Aníbal Ponce: el trabajo del pensamiento

Adriana Arpini (UNCuyo - CONICET)

Aníbal Norberto Ponce (1898-1938) vivió una época de profundas contradicciones y transformaciones, en su propio país, Argentina, y en el mundo. La mayor parte de su obra está compuesta por ensayos de interpretación histórica, social y cultural. Una problemática resulta recurrente en sus textos: se trata de la reflexión acerca de la figura del intelectual y de su función en la sociedad. En este estudio nos preguntamos: ¿cómo, a través de sus discursos, Ponce construye y reconstruye la imagen del intelectual y de su function en la sociedad? ¿En qué consiste, desde su perspectiva, el trabajo del pensamiento? ¿Cuáles son las condiciones, las relaciones de poder, las luchas dentro del campo intelectual en las que surge la reflexión ponceana acerca de la función social de la actividad teórica? Intentamos algunas respuestas a partir de las obras en las que Ponce trabaja la problemática de manera explícita o implícita.

La tarea del decir verdadero es un trabajo
infinito: respetarla es una obligación que
ningún poder puede economizar. A reserva
de que imponga el silencio de la seridumbre.
(M. Foucault, 1999a: 380)

La vida de Aníbal Norberto Ponce fue corta, se extendió entre 1898 y 1938. Vivió una época de contradicciones profundas y de transformaciones de la existencia social, política y cultural, experimentadas en el ámbito nacional y en el mundo. En el orden nacional, conoció los resultados de la implementación del proyecto de modernización liberal de la Generación del Ochenta y experimentó el quiebre del sistema democrático favorecido por la sanction de la Ley Sáenz Peña –que establecía el voto secreto, obligatorio y masculinamente universal–, y el derrocamiento del gobierno de Hipólito Irigoyen por el golpe militar liderado por el General José Félix Uriburu en 1930. En el orden internacional percibió el agotamiento de las fórmulas políticas basadas en las ideas de orden y progreso y advirtió la necesidad de encontrar nuevos esquemas interpretativos para un mundo que había sufrido los horrores de una guerra mundial y conocía las revoluciones de Rusia y México.

Héctor Agosti [1] sostiene que “1930 significó el gran tajo profundo en la vida argentina. De un lado quedaba la belle époque de la inteligencia, que Ponce alcanzó a disfrutar, (...) De este otro (...) comenzaba a mostrarse el ceño hosco de una etapa inaugurada por la dictadura del General Uriburu ... Ponce fue la transición entre esos dos momentos y participó de ambos ... No es casual ... que su conferencia clave sobre «Los deberes de la inteligencia» fuera pronunciada precisamente en esos días”. En la trayectoria personal de Ponce, 1930 implica “la separación entre el liberalismo de los bienamados arquetipos del ‘80 y el marxismo que introduce la noción concreta de lucha de clases en la valoración histórica” (Agosti, 1974, 11-12).

Aunque Ponce conoció ampliamente el espectro de concepciones filosóficas de su época, se formó principalmente en el positivismo junto a José Ingenieros; después de la muerte del maestro, incorporó sobre base positivista los principios del materialismo dialéctico como herramientas para el análisis de los procesos sociales y culturales. Su obra, predominantemente ensayística, abarca diversas modalidades y temáticas. Escribió ensayos literarios –en los que cultiva el género de la biografía, como en La vejez de Sarmiento, Sarmiento constructor de la nueva Argentina, Para una biografía de Ingenieros–, psicológicos –La gramática de los sentimientos, Problemas de psicología infantil, Ambición y angustia de los adolescentes, Diario íntimo de una adolescente– y de interpretación socio-cultural –Humanismo burgués y humanismo proletario, Educación y lucha de clases–, así como una serie de conferencias y ensayos recogidos en el volumen El viento en el mundo.

Exceptuando los escritos de psicología, la producción de Ponce está constituida principalmente por ensayos de interpretación socio-histórica, dominados por el interés en la eficacia política que pueda tener en el presente una determinada imagen del pasado.

Una problemática resulta recurrente en los textos ponceanos; se trata de la reflexión acerca de la figura del intelectual y de su función en la sociedad. En este sentido nos preguntamos ¿cómo, a través de sus discursos, Ponce construye y reconstruye la imagen del intelectual y de su función en la sociedad?, ¿cómo la pone en práctica? ¿En qué consiste, desde su perspectiva, el trabajo del pensamiento? ¿Cuáles son las condiciones, las relaciones de poder, las luchas dentro del campo intelectual en las que surge la reflexión ponceana acerca de la función social de la actividad teórica? A los efectos de arrimar algunas respuestas, hemos seleccionado un conjunto de obras en las que Ponce trabaja la problemática, en algunos casos de manera intencional, como en el discurso acerca de “Los deberes de la inteligencia”; en otros casos a propósito de temas históricos que, si bien no cuestionan directamente la función del intelectual, pertenecen al mismo campo problemático, como sucede en los textos consagrados a destacar las figuras de Sarmiento e Ingenieros y los dedicados a los temas del humanismo y la educación.

Acerca de “los dominios” de la actividad intelectual

Ahora bien, ¿qué es un intelectual?, ¿qué función cumple (descripción) y/o debe cumplir (sentido normativo) en la sociedad? La cuestión acerca del lugar del intelectual en la sociedad y su función específica ha estado presente en la reflexión filosófica desde la antigüedad; se replanteó, con renovado ímpetu, en los años posteriores a la Primera Guerra y a la Revolución Rusa. Los escritos ponceanos que hemos mencionado son contemporáneo de las anotaciones acerca de “La formación de los intelectuales” de Antonio Gramsci (Gramsci, [1932], 2004: 388-396). Recordemos que el autor de los Cuadernos de la cárcel sostiene que todo grupo social que surge en la historia cumpliendo una función esencial en la producción económica, se crea orgánicamente “una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y consistencia a su propia función, no sólo en el plano económico, sino también en el social y político”, y genera las condiciones favorables para la expansión de la propia clase. Pero al formarse a partir de una estructura anterior, se encuentra con categorías intelectuales preexistentes que parecen representar una continuidad histórica ininterrumpida. Tal es el caso de los clérigos que monopolizaron por mucho tiempo la religión, la filosofía, la ciencia, la educación, la justicia, la moral, la beneficencia, etc. Estos “intelectuales tradicionales” se presentan como autónomos e independientes del grupo social dominante. El criterio metodológico para caracterizar las distintas actividades intelectuales y para diferenciarlas de las actividades de otros grupos sociales no se encuentra, según Gramsci, en el núcleo intrínseco de la actividad, sino que hay que buscarlo en el conjunto del sistema de relaciones sociales en el que dicha actividad se encuentra. Dado que no hay actividad humana que pueda prescindir de la intervención intelectual, la creación de una nueva capa intelectual consiste en “elaborar críticamente la actividad intelectual que existe en cada individuo (...) modificando su relación con el esfuerzo nervioso- muscular en busca de un nuevo equilibrio, y consiguiendo (...) que se convierta en fundamento de una concepción del mundo nueva e integral”. (Gramsci, [1932] 2004: 392).

