Conceptos para pensar lo urbano

Marta Rizo*

Edmund Husserl (1859-1938)

Filósofo alemán, iniciador de la corriente filosófica denominada “fenomenología”. Nació en Prossnitz, Moravia (hoy República Checa), y estudió ciencias, filosofía y matemáticas en las universidades de Leipzig, Berlín y Viena. Husserl fue discípulo de los matemáticos Kronecker y Weirstrass, del que fue ayudante en 1883, año en el que conoció al psicólogo Brentano, del que adoptó el concepto de “intencionalidad”. Su tesis doctoral versó sobre el cálculo de variaciones. Se interesó por la base psicológica de las matemáticas y, poco después de ser nombrado profesor en la Universidad de Halle, escribió su primer libro, Filosofía de la aritmética (1891), en el que sostuvo la hipótesis de que las leyes matemáticas tienen validez independientemente de cómo el pensamiento llegue a formularlas y a creer en ellas. Husserl se refutó a sí mismo en su obra Investigaciones lógicas (1901), considerada como un vigorosa polémica en contra del psicologismo en la lógica y una reorientación radical del pensamiento puro. Un filosofar radical que nos permite el acceso a la conciencia trascendental y a la subjetividad pura. "La conciencia de ser conciencia en algo".

Para Husserl, la labor del filósofo es la superación de las actitudes naturalista y psicologista mediante la contemplación de las esencias de las cosas, que podían ser identificadas de acuerdo a las leyes sistemáticas que rigen la variación de los objetos en la imaginación. Admitió que la conciencia está permanentemente dirigida hacia las realidades concretas y llamó a este tipo de atención “intencionalidad”. La conciencia, además, posee estructuras ideales invariables, que llamó “significados”, que determinan hacia qué objeto se dirige la mente en cada momento dado. Durante sus años de estancia en la Universidad de Gotinga (1901-1916), Husserl atrajo hacia sus teorías a muchos estudiantes que fundaron la escuela fenomenológica y escribió su obra más influyente, Ideas: una introducción a la fenomenología pura (1913).

Después de 1916, Husserl enseñó en la Universidad de Friburgo. La fenomenología había sido criticada como un método solipsista en esencia, limitando al filósofo a la simple contemplación de significados particulares; por ello, en Meditaciones cartesianas (1931), Husserl trató de demostrar cómo la conciencia individual puede ser orientada hacia otras mentes, sociedades y ámbitos del devenir histórico. Quiso, incluso, construir una teoría antiintelectualista de la conciencia del tiempo. Husserl murió en Friburgo en 1938; los nazis le habían impedido enseñar desde 1933. La fenomenología de Husserl tuvo gran influencia sobre un joven colega de Friburgo, Martin Heidegger, que desarrolló la fenomenología existencial, y más tarde sobre Jean-Paul Sartre y el existencialismo francés. La fenomenología perdura como una de las tendencias más vigorosas en la filosofía contemporánea, y su huella se ha dejado sentir también con fuerza en la teología, la lingüística, la psicología y las ciencias sociales.

Fuente: librosclasicos.org

La comprensión de la identidad como la representación que tienen los sujetos (individuos o grupos) acerca de su posición distintiva y singular en el espacio social y de su relación con otros sujetos, nos permite ver nuevamente a las representaciones como detonadoras de la definición de los agentes, individuales o colectivos. Y en cierto sentido, nos acerca a la relación entre el concepto de representación social y el de imaginario social, definido desde la sociología. La conceptualización más completa de los imaginarios sociales se encuentra en la obra de Castoriadis La institución imaginaria de la sociedad (1975), en la que el autor explica que es por la creación de significados sociales imaginarios que la sociedad se instituye a sí misma, aun cuando esta institución se dé de forma inconsciente. Por este motivo, el imaginario social no es la representación de ningún objeto o sujeto particular, sino más bien la incesante y esencialmente indeterminada creación socio-histórica y psíquica de firmas, formas e imágenes que proveen de contenidos significativos a la sociedad.

