Cuando todo era posible
Nanterre es un gris conglomerado de bloques de cemento construido para descongestionar La Sorbona. Allí funciona la Facultad de Humanidades, a la que asisten unos 14.000 estudiantes franceses, pero también de otras naciones de Europa. Corre el mes de marzo de 1968 y el gobierno del autoritario general Charles De Gaulle planea una reforma de la enseñanza superior que acentúa la selectividad. La mayoría de los estudiantes saben que su opinión no será consultada, que estarán condenados a la desocupación cuando concluyan sus carreras y son conscientes de la inutilidad y la vacuidad de la enseñanza que reciben.
Sin embargo, la resignación predomina y los llamados “grupúsculos”, reducidos círculos de agitadores anarquistas, trotszkistas, situacionistas, reúnen pequeños auditorios que escuchan con atención pero sin entusiasmo sus enfervorizadas consignas. Hasta que, inesperadamente, una chispa incendia la pradera. El 20, una pequeña concentración convocada por el Comité Vietnam National en apoyo de la lucha que libra el Vietcong contra el imperio del Norte, rompe con la tradición pacifista: se queman imágenes del presidente estadounidense Lyndon Johnson y los manifestantes enfrentan violentamente a la CRS, el grupo de choque de la policía francesa. El saldo: seis detenidos.
Dos días después, en un mitin de protesta contra la represión, se toma una decisión sorpresiva: la ocupación de los locales administrativos de la facultad. Los debates se prolongan hasta la madrugada y ya son cientos los que intervienen. El 13 de abril, un atentado realizado en Alemania contra el líder estudiantil de ese país, Rudy Dutschke –conocido como Rudy el Rojo– genera la indignación de sus camaradas franceses. Cinco mil de ellos se reúnen en Nanterre y la CRS tropieza con una resistencia impensable. La rebelión se extiende a La Sorbona y las paredes hablan: “Olvídense de todo lo que han aprendido, empiecen a soñar”. “Profesores, ustedes nos hacen envejecer”. “En los exámenes responda con preguntas”. “Todo enseñante es enseñado, todo enseñado es enseñante”, desafían.
Hacerse hombres
Un viejo profesor, Raymond Aron, expresa su preocupación ante tanta energía desbordada: “Es necesario salir del caos, de la anarquía, de la violencia. No se reformará a la universidad enteramente en algunas semanas, con la ayuda de medidas improvisadas o de decisiones adoptadas en las asambleas que se declaran generales (…) La cooperación entre estudiantes y docentes no podrá, en ningún caso, cuestionar la responsabilidad y la dignidad de los docentes. Toda elección de profesores (o de representantes de los profesores) por asambleas donde participen los estudiantes es incompatible con esta responsabilidad y esta dignidad. La universidad debe oponer un no incondicional a la politización que se disimula detrás de expresiones como ‘contestación permanente’ y ‘universidad crítica’. La reflexión racional sobre los problemas de la política no tiene nada en común con las reuniones públicas y los debates entre partidos. En el mundo entero esas consignas desembocan en el tumulto”.
El filósofo Jean Paul Sartre, uno de los más entusiastas defensores de la rebelión, le responde: “Al contrario de lo que se pretende hacer creer, los estudiantes no se niegan a que se les enseñe cualquier cosa; simplemente piden el derecho de discutir lo que se les enseña, de verificar su importancia, de asegurarse que no les están haciendo perder el tiempo. No pueden imaginarse la cantidad de estupideces que me enseñaron cuando era estudiante. (…) El profesor de facultad es casi siempre –también lo era en mi época– un señor que ha hecho una tesis y que la recita durante el resto de su vida. Alguien que posee un poder al que está fuertemente ligado: el de imponer sus propias ideas a los demás, en nombre de un saber que ha acumulado, sin que aquellos que lo escuchan tengan el derecho de discutirlas. La única forma de aprender es discutir. Es también la única manera de hacerse un hombre. (…). “Un profesor que no acepta decirse: ‘Estoy desnudo ante ellos’, es indigno de enseñar. Es necesario ahora que Francia entera ha visto a De Gaulle completamente desnudo, que los estudiantes puedan verlo así a Raymond Aron. Se le devolverán las ropas si acepta la discusión”.