Más cercano a nosotros, Pierre Bourdieu ha sostenido, a propósito de la relación entre la actividad teórica y la acción política, que esta última es posible porque sus agentes tienen un conocimiento más o menos preciso del mundo social y saben que pueden actuar sobre él actuando sobre el conocimiento que de él se tiene. Así se producen y reproducen, se impone o se destruyen no sólo las representaciones, sino también los grupos que las hacen visibles a los demás. El mundo económico no ejerce una acción mecánica sobre las personas, sino efectos de reconocimiento. La correspondencia entre los esquemas clasificatorios y las estructuras objetivas vendrían a fundamentar una especie de adhesión originaria al orden establecido. Pero, “la política comienza con la denuncia de ese contrato tácito de adhesión al orden establecido que define la doxa originaria; dicho de otra forma, la subversión política presupone una subversión cognitiva, una reconversión de la visión del mundo”. (Bourdieu, 1985: 96). Esa ruptura permite explorar las posibilidades de cambiar el mundo objetivo, cambiando sus representaciones, oponiendo una pre-visión paradójica, utópica, un proyecto o programa.

El poder estructurante de la palabra se manifiesta tanto en el momento de la descripción de lo que es, como en el momento de la propuesta proyectiva de lo que debe ser. En esto consiste, precisamente, la función de categorización, es decir, la actividad por la cual ciertas palabras –las categorías [2] – funcionan como epítomes de la realidad y nos permiten conocer e interpretar el mundo objetivo, social e histórico, así como nuestra experiencia de él y las posibilidades de transformarlo. La producción de nuevas categorías es un trabajo de enunciación que permite exteriorizar nuevas interpretaciones y experiencias del mundo. Un ejemplo de este trabajo del pensamiento lo encontramos en algunos de nuestros intelectuales decimonónicos –entre los que se cuentan Sarmiento, Alberdi, Bilbao, Hostos, Martí–, que llevaron adelante la labor teórica y práctica de desmontar las representaciones del mundo colonial e instituir nuevas categorías enderezadas a la construcción de las jóvenes naciones latinoamericanas. No obstante, como también señala Bourdieu, toda tentativa por imponer un principio de división tiene que contar con la resistencia de quienes ocupan la posición dominante y tienen interés en la perpetuación de una relación dóxica que lleva a aceptar como naturales las divisiones establecidas, o a negarlas simbólicamente por la afirmación de una unidad mayor (nación, familia). Pretenden restaurar el estado de inocencia originario de la doxa, apoderándose del lenguaje de la naturaleza, de manera semejante a lo que pretenden los “intelectuales tradicionales” de los que habla Gramsci. Como tendremos ocasión de analizar más adelante, es precisamente en esa tensión entre restauración y/o conservación de lo dado, por una parte, y por otra, la exploración de nuevas posibilidades –tensión entre doxa y alodoxa– donde Ponce sitúa la actividad de Sarmiento como intelectual y, a partir de ese modelo, formula los deberes de la inteligencia.

Al referirse a la relación de los intelectuales con el poder, Bourdieu sostiene que es en la autonomía más completa con respecto a todos los poderes, donde reside el único fundamento posible de un poder propiamente intelectual e intelectualmente legítimo (Bourdieu, 2003: 171-172). Ello no implica eludir el compromiso, pues el intelectual es un ser paradójico, que no se puede pensar como tal mientras se lo aprehenda a través de la alternativa clásica de la autonomía y el compromiso, de la cultura pura y la política. El intelectual es un personaje bidimensional: solo existe y subsiste como tal si, por una parte, existe y subsiste en un mundo intelectual autónomo (es decir independiente de los poderes religioso, político, económico), y si, por otra parte, la autoridad específica que se elabora en este universo a favor de la autonomía está comprometida en las luchas políticas. Así, lejos de existir, como se lo cree habitualmente, una antinomia entre la búsqueda de la autonomía y la búsqueda de la eficacia política, es incrementando su autonomía que los intelectuales pueden incrementar la eficacia de una acción política cuyos fines y medios encuentran su principio en la lógica específica de los campos de producción cultural. Actos políticos como “Yo acuso” de Zola tienden a maximizar las dos condiciones constitutivas de la identidad del intelectual: la “pureza” y el “compromiso”. Implica la afirmación del derecho a transgredir los valores más sagrados de la colectividad, en nombre de valores trascendentes a los de la ciudad, o en nombre de una forma particular de universalismo ético y científico que puede servir de fundamento no sólo a una suerte de magisterio moral, sino también a una movilización colectiva con vistas a un combate destinado a promover esos valores. (Bourdieu, 2003: 190)

Por su parte, Michel Foucault sostiene que “el trabajo de un intelectual no es modelar la voluntad política de los otros; es por los análisis que lleva a cabo en sus dominios, volver a interrogar las evidencias y los postulados, sacudir los hábitos, las maneras de actuar y de pensar, disipar las familiaridades admitidas, recobrar las medidas de las reglas y de las instituciones y, a partir de esa reproblematización (donde el intelectual desempeña su oficio específico), participar en la formación de una voluntad política (donde ha de desempeñar su papel de ciudadano)” (Foucault, 1999b: 378). Dicho análisis, que el intelectual realiza en “sus dominios”, es precisamente la actividad de problematizar. La problematización consiste en un conjunto de prácticas discursivas y no discursivas que hacen que algo entre en el juego de lo verdadero y lo falso y lo constituye como objeto para el pensamiento, ya sea en la forma de la reflexión moral, del conocimiento científico o del análisis político. El trabajo arduo, lento y estudioso de modificación del propio pensamiento y del de los demás, en constante cuidado de la verdad, es para Foucault la razón de ser del intelectual. Su función no consiste en situarse “un poco en avanzadilla o un poco al margen” para decir la muda verdad de todos; el papel del intelectual es, ante todo, luchar contra las formas de poder allí donde éste es a la vez objeto e instrumento: en el orden del “saber”, de la “verdad”, de la “conciencia”, del “discurso”. (Foucault, 1999a: 107). Podríamos decir que la tarea del intelectual en “sus dominios” consiste en el “cuidado de la verdad” mediante la problematización. Dicho cuidado produce efectos sobre el conocimiento y sobre las relaciones de poder. Pero sobre todo produce efectos en el propio sujeto de la actividad intelectual. En este sentido el trabajo del pensamiento es antes que nada una experiencia de transformación de sí mismo.

