Colonialismo ayer y hoy

José Pablo Feinmann
Pocos ignoran ya que el capitalismo nace de manos del asalto colonial. Habría así una globalización (término usado en los últimos años pero vigente desde la expedición colombina) que tiene su expresión fáctica en 1492. La filosofía cartesiana le añade el componente subjetivo a esta empresa de la modernidad capitalista y occidental. Desde un principio es Inglaterra la nación que domina la conquista de los territorios periféricos, marginales o subalternos. Incluso los piratas tienen una relevante importancia. La llamada Rubia Albión sabe utilizarlos con sagacidad. La leyenda de piratas ahorcados por las autoridades inglesas es sólo eso: una leyenda. Sir Francis Drake, Henry Morgan –centralmente– despojaban a los galeones españoles y llevaban el oro a Inglaterra. Ese oro se convertía en la materia prima del capital comercial y luego industrial británico. Así, en el siglo XIX, Inglaterra se proclama “el taller del mundo” y decide extraer materias primas baratas de los territorios periféricos. En muchos de ellos elige no instalarse: los dominará por medio de la economía. Esto sucede con la Argentina. Por jacobinos que fueran Moreno y Castelli habían desentrañado exquisitamente el rumbo de la historia (que, en ese momento, era transparente) en que les convenía incluirse: el de la modernidad occidental capitalista. Al que el llamado “descubrimiento de América”, la subjetividad cartesiana y luego la voluntad de poder nietzscheana le entregan su orden fáctico y filosófico.

Podríamos decir que el Imperio Británico es el creador de la mayoría de los países que se forman en el siglo XIX. En América latina: salir del monopolio español. Mariátegui, nada menos, tenía todo esto muy claro: “Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista”. Esto lo ven –desde distintas concepciones del mundo– tanto Heidegger como Marx. Los dos realizan una crítica a la modernidad capitalista. Heidegger se centra en la técnica que arrasará el planeta. Y Marx en la potencia revolucionaria de la burguesía que acabará con el feudalismo y engendrará al proletariado redentor. El amor al campesinado que tramaba la filosofía de Heidegger lo abría más a la búsqueda de un sentido lateral al del imperialismo. Marx veía en el imperialismo un proceso necesario para modernizar los territorios atrasados y prepararlos para la revolución. Desde este punto de vista –por increíble que parezca– Heidegger habría podido dialogar más abiertamente con Felipe Varela que Marx. Claro que cuando le dijera que la salida era la abominación de la técnica y el estado de abierto, el pathos de la escucha a la llamada del ser, Varela habría ordenado su fusilación inmediata. Los dos grandes críticos de la modernidad capitalista no tenían respuestas para los habitantes de las colonias: debían desaparecer. Marx, para que surgieran las modernas relaciones capitalistas de producción y se superaran las Formen que había analizado en los Gründrise (formaciones económicas precapitalistas).

Para Europa que, en 1833, Inglaterra (nada menos que Inglaterra, la gran potencia colonialista!) se apoderara de las islas Malvinas era un símbolo del progreso. Además, en esa fecha, Rosas no estaba en el gobierno, sino Balcarce, tibio lomo negro que poco podría hacer y nada hizo. Rosas recién asumiría su segundo gobierno en 1835, luego de la Revolución de los Restauradores que condujo su mujer Encarnación Ezcurra, que habría de morir joven. De todos modos, nada hizo. Su gesta anticolonialista deberá esperar hasta la batalla de la Vuelta de Obligado que Marx habría condenado (de haberse enterado de ella) porque era un freno a la expansión de la modernidad capitalista, en cuyo vientre se gestaba, para destruirla, el proletariado industrial, algo que jamás ocurrió. La burguesía de la modernidad capitalista siguió en el poder, triunfó sobre los intentos socialistas del siglo XX y se apresta a su máxima expresión histórica: destrozar el planeta o por un conflicto nuclear o por una descomposición de las leyes de la naturaleza, provocada por la voracidad de eso que Adorno y Horkheimer –siguiendo a Heidegger– llamarán “razón instrumental”.

Pero la perfecta lucidez sobre la importancia y el funcionamiento de la empresa colonial estuvo en manos de Inglaterra. Adam Smith califica al descubrimiento de América como uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la humanidad. Esta cita es de 1776 (La riqueza de las naciones) y ha reaparecido en un cercano libro de Noam Chomsky que acaso la actualice para muchos. O logre que algunos norteamericanos la conozcan. Nosotros la usamos desde 1969 y está en nuestro libro Filosofía y nación. El título del libro de Chomsky es cristalino; demasiado debiera decirse: La conquista continúa: 500 años de genocidio imperialista. Junto a la de Smith olvida colocar las frases del Manifiesto: “Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad (la burguesía) ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente”. Sin embargo, para Smith, todo terminaba felizmente ahí. No para Marx: de ahí surgiría el proletariado revolucionario que acabaría con el orden mundial burgués, tan brutal como necesario. Los dos –del modo que fuere– apoyaban el colonialismo occidental. Smith aconsejaba no permanecer en las colonias. Deberían ser gobernadas por medio del mercantilismo. Con los negocios les iría mejor que con las armas, que ya habían hecho lo suyo. Si las colonias querían ser “libres”, que lo fueran. Si querían tener bandera, que la tuvieran. Un pequeño ejército, también. Soberanía, orgullo nacional, por qué no. Pero que comerciarán solamente con ellos. Nacen así las semicolonias o los pactos neocoloniales. No el poscolonialismo. Las condiciones coloniales permanecen pero de otro modo. Digámoslo así: el pacto neocolonial es la etapa superior del colonialismo.