Cambiar la vida
La impugnación, inicialmente circunscripta a lo académico, se extiende velozmente a la familia, la política, la religión. En suma, a todos los valores sobre los que se asienta la sociedad. Es un enfrentamiento difuso, pero que pone en juego la naturaleza misma de un sistema basado en el productivismo y el consumismo y Francia toda siente los efectos del terremoto. Los muros evocan al filósofo Heráclito: “El combate es el padre de todas las cosas” o convocan a la imaginación: “Desabrochen el cerebro tan a menudo como la bragueta”. En tanto, el matutino Le Monde plantea con claridad las proyecciones de la protesta: “Esos estudiantes que no adscriben a ninguna organización política conocida constituyen un elemento explosivo en un medio muy sensible”.
Como suele suceder, los sectores más reaccionarios preparan la contraofensiva El grupo fascista Occidente amenaza: “Ya que los marxistas quieren guerra, la tendrán. Todos nuestros militantes han sido movilizados. De aquí a una semana exterminaremos a la lacra bolchevique”.
El 2 de Mayo, en Nanterre, el decano anuncia la decisión de clausurar la facultad. La policía desaloja el lugar y practica detenciones. Desde la mañana del día siguiente se desarrolla un acto de solidaridad en La Sorbona y se organizan grupos de autodefensa para enfrentar las provocaciones de los matones de Occidente, que decrecen a medida que el alzamiento se masifica. Las manifestaciones se multiplican y la CRS detiene a centenares de activistas. En el Barrio Latino, todo civil es sospechoso, todo joven puede ser un estudiante y, por lo tanto, pasible de ser maltratado o apaleado. El lunes 6, 600.000 estudiantes franceses acatan el llamado a la huelga general. Por primera vez se difunden volantes llamando a la solidaridad obrera, aparecen las barricadas y se incendian decenas de automóviles. Herbert Marcuse, uno de los referentes intelectuales de la rebelión, explica: “Si son violentos es porque están desesperados. Y la desesperación puede ser el motor de una acción política eficaz”. Los intelectuales franceses adhieren masivamente a la revuelta, los actores toman los teatros. “Toda creación cultural debe ser colectiva”, es la premisa.
Los deseos y la realidad
La población comienza a prestar ayuda y los heridos en los enfrentamientos entre los policías, que utilizan gases asfixiantes, y los manifestantes, que aprovechan su excelente conocimiento del terreno, suman 800. Empero, las voces contestatarias se superponen, obstaculizando la elaboración de una estrategia clara. La propia Carta de la Sorbona, un documento que recoge las coincidencias de los colectivos, lo admite implícitamente: “Neguémonos a responder cuando nos preguntan a dónde vamos. No estamos en el poder. No tenemos por qué ser positivos ni justificar nuestros ‘excesos’. Pero si respondemos, ello significa también, y sobre todo, que queremos los medios de nuestros fines, es decir, si no el poder, al menos un poder donde toda forma de opresión y de violencia esté excluida, como fundamento de su existencia y medio de su supervivencia”
En los días subsiguientes se confirma que la situación es incontrolable, algunas fábricas –entre ellas la Renault– comienzan a ser ocupadas por sus obreros, los liceístas se suman a la revuelta y el gaullismo gobernante contempla con pánico a una manifestación de 40.000 personas –entre las cuales se ve a muchos trabajadores– que remonta los Campos Elíseos entonando La Internacional. Un informe del jefe de policía expresa que las “fuerzas del orden” se han visto desbordadas. En tanto, el diario conservador Le Figaro acusa: “¿Estudiantes estos jóvenes? Son carne de correccional más que de Universidad”.