Muchas de estas apreciaciones acerca de la función del intelectual fueron genialmente anticipadas por José Martí en el “Prólogo” al Poema del Niagara, del poeta venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde. Allí Martí reflexiona acerca de los problemas de la producción y la interpretación de textos literarios en una sociedad inestable, en que con la quiebra del orden colonial sobrevino la incertidumbre de los códigos que regían la organización de la vida y de la producción de bienes materiales y simbólicos. El escrito martiano data de 1881, momento en que el proceso modernizador, al mismo tiempo deseado y amenazante, no ha cuajado en nuevos códigos, y el ensayo se convierte en un modo alternativo y privilegiado para hablar de política y llevar adelante una hermenéutica capaz de resolver el enigma de la identidad. (Ramos, 1989: 16).

“Nadie tiene hoy su fe segura –dice Martí–. Los mismos que lo creen, se engañan. Los mismos que escriben su fe se muerden, acosados de hermosas fieras interiores, los puños con que escriben (…) No hay obra permanente, porque las obras en tiempos de reenquiciamiento y remolde son esencias mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbranse apenas los altares nuevos, grandes y abiertos como bosques. De todas partes solicitan la mente ideas diversas –y las ideas son como pólipos, y como la luz de las estrellas, y como las olas del mar. Se anhela incesantemente saber algo que confirme, o se teme saber algo que cambie las creencias actuales. La elaboración del nuevo estado social hace insegura la batalla por la existencia personal (…) desprestigiadas y desnudas las imágenes que antes se reverenciaban; desconocidas aún las imágenes futuras” (Martí, 1975: 225).

A través de las palabras de Martí podemos descubrir que el trabajo del pensamiento como cuidado de la verdad, es decir, la actividad del intelectual se juega en medio de múltiples tensiones, que se presentan como un drama desgarrador entre el pasado y el futuro, lo que es y lo que debe ser, lo que la sociedad contradictoriamente a un tiempo reclama y teme, y la experiencia íntima –“acosado por hermosas fieras interiores”– de la propia transformación en el cuidado de la verdad. Dice Martí:

“De esta manera, lastimados los pies y los ojos de ver y andar por ruinas que aún humean, reentra en sí el poeta lírico (…) Cuando la vida se asiente, surgirá el Dante venidero (…) Hoy Dante vive en sí, y de sí. Ugolino roía a su hijo; mas él a sí propio; no hay ahora mendrugo más denteado que un alma de poeta (…)

¡Mas, cuánto trabajo cuesta hallarse a sí mismo! El hombre, apenas entra en el goce de la razón que desde su cuna le oscurecen, tiene que deshacerse para entrar verdaderamente en sí. Es un braceo hercúleo contra los obstáculos que le alza al paso su propia naturaleza y los que amontonan las ideas convencionales” (Martí, 1975: 229 – 230)

También Aníbal Ponce experimenta el doloroso drama y reflexiona acerca de los deberes de la inteligencia. Pero lo hace desde un espacio y un momento histórico diferentes a los de Martí. El proceso de modernización puesto en marcha en la Argentina por los hombres del Ochenta muestra, al finalizar el primer tercio del siglo XX, su primera crisis importante, junto al recrudecimiento de los intereses conservadores. Inmerso en esta tensión, no se trata para Ponce de negar el pasado para partir de cero. Ya hay un camino señalado, ya se han esbozado los primeros códigos nuevos, existe ya una tradición en qué apoyarse –Sarmiento, Ingenieros–, la misma que está amenazada por los intereses conservadores. De ahí su empeño por recuperar recrear– cierta imagen de estos intelectuales. Al mismo tiempo se abren en el mundo nuevos horizontes por explorar.

De la reconstrucción biográfica a los deberes de la inteligencia

El volumen La vejez de Sarmiento, publicado por primera vez en 1927, está dedicado a desplegar episodios e ideas relevantes en la construcción de la Argentina moderna, a través de la biografía de figuras representativas de la Generación del Ochenta, tales como el mismo Domingo Faustino Sarmiento en la última etapa de su vida, Amadeo Jacques, Nicolás Avellaneda, Lucio V. Mansilla, Eduardo Wilde, Lucio V. López, Miguel Cané. La selección de los personajes constituye un recorte de la realidad realizado con la intención de componer modelos ejemplares representativos de la imagen nacional que Ponce procura reconstruir. A través de las narraciones biográficas y del juego de las oposiciones, a lo largo del texto va decantando una imagen de lo que es y debe ser un intelectual. Es nuestro propósito reconstruir esa imagen y seguir sus avatares en escritos posteriores.

Las biografías narradas por Aníbal Ponce mantienen la ilusión –de la que habla Bourdieu (Bourdieu, 1986: 69-82 y 1991: 94-97)– por la cual los acontecimientos de la vida de una persona un todo coherente y cronológicamente ordenado [3] . En sus manos la biografía es presentada como recurso que permite definir posiciones ideológicas dentro de un contexto histórico en que figuras emblemáticas como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Manuel de Rosas sintetizan proyectos políticos contrapuestos. La escritura del texto tiene que ver con la necesidad de autoidentificación, en el marco de la construcción de la moderna cultura nacional. Así, Sarmiento aparece como “el eje alrededor del cual gira todo” ya que su influencia renovadora abarca tanto las letras como la educación, la política, la investigación científica, permitiendo una explicación total de nuestra cultura. Amadeo Jacques, el profesor, representa el deseo de regeneración por la cultura. Nicolás Avellaneda es el defensor de la unidad nacional y la democracia frente a los resabios aldeanos. Lucio V. Mansilla es el intelectual erudito y lector formidable no exento de anfibologías; su Excursión a los indios ranqueles es considerada por Ponce, junto a La cautiva de Echeverría y El Facundo de Sarmiento, las más sobre salientes y mejor documentadas descripciones de la naturaleza y la vida del hombre en el desierto. Eduardo Wilde, educado en las ciencias naturales, expresa una visión de la naturaleza humana despojada de dogmatismos, al tiempo que defiende la escuela laica y el matrimonio civil. Lucio V. López, liberal sincero, describe en La gran aldea la transformación del viejo Buenos Aires en capital orgullosa e inquieta. Miguel Cané, antirromántico por naturaleza y por educación, representa la nueva generación de intelectuales en los que predomina la naturalidad y la proporción. Como el mismo Ponce lo señala, a través de sus obras y sus acciones, este conjunto de intelectuales impulsó un estilo de modernización cuya vigencia fue predominante desde las últimas décadas del siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX. En efecto, dicho modelo modernizador se implantó en países como la Argentina, donde la economía fue organizada por un sector social dinámico que tuvo éxito en su capacidad de dar respuestas a la demanda de productos primarios en el mercado mundial, y encaró al mismo tiempo la construcción del Estado nacional sobre bases liberales, tanto en la dimensión material como simbólica. Dicho proceso estuvo marcado por contradicciones sociales y luchas ideológicas.

