24 de marzo de 1976: Los dos significados del golpe
Un libro reciente, la biografía de Jorge Videla escrita por María Seoane y Vicente Muleiro, cuenta con detalles la preparación empresaria del golpe a cargo de lo que se llamó el Grupo Perriaux. Se trataba de un equipo de conspiradores al mando de Jaime Perriaux, un mediocre discípulo argentino del filósofo español José Ortega y Gasset y a la vez parte del grupo de propietarios o miembros de directorios de grandes empresas que en esos últimos años habían nutrido, sobre todo, los gabinetes de José María Guido y de Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse.
El proyecto, tejido desde 1974 junto a Carlos Pedro Blaquier, era dar vuelta a la Argentina en diez años para imponer la apertura externa, la desregulación de la protección social y la protección de la renta financiera en ascenso. La estabilidad de diez años no estaba planeada sobre la base de las urnas ni sobre el consenso sino con un fundamento de congelamiento político y social que descansaría en una represión de un carácter científico sin precedentes históricos en el país.
El Grupo Perriaux quedó imbricado muy pronto con Jorge Rafael Videla, por entonces a unos escalones por debajo de la comandancia en jefe del Ejército y representativo de un grupo de oficiales deseosos de escarmentar definitivamente a la Argentina desordenada y plebeya. Fue el mismo tipo de articulación -y también el mismo mesianismo de reordenamiento social- que vinculó en Chile a la Marina con el grupo de economistas de Chicago que terminaría actuando como el elenco de la dictadura a partir de 1973.
Pero a diferencia de Chile, donde el desafío al poder conservador residía en la Unidad Popular, incluso con sus fisuras y su falta de proyecto común, en la Argentina de 1975 o 1976 el Partido Militar encubrió los objetivos del golpe en la necesidad de destruir a la guerrilla. Ya está claro que era sólo una coartada. Aunque a partir del 24 de marzo las patotas se encargaron de eliminar cuadro por cuadro a la insurgencia de Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo, estaba claro desde diciembre de 1975, cuando el intento de copamiento del cuartel militar de Monte Chingolo se convirtió en un fracaso guerrillero y una masacre de pobladores del barrio vecino por parte del Ejército, que ningún poder de fuego era ya capaz de desafiar, siquiera en la imaginación, el monopolio de la fuerza detentado por las Fuerzas Armadas.
La meta del golpe del '76 era, claro, el asesinato del último cuadro guerrillero, pero sobre todo la desarticulación de cualquier dirigencia social o posibilidad de comunicación entre sectores distintos incluso en grado de tentativa, como diría un penalista. Desde los delegados obreros a los psicólogos. Desde los abogados a los periodistas. Nada debía fastidiar una reorganización nacional, que más allá de la grandilocuencia del término no mentía en cuanto a sus intenciones.
Por primera vez el aparato del terror alcanzó en la Argentina una perfección para el mal -para el Mal Absoluto, como lo describió sabiamente Osvaldo Soriano hace exactamente cinco años, cuando se cumplieron 20 años del golpe- que requirió y al mismo tiempo alimentó un aparato militar dotado de autonomía, o de autonomía relativa, respecto de los intereses representados simbólicamente por el Grupo Perriaux.
Las Fuerzas Armadas concibieron:
Un sistema completo de represión.
Un sistema de inteligencia adaptado a ese sistema.
La clandestinización de la matanza, con tal refinamiento que fue clandestina pero no secreta.
El reparto de las áreas y los blancos de la represión entre las tres armas y entre sectores de las tres armas.
El reparto de áreas de poder del aparato del estado.
La cuotificación de los ministerios.
Un aparato de propaganda nacional e internacional para comenzar el ocultamiento de pruebas desde el mismo momento en que se cometieran los delitos.
Un plan para hilvanar relaciones con los partidos políticos y la dirigencia sindical mientras se neutralizaba cualquier actividad realmente opositora.
Una salida (que nunca llegó a estar bien delineada ni acordada internamente) que se llamó entonces, con minúscula, "herencia del Proceso" o, con mayúscula, "Movimiento de Opinión Nacional".
Es obvio que ese aparato para asesinar, secuestrar, torturar y falsear documentos, aun dirigido al objetivo de la reestructuración social "definitiva", terminó retroalimentándose. La burocracia de la muerte necesitaba presupuesto, cobertura, funcionarios, estrategias de contrainteligencia. Esa burocracia fue esencial, y funcional, a la meta de redefinición de la Argentina y simultáneamente desarrolló necesidades propias de un Partido Militar convertido en una megabanda con sectores internos.
Es equivocado pensar en una autonomía absoluta del aparato militar, pero también parece reduccionista imaginar a la burocracia de la muerte como un ente que careció de objetivos y dinámica propia, por lo menos hasta el gran quiebre de 1979, cuando se produjo la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La paradoja vista desde este 2001 -que quizá no lo sea recordando aquella ambivalencia vigente durante los años de plomo- es que ambos andariveles fueron desarrollándose en los últimos 25 años con suerte diversa.
El gran proceso de concentración económica y traslado de beneficios y activos al sector financiero que comenzó a mediados de los '70 y se profundizó en los '90 hizo a la Argentina un país extremadamente vulnerable, sujeto en todo momento a la necesidad de endeudarse para crecer y, por eso, a un chantaje económico permanente, más profundo inclusive que el fantasma siempre presente de la hiperinflación.
El golpe del '76 redefinió efectivamente a la Argentina, o dio el gran puntapié para hacerlo.
Pero al mismo tiempo el descrédito del régimen, las diferencias internas, la transparentización internacional de la violación de los derechos humanos aquí -impulsada por los organismos de derechos humanos y la solidaridad mundial- y la gran eclosión de Malvinas, pulverizaron al Partido Militar, que recién pudo empezar a reconstruirse seriamente y con esperanzas de recuperar cierta legitimidad como aparato autónomo durante el período de Ricardo López Murphy como ministro de Defensa y de Ricardo Brinzoni como jefe del Estado Mayor del Ejército.
Una visión crítica del nuevo derecho internacional de los derechos humanos suele presentarlo como la extensión de las facultades de los victimarios. En realidad, es la ampliación del derecho de las víctimas a través del reclamo de sus familiares, por encima de los Estados. Esa es la línea que une el fallo de los lores contra Augusto Pinochet, la extradición probable de Ricardo Cavallo a España por pedido de Baltasar Garzón a México, los juicios de la verdad en la Argentina y el fallo reciente del juez Gabriel Cavallo anulando las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
¿Esa extensión del derecho de las víctimas puede reconstruir por sí mismo el tejido social herido durante la dictadura? Es utópico atribuirle tantas condiciones, pero algo es seguro: será clave en cualquier proyecto de reconstitución social, si es que la historia da una vuelta y, por una vez, no se repite ni como tragedia ni como comedia.
Notas * Subdirector de Página/12. Ganador del Premio Rey de España en 1986 y 1988 por la cobertura de cuestiones de derechos humanos. Autor de Nada más que la verdad (en coautoría con Sergio Ciancaglini), Misión cumplida. La presión norteamericana sobre la Argentina, de Braden a Todman, y El divorcio. La historia secreta de la ruptura entre Chacho y De la Rúa, las coimas en el Senado y la crisis en la Alianza.