El Partido Comunista Francés, que al iniciarse los hechos había cuestionado los métodos y objetivos del movimiento, reconoce “la justa causa de los estudiantes”. El 13 se inicia una huelga general por tiempo indeterminado convocada por las tres centrales sindicales y un millón de parisinos se manifiestan en las calles al grito de “Gobierno popular”.
Un calificado testigo de los acontecimientos, el escritor mexicano Carlos Fuentes, describe: “Los franceses han descubierto que llevaban años sin dirigirse la palabra y que tenían mucho que decirse. Sin televisión y sin gasolina, sin radio y sin revistas ilustradas, se dieron cuenta de que las “diversiones” los habían realmente divertido de todo contacto humano. Durante un mes, nadie se enteró de los embarazos de la princesa Grace de Mónaco, nadie se sintió constreñido por el dictado sublimante de la publicidad a cambiar de auto, reloj o marca de cigarrillos. Renació de una manera maravillosa el arte de reunirse con otros para escuchar y hablar y reivindicar la libertad de interrogar y de poner en duda”.
El canto del cisne
Hasta el 24 de mayo los trabajadores controlan los medios de producción pero no saben qué hacer con ellos. Los comités de acción estudiantiles manifiestan explícitamente su desorientación y el temor al aislamiento en una consigna: “Los obreros deben tomar la bandera de lucha de nuestras frágiles manos”.
Así, el fuego comienza a convertirse en ceniza. El cansancio es una evidencia incontrastable y los heterogéneos protagonistas de la gesta continúan discutiendo si es mejor hacerse fuertes en la Universidad e impulsar las reformas necesarias, constituir urgentemente “un partido revolucionario” o replegarse para recuperar fuerzas. Paralelamente, las autoridades resuelven prohibir las concentraciones y proscribir a las organizaciones nacidas al calor de los sucesos. El 13 de junio, dos días después de una violenta jornada que fue el canto del cisne de la rebelión, el Gobierno retoma la iniciativa y dos semanas más tarde la “mayoría silenciosa” emite su dictamen: la coalición oficialista gana las elecciones y ocupa 358 de los 487 escaños de la Asamblea Nacional. La fiesta ha terminado.
Las paredes hablan
Tras el caos aparente de los graffiti, donde Marx y Bakunin alternaban con los poetas surrealistas, es posible descubrir la potencia y la lucidez de un ecléctico movimiento que privilegiaba la acción pero, a la vez, redescubría la fuerza subversiva de la palabra. La siguiente es una selección de las reflexiones que cubrían los muros parisinos:
“Dios: sospecho que eres un intelectual de izquierda”. (Liceo Condorcet)
“Nuestra esperanza sólo puede venir de los sin esperanza”. (Ciencias Políticas)
“El derecho de vivir no se mendiga, se toma”. (Nanterre)
“Contempla tu trabajo: la nada y la tortura forman parte de él”. (Sorbona)
“Examen es igual a servilismo, promoción social, sociedad jerárquica”. (Censier)
“Queremos las estructuras al servicio del hombre y no el hombre al servicio de las estructuras. Queremos tener el placer de vivir y nunca más el mal de vivir”. (Teatro Odeón)
“Proscribamos el aplauso. El espectáculo está en todas partes”. (Nanterre)
“La nueva sociedad debe estar fundada sobre la ausencia de todo egoísmo, de toda egolatría. Nuestro camino será una larga marcha de fraternidad”. (Sorbona)
“No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre se compense por la garantía de morir de aburrimiento”. (Teatro Odeón)
“No se encarnicen tanto con los edificios, nuestro objetivo son las instituciones”. (Sorbona)
“Y sin embargo todo el mundo quiere respirar y nadie puede respirar, y muchos dicen ‘respiraremos más tarde’. Y la mayor parte no muere porque ya está muerta”. (Nanterre)
“Tomen sus deseos por realidades”. (Sorbona)
“Empleó tres semanas para anunciar en cinco minutos que iba a emprender en un mes lo que no pudo hacer en diez años”. (Grand Palais)
“Dejemos el miedo al rojo para los animales con cuernos”. (Sorbona)
Recuerdos de la muerte
La ola libertaria gestada en las barricadas de París no tarda en extenderse al resto de Europa: Roma, Milán, Florencia, Madrid, Barcelona, Amsterdam, Bruselas, Praga, son –entre otras– las ciudades donde la ira contestataria de los jóvenes sacude abruptamente la modorra de sociedades anquilosadas. En Río de Janeiro, Montevideo, Lima, Rosario y Córdoba, con las peculiaridades propias de un continente empobrecido y saqueado, los estudiantes asumen con madurez el rol que les cabe en la lucha de sus pueblos. Casi exactamente un año después del Mayo Francés, el Cordobazo marca el principio del fin de la dictadura militar argentina. “En las fogatas callejeras arde el entreguismo, con la luz, el calor y la fuerza del trabajo y de la juventud”, sostiene Agustín Tosco, uno de los sustentos emblemáticos de la rebelión popular.