Por otra parte, la búsqueda de autoidentificación rebasa el ámbito de lo personal y es presentada como una indagación generacional de las propias posibilidades históricas. Dice Ponce:

“Cada generación que entra en la vida renueva sus ideales, impone un ritmo distinto, anuncia la posibilidad de algo mejor. La rebeldía es por eso el más urgente de sus deberes, y todas las ambiciones noveles comienzan por decapitar la historia. Es la edad de las negativas rotundas y de las irreverencias despiadadas. Se vive en la tensión permanente del futuro, y nadie tiene tiempo de volver los ojos al pasado. Muchas veces se comprueba, sin embargo, que algunas de las inquietudes del momento vienen resonando en grandes figuras que se fueron y se descubre entonces no sin cierta sorpresa, que admirar es también una manera de reconocerse” (Ponce, [1927] 1974, I: 219) [4] .

¿Cuál es la justificación para la elección de los personajes a través de los cuales se produce el reconocimiento?, ¿por qué la recuperación de estos personajes es una manera de experimentar la inquietud del presente y la tensión hacia el futuro? Puede intentarse alguna respuesta si se tiene en cuenta el contexto de producción de esta obra de Ponce publicada en 1927.

Cabe recordar que para esa fecha el proyecto de la Generación del Ochenta ya había mostrado síntomas de severo quebranto. La inserción de la Argentina y de otras naciones latinoamericanas en los mercados mundiales, a fines del siglo XIX, se había producido en el marco de un sistema capitalista en expansión; de modo que la relación entre las economías periféricas y la de los países industrializados se caracterizó por ser cada vez más asimétrica, hecho que limitaba fuertemente sus posibilidades futuras. Después de la Primera Guerra Mundial, las industrias surgidas de la segunda revolución industrial experimentaron un importante incremento, sobre todo en los Estados Unidos, al mismo tiempo que nuevas técnicas empresariales (concentraciones, holdings) y de producción (taylorismo, fordismo) favorecían el proceso de expansión. La irrupción de capitales norteamericanos en la Argentina se produce en la segunda mitad de la década del veinte. En el orden interno, con la vigencia de la ley electoral de 1912 se integró a la participación política una masa de población hasta entonces excluida. Un fenómeno que acentuó la participación de las capas medias fue la Reforma Universitaria iniciada en Córdoba en 1918, que contribuyó a eliminar los criterios elitistas y anacrónicos de los claustros universitarios. Como consecuencia de las transformaciones económicas, se produjo una intensa movilidad social que acarreó una modificación de la estructura social. Adquirieron significación los sectores medios, los estratos de asalariados urbanos dependientes, el sector ligado al comercio y la industria, aumentando el número de los obreros urbanos. A los conflictos políticos antioligárquicos, se sumó la conflictividad social, impulsada por el movimiento obrero, a través de las organizaciones sindicales y las sociedades de resistencia (Rapoport, 2003: 136 y ss.).

Por otro lado, como corolario de la creciente conflictividad social tuvo lugar el surgimiento de grupos nacionalistas. La elite liberal conservadora percibió como una amenaza los resultados del sufragio libre establecido por la ley Sáenz Peña. Ello abonó el terreno para el surgimiento de un pensamiento reaccionario, que incorporó elementos elitistas, prejuicios racistas y reservas sobre el ejercicio de la democracia. En 1919 se fundó la Liga Patriótica Argentina que propiciaba sentimientos xenófobos, antiobreros, anticomunistas y especialmente antijudíos. Durante la década del veinte se multiplicó la actividad destinada a configurar el ideario del nacionalismo reaccionario. A través de periódicos como La Fronda y La Nueva República se difundieron convicciones antiliberales y corporativistas. Leopoldo Lugones fundamentó el nacionalismo militarista y anunció en 1924 “la hora de la espada” que jugó un rol significativo en la preparación del clima revolucionario de 1930. Entre los ideólogos del nacionalismo predominaban los modelos europeos –Maurras, Mussolini– y la cosmovisión basada en el tradicionalismo católico que reivindicaban el orden feudal colonial y encontraban en el régimen de Juan Manuel de Rosas un modelo histórico que debía ser restaurado por su política exterior altiva y su política interior fuertemente impregnada por las tradiciones hispano-coloniales. (Rapoport, 2003: 220-221). Frente a esta orientación de pensamiento que ganaba adeptos entre los sectores dirigentes del país, Ponce reivindica el ideario liberal: civilización, cosmopolitismo, progreso, y encuentra en la figura de Sarmiento un ejemplo proseguido en la obra cultural y política de los más jóvenes (N. Avellaneda, L.V. Mansilla, E. Wilde, L. V. López, M. Cané).

Dado que Ponce considera que la influencia de Sarmiento era dominante en las letras tanto como en la política, la educación y el desarrollo de la ciencia y la técnica, lo toma como eje en torno del cual hace girar “la explicación total de la cultura entre nosotros” (Ponce, [1927] 1974, I: 215). La exaltación de la figura de Sarmiento llega al punto de producir una superposición o identificación entre las categorías de análisis utilizadas por Ponce y la estructura categorial con que Sarmiento describe su propia realidad e impulsa el proyecto de civilización. En efecto, Ponce asiente y reproduce el esquema interpretativo de Sarmiento que, en términos de la contradicción barbariecivilización, polariza entre la descripción de lo que es y la proyección de lo que debe ser, afirmando la necesidad de una emancipación mental.

“La Revolución había planteado el problema con claridad inequívoca: el mal estaba en nosotros, en la sociedad envejecida, en las costumbres de la Colonia (...) esos hábitos habían arraigado de tal modo en la mentalidad de la época, que treinta años después de la Revolución, la Tiranía seguía siendo el feudalismo y la colonia. (...) no se habían extinguido las dianas de Caseros, cuando Sarmiento afirmaba que a los ejércitos iba a suceder la escuela; a la represión, el desarrollo. (...) Las ideas no eran para él representaciones pálidas desvinculadas de la vida (...) “Son ideas –había dicho– todas las que regeneran o pierden a los pueblos”. La falta de ideas es la barbarie pura” (Ponce, [1927] 1974, I: 217-218).

Sarmiento es para Ponce el intelectual que ha realizado sobre sí mismo el trabajo de trasmutar la barbarie en civilización, tal como surge de la descripción de los años de infancia y juventud del sanjuanino en su obra Sarmiento constructor de la nueva Argentina (Ponce, [1932] 1974, I: 337-435). Mas esa experiencia subjetiva se traduce en la formulación de las categorías que estructuran su percepción del presente y su proyección de futuro, la dicotomía “barbarie-civilización”.

El sistema de opuestos con los que abona Ponce su propia argumentación agrupa por el lado de la barbarie a “la sociedad envejecida”, “el feudalismo”, “la colonia monárquica y teológica”, “la política menuda”, “la semicultura literaria” y “el viejo humanismo complaciente” (más preocupado por la forma del estilo que por el alcance de los conceptos); mientras que por el lado de la civilización afirma “el trabajo que emancipa”, “la ciencia que destruye temores”, “la cultura nueva”, “la renovación de la enseñanza y la escuela laica”.

