“Un tiempo histórico donde lo subjetivo ha ingresado en la forma mercancía”
–¿Cuál es el aporte de Lacan, la política en cuestión... para pensar la relación entre psicoanálisis y política?
–Es una relación tensa, problemática, porque la política se ocupa de los hechos colectivos y el psicoanálisis, en principio, se ocupa de la teoría del sujeto. Pero es cierto que a partir de Lacan, esa teoría del sujeto se vincula también a la construcción de los lazos sociales y, en particular, a la construcción discursiva de la realidad. A su vez, la política, las ciencias políticas y las teorías sociales han empezado a tener en cuenta cómo está hecho el sujeto. Por lo tanto, ya no basta describir los hechos objetivos, sino que es necesario considerar cómo se constituyen ciertas respuestas subjetivas en esos procesos. Las transformaciones sociales, o lo que impide que éstas ocurran, exigen –en muchas ocasiones– ver de qué manera han sido subjetivados esos procesos sociales. A su vez, después de la crisis del modelo neoliberal, a medida que vuelve a tomar forma la teoría de los antagonismos sociales, es necesaria una teoría de cómo funcionan los sujetos en esos antagonismos. Porque ya no son los antagonismos clásicos, como la lucha de clases, sino antagonismos más fragmentados, ya no aparecen claramente objetivables, pero sí funcionan dentro de la estructura social. A ese respecto, el psicoanalista puede dar cuenta de la implicación subjetiva de estos procesos.
–¿A qué llama “antagonismos fragmentados”?
–Cuando funcionaba la teoría de la lucha de clases, la clase trabajadora, por su posición objetiva dentro del modo de producción, era la destinada a llevar a cabo la transformación. Se pensaba que –por lo mismo– era el sujeto histórico que iba a realizar la esencia humana. Hoy no aparece un sujeto histórico objetivable de esa manera.
–¿Por qué?
–Porque hay excluidos y porque, dentro de los mismos trabajadores, hay fragmentos: están los inmigrantes, los excluidos, los que no tienen trabajo. En la pobreza hubo una metamorfosis. En el concepto clásico del marxismo, la pobreza era la privación de las satisfacciones, de las necesidades materiales, era una carencia. Hoy, un concepto como el de Lacan –el “plus de gozar”, que alude a los modos de satisfacción– muestra que la pobreza no es solamente un menos, que también es una más, que en la miseria actual participa el consumo de la droga, el consumo de las armas, las adicciones. Ya no se puede pensar sólo en la lógica de la falta, hay un montón de procesos de subjetivación en donde podemos ver que hay una fragmentación, y por lo tanto, si estos antagonismos que forman parte de la dinámica social quieren tomar una forma política, deben ser tenidos en cuenta todos estos factores.
–¿Por qué cree que ser lacaniano implicaría ser de izquierda?
–Lacaniano y de izquierda no son palabras que vayan bien juntas. Primero porque Lacan nunca fue de izquierda. Con respecto a los proyectos de la izquierda clásica siempre tuvo una relación crítica. Sin embargo, Lacan es un pensador radical, entendió muy bien la lógica capitalista, entendió muy bien los efectos de la técnica en el mundo contemporáneo. Por lo tanto, dado que la izquierda ya no dispone de aquel sujeto histórico que prometía la transformación, puede encontrar en Lacan una oportunidad para renovar su discurso.
–¿Cómo encontraría esta oportunidad?
–Al poder ver de qué manera se piensa a la realidad, la que, ya a partir de Lacan, no es una cosa continua. En Lacan hay oposición muy clara entre lo real y la realidad. Lo real es lo que no se simboliza en la realidad. Por lo tanto, los sujetos construyen distinto tipo de respuesta con respecto a ese real que es imposible de simbolizar. Hasta ahora los proyectos de transformación partían del supuesto de que sólo con la toma de conciencia, sólo a través de la crítica y a través del análisis objetivo de la realidad, ya se podía inaugurar un proceso de cambio. Pero a partir de la lógica lacaniana, que exige la construcción de mediaciones, esto ya no está garantizado. Esta ausencia de garantías ha llevado a algunos lacanianos a volverse conservadores, irónicos, o a ejercer una especie de escepticismo lúcido. Pero, por el contrario, también se pueden aprovechar esos mismos obstáculos para repensar los proyectos políticos, como lo hace Ernesto Laclau.
