Gabito en la ancianidad

Cien años parece ser el límite de la resistencia humana. Son muy pocos los que llegan a esas alturas y siguen de largo. Incluso llegar a los noventa es una hazaña reservada a pocos héroes. Los ochenta, por su parte, son como la adolescencia de la ancianidad. A esa edad misteriosa, mezcla de fortaleza y fragilidad, llegará el próximo martes Gabriel García Márquez o, mejor, Gabito, porque -según él- siempre ha sentido que ése es su verdadero nombre. Autor: [b][color=336600]Gustavo Arango[/color][/b] [size=xx-small][b]Artículos relacionados:[/b] .El año de Gabriel García Márquez .Obras completas Gabriel García Márquez [/size]

Su cumpleaños será parte de las múltiples celebraciones que le esperan este año. En el agitado 2007 se cumplen también un cuarto de siglo de la concesión del Premio Nobel, cuarenta años de la publicación de su novela más famosa, y sesenta de la publicación de su primer cuento.

Pocos escritores han podido darse el lujo de recibir los honores que Gabito ha recibido y seguirá recibiendo. Este año, además del homenaje en el Festival de Cine de Cartagena, será agasajado en el Congreso de la Lengua. Para la ocasión saldrá publicada una edición conmemorativa de Cien años de soledad, honor que hace dos años tuvo Cervantes, uno de los autores con quienes se le compara.

Cumplir años siempre invita a los balances, a mirar los altibajos del camino. Algunas veces Gabito estuvo a punto de renunciar a su vocación literaria. Durante un tiempo su origen caribeño y su estilo fueron motivo de exclusiones. Sus amistades políticas han sido igualmente criticadas. La aceptación en su país sólo empezó a llegarle cuando en otros países lo valoraron.

Sus logros desmesurados invitan a la descalificación envidiosa y es fácil querer culparlo de lo que otros no han hecho o no han recibido. Pero esas sombras se hacen menos oscuras cuando se observa en perspectiva y se descubre que no ha habido en Colombia un ejemplo como el suyo de entrega al oficio artístico, capaz de influir en todas las esferas de la sociedad.

Cuando los pulmones empiezan a verse en apuros con las velitas, es posible ver más claro el legado de este hombre que ha tenido la fortuna de disfrutar de la gloria sin ser de bronce o de mármol.

La primera publicación

A finales de 1947 Gabito era un mediocre estudiante de Derecho en Bogotá, lleno de pesadillas y de temor a morirse. Tenía veinte años y se sentía acobardado con la frialdad del altiplano. El tiempo lo gastaba en lecturas y en planes de evasión. Un día leyó una nota de Eduardo Zalamea, en El Espectador, en la que preguntaba dónde estaban los nuevos talentos de la literatura colombiana. Gabito se dio por aludido.

Pasó varios días escribiendo un drama introspectivo con visibles influencias de Franz Kafka. El cuento se llamaba La tercera resignación.

Limitado por una timidez que no ha podido vencer, Gabito dejó el cuento en la puerta del edificio. Al domingo siguiente se vio en apuros para conseguir los cinco centavos que costaba el periódico con su cuento publicado.

Esa noche hubo fiesta en la pensión de estudiantes costeños donde vivía. Pero Gabito estaba más asustado que contento. El cuento, al releerlo, le pareció malo. No dejó de notar que muchos de los que celebraban su proeza no tenían idea de lo que decía el cuento.

La novela total

Veinte años después, Gabito volvió a vivir una experiencia triunfal. La alegría llegó cuando casi había renunciado a encontrarla. Nunca había terminado sus estudios de Derecho.

Abandonó Bogotá tras los disturbios de abril del 48. Paseó su pobreza de aprendiz entre Barranquilla y Cartagena, donde tuvo experiencias y encontró amigos definitivos para su vocación. Muchas cosas le debe a esos años de paria en su propia tierra: la convicción de que sería un escritor, no cualquiera, sino uno de los grandes, y la conciencia de la riqueza de la cultura popular del Caribe. Ya entonces tenía la idea de escribir una gran novela, pero tendría que esperar casi veinte años para lograrlo.

A comienzos de los cincuenta volvió a Bogotá para ser reportero de El Espectador. Tuvo la suerte de que lo enviaran a Europa poco antes de que cerraran el periódico y decidió quedarse a aguantar hambre en París, la Meca de los literatos.

Allí escribió como loco, conjurando influencias, mezclando fantasmas del pasado con sus propias obsesiones. Logró escribir algunos cuentos y novelas que serían más admirados si él mismo no hubiera escrito cosas mejores.

Después pasó un tiempo como periodista en Venezuela y, más tarde, trabajó para Prensa Latina, la agencia de noticias de la revolución cubana. Vivió unos meses en Nueva York, como corresponsal de Prensa Latina, pero decidió marcharse ante la hostilidad de los cubanos seguidores de Batista. Acompañado por su esposa, Mercedes, y sus dos hijos recorrió en autobús el sur de los Estados Unidos. Quería conocer los escenarios de las novelas de Faulkner, su maestro. Finalmente llegó a México, donde empezó a desistir de tener una carrera literaria.

En México hizo de todo un poco. Fue guionista de cine. Trabajó en agencias de publicidad. Descubrió maneras más cómodas de ganarse la vida, en lugar de escribir libros que casi nadie leía. Pero un día ocurrió la revelación.

Viajaba con su familia rumbo a Acapulco cuando recordó la forma como su abuela Tranquilina le contaba historias cuando era niño. Supo que así tenía que escribir la novela total que llevaba en la cabeza desde que descubrió su vocación. Al regresar a su casa en ciudad de México le entregó a su esposa el dinero que tenía y le pidió que se encargara de los asuntos de la casa.