Un esquema semejante encontramos a propósito de cada uno de los personajes cuyas biografías son narradas por Ponce. A su turno, destaca con signo positivo en unos casos la inquietud renovadora, en otros el deseo de desarrollar el conocimiento científico, o bien la búsqueda de la verdad sin credos, o bien la práctica de la filosofía como especulación desinteresada. La dicotomía categorial sarmientina es resemantizada en términos de “coloniademocracia”, siendo la primera sinónimo de esclavitud, prejuicios, tiranía, imperio de la fuerza y autoritarismo, sostenido mediante la apelación a metodologías de sugestión para el convencimiento de la multitud; mientras que la segunda se caracteriza por el ejercicio libre de la ciudadanía, la educación, la apelación al juicio razonable para integrarse constructivamente a una sociedad civil organizada bajo el imperio de la ley, en una nación constituida.

En síntesis, Ponce presenta una imagen de la Argentina que, como resultado de los afanes de la generación romántica, primero, y del accionar de los hombres del Ochenta, después, impulsó un proyecto de modernización basado en un ideario liberal que promovía la libertad de comercio, de culto y de pensamiento, la educación popular, obligatoria y laica, el desarrollo del conocimiento científico y la aspiración a una cultura cosmopolita. Sus interpretaciones totalizantes colocan a Sarmiento como la figura catalizadora. Es el intelectual que construye las categorías con que se analiza la realidad (barbarie) y se diseña el programa de transformación (civilización); pero, además, es el hombre de acción que llegado al poder pone en práctica el programa de modernización (Ponce, [1932] 1974, I: 337 - 435).

Cabría preguntar: ¿cuál es el propósito de Ponce al ofrecer su versión de la vida de Sarmiento? En notas publicadas en El Hogar y Mundo Argentino entre 1928 y 1932, Ponce comenta otras biografías de Sarmiento, entre ellas las escritas por José Ingenieros, en un capítulo de su Sociología, Leopoldo Lugones a través de su Historia de Sarmiento, Ricardo Rojas en el discurso preliminar a la Bibliografía y Carlos Octavio Bunge en su Sarmiento. De este último trabajo dice Ponce que “es la más exacta visión histórica y crítica de la personalidad total del grande hombre” (El Hogar, 17 de febrero de 1928, en: Ponce, 1974, IV: 387). Con motivo de la reedición del libro de Lugones, comenta: “Lo mejor y lo peor de Lugones de han reunido allí para hacer la obra un libro único”, sin dejar de señalar que el libro había sido escrito en momentos en que el autor adhería a la ideología liberal que más tarde abandonó, convirtiéndose en desertor de sí mismo (Mundo Argentino, 24 de febrero de 1932, en: Ponce, 1974, N: 392). Ahora bien, a través de estas biografías se pone de manifiesto que la figura de Sarmiento, como símbolo de la nacionalidad, es apropiada con diferente signo por los grupos en pugna. En medio de las tensiones que precedieron al motín militar del 6 de setiembre de 1930, se producen por parte de “flamantes revistas apostólicas” agravios a la figura de Sarmiento, que ponen en jaque el principio liberal del pensamiento desplegándose libremente frente a los dogmatismos de todo tipo, y preanuncian las formas de persecución que se implementarían con posterioridad. Tal vez éste es el episodio que permite explicar los motivos de Ponce para ofrecer una nueva versión de la vida de Sarmiento, en tono fuertemente laudatorio y enfatizando su labor como “constructor de la nueva Argentina”. Dice Ponce:

“Algunos agravios recientes a la figura de sarmiento, venidos del campo de la derecha conservadora y católica, nos llevan a reconocer una vez más cómo la historia es un proceso viviente y cómo las fuerzas inconciliables que se disputaron en otro tiempo el predominio de la escena continúan luchando bajo nuestros ojos cualesquiera que sean las diferencias en los actores y en el público. Hay hombres predestinados a encarnar los ideales de una época con tan poderosa energía que aun después de muchos años de morir continúan sonando ruidos de armas sobre sus tumbas de guerreros. Por la batalladora vehemencia de su vida de apóstol, Sarmiento sigue entremezclado todavía a las preocupaciones más modernas de nuestra cultura, y de él puede decirse lo que Sainte-Beuve dijo de Voltaire: cuando se lo elogie es porque la república vive grandes días, cuando se lo denigre es porque la república está a punto de morir.” (El Hogar, 4 de enero de 1929, en: Ponce, 1974, N: 387-388).

Frente a esa tensión, Ponce toma partido con su biografía de Sarmiento, donde prevalece la idea del intelectual como “constructor” de sí mismo y de la nación. El texto responde a cabalidad a la pretensión de las biografías moralizantes que buscan marcar una dirección en coyunturas históricas críticas en que se pone en peligro no ya un modo de racionalidad, sino la misma posibilidad del libre ejercicio de la razón. En este sentido cabe afirmar que la representación de Sarmiento producida por Ponce revela un modelo de intelectual capaz de conjugar dos principios en apariencia contradictorios, los de autonomía (entendido como independencia de pensamiento, trabajo sobre sí mismo, autoafirmación) y compromiso (asimilado a la idea de construcción de la nación).

De manera semejante, en la biografía de José Ingenieros podemos leer párrafos como los siguientes:

“Bajo la influencia vigorosa de Darío, la literatura dejó de ser, como lo fuera hasta entonces, un pasatiempo o una coquetería, para convertirse en una verdadera disciplina que exigía, como virtud primera, la voluntad laboriosa”. (Ponce, [1926] 1974, I: 142).

“... había en todos la misma esperanza en la lucha y el mismo regocijo en el esfuerzo”. (Ponce [1926] 1974: 143)

“La dignidad estoica aparece entonces en la cima de las virtudes humanas y para llegar hasta ella fuerza es emprender la conquista de la personalidad interior, por el trabajo y por el estudio, fuentes de libertad y de optimismo”. (Ponce [1926] 1974: 171).

“Por la severa belleza de su vida, por la ejemplar rectitud de su conducta, por el amor entusiasmado hacia la verdad y por la valentía indomable con que la sirviera, Ingenieros es, desde ya, una de las «fuerzas morales» de nuestro pueblo”. (Ponce [1926] 1974: 208).

A través de estos fragmentos se dibuja la imagen del intelectual que, inmerso en las contradicciones de su propia época, es capaz de conjugar disciplina, laboriosidad, esfuerzo en la conquista de su propia personalidad interior, a través del amor y la valentía en la tarea de servir a la verdad. En efecto, el quehacer de la inteligencia no es para Ponce la “búsqueda” de la verdad, como si ella estuviera ya determinada pero oculta, de modo que bastaría con descubrirla para dar por cumplida la tarea y colmadas las expectativas. Se trata, antes bien, de ese trabajo cotidiano y siempre renovado de problematizar lo dado, lo sabido, lo aceptado como forma de poder, lo tenido por verdadero. Trabajo del pensamiento al cuidado amoroso de la verdad, que conmueve –transgede– las propias seguridades y es, por ello, conquista de sí, al mismo tiempo que compromiso con los demás.