–De algunos pasajes de su obra pareciera desprenderse la idea de que el psicoanálisis siempre ha sido de izquierda, ¿es así?
–Es curioso porque Freud nunca creyó en los procesos revolucionarios y Lacan tampoco. Mi afirmación ha sido que el psicoanálisis ha sido un síntoma en la izquierda. Sin embargo, los momentos más fecundos del psicoanálisis siempre han tenido que ver precisamente con una discusión que intentó transformar a la civilización. Hay siempre dos posibilidades: se puede ser hegeliano de izquierda o hegeliano de derecha, se puede ser heideggeriano de izquierda o heideggeriano de derecha.
–¿Se puede?
–Sí.
–¿Cómo?
–Heidegger no era de izquierda. Sin embargo, toda la descripción del mundo de la técnica fue finalmente asumida por la izquierda, porque Heidegger entendió que la técnica no era simplemente un instrumento técnico, sino una manera de emplazarnos a todos en una sociedad del espectáculo donde nos íbamos a volver imágenes, como se ha confirmado actualmente en la realidad. Por lo tanto, hoy en día, la lectura heideggeriana del mundo contemporáneo forma parte de los instrumentos críticos. Ese es el caso de un pensador que no surge del ámbito de la izquierda y al que, sin embargo, grandes discípulos –incluso judíos– lo han transformado en una referencia para la izquierda. En otro orden podrían funcionar también las tesis lacanianas. Lacan entendió cómo era lo que podemos llamar el discurso capitalista, qué tipo de lógica lo regía. Lacan más bien pensó todos los obstáculos que hay del lado del sujeto para asumir un proceso de cambio. Sin embargo, si ahora la izquierda no asume en definitiva cómo están hechos los sujetos, estaría en una posición idealista, seguiría desconociendo uno de los motores decisivos para lo que es un cambio político.
–¿Hoy qué sería ser de izquierda en América latina?
–Da la impresión de que es más fácil pensar qué es ser de izquierda en América latina que en Europa, en este momento. No podemos imaginar cómo es la salida del capitalismo, es más fácil imaginar el fin del mundo que la salida del capitalismo. Por su lógica cultural, por la presencia de la imagen y la sociedad del espectáculo, por las posibilidades que ha tenido de volver todo mercancía, incluso la subjetividad. De allí la importancia del psicoanálisis.
–¿Por qué cobra tanta importancia el psicoanálisis?
–Porque estamos en un tiempo histórico donde lo subjetivo mismo ha ingresado en la forma mercancía. Entonces, ser de izquierda es pensar que aunque no sea posible concebir ese exterior, el capitalismo es una realidad histórica contingente, no es la última palabra de la condición humana, no es eterno. No hay nada que garantice cuál es esa salida, a diferencia de otras épocas. Volvemos a lo fragmentado, en donde uno podía decir: “Esto no es más que una etapa, que precede a otra, donde habrá un sujeto histórico que nos conduzca a esta otra etapa”. No hay nada que garantice esa salida. Sin embargo, forma parte de la apuesta poder pensar en qué condiciones una salida como tal sería posible.
–¿Cómo define “la política del psicoanálisis”?
–La política específica del psicoanálisis se reflejó muy bien cuando Lacan intentó construir su escuela. Por un lado, la experiencia analítica lleva al sujeto que lleva adelante esta experiencia, a ir más allá de sus identificaciones. A la vez, si tiene que pertenecer a una escuela, cómo pertenece a una escuela alguien que –a la vez– ha tomado distancia de sus identificaciones. Porque, en general, cuando se pertenece a un conjunto es a través de identificaciones, a través de lo que Freud llamaba “la psicología de las masas”. En general, los conjuntos se rigen por significantes, amos que funcionan como ideales y aglutinan a los sujetos.
–¿Cómo se piensa un colectivo que no esté organizado a través de la identificación?
–Ese es un problema político del psicoanálisis. A la vez, un colectivo se vuelve interesante cuando no lo rige sólo la identificación, porque un colectivo regido por la identificación –tarde o temprano– termina en una inercia, en una segregación, en un rechazo. Entonces, un colectivo que no sea sólo construido desde la identificación es una de las experiencias políticas más apasionantes. El psicoanálisis, desde el punto de vista político, no apuesta por fortalecer las identificaciones. Este es un debate con otros movimientos políticos que reivindican lo identitario. En el psicoanálisis, las posibilidades de transformación se abren en la medida en que no todo esté jugado en el plano de la identificación.