Tardó año y medio en escribir la novela, fumando sin parar, encerrado hasta dieciséis horas diarias en el cuarto al que llamaba "La cueva de la mafia". Cuando puso punto final, las deudas eran tantas que tuvieron que empeñar la licuadora para enviar la novela a la editorial en Argentina.

-Ahora sólo falta que la hijueputa novela sea mala- dijo Mercedes Barcha cuando por fin lograron enviarla. Cien años de soledad salió publicada en junio de 1967 y fue un éxito inmediato. Dos meses más tarde ya iba por la tercera edición. Cuarenta años después se calcula que -incluidas las ediciones piratas y traducciones- se han vendido cerca de cien millones de copias. A finales de aquel año Gabito era uno de los escritores latinoamericanos más renombrados y las deudas empezaban a borrarse.

La soledad de América Latina

Un jueves de octubre de 1982 llegó la noticia que muchos esperaban. La Academia Sueca le confirió el Premio Nobel de Literatura. En su discurso de aceptación Gabito rindió homenaje a William Faulkner, quien le enseñó, entre otras cosas, que el artista debe hacerle rasguños al olvido que duren por milenios. Habló de la riqueza humana de América Latina, de su capacidad para vencer la incomprensión y proponer sociedades distintas.

Después de la publicación de Cien años de soledad, quince años atrás, los problemas económicos habían empezado a ser cosa del pasado. Un día, cuando vivía con su familia en Barcelona, llegó a casa con una maleta repleta de dinero y jugó con sus hijos a revolcarse en los billetes.

Pero pronto descubrió que la fama había decidido hostigarlo, como antes lo había hecho la pobreza. También pesaba sobre él la incertidumbre sobre si sería capaz de escribir una novela mejor que la anterior. Se dice que fue entonces cuando empezó a demostrar su verdadera fortaleza de carácter.

En 1975 publicó una novela extraordinaria que pocos han leído y menos han entendido. A comienzos de los ochentas, la Academia sueca le preguntó discretamente si era verdad que no pensaba volver a publicar hasta que Pinochet dejara el poder en Chile y él respondió publicando Crónica de una muerte anunciada.

Al año siguiente estaba en Estocolmo, vestido con un liquiliqui como el que usaba su abuelo, con una flor amarilla en la mano, tratando así de conjurar la aparente maldición que recaía sobre los que recibían el premio: la de morir en los siguientes siete años.

El aprendiz de anciano

Veinticinco años después del Premio Nobel, Gabito sigue campante. Ha publicado un montón de libros, entre ellos su favorito: El amor en los tiempos del cólera. Ha apoyado el trabajo de cineastas y periodistas de toda Latinoamérica. Ha sido diplomático informal. Ha derrotado el cáncer. Dejó inconcluso un libro porque tuvo la certeza de que se moriría al terminarlo.

Su última novela habla de un anciano de moral cuestionable que sigue de largo por la vida después de los noventa. En su libro de memorias habla de su disposición a comerse crudos los años que le faltan para "cumplir los primeros cien". La información en sus genes parece favorecerlo. Su madre murió a los 97, después de haberle dado una lección de humildad a la altura de su fama.

Una noche de diciembre de 1997, tuve la oportunidad de ver un encuentro entre Gabito y su madre, en Cartagena. La mujer se balanceaba tranquila en una silla, vestida de blanco impecable, con un aire de niña. Allí llegó Gabito a visitarla, pero su madre no lo reconoció.

Cuando las hermanas le dijeron que ese desconocido era Gabito, ella repitió el nombre un par de veces, fingiendo haberlo recordado. Pero era un hecho que el más grande escritor vivo, según lo proclamó un grupo de expertos, el más reconocido de los colombianos, era un desconocido para su madre, un simple parroquiano que pasó a saludarla.
-Ahí están perdidos mis recuerdos- me dijo Gabito aquella noche.

Pero esas son anécdotas para aderezar perfiles conmemorativos. Lo cierto es que al llegar a los ochenta, Gabito parece haber olvidado el temor a morir que tanto lo torturaba cuando era joven. Tal vez la vitalidad y el aire relajado que ahora tiene se los debe a la convicción de que ha logrado hacer unos rasguños milenarios sobre la piel del olvido.

Contexto

Gabriel García Márquez ejerce una especial atracción sobre escritores y estudiosos de la literatura en diferentes países. Cada vez su obra es estudiada más a fondo, y si se tiene en cuenta que en ella el relato de ficción, en novelas y cuentos; los informes periodísticos, la crítica, están presentes, la posibilidad de análisis se hace casi infinita por las múltiples lecturas que proponen sus textos.

Invitamos a una de esas personas estudiosa de esta obra: Gustavo Arango es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Oneonta, Nueva York, y ha escrito novelas y cuentos.

Su libro Un ramo de no me olvides recogió lo realizado por el creador de Macondo, durante su estadía como periodista en el diario El Universal, de Cartagena.

Gustavo sabe tanto de García Márquez, que algún día, durante una de sus charlas, el Nobel le pidió que le recordara un dato sobre su vida, una fecha, un nombre, que había olvidado.

Aquí nos ofrece un perfil muy completo del hombre que nació en Aracataca, que vive en México y que permanece pocos días en Colombia.

Un hombre que con el paso del tiempo no ha dejado de ser supersticioso y que se lo ve como un "come años". El autor de Cien años de soledad celebra y lo celebran.

Fuente: El Colombiano / Colombia - Marzo 2007

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