La identidad se construye a partir de mecanismos de autopercepción y heteropercepción. Por ello, propicia que los grupos humanos se autoidentifiquen, una identificación que queda reflejada en el lenguaje, esto es, en las formas de narrar el entorno y de narrarse a sí mismos. De carácter múltiple e inestable –dinámico-, la identidad no es un producto estático del sistema cultural y social, sino que es variable y se va generando a partir de procesos de negociación en el curso de las interacciones cotidianas de las que participan los sujetos. Es en estas interacciones donde los individuos ponen en juego sus representaciones sociales, sus sistemas de percepción y valoración, sus habitus. La comunicación, los discursos donde se crean las representaciones sociales, tienen lugar en el seno de los grupos sociales, mismos que construyen una identidad social a partir de la negociación colectiva y la reflexividad del grupo, la cual conduce a la posesión de un discurso o espacio discursivo común.

Es interesante ver cómo el concepto de habitus puede ser eficaz para comprender los principios constructivos de la identidad. La ventaja del espacio conceptual que nos ofrece Bourdieu recae en que todo concepto puede ser objetivado, hecho observable en la práctica. El habitus se relaciona con la identidad en tanto que se refiere a los sistemas incorporados, que pueden ser entendidos como propensiones clasificatorias y valorativas, socialmente adquiridas, acerca de lo que es uno mismo y de lo que son los otros. Esta definición acerca el concepto de habitus al de representación social. Tal y como afirma Giménez (1996), “la identidad puede ser analizada en términos de lo que la escuela europea de psicología social denomina representaciones sociales: en efecto, la identidad tiene que ver con la organización, por parte del sujeto, de las representaciones que tiene de sí mismo y de los grupos a los cuales pertenece, así como también de los ‘otros' y de sus respectivos grupos” (p. 14).

Como principio generador de las prácticas de los sujetos sociales, el habitus, igual que la identidad, se adquiere fundamentalmente en la llamada socialización primaria, mediante la familiarización con unas prácticas y unos espacios que son producidos siguiendo los mismos esquemas generativos, esto es, representaciones sociales similares, y en los que se hallan inscritas las divisiones y categorizaciones del mundo social. Es innegable que las características propias de las sociedades modernas exigen sucesivas correcciones y readaptaciones del concepto de habitus, todas ellas orientadas a atenuar sus funciones reproductivas y a subrayar su apertura, su creatividad y su capacidad de improvisación. Así entonces, pese a la incorporación y durabilidad del habitus, éste no se puede entender sin hacer referencia a su flexibilidad, su carácter modificable y adaptable, características que se han señalado como propias de la identidad, entendida también como relacional, construida y cambiante, y de las representaciones sociales, como recreaciones mediadas por las experiencias de los sujetos. En este sentido, el habitus, así como las identidades y las representaciones sociales, pese a estar constituido por elementos que determinan la acción, es también flexible, y por lo tanto modificable y susceptible de ser redefinido.

Siendo la actuación del pasado en el presente, o lo que es lo mismo, la “presencia actuante de todo el pasado del que es producto” (Bourdieu, 1980: 94), el habitus –como la identidad- nos hace, de forma consciente o inconsciente, vernos como seres particulares, distintos y diferenciados de otros. Ambos conceptos comparten también la idea de la interiorización o incorporación, y “lo que se aprende por el cuerpo no es algo que se posee como un saber que se domina. Es lo que se es” (Bourdieu, 1980: 123). Y la definición de uno mismo, como ya se ha ido apuntando, es variante, adaptable a las circunstancias.