Richard Cobden (en febrero de 1850, en el Journal of Economists) dirá: “El sistema colonial siempre ha sido funesto para el pueblo inglés (...) ¡Lo que yo condeno es el sistema! (...) Debemos reconocer el derecho de nuestras colonias a gobernarse por sí mismas (...) Nosotros hemos adoptado el principio de la libertad de comercio; y, al actuar así, hemos declarado que tendremos a todo el mundo por consumidor (...) Finalizo suplicándoles que pidan para nuestras colonias los beneficios de la emancipación política y que, desde ahora, nos neguemos a subvencionar sus gastos de gobierno. ¡Que nombren a sus gobernadores, sus inspectores, sus aduaneros, sus obispos y sus diáconos, y que paguen hasta las rentas de sus cementerios”. Pero que comercien con nosotros. Nuestro imperialismo económico se desarrollará mejor, más libremente y con menos gastos e incertidumbres. Lo mismo William Gladstone en 1870: separarse amistosamente de las colonias pero conservando el lazo esencial de dominación: “Esta separación nos ofrece la posibilidad de una prolongación indefinida de las relaciones basadas en el libreconsentimiento” (26 de abril de 1870).

Hay algo formidable en todo esto: la certeza del colonialismo británico sobre las clases dominantes en las colonias. Jamás serían una competencia para sus productos industriales. Jamás serían realmente burgueses. Se dedicarían a civilizar sus países por medio del exterminio de la barbarie subalterna y a gozar del fácil y próspero comercio con el Imperio. De la “abundancia fácil” de su suelo (frase de Milcíades Peña) vivirían bajo el imperativo del goce. Eternos importadores de manufacturas del “Taller del Mundo” y exportadores de sus productos primarios. Así fue. Así fueron las burguesías neocoloniales, creadas por el Imperio.

En cuanto al exterminio de la “barbarie” fueron aún más crueles que el general Thomas Bugeaud en Argelia. O, al menos, tanto como él. Que decía a sus pares franceses (la nación de las luces, de la razón) en la Chambre de Députés en enero de 1840: “Según yo pienso, sólo queda la dominación absoluta, la sumisión del país; creo que cada día serán más empujados a ello por los acontecimientos”. Aquí se exterminó a la “barbarie” por medio de un feroz proceso de colonialismo interno. (El primero en aplicar este concepto a la realidad de nuestro país fue el genial Alberdi de los Póstumos V.) La “organización nacional” fue continuada (con plena conciencia) por el Proceso de Reorganización Nacional de 1976. David Viñas llama al genocidio de los pueblos originarios en el sur del país “etapa superior de la conquista española”. ¿Quién estuvo al frente de esa campaña? Lo sabemos: el general Roca. Pero, ¿quién dio las armas? ¿Quién posibilitó la frase de Estanislao S. Zeballos que a continuación citamos? Esta: “El Remington les ha enseñado (a los ‘salvajes’) que un batallón de la República puede pasear la pampa entera, dejando el campo sembrado de cadáveres” (Viñas, Indios, ejército y frontera, p. 49). La posibilitó el Imperio. ¿O en el Buenos Aires de la “generación del ’80” alguien fabricaba fusiles Remington? ¿Por qué entonces esa persistencia de Inglaterra por permanecer en Malvinas? Porque hoy colonialismo e imperialismo se complementan. Los norteamericanos invaden los territorios árabes y se quedan ahí. Los ingleses no quieren dominar Malvinas por medio del librecambio. No, algo hay en esas islas que les interesa retener en sus manos. Petróleo o un privilegiado panóptico para vigilar el Atlántico Sur o, por qué no, algún ajado orgullo de viejo gran imperio que ya no lo es. La batalla diplomática, por consiguiente, será larga y dura. Pero es la única, ya que por el modo en que se desarrollan los acontecimientos, los peligrosos “bárbaros” son ellos. Y ellos lo han enseñado desde hace más de dos siglos: la “barbarie” es irracional, salvaje y, en suma, sanguinaria. Aunque la preceda un pequeño príncipe de una monarquía de opereta, como todas las que aún restan en pleno siglo XXI.

Pagina/12 - 17 de junio del 2012

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