–Además de la identificación, ¿cuáles son esos otros componentes que hacen que un colectivo perdure en el tiempo?
–Una causa. Pero a diferencia de otras épocas, en donde uno podía objetivar la causa, conocerla y ponerla delante de uno, esta causa está un poco perforada, no tiene un fundamento que se nos presente claramente y, además, tiene mucho de apuesta.
–Frecuentemente se vincula al psicoanálisis con una práctica a la que acceden pocos, ¿no contradice esta idea a la relación del psicoanálisis con la izquierda?
–Que el psicoanálisis esté vinculado a pocos evidentemente forma parte de lo que es la lógica cultural de este momento histórico. En mi propósito no está transformar a los psicoanalistas en una corriente de izquierda, sino que en la izquierda surja como problema algo que ha planteado el psicoanálisis. Yo he habitado en la tensión difícil de conciliar estos dos legados –ya que mi herencia simbólica es tanto el psicoanálisis como mi pertenencia a la izquierda–, sin ninguna expectativa de casar bien a estos dos términos, sino viviendo en una tensión irreductible con respecto a ellos. Lo que sí me interesa es que emerja algo que la izquierda en general no ha tenido en cuenta, pero después de experiencias históricas a mí me parece que vale la pena que se tenga en cuenta, que es el malestar en la cultura descripto por Freud, el discurso capitalista descripto por Lacan y las maneras en que un sujeto está constituido. Porque sin pensar cómo un sujeto está constituido, es imposible pensar un proceso de transformación.
–¿Cómo se piensa hoy el malestar en la cultura?
–Hay muchos modos de pensar, todos pueden ser susceptibles de una articulación. Primero, con la despolitización: la política ha perdido su condición, ya no tiene la dignidad de una experiencia. En segundo lugar, con la imposibilidad de construir relatos simbólicos. Cada vez más, el empuje a los modos de gozar produce lo que es estar a solas con la pulsión de muerte, sin poder construir ningún relato: ahí hay una definición psicoanalítica o lacaniana de la miseria. En segundo lugar, entonces, esta corrosión de los relatos. En tercer lugar, en la presencia de un mundo que empuja cada vez más a decirlo todo, a contarlo todo en todas partes, para que precisamente todo se vuelva mercancía. Esto, en apariencia, parece muy subjetivo, pero es un asesinato de la subjetividad, porque el sujeto no hace la experiencia de lo que es habitar la lengua, hace una experiencia más bien de disciplinamiento.
–¿Por qué es más fácil pensar la izquierda desde América latina que desde Europa? ¿Qué está pasando hoy en Europa con la posibilidad de pensar la izquierda, sobre todo en la post crisis?
–Europa está siempre protegiéndose de lo que va a venir, porque tiene el sentimiento de haber sido muy importante y de que todo lo que va a venir puede empeorar el asunto. Entonces, se ha vuelto muy conservadora. A la vez, la crisis económica ha generado nuevas formas de racismo, ya pronosticado por el propio Lacan cuando decía que ni siquiera iba a ser necesaria una ideología explícita para ser racista. El racismo, como un fenómeno de la propia subjetividad, como un fenómeno que se construye espontáneamente, incluso a espaldas del propio sujeto. El sujeto es racista y no sabe ya en qué medida lo es. Hay como una metamorfosis política que tiene mucho que ver con la presencia de lo extranjero y los fenómenos racistas. A su vez, la presencia de la técnica, la estructura mediática y los movimientos del capital han logrado establecer un sistema en donde las opciones políticas no presentan un antagonismo, se construyen siempre desde un consenso, se trata de ver quién es el que lo hace mejor, quién administra mejor. En Europa, la política está cautivada por su dimensión gerencial y administrativa, no aparece la invención ni la posibilidad de construir un relato emancipatorio. No aparece el problema de la justicia ni el de la igualdad, porque se suponía que esto estaba superado.
–Muchas veces se piensa a las crisis como oportunidades. ¿Por qué esta crisis no puede ser una oportunidad en Europa?
