El arte del flautista
El primer ejemplo es el del mito del “modelo agroexportador”, uno de los más importantes para nuestra historia. La idea es intuitiva: el suelo de nuestro país presenta condiciones extraordinarias para la producción agrícola, por tanto, lo que tenemos que hacer es especializarnos en la elaboración de dichos productos, propiciar las mejores condiciones para su comercialización al exterior, e importar lo que nos haga falta. La riqueza será tal que alcanzará todos los sectores de la sociedad. El argumento económico por detrás es el de las ventajas comparativas, pilar de los defensores del libre cambio, que, en pocas palabras, sostiene que lo óptimo es que cada país se concentre en la rama de producción donde presente ventajas relativas respecto de las otras naciones, e importe aquellos bienes en los que sea menos productivo.
Hoy, con la perspectiva que da la historia, una simple mirada nos permite comprender que a los únicos a quienes beneficia este esquema es a los propietarios de los campos, pues se apropian de la alta renta agrícola, y a los sectores extranjeros, que obtienen materias primas a bajos precios, a la vez que se aseguran la colocación de sus productos en nuestros mercados, profundizando nuestra dependencia respecto de ellos. Precisamente, han sido siempre economistas asociados a estos sectores quienes defendieron aquellas “verdades económicas” como fuentes del progreso.
Tomemos otro ejemplo, relacionado al problema del empleo. En la oleada neoliberal de los años noventa, eran pocos los que se atrevían a criticar el discurso de flexibilizar, de desregular, el mercado de trabajo. Esto quiere decir que se planteaba como necesario, para que la economía fuera competitiva y eficiente, quitar las trabas a la contratación y al despido de personal, reducir al mínimo el empleo público, y eliminar el salario mínimo y los subsidios al desempleo. El economista repetía entonces la idea de fondo de que el Estado no debe intervenir, pues genera “distorsiones”, y que es el propio sector privado el que puede encargarse de solucionar el desempleo. Uno de los grandes problemas teóricos de este planteo, es que supone la igualdad en la capacidad de elección entre las partes implicadas (capitalista y trabajador).
Así, si un trabajador está desempleado, esta teoría dice que es simplemente porque no quiere aceptar el salario “que le ofrece el mercado”, por lo que estar en una condición de marginalidad es en última instancia consecuencia de su propia decisión. Lo que resulta interesante al analizar este discurso es la utilización de nociones que tienen la particularidad de parecer como universalmente válidas (“eficiencia, progreso, desarrollo”), pero que en realidad están escondiendo un fin. En este caso, es reducir la protección del trabajador, para poder bajar el salario lo más posible.
Finalmente, analicemos el siempre polémico tema de la inflación. La discusión entre los economistas parece pasar hoy casi exclusivamente por cuál es el número: Desde la oposición se fuerzan los argumentos y los datos para demostrar que es lo más alta posible, mientras que en el oficialismo la preocupación es exactamente la opuesta. Lo que resulta interesante plantearse, y que en última instancia constituye la importancia del problema, es que la inflación no es simplemente un número, sino que supone una puja de intereses, un conflicto entre sectores sociales, donde unos ganan y otros pierden. Es por eso que cuando se discute cómo resolver este problema, no tiene que ser para que los números que se publican en el diario dejen contentos a los economistas, a “los que saben”, sino para comprender que el problema de fondo está en un conflicto al interior de la sociedad, que es la puja por la distribución del ingreso.
Entonces, como decíamos al comienzo, si el economista no puede ser “neutral”, porque no lo es la teoría económica, la pregunta que queda abierta es: ¿Cuál es la responsabilidad del economista, y a qué sectores e intereses se compromete a defender?
* Licenciado en Economía, docente FCE-UBA.