En definitiva, habitus e identidad constituyen la dimensión subjetiva de la cultura, lo que permite a los sujetos definir qué son y qué no son. En ambos casos, y pese a la flexibilidad apuntada en los párrafos anteriores, se trata de elementos perdurables en el tiempo y en el espacio. La identidad implica la percepción de ser idéntico a sí mismo a través del tiempo, del espacio y de la diversidad de las situaciones. Es en la interacción social donde los sujetos construyen su identidad, esto es, manifiestan sus habitus o cultura incorporada a través de prácticas –formas de comportamiento y actuación- concretas. Y es en la interacción social, también, donde los actores construyen y comparten las representaciones sociales acerca de sí mismos, de los otros y del entorno que los rodea.

Giménez (1999) sintetiza esta propuesta de diálogo conceptual al situar la problemática de la identidad en la intersección de una teoría de la cultura y de una teoría de los actores sociales. Dicho de otra forma, el autor concibe la identidad como elemento de la cultura internalizada, el habitus, y a la vez la comprende como el conjunto –o resultado- de representaciones sociales que los sujetos construyen individual o colectivamente acerca del mundo. De esta manera, tanto el habitus como la identidad, a partir de la construcción de representaciones, pueden ser considerados como el lado subjetivo de la cultura, en términos de generación de distinciones.

Pensar la ciudad y lo urbano

Comprender el entorno urbano, la ciudad, requiere en la actualidad una mirada abierta. No debemos abordar el espacio urbano sólo como la dimensión física de la ciudad, sino que es fundamental incorporar la experiencia de quienes habitan en ella. Y esta idea se complementa con que las experiencias de vivir en una ciudad son muy diversas y dependen de las expectativas, los logros, las frustraciones, etc., de los sujetos. Ledrut (1974) ya apuntó que la ciudad “no es una suma de cosas, ni una de éstas en particular. Tampoco es el conjunto de edificios y calles, ni siquiera de funciones. Es una reunión de hombres que mantienen relaciones diversas” (p. 23-24).

Los estudiosos de las ciudades se encuentran hoy con un espacio urbano que da lugar a indeterminaciones y ambigüedades, y que por ello mismo se convierte en un objeto de estudio difícil de abordar de forma completa, cerrada. Los afanes de comprensiones e interpretaciones totalizadoras se convierten en intentos realizados en vano, ya que se distancian en gran medida de la lógica incierta del mundo urbano. Esta lógica ha llevado a definir a la ciudad como un “sistema anárquico y arcaico de signos y símbolos” (Harvey, 1998: 83), o como “símbolo de las tensiones entre la integración cultural y lingüística, de un lado, y la diversidad, la confusión y el caos, de otro” (Jelin, 1996: 1). La indeterminación del espacio urbano es retomada también por Amendola (2000): “La ciudad no se constituye sólo por el espacio de la función, de la previsión y de la causalidad, sino también por aquel de la casualidad, del azar y de la indeterminación. En el paseo se revela la posibilidad de explorar la ciudad en numerosas direcciones, encontrando cada vez nuevos significados, épocas, símbolos, proyectos colectivos y personales” (101).

Desde la antropología de lo urbano se ha considerado a la ciudad como escenario colectivo de encuentro, de contestación y acomodo, de dominio o subalternidad, de contacto o conflicto de culturas diferentes (Pratt, 1991). Negociación o convivencia vs. conflicto; éstas parecen ser las posibilidades. Sin embargo, no se debe caer en la simplificación de una dicotomía cerrada. Como espacios urbanos, las ciudades facilitan la emergencia de nuevas formas de interacción, diálogo o conflicto; se erigen, por tanto, no sólo como escenarios de prácticas sociales, sino como espacios de organización de las experiencias diversas de quienes las habitan. Por tanto, una ciudad se reconoce como tal en tanto se diferencian en ella grupos que interactúan entre sí a partir de la necesidad práctica de convivir. De hecho, no puede pensarse la existencia de un ámbito social urbano sin reconocer la interacción de los grupos sociales. La experiencia urbana se desarrolla en la convivencia de los grupos, en una comunicación ideal basada en la negociación, el diálogo y el entendimiento. Es en esta relación de convivencia donde los grupos buscan su identidad, interpretan a la sociedad e intentan imponerse –en el sentido de dotarse de visibilidad como grupo- para satisfacer sus expectativas.