En “Los deberes de la inteligencia” [5] , Ponce hace explícito su concepto de lo que es/debe ser un intelectual. Reflexiona sobre la tensión entre autonomía y compromiso. Sostiene que el intelectual tiene deberes para consigo mismo y para con los demás. Sitúa en el Renacimiento el momento en que la inteligencia rompe con la tutela del dogma y comienza a dar sus primeros pasos autónomos. Pero lamenta que aún hoy existan ligaduras de servidumbre, sutiles pero eficaces. El drama del investigador es que la inteligencia resulta siempre un arma de dos filos, pues aun cuando se acerca sinceramente a la verdad, se recela de las consecuencias sociales de su pensamiento. Afirma que:

“Mientras el intelectual aguarde una dádiva, aspire a un favor, cuide una prebenda, seguirá revelando todavía en la marcha insegura y en la voz cortesana el rastro profundo de la antigua humillación”. De ahí su primer deber: “la inteligencia no podrá alcanzar la posesión completa sino después de haber conseguido su absoluta autonomía. La obediencia del hombre a sí mismo (…) exige a su vez la única virtud que puede darle vida: el culto a la dignidad personal como norma directriz de la conducta” (Ponce, [1933] 1974, III: 169).

Por otra parte, dado que el hombre es a la vez un ser de razón y voluntad, de pensamiento y acción, posee la capacidad de inclinarse, desde la cumbre de la racionalidad con que fundamenta la teoría más compleja, sobre el teatro de la vida, compartir sus inquietudes y sus dolores, y desplegar su conocimiento y su ciencia en la tarea de apaciguar la existencia. Pero cuando la sociedad comienza a valorar el rendimiento práctico de la inteligencia, le crea bibliotecas, le instala laboratorios, le regala premios… y al mismo tiempo se apresura a no dejarla salir de “sus dominios”, a fin de evitar que el examen llegue a poner bajo la lupa los propios principios del orden social. Así nació el sofisma del intelectual como ser aislado y sin partido, extraño por completo a las luchas de la política, tolerante e imparcial. Frente a esto, Ponce sostiene:

“El que siente las propias ideas como siente latir la sangre en las arterias tiene de antemano dictada su actitud frente a los hombres (…) Ante la terrible realidad social ¿Quién tendría el valor de declararse indiferente?” (Ponce [1933] 1974, III: 171 - 172)

Tal es, precisamente, el deber de la inteligencia para con los demás: el compromiso, que hace del intelectual un lector de los signos de desarmonía, un consejero, inspirador y guía de la transformación social. Sin disimular su entusiasmo por el significado de la Revolución Rusa, dice:

“En las confusas manifestaciones del vivir contemporáneo asoma ya un alma nueva. Elevarla a plena luz, traducirla en doctrina, encenderla en ideales, esa es la obra de la inteligencia: bajo su aliento lo que no era hasta entonces sino sorda rebeldía asciende ahora a Revolución. (…) ayer la Enciclopedia y el Contrato Social; hoy el caudal de las ciencias y el pensamiento de Marx” (Ponce [1933] 1974, III: 173 - 174).

Ponce dibuja una línea del progreso histórico que va de la Revolución Francesa a la Revolución Rusa, como si la historia, con sus pliegues y contradicciones, estuviera impulsada por fuerzas que exceden las posibilidades humanas hacia estadios superadores del presente. Sin embargo tal apreciación es paradójica, pues al mismo tiempo afirma que el hombre, no sólo es intérprete, sino creador y constructor de la historia: “Aunque la historia se va haciendo en la conciencia de los hombres, obedecemos en el fondo a corrientes poderosas que nos mueven” (Ponce [1933] 1974, III: 174). Por un lado el torrente de la historia, por otro la conciencia subjetiva, capaz de tomar distancia y emerger. En medio del drama, la inteligencia librando su batalla por la autonomía: “Hay una guerra de todos los días, de todas las horas”. (Ponce [1933] 1974, III: 176). Se trata, no obstante, de una autonomía que no es sinónimo de aislamiento o indiferencia, sino condición de posibilidad del compromiso con los hombres concretos, búsqueda de una sabiduría práctica que permita aliviar los sufrimientos y corregir las injusticias. Trabajo del pensamiento que pone en juego no sólo conocimientos, sino también valoraciones, y que es experimentada como una transformación interior liberadora de antiguas servidumbres:

“Por la meditación y por el estudio podéis incorporar a vuestra personalidad la preocupación social que la anime y que la oriente … capaz de sufrir y comprender la compleja diversidad del mundo” (Ponce [1933] 1974, III: 175).

En “sus dominios”, la inteligencia desgarrada libra su batalla de cada día y busca superar constructivamente la tensión entre autonomía y compromiso, sabiendo que la verdad es una sombra escurridiza que nunca podrá poseer por completo, porque ella misma se transforma con cada nueva mirada.

Humanismo y educación: el cuidado de la verdad

Humanismo burgués y humanismo proletario. De Erasmo a Romain Roland fue publicado por primera vez en México en 1938, sus páginas corresponden al curso dictado por Ponce en el Colegio Libre de Estudios Superiores en 1935, ante la proximidad del cuarto centenario de la muerte de Erasmo. Se trata, según declara el autor, de una reflexión sobre los problemas que planteó el humanismo burgués y que ha retomado y resuelto el humanismo proletario. La figura de Erasmo sintetiza los rasgos del humanista del Renacimiento, que están a la base del humanismo burgués. Ellos son el culto a los libros, el odio a la guerra como el peor de los crímenes, una forma satírica de referirse a la Iglesia, la defensa del ideal de fraternización de los grandes espíritus. En él se establece un contraste entre el humanismo burgués de ayer y la las posiciones adoptadas por la burguesía en el siglo XX. Ésta marcha del brazo de la Iglesia y busca en la guerra la solución a una crisis sin remedio. En sus manos –sostiene Ponce– el humanismo está en trance de morir. Sólo el proletariado, capaz de echar por tierra la explotación burguesa, podría construir “sobre la base de una nueva economía, las premisas necesarias que asegurasen a las grandes masas el acceso a una vida embellecida por la dignidad y la cultura” (Ponce, [1938] 1974, III: 456).

