidió citar en el folleto bursátil a “Larry” y “Sergey”, sin apellidos, lo que le valió una amonestación por parte del supervisor bursátil. The Economist publicaba el pasado mayo un artículo muy largo y muy crítico con Google. En él describía su manera de contratar ingenieros, que incluye publicar carteles con acertijos matemáticos en las carreteras de Silicon Valley. La revista hablaba del “presuntuoso humor” de Google, sus “obsesiones matemáticas” y su “arrogante creencia de que es el hogar natural de los genios”. “Google quiere ser diferente del resto de las compañías”, confirma Miguel Cuesta. “Salir a Bolsa con un sistema de pujas al margen de los grandes bancos o contratar ingenieros poniendo acertijos en vallas sintoniza con el público más influyente de Internet: jóvenes tecnologizados que aconsejan a sus familiares y amigos sobre qué herramientas hay que utilizar”.
Pero Google sabe que su tamaño e influencia crecen al ritmo que el temor a que abuse de ellos. Y ése es “su principal talón de Aquiles”, según Cuesta. Su decisión de desembarcar en China aceptando la censura gubernamental, o su manejo de los datos privados de los usuarios, han suscitado quejas y críticas nunca escuchadas en sus escasos ocho años de vida. “Google sabe que corre el peligro de que el público deje de verla como el amigo que ayuda a buscar y entienda el riesgo de que exista una sola empresa que pretende poner en orden toda la información mundial”, dice Cuesta. Según Dan Farber, “a día de hoy, Google no manifiesta un deseo para extender su poder y controlar el ciberespacio, pero está llegando a una posición donde podría abusar de ese poder”.
“¿Cuál es el plan maestro de Google?”, se pregunta un ingeniero en otro de los tablones de ideas. La compañía está obsesionada por que sus ingenieros se afanen en hacer accesible toda la información; artículos periodísticos, libros, fotografías, películas, series y programas de radio. Siguiendo con el ejemplo del Saturno, y según explican los informáticos, en un futuro las búsquedas incluirán páginas, documentos e imágenes del coche en la misma página. Y serán completamente personalizadas, así que el buscador sabrá cuándo nos interesa, en realidad, saber algo sobre el planeta. Claro que, para ello, habrá que confiar a Google muchos más datos de los que maneja ahora. Y si confiamos en esa frase de Voltaire que asegura que a una persona se la conoce más por sus preguntas que por sus respuestas, “Google ha descifrado el enigma insondable de los negocios y de la propia cultura humana”, dice John Batelle, autor de Buscar. Analizando los miles de millones de búsquedas que recibe cada día, dice, ésta es la compañía que sabe “qué es lo que quiere el mundo”. Para los googlers que han escrito en la pizarra, el plan maestro de la compañía para dominar el mundo es aún más aterrador: “Contratar a Bill Gates, y después despedirle. Después, contratar a Donald Trump, y despedirle también. Y después, contratar a Paris Hilton”.
Fuente: El Pais / España