Ramoneda (1998) presenta las nueve categorías fundamentales alrededor de las cuales se articula la idea de ciudad: cambio, pluralidad, necesidad, libertad, complejidad, representación, sentido, transformación y singularidad. De todas estas ideas destacamos la ciudad como sistema complejo, frente a la idea de la ciudad como algo homogéneo y simple; la ciudad como representación simbólica, y por último, la ciudad como creadora de sentido. La primera se refiere a la ciudad como red de relaciones sociales, como sistema que se auto-organiza. La segunda entiende la ciudad como imaginario social, en el sentido que su existencia depende de las representaciones que construyen los habitantes acerca de ella. Y la tercera idea apunta a la ciudad como entorno constructivo que dota de sentido a la vida de las personas que lo habitan. El segundo de estos aspectos nos acerca al tema de las representaciones sociales sobre la ciudad y lo urbano, un ámbito de investigación que cada vez adquiere más importancia en las ciencias sociales, y no en menor medida, en las ciencias de la comunicación. Estas últimas se han interesado, sobre todo, en las representaciones mediáticas de lo urbano. En todo caso, se pone el énfasis en la dimensión simbólica –y no física o material- de la ciudad. La tercera y última aproximación nos acerca a la ciudad como constructora de sentidos, o lo que es lo mismo, la ciudad como generadora –productora y reproductora- de identidades, y por tanto, de habitus específicos.

Vincular las teorías de la identidad y el habitus con la ciudad requiere de una primera consideración. La definición de un yo o de un nosotros (frente a un él o un ellos) requiere de un referente geográfico, territorial. Éste, entendido no sólo como dimensión física del espacio, sino también como construcción simbólica. La aproximación al territorio debe partir de un enfoque cognitivo-simbólico que lo conciba como “un espacio socializado y culturizado, de tal manera que su significado sociocultural incide en el campo semántico de la espacialidad y tiene, en relación con cualquiera de las unidades constitutivas del grupo social propio o ajeno, un sentido de exclusividad, positiva o negativa” (García, 1976: 29). Las representaciones sociales de la ciudad, por un lado, y la identidad urbana, por otro, son dos de los temas que permiten articular claramente lo teórico y lo empírico atendiendo al propósito de este texto. En el primer caso, las representaciones pueden aparecer objetivadas en los discursos de los habitantes de la ciudad, en los discursos oficiales y en las narraciones que de la ciudad hacen los medios de difusión masiva. Con respecto a la identidad urbana, ésta se configura a partir de varias dimensiones. Valera y Pol (1994) señalan la histórica, la socio-espacial, la psico-social, la cultural, la ideológica, y por último, la perteneciente al ámbito de los imaginarios sociales. La identidad social urbana está marcada por la identificación con el grupo, asociado a un determinado espacio construido simbólicamente, y sobre el cual recaen significados valorativos y emocionales asociados a este mismo espacio y al mismo grupo.

Los conceptos de lugar, espacio y territorio son importantes para pensar lo urbano. El lugar actúa como elemento aglutinante de la colectividad y como símbolo de su permanencia en el tiempo. El espacio se constituye en un referente de significado y se convierte en lugar a través de los mecanismos de apropiación por parte de los sujetos, quienes transforman y significan el espacio que habitan, actuando en él e identificándose con él, tanto de manera individual como colectiva (Pol, 1996). Así vistos, se puede decir que los lugares con una fuerte identidad ayudan a conglomerar a la colectividad y a mantener su identidad social. Por ello, es necesario ver cómo los grupos sociales participan en la construcción social del espacio urbano que habitan. Esto último nos acerca al concepto de “identidad de lugar” (Proshansky et al., 1995), que puede ser vista como parte de la identidad personal. Esta identidad de lugar existe en las personas, y no tanto como una realidad geográfica, física, delimitada por fronteras conocidas y bien marcadas. El espacio, por tanto, se organiza de forma simbólica, independientemente de su dimensión material o tangible. La organización simbólica del espacio, convertida en lugar por la interacción transformadora de las personas, es lo que se denomina “apropiación del espacio” (Pol, 1996).