Nuestro autor realiza un lúcido análisis del significado del humanismo, poniendo de manifiesto las condiciones sociales en que se produce ese movimiento filosófico. En este sentido su texto podría ser leído como un intento de caracterización de la función social del intelectual humanista. Dice Ponce:

“El interés por lo inmediato y terrenal ha substituido a la fe en la inmortalidad del individuo, y el consuelo de un Paraíso para después de la muerte empalidece frente a la confianza en el progreso indefinido y en el concepto humano de la gloria. (...) Y si Colón y Copérnico avanzan como dos gigantes en el umbral de la “época de los descubrimientos”, otro descendiente de tejedores, Jacobo Fugger, va a demostrar lo que vale en manos de la burguesía ese torrente de oro que Colón ha volcado en Europa” (Ponce [1938] 1974, III: 460).

“Racionalistas en su concepción del mundo, indiferentes frente a las diversas religiones, pacifistas porque así lo exigía el interés de sus caravanas y de sus navíos, los banqueros del siglo XV y XVI crearon la atmósfera en que el humanismo nació y lo apoyaron después con sus fortunas y sus honores. Porque, subrayémoslo una vez más: sobre el plano de la cultura, el humanismo fue una derrota del feudalismo católico frente a la burguesía comerciante. Entre los mercaderes nació el culto a la Antigüedad, y ellos, los mercaderes, fueron quiénes lo impusieron a los prelados y los príncipes” (Ponce [1938] 1974, III: 463).

En pocas palabras, el humanismo como trabajo del pensamiento, es decir, como actividad propia de los intelectuales, es considerado por Ponce como una forma de racionalidad que acompaña y justifica el despliegue de la burguesía en su etapa de emergencia histórica y, en este sentido, contribuye a la derrota del feudalismo. Sin embargo, su influencia social tiene un límite, no puede avanzar más allá de lo que la burguesía puede permitir. En efecto, para crecer la burguesía necesita ejércitos de obreros libres dispuestos a vender su fuerza de trabajo y convertirse en trabajadores asalariados. Los humanistas, en cuanto ideólogos de la burguesía y “pedagogos de los hijos de banqueros”, no sólo no se interesan por los trabajadores, sino que “aconsejan para el pueblo la enseñanza de las supersticiones”, contribuyendo a mantener su ignorancia y prolongar su mansedumbre. “Cuando a la cultura se la disfruta como a un privilegio –concluye Ponce–, la cultura envilece tanto como el oro” (Ponce [1938] 1974, III: 487). Así, el humanismo, que en un principio fue instrumento de lucha contra los privilegios del orden feudal y de la Iglesia, se convirtió en un instrumento para estabilizar los privilegios de la burguesía

“... y por eso (porque enseñó como nadie a desinteresarse de la acción y a aceptar el orden constituido) el humanismo, transformado en ‘humanidades’ pasó a ser desde entonces hasta hoy, el ideal educativo de las clases gobernantes” (Ponce [1938] 1974, III: 493).

Pero, la experiencia histórica vivida en su inmediatez, la Guerra y la Revolución, conmueve profundamente al intelectual comprometido auténticamente en el cuidado de la verdad y, como en la caso de Romain Rolland, le llevan a reconocer la suma enorme de errores, prejuicio y mentiras acumuladas por la educación, y la necesidad de ponerse a la búsqueda de “ideas vivientes”, que se encuentran “bajo la corteza de ese mundo nuevo, cuyo aspecto rugoso no nos inspiraba confianza” (Ponce [1938] 1974, III: 501).

Recordemos que el intelectual “está en sus dominios”, no cuando se aísla del acontecer mundano para meditar, sino cuando sirve a la verdad con criterio propio a fin de comprender e intervenir en la transformación de lo dado. En esta línea de argumentación, la reivindicación del sentido histórico de la Revolución Rusa no implica traicionar el sentido auténtico del trabajo del pensamiento como cuidado de la verdad. Antes bien, surge de ese “braceo hercúleo” que implica luchar contra obstáculos internos (temores, comodidades) y externos (ideologías dominantes, regímenes autoritarios). Lo contrario sería someter a servidumbre a la inteligencia como sucede en las dictaduras. A propósito de un hecho sucedido en Milán, el 30 de marzo de 1926, Ponce escribe un apunte breve sobre “Mussolini y la servidumbre de la inteligencia”, en el que define:

“Más que por el abuso o la arbitrariedad, las dictaduras son funestas por la manera como envilecen a los pueblos (...)

Hay algo mucho más grave que la humillación de los inferiores: la servidumbre de la inteligencia (...)

En el ambiente innoble de las dictaduras, toda palabra de rebeldía adquiere así un significado profundo. Y cuando alguien alza la voz para decir la verdad con masculino entusiasmo, hay una sensación de alivio en el corazón de todos los hombres libres”. (Ponce, 1974, VI: 534-535).

Como quedó señalado, Ponce apela reiteradamente a la idea de construcción. Ella está presente en textos referidos a Sarmiento, incluso en el título de uno de ellos, Sarmiento constructor de la nueva Argentina. En él, el concepto de construcción funciona como articulación entre momentos históricos diferentes. Alude por una parte al fin de una época –la colonia– y enfatiza, por otra parte, el comienzo de una nueva etapa –la república–, que se anuncia como posible en la voluntad transformadora de los sujetos, representados por Sarmiento. Es decir que el proceso constructivo muestra dos caras: por un lado, se critican los elementos del pasado que obstaculizan la tarea de levantar un nuevo edificio; por otro lado, se señalan los factores que contribuyen a la edificación. Es un trabajo del pensamiento, en cuanto es a la vez crítica y proyección utópica, que se plasma en hechos concretos cuando

Sarmiento actúa desde un lugar de poder. De la misma manera, en Humanismo burgués y humanismo proletario se aplica la idea de construcción a las transformaciones en la técnica, la industria, la cultura y a la misma vida de los hombres, que –según Ponce– han dejado de ser esclavos para transformarse en dueños completos de sus propias fuerzas y factores conscientes de la evolución. También en este caso hay un pasado caracterizado por el modo capitalista de producción que debe ser removido para dar paso a la nueva sociedad. “Al socializar (...) los instrumentos de producción (...) el proletariado por vez primera en el mundo comienza a trazar la historia del hombre con plena conciencia de lo que quiere y lo que hace ... y por vez primera, también, adquieren validez universal los grandes valores que hasta entonces sólo enmascaraban los intereses de las clases dominantes” (Ponce, 1974, VI: 549). El proletariado es, por tanto, el sujeto social que abre el camino al “humanismo pleno”. Es una manera diferente de llevar adelante el trabajo del pensamiento, no exenta de riesgos.