–Lo que se llama crisis no es una crisis del capitalismo. El capitalismo tiene una estructura tal que no entra en crisis, lo que entran en crisis son las instituciones que lo quieren regular. Y como a la vez se ha producido un desmantelamiento de la experiencia política, la crisis la están pagando los inmigrantes, los trabajadores, que no disponen del arsenal teórico, crítico ni simbólico para afrontarla, porque hubo muchos años de despolitización. Por ejemplo Italia, que tiene uno de los partidos comunistas más importantes del mundo, en este momento está bajo el fenómeno Berlusconi.
–Nuevamente...
–Nuevamente. Es una catástrofe moral la de Italia. Pero, para no tener sólo una visión oscura del asunto, pienso en la contingencia, otra gran enseñanza del psicoanálisis. Antes se pensaba en los procesos sociales como continuos y objetivos, ahora se piensa cada vez más en lo que contingentemente se puede introducir, la emergencia de un sujeto siempre es la emergencia de algo nuevo. Puede ser que la contingencia introduzca algo imprevisible que ahora nosotros no podamos pensar. En Europa, se mira a Latinoamérica como un especie de retroceso, no lo están pensando desde la invención de algo nuevo, que implica esta construcción latinoamericana.
–¿Y usted cómo ve la realidad política latinoamericana?
–Para mí la nueva subjetividad política está en Latinoamérica. Primero, porque está construida con otra lógica, no como antes, que se sabía lo que iba a ocurrir. En este momento, se están inventando los procesos. No son relatos que estén asegurados de antemano y puedan ser objetivos o hayan determinado cuál es el sujeto que los llevará adelante. Sino que se están improvisando pero a la vez con una perspectiva histórica de a qué legado pertenecen, a qué herencia simbólica se pertenece. Entonces, esta doble conjunción de a qué legados se pertenece pero a la vez la idea de que no hay previamente un concepto determinado sino que hay que inventar cómo es esta nueva Latinoamérica me parece apasionante, y muy diferente de lo que por ahora está pasando en Europa.
–¿Puede pensarse que en América latina se esté dando, al mismo tiempo, un proceso de despolitización?
–No, creo que en América latina se está produciendo una cosa distinta que la despolitización. En Europa, por ejemplo, estas crisis han logrado naturalizar las leyes del mercado, parece como si fueran leyes que emanaran de un lugar que no se puede discutir. Se dice: “bueno, ahora vamos a producir esto o vamos a hacer este ajuste porque lo manda el mercado”. Y las armas críticas para poder discutir esto no comparecen. Hay reivindicaciones sectoriales, sindicales, hay fragmentos, pero no aparece una articulación que pueda permitir pensar las cosas de otro modo.
–¿Entonces es el sistema político lo que está en crisis?
–El sistema político se ha encontrado con un momento del capitalismo en donde ya no tiene el socialismo como referencia, se ha vuelto el discurso universal. Ha retrocedido; para construir su legitimidad, aceptó muchas condiciones de las cuales ahora es muy difícil poder salir.
–¿Por qué cree que desde Europa se ve como un retroceso el proceso que se está dando en América latina?
–Un paradigma muy importante dentro de la izquierda europea es el paradigma del diálogo. Los ciudadanos tienen que discutir cuáles son las mejores condiciones, esto es lo democrático. Cada sector tiene que reivindicar sus derechos, sus intereses, siempre en la perspectiva de construir un consenso. Claro, cuando aparece en América latina un líder político –y resulta que no todos son ciudadanos porque hay mucha gente excluida– que debe tomar determinaciones que no están consensuadas y no responden a un diálogo previamente concertado sino que exigen una decisión... Bueno, esto en Europa se traduce como populismo, pero de una manera negativa.
–¿Qué opinión tiene del populismo?
–Hay un uso peyorativo de esa fórmula, se lo confunde con la demagogia, con la manipulación. Pero se podría intentar restablecer –por ejemplo, un teórico como Ernesto Laclau lo ha hecho– una dignidad de esa expresión, para entender que el momento populista es un momento ineliminable de la política misma y que corresponde precisamente a este momento en donde se toma una decisión que no está previamente garantizada por procedimientos normativos, sino que emerge para responder a un determinado estado de la situación. En ese sentido, el populismo es un momento de soberanía. Entonces, si uno quisiera restablecer la dignidad, habría que separar este término de las manipulaciones demagógicas. Por ejemplo, dicen que Berlusconi es populista, pero creo que es un demagogo de derechas. En el sentido en que el término lo podríamos acuñar nosotros, eso que ha sido históricamente un insulto, podríamos subvertirlo en su significación y tomarlo como un momento de la política y de la construcción de proyectos nuevos.
