¿Tiene la Universidad algún interés para el capital?
Los informes del Banco Mundial empezaron a insistir hace ya algunos años en la necesidad de esta transformación global. El informe elaborado por D. Johnstone y W. Experton, The Financing and Management of Higher Education, es de 1998. En ellos, recomendaban dos medidas principales que en nada se alejan de las recomendaciones a otros tipos de empresa: flexibilización y reducción de costos.
Ahora bien, en el ámbito educativo flexibilizar significa tratar el conjunto de los recursos, es decir los edificios, las bibliotecas, los laboratorios o los profesores como activos que deben ser insertados lo más productivamente posible y que deben ser combinados de modo ‘flexible’ y variable, reordenando los títulos y enseñanzas según módulos aleatorios a gusto del consumidor. Se acabaron las carreras standard caracterizadas por conjuntos de conocimientos predefinidos y comunes; al revés, se trata de inventar recorridos docentes variados, imaginativos, que combinen cursos y enseñanzas de diverso tipo y que sean adaptables en función de las necesidades, o sea de la matrícula.
La otra recomendación, reducción de costos, no entraña tampoco secretos: se trata de cargar los costes sobre los usuarios y sus familias, y de recortar los gastos de personal promoviendo plazas de profesores con escasa estabilidad (contratos anuales o bianuales, ligados a un proyecto…) en detrimento de la vieja figura del profesor-funcionario fijo de plantilla. Esos nuevos profesores son la espina dorsal de la reforma, puesto que carecen de las seguridades y vicios de los antiguos, y conforman una capa de personal extremadamente joven, móvil y motivable. En resumen, se trataba, ya a finales de los ‘90, de aplicar a la Universidad las recetas del nuevo management que iban a transformar ese ámbito social en una auténtica área de negocios.
La educación como mercancía
Tras las movilizaciones contra la LOU, el Informe Bricall se encargó de poner los puntos sobre las íes, traduciendo palabra por palabra aquellas recomendaciones: había que pasar de la Universidad de masas, en franca decadencia, a una Institución formadora de capital humano; había que sustituir el concepto de la enseñanza superior como un derecho y un bien social, por su consideración como una mercancía y una inversión; había que abandonar la vieja idea de la enseñanza pública y de calidad para entrar en la era de la privatización de las prestaciones cognitivas; había que dejar de pensar en una universidad radicada en un territorio para ubicarla como una agencia globalizada en un ránking internacional; había que sustituir en la medida de lo posible la universidad presencial por la enseñanza virtual.
En este proceso el aura de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación ha oscurecido la adecuación del nuevo modelo a las exigencias de un nuevo tipo de capitalismo que, juntamente con otros autores, denominamos capitalismo cognitivo. En este nuevo tipo o fase del capitalismo, una porción creciente de capital se invierte y se rentabiliza en “productos cognitivos” al tiempo que crece, imparable, el número de estos trabajadores sobre el conjunto global. Hablamos del crecimiento de inversiones en investigación, en I+D, en sanidad y enseñanza, en informática, telemática, nuevas fuentes de energía y nuevos materiales, vistos no sólo por su contribución cuantitativa al crecimiento en sus sectores específicos, sino por el enorme peso que adquieren en el aumento de la productividad general. ¿Qué es un ‘bien cognitivo’? Dicho en otras palabras, ¿cómo se fabrica una nueva vacuna, cómo se desarrolla una nueva herramienta de software, cómo se descubre una nueva prestación? Los ‘bienes cognitivos’ son resultado de un proceso que tiene, cuando menos, dos características notables. En primer lugar, son efecto de un proceso colectivo: ningún genio habría logrado descubrir nada relevante si no hubiera contado con equipos adecuados y recursos suficientes. Eso implica que los procesos de creación de conocimiento incluyen largas secuencias de recopilación y tratamiento de la información, de pruebas y ensayos, de puestas a punto, de corrección y ampliación, imposibles para un solo agente.
La forma standard de privatizar ese proceso colectivo la proporciona el sistema de patentes y derechos de autor que, aun cuando cumpliera una función en el siglo XVIII para garantizar la subsistencia de los creadores, está resultando obsoleta. La segunda característica es que estos bienes, por mucho que se reproduzcan, no se agotan, ni merman en su eficacia. Más bien al contrario, su uso deviene la ocasión de enriquecimientos y mejoras del propio producto, que incorpora nuevas prestaciones. Eso hace que la sociedad basada en el conocimiento sea, al menos teóricamente, una sociedad potencialmente rica, aunque las trabas puestas al acceso a los bienes pueden hacerla sumamente injusta y polarizada.
Estas dos características se aúnan en el tratamiento de la universidad como gran fábrica de puesta a punto de recursos cognitivos bajo el dominio de la ideología de la privatización. Se trata, por una parte, de capacitar el futuro ‘capital humano’ bajo la premisa de que los conocimientos que el alumno/a va a recibir son una especie de ‘capital’ que le permitirá optar a un mejor puesto de trabajo y que, por tanto, debe ‘pagar’ con un desembolso previo privado, pues privados serán los beneficios que obtenga posteriormente en el ejercicio de su profesión, siendo sólo responsabilidad suya si no lo rentabiliza adecuadamente. Por otra, se trata de producir bienes intangibles cuya inserción en los mecanismos de la apropiación privada queden garantizados a través de las patentes y de los conciertos con las empresas antes de su obtención.
Como consecuencia de todo ello las autoridades públicas se desentienden de la financiación. Cierto es que los enormes gastos de estas instituciones desbordan en ocasiones los limitados presupuestos de los poderes autonómicos pero, como en tantos otros aspectos de la vida social, la tendencia es dejarlas a merced del mercado, de modo que cada universidad se autofinancie, cosa que sólo puede hacer en la medida en que la enseñanza sea pagada por los alumnos –usuarios del servicio– y que las empresas u otros organismos financieros se interesen por los productos que generan esas especiales empresas: las capacidades desarrolladas en los alumnos-futuros trabajadores (“habilidades y competencias”) y los conocimientos susceptibles de ser rentabilizados, para lo cual deben estar convenientemente protegidos.
Sin embargo, éste no es el reto. El desafío está en desligar la Universidad del mercado y acercarla a todos aquellos procesos sociales que están luchando contra las nuevas formas del capitalismo cognitivo: de la lucha por el territorio al software libre, de los procesos de autoformación a las investigaciones participativas. Potenciar esa opción nos permitiría decir un adiós esperanzado a la Universidad de masas, y oponer al modelo neoliberal una creación en común de conocimientos compartidos.
*Catedrática de Filosofía y miembro del Foro de Madrid
Fuente: Periódico DIAGONAL - 06.02.2008