Hemos sugerido que los escritos de Ponce a los que nos venimos refiriendo pueden ser leídos como un intento de caracterizar la función social del intelectual. En efecto, es posible señalar ciertas afinidades entre las elaboraciones de Ponce y Gramsci acerca del asunto. En primer lugar, es dable advertir la semejanza en cuanto al criterio metodológico subyacente a las elaboraciones de ambos autores, el cual consiste en buscar lo propio de la actividad intelectual en el conjunto de relaciones sociales en que está inserta antes que en el contenido de la propia actividad. Así es posible diferenciar, por una parte, a los intelectuales tradicionales, que a partir de una interpretación inadecuada de la autonomía, monopolizan la superestructura considerando que sus productos son independientes respecto del modo de producción dominante; por otra parte, están aquellos intelectuales que acompañan la emergencia de una clase social, dando consistencia y creando las condiciones económicas, políticas y sociales de su expansión. Tal es el caso, para Ponce, de los humanistas del renacimiento, que proveyeron los fundamentos de una nueva concepción del mundo congruente con el ascenso histórico de la burguesía, y de los intelectuales orgánicos del proletariado, que al modificar el equilibrio establecido entre la actividad física y la teórica generan lo que Ponce llama “el verdadero humanismo”, el humanismo proletario.

Asimismo, es posible mencionar algunos aspectos en que los planteos de Gramsci y Ponce se separan parcial o totalmente. Gramsci acentúa el examen de las relaciones recíprocas entre estructura y superestructura de la sociedad e intenta liberar al marxismo de impregnaciones positivistas, del determinismo económico y de la interpretación mecanicista de los acontecimientos sociales. Ponce, por su parte, incorpora la metodología de análisis marxista en una matriz de base científica positivista, de ahí el riesgo de quedar preso el determinismo económico y el mecanicismo, incluso en los estudios de la relación entre educación y lucha de clases (Ponce, [1937] 1974, III).

“los ideales pedagógicos –dice– no son creaciones artificiales que un pensador descubre en la soledad y que trata de imponerlas después por creerlas justas. Formulaciones necesarias de las clases que luchan, esos ideales no son capaces de transformar la sociedad sino después que la clase que los inspira ha triunfado y deshecho a las clases rivales. La clase que domina materialmente es la que domina también con su moral, su educación y sus ideas. Ninguna reforma pedagógica fundamental puede imponerse con anterioridad al triunfo de la clase revolucionaria que la reclama (Ponce [1937] 1974, III: 434).

El eje de la argumentación es la lucha de clases, que tendría, para Ponce, atributos universales y estables en el curso de la historia. La escuela fija su propósito ligado a la estructura económica de la clase social dominante, sin poder ser otra cosa que el reflejo de los intereses y aspiraciones de esa clase. En estos puntos la reflexión ponceana difiere categóricamente de la gramsciana que, al privilegiar una perspectiva política, tanto en la caracterización de la función del intelectual como en la consideración de la educación, evita el determinismo economicista y el inmediatismo.

Oscar Terán refiriéndose a los escritos ponceanos de la última etapa, espacialmente a Educación y lucha de clases, sostiene que se asiste en ellos “a una adhesión al marxismo que no conlleva el replanteamiento del problema nacional, y que persiste en desplazar hacia la penumbra el relevamiento de aquellas zonas nacionales que desde otras perspectivas la intelectualidad argentina comenzaba a reconocer” (Terán, 1986: 155). En efecto, se puede considerar como un aporte positivo la introducción de la metodología marxista para el análisis de la educación y de la función del intelectual a través de la historia. Ello permite introducir una perspectiva de análisis diferente en la consideración de estos temas. Así, el discurso ponceano se presenta como una alternativa en el universo discursivo de los años treinta, frente a las reivindicaciones de la jerarquía, el orden y la disciplina promovidas por un Ricardo Rojas o un Manuel Gálvez, a la arenga militarista de Lugones y al apoyo de la Iglesia Católica al gobierno conservador de la época. Sin embargo, el análisis no es lo suficientmente diferenciado como para lograr una apreciación de la especificidad de las condiciones contextuales del capitalismo en América Latina, y especialmente en Argentina.

Cabe preguntar, si la función social del intelectual se agota en este acompañar a la clase social en ascenso como expresión de su “conciencia”, o si el trabajo del pensamiento, la “problematización”, no excede esa actividad de la conciencia. Recordemos con Bourdieu que el mundo económico produce efectos de reconocimiento que sostienen la adhesión al orden establecido y que la acción del conocimiento permite fisurar esa doxa originaria. Dicha acción es ya un hecho político que abre la posibilidad de explorar otras alternativas. Lo propio del intelectual es, pues, llevar adelante ese arduo trabajo de problematización, del que habla Foucault, acerca de aquello que se constituye como objeto de conocimiento. Trabajo que consiste en interrogar una y otra vez lo que aparece como evidente y sacudir los hábitos de las clasificaciones admitidas, perseverando en el cuidado de la verdad.

Esa tensión entre polos aparentemente excluyentes –conservación o transformación, restauración o exploración de nuevas posibilidades, conquista de sí mismo o compromiso social– queda transparentada en los análisis ponceanos sobre las figuras de nuestro pasado, sobre la función del intelectual humanista y sobre la educación. A través de sus textos se recuperan unas categorías –barbarie-civilización– y se proponen otras –autonomía-compromiso –, a través de las cuales se interpreta la realidad y la función de la inteligencia. Si bien sus análisis se recortan –digámoslo– sobre el trasfondo de una concepción de la historia como progreso lineal. Tal concepción, sin embargo, forma parte del entramado de tensiones epocales en que se inscribe la reflexión de Aníbal Ponce, reflexión que no flaqueó en el trabajo de servir a la verdad.

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[1] Héctor P. Agosti es uno de los biógrafo de Aníbal Ponce y tuvo a su cuidado la reconstrucción de las Obras Completas editadas en 1974.

[2] Entendemos que las categorías son objetivaciones producidas desde un contexto social e histórico determinado, que se expresan en la mediación del lenguaje, facilitando la comunicación dentro de cierta estructura referencial (dimensión semántica), y que transmiten valores orientadores del obrar (dimensión pragmática) en relación con la propia experiencia del mundo social epocal. (Arpini, 1997: 24)

[3] Pierre Bourdieu ha designado “ilusión biográfica” al presupuesto de que “una vida es inseparablemente el conjunto de los acontecimientos de una existencia individual concebida como una historia y el relato de esa historia”. Lo que implica suponer que la vida constituye un todo, que se desarrolla según un orden cronológico y lógico a la vez, desde un inicio –que es también principio y razón de ser– hasta un término –que es también meta–, entre los cuales los acontecimientos se organizan en secuencias ordenadas, inteligibles y coherentes.

[4] Se indica entre corchetes la fecha de la primera edición de las obras de A. Ponce y a continuación el lugar de las Obras Completas, editadas por Cartago en 1974, de donde se tomaron las citas.

[5] La conferencia sobre “Los deberes de la Inteligencia” fue pronunciada por Aníbal Ponce en la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires, 30 de junio de 1930, por invitación de la Agrupación Estudiantil Acción Reformista.

Fuente: Política y humanidades, ISSN 1575-6823, Nº 16, 2006, pags. 226-247

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