En la construcción simbólica del espacio urbano hay que tomar en cuenta las especificidades actuales de la vida en la ciudad. Algunos autores consideran que la actual configuración de las ciudades –sobre todo de las megalópolis- no propicia la creación de redes sociales, la interacción cotidiana entre los sujetos urbanos. A modo de ejemplo, Hannerz (1986) afirma que lo que hoy define a las sociedades complejas es precisamente no compartir, las relaciones fugaces y las conexiones entre personas que conocen poco las circunstancias de los otros. Para Hannerz, la movilidad hace a las personas depender menos de las relaciones cara a cara y atenúa la relación entre cultura y territorio. Pese a compartir el sentido general de esta reflexión, consideramos que las interacciones cotidianas no desaparecen en los entornos urbanos; quizás estén sufriendo modificaciones en los tiempos actuales, pero no desaparecen porque son la materia prima de la vida urbana.

Si bien quedan claras las posibilidades de aplicación” de los conceptos de identidad y representación social al ámbito de la ciudad y lo urbano, son menos precisas las relaciones entre el habitus bourdieano y la reflexión sobre la ciudad. Si podemos hablar de una identidad urbana, ¿será posible también que hablemos de habitus específicamente urbanos? Para enfrentar esta cuestión, es inevitable asociar la ciudad con el concepto de espacio social de Bourdieu, desarrollado a partir de su idea de “campo” o estructura social objetiva. Para Bourdieu (1992) el espacio social es un sistema de posiciones sociales que se definen las unas en relación con las otras, y que por tanto, ponen en evidencia la desigualdad o las relaciones de poder. El “valor” de una posición se mide por la distancia social que la separa de otras posiciones inferiores o superiores, lo que equivale a decir que el espacio social es, en definitiva, un sistema de diferencias sociales jerarquizadas en función de un sistema de legitimidades socialmente establecidas y reconocidas en un momento determinado.

En las ciudades modernas, caracterizadas por un alto grado de diferenciación y complejidad, el espacio social es multidimensional y presenta un conjunto de campos relativamente autónomos, aunque articulados entre sí: el económico, el político, el religioso, el intelectual, el cultural, el mediático, etc. Un campo, en este sentido, es una esfera de la vida social que se ha ido haciendo autónoma progresivamente a través de la historia en torno a cierto tipo de relaciones sociales, de intereses y de recursos propios, diferentes a los de otros campos. Bourdieu recurre a la metáfora del juego para dar una primera imagen intuitiva de lo que entiende por campo. Éste sería “un espacio de juego relativamente autónomo, con objetivos propios a ser logrados, con jugadores compitiendo entre sí y empeñados en diferentes estrategias según su dotación de cartas y su capacidad de apuesta (capital), pero al mismo tiempo interesados en jugar porque ‘creen' en el juego y reconocen que vale la pena jugar” (Bourdieu, 1992: 73).

A partir de lo anterior, podemos intentar ver a la ciudad como conjunto de campos, o bien como campo en sí misma. En un intento de relacionar los conceptos bourdieanos de campo y habitus, Delgado (1999) afirma que las relaciones urbanas son, en efecto, estructuras estructurantes, puesto que proveen de un principio de vertebración, pero no aparecen estructuradas –esto es, concluidas o rematadas- sino estructurándose, en el sentido de estar elaborando y reelaborando constantemente sus definiciones y sus propiedades, a partir de los avatares de la negociación ininterrumpida a que se entregan unos componentes humanos y contextuales que rara vez se repiten.

Es en la ciudad donde la persona actúa los roles que ha incorporado, definidos por las instituciones –campos- en las que participa como sujeto social. Por lo tanto, la ciudad es el escenario de la cultura in-corporada, los habitus puestos en movimiento, practicados. Las redes sociales en el espacio urbano cumplen una función psico-social al servir como contexto para el desarrollo de una identidad personal. En este sentido, no son pocos los estudios acera de los barrios como dotadores de sentido de pertenencia a sus habitantes. Participar en la red social del barrio permite a sus habitantes construir una identidad en cierta manera común; el sentido de comunidad viene dado por el compartir una concepción similar de sí mismos y de los otros. El barrio se puede definir como “una unidad urbanística identificable, un sistema organizado de relaciones a determinada escala de la ciudad y el asiento de una determinada comunidad urbana” (Buraglia, 1999: 26). Siguiendo a Buraglia, el barrio se caracteriza por la comunicabilidad, la sociabilidad, la sostenibilidad, la variedad, la recursividad, el arraigo, la seguridad, el control, la tolerancia, la solidaridad y la prospección. Según el mismo autor, y desde un punto de vista socio-espacial, el barrio es contenedor de componentes como el territorio, la centralidad, los equipamientos sociales y los referentes comunes. Más atención requieren las funciones atribuidas a los barrios. Desde la sociología urbana se ha entendido el barrio como articulador entre las diversas escalas de la vida social urbana, integrador de la vida familiar, referente espacial, generador de identidad, articulador entre diversos grados de privacidad e integrador de las redes sociales de solidaridad y apoyo.

Junto con los estudios acerca de los barrios, e íntimamente relacionados con ellos, encontramos también ejemplos de investigaciones sobre las identidades vecinales en las grandes ciudades. De nuevo, y ante la multidimensionalidad y heterogeneidad propia de la gran ciudad actual, se pone el énfasis en los espacios pequeños, en la construcción de identidades en los lugares de pertenencia primarios, vividos y experimentados en la cotidianeidad. Safa (2000), por ejemplo, afirma que las identidades vecinales se erigen como eje articulador de varias demandas de la población, tales como preservar, cambiar o mejorar el entorno local; luchar para resolver problemas citadinos como la contaminación y la inseguridad, entre otras. En este sentido, la vecindad, el espacio cercano o primario, se convierte en uno de los primeros referentes a la hora de construir simbólicamente la ciudad y lo urbano, y por este motivo, el barrio es también, materia prima de las identidades urbanas en las grandes ciudades. Las identidades vecinales se conciben como construcciones imaginarias (Anderson, 1993, en Safa, 2000), una invención en que no interesa mucho la correspondencia con los elementos objetivos o la veracidad de la historia para su legitimación o eficacia (Sollors, 1989, en Safa, 2000). Esta afirmación tiene que ver con lo que se ha dicho anteriormente en torno a la ciudad como construcción simbólica, más que como espacio físico o material.

Investigar la ciudad –e investigar en la ciudad- se convierte en algo sumamente complejo en los contextos urbanos actuales. Las megalópolis impiden estudios a gran escala, y es por ello que proliferan, sobre todo, investigaciones sobre micro-espacios urbanos. Ejemplo de ello son algunos estudios sobre los procesos de producción de sentido –las formas o mecanismos de representación y organización del mundo, de las acciones, valoraciones y pensamientos- por parte de habitantes de una determinada zona de la ciudad. Estas reflexiones se nutren, en ocasiones, de las aportaciones de la mirada comunicológica. De hecho, los estudios comunicológicos sobre las representaciones sociales urbanas –ya sea en términos de comunicación interpersonal, ya sea en lo que a discursos mediáticos se refiere- pueden ayudar a desvelar los mecanismos de construcción identitaria. ¿Qué papel juegan las relaciones interpersonales en el contexto urbano para la definición y redefinición de las identidades de los sujetos? ¿Qué espacios propician una mayor comunicación entre los habitantes de un determinado entorno urbano? ¿