Alexander Litvinenko y el juego de matar en Rusia
Las explosiones de 1999 en Moscú fueron un reflejo de las luchas por el poder entre la élite gobernante rusa. Los actuales asesinatos e intentos de asesinato no parecen tener una naturaleza muy distinta. Tras la muerte de la periodista Anna Politkovskaya el pasado mes de octubre, predije que la cosa no quedaría ahí. Desgraciadamente, estaba en lo cierto. La muerte de Alexander Litvinenko se ha convertido en el objeto de destacados titulares periodísticos más en la prensa británica que en la rusa.
Autor: Boris Kagarlitsky*
Fuente: La Haine
*Sociólogo ruso. Fundador del Frente Popular de Moscú. Director del Instituto para el Estudio de la Globalización de Moscú. Realizó, invitado por IADE, el seminario “La experiencia histórica de la URSS vista desde adentro”, en agosto de 1999.
El hecho no deja de tener su lógica: no tendría sentido que el pueblo británico se quedara de brazos cruzados viendo cómo un exilado político residente en Inglaterra es liquidado. Scotland Yard ha confirmado que Alexander Litvinenko, un antiguo oficial de la KGB al que hace menos de un mes le fue concedida la nacionalidad británica, fue envenenado. Murió el pasado viernes 24 de noviembre.
El jefe de Litvinenko –o, por lo menos, su protector en Londres—, Boris Berezovsky, un oligarca perteneciente a la oposición al régimen de Putin, se ha apresurado a señalar al principal sospechoso del asesinato: el presidente ruso Vladimir Putin. Asimismo, la muerte de Litvinenko parece estar conectada con el asesinato de Anna Politkovskaya, lo que hace del conjunto de la trama un asunto mucho más retorcido. Los investigadores creen que el antiguo agente de la KGB fue envenenado en un restaurante japonés en el que se reunió con un periodista italiano que supuestamente poseía información concerniente al caso Politkovskaya. Tras ser interrogado por detectives británicos, el periodista, temeroso por su vida, se puso a salvo en Italia.
El conjunto del caso, pues, bien podría servir como trama para una novela de intriga política. Y la cuestión es que las normas del género establecen que, de tirarse de los hilos, la evidencia no haría más que conducir a lo más alto de las jerarquías de poder. El número de víctimas aumentará a medida que la investigación prosiga, pero, a largo plazo, y pese a que las cosas estén más claras que el agua, no se presentarán cargos contra nadie.
Litvinenko había acusado al Kremlin y a las agencias de la inteligencia rusa de allanar el camino de Putin hacia el poder haciendo saltar por los aires edificios residenciales moscovitas para, posteriormente, echarle las culpas a los rebeldes chechenos. Algunos de los argumentos esgrimidos por Litvinenko resultaban realmente convincentes; otros, no lo suficiente. Sea como fuere, el caso de las explosiones de edificios en Moscú nunca se resolverá, del mismo modo que nunca se revelará la historia real del ataque terrorista a Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 o del asesinato de John Kennedy, entre otros muchos casos de alta relevancia.
Por norma general, en estos casos la versión oficial va perdiendo credibilidad con el paso del tiempo, mientras que las versiones alternativas van perdiendo la posibilidad de evidencia empírica. Las autoridades se niegan ostentosamente a examinar tales versiones, con lo que terminan por desvanecerse. Por su parte, las investigaciones privadas ofrecen versiones de los hechos y especulaciones de todo punto contradictorias. No obstante, la opinión pública se encarga de determinar el veredicto final, el cual acostumbra a contradecir la versión sostenida por el poder establecido.
Despertar los fantasmas del pasado sería la táctica más perjudicial para la administración rusa. Y lo cierto es que un Litvinenko establecido en Londres no debía de ser fuente de demasiados quebraderos de cabeza por parte de las autoridades rusas. De hecho, la versión de Litvinenko de la historia de las explosiones en Moscú era sólo uno de tantos quebraderos de cabeza con los que debían lidiar, y tampoco resultaba el más amenazador. Pero cuando un antiguo agente de la KGB se convierte en víctima de un asesinato, sus acusaciones ganan credibilidad y el conjunto del asunto salta al primer plano.
Los enemigos del Kremlin no desaprovecharán la oportunidad de utilizar el envenenamiento de Litvinenko como un argumento más en contra de las autoridades gubernamentales. Moscú, pues, volverá a ser vista por Occidente como una capital del “Imperio del Mal”. Pero, ¿cómo puede afectar todo esto al Kremlin?
Sólo tras una “primera aproximación” muy precipitada a los actuales acontecimientos puede parecer que las únicas víctimas de los mismos son aquellos que se muestran críticos para con el régimen. Un análisis más detallado de la situación muestra de forma clara que también las autoridades son extremadamente vulnerables a todos estos hechos. Sin ir más lejos, las explosiones en Moscú supusieron un duro golpe para quienes ostentan las posiciones de poder en Rusia, mientras que los líderes de la oposición quedaron a resguardo, sanos y salvos. En efecto, mientras que la oposición se hacía con mártires, las autoridades eran puestas en cuestión.
Algunos analistas pro-Kremlin han llegado a sugerir que el envenenamiento de Litvinenko y el asesinato de la periodista no son más que provocaciones orquestadas por la oposición, incluido el propio Boris Berezovsky, para desacreditar a la elite dirigente del Kremlin. Pero resulta difícil pensar en Berezovsky tratando de eliminar a su más cercano colaborador en Londres. Por vil que pudiera ser, no está loco.
Las explosiones de 1999 en Moscú fueron un reflejo de las luchas por el poder entre la elite gobernante rusa. Los actuales asesinatos e intentos de asesinato no parecen tener una naturaleza muy distinta. Ni Putin ni Berezovsky contratarían tales asesinatos, pues tanto para uno como para el otro el peligro que supone la posibilidad de reacciones en cadena es más importante que el valor de eventuales beneficios derivados de tales acciones.
Lo que creo que no hay que desatender es el hecho de que existe otro tipo de actores que operan a otro nivel y que, con sus propios métodos, persiguen otro tipo de objetivos. De hecho, la intensificación de la lucha por el poder es el resultado de su actividad. Nótese que cuanto más inestable sea la situación en el país, mayor será el espacio para cambios drásticos en la vida política del mismo. Y erosionar la posición de Rusia en el mundo permitirá a las elites políticas mantener su control sobre el nuevo presidente, que –conviene recordarlo- será elegido el próximo año. De lo que se trata, pues, es de lograr, en la mayor medida de lo posible, convertirlo en rehén de aquellos que lo aúpen al poder.
Ardides sucios y ruinosos, pues, harán del sucesor de Putin alguien dependiente de fuerzas ajenas al control del Kremlin. El Gran Juego está en marcha. Y lo que está precisamente en juego no es el puesto de Presidente, sino la capacidad de control y de influencia sobre quien sea que ocupe dicho puesto.