–¿En qué medida se relaciona esta idea de soberanía con el proceso de politización de la sociedad argentina?
–La Argentina, primero, no se había indagado a sí misma como lo ha hecho en los últimos años. Hizo una política de la memoria como en pocos lugares del mundo, revisó su historia de una manera muy radical. Además, ingresó en un debate sobre lo que ha sido la Argentina contemporánea con todas sus consecuencias. Todas las historias se construyen con cierto olvido, pero hoy en día podemos decir que la Argentina asumió muchas de sus encrucijadas transformándolas en un problema político mayor. La política que se hizo con los derechos humanos fue vertebradora, no fue solamente un aspecto más, y me parece que eso sí se percibe. Creo que hay una discusión abierta en muchos frentes que, para personas como las de mi generación, constituye una segunda oportunidad extraordinaria.
–¿Cómo impactó la crisis 2001/2002 en este escenario que usted describe?
–La crisis marcó un punto de inflexión, pero como lo señalé en un texto escrito en diciembre de 2001 –“Lo impolítico en la Argentina”–, la Argentina no tenía solamente un problema económico. La Argentina podía encontrarse con un proyecto si sabía hacer algo con sus muertos, y a mí me parece una de las determinaciones claves que permitieron que la Argentina saliera de la impasse del 2001: su política de la memoria. No creo que hubiera podido transformarse la situación económica si no hubiera habido primero una restitución del legado simbólico de la Argentina.
–¿Cree que hay alguna conexión –en términos de diálogo– entre lo que está sucediendo en la sociedad y el proceso que se promueve desde el poder político?
–Creo que hay una dialéctica, no es una dialéctica unificada, pero no creo ya en procesos que se puedan objetivar y que surja un corte absoluto entre lo anterior y lo posterior, como si hubiera una cancelación del pasado y la irrupción de algo absolutamente nuevo. Todo el tiempo hay marchas y contramarchas, están los movimientos sociales, está el Gobierno, los sujetos, todo eso no se puede unificar pero forma parte de un estado de cosas que permite pensar en una transformación. Ahora, evidentemente, hay gobiernos que son la posibilidad y hay otros que no. A diferencia de los que se desentienden de la cuestión de la política de Estado, yo pienso que este gobierno hizo posible esto, aunque no vayan al mismo ritmo ni esté todo sincronizado con los movimientos sociales y con las cosas que habían encontrado un modo de emerger.
–¿Un cambio en la cultura política?
–Sí, también. Por supuesto. Hay que volver a respetar también la parcialidad. Antes, la parcialidad era sinónimo de “bueno, entonces no se está dando el cambio total”, como si la parcialidad fuera en sí misma una traición a la totalidad. Pero después –vuelvo con la relación psicoanálisis-política–, después del destino que han tenido los proyectos donde se aspiraba al cambio total, hay que respetar lo parcial de las transformaciones. La idea que no hay una transformación perfecta, nítida y objetivable. Y además hay que saber que todo puede volver, siempre puede retornar lo peor, con distintas máscaras. Italia es un ejemplo, nadie imaginaba esto. Los pasos dados, aunque no sean nunca del todo satisfactorios, hay que respetarlos.
–¿De qué manera conjuga su profesión de psicoanalista con su función política como consejero cultural de la Embajada Argentina en España? ¿Qué le aporta su profesión como psicoanalista a la gestión política?
–Cuando me designaron en esto fue porque me había exiliado en España en 1976, conocía bastante bien cómo eran los colectivos culturales españoles, había convivido con ellos. Es probable que muchas de estas cosas, de una manera a veces imperceptible, se pongan en marcha cuando trato con todos los colectivos, cada uno de los responsables de llevar adelante la cultura argentina en España. Hay una manera de escuchar que tengo que no es exactamente “la escucha”, a la vez también estoy más acostumbrado a manejar la situación caótica, no creo en la planificación solamente, sino en saber que hay siempre un grado de insatisfacción, que eso no se resuelve, pero que hay que encontrar un saber hacer con eso, que hay también rivalidades inexplicables, que la comunión ideológica entre las personas no resuelve la rivalidad que surge entre ellas. En fin, cosas que tal vez a personas que no tienen una formación psicoanalítica les sorprende más.
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