Pero en México, donde ese año se realizarán los Juegos Olímpicos, la impugnación –con su ingenuidad, su candor político– padecerá un escarmiento brutal. Los hechos se inician en julio de 1968 con características que no difieren de las ya conocidas: asambleas, barricadas, enfrentamientos con las fuerzas policiales, pliego de reivindicaciones. El periodista y escritor Carlos Monsiváis consigna: “La imaginación reaccionaria agrega por su cuenta saqueos desaforados, estrupros, desmanes contra ciudadanos pacíficos”.
Quienes se sienten agredidos son los administradores de lo que alguna vez fue una Revolución: burócratas de toda laya. El dirigente sindical Fidel Velásquez llegó a anunciar la constitución de “batallones obreros” para combatir a los iconoclastas: estudiantes de clase media, activistas de grupúsculos de izquierda, desheredados del régimen, profesores recién egresados, profesionales sin trabajo.
Durante meses, los rebeldes eluden la negociación, a la que consideran como una trampa para domesticar y asimilar, en tanto el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz encomia el diálogo con el fin de ganar tiempo mientras recurre al arsenal propagandístico de la guerra fría y asigna a soldados y paramilitares las tareas más sucias.
El acto final ocurre en la Plaza de las Tres culturas. En la mañana del 2 de octubre, la policía secreta y los halcones del llamado Batallón Olimpia toman azoteas, departamentos y cuartos de servicio de los altos edificios que circundan el paseo. A las 5.30 se inicia el mitin con la presencia de una multitud integrada por estudiantes, pero también por madres con sus niños y vecinos de los barrios contiguos. La intranquilidad, el oscuro presentimiento dominan la escena. Repentinamente, a las 6.10, de las azoteas comienzan a llover balas, se escucha el estruendo de los tanques y el ruido de las botas de miles de soldados. “Compañeros no corran, no se asusten, quieren atemorizarnos”, gritan los líderes estudiantiles. Es inútil, ya se escucha el tableteo de las ametralladoras y la muchedumbre se dispersa dejando a su paso un tendal de muertos y heridos.
El autor intelectual de la masacre, el secretario de Gobernación Luis Echeverría, será premiado con la candidatura presidencial del oficialismo. El 12 de octubre, Díaz Ordaz inaugura las Olimpíadas en un estadio repleto y amnésico. La derrota ha quedado consumada. La poeta mexicana Rosario Castellanos escribe: “Recuerdo, recordamos. /Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca /sobre tantas conciencias mancilladas /sobre un texto iracundo /sobre una reja abierta, /sobre el rostro amparado tras la máscara /Recuerdo, recordemos /hasta que la justicia se siente entre nosotros”.
*Periodista. Profesor UBA- Maestría Universidad de La Plata- TEA y ETER
Fuente: [color=336600]Acción Digital – 15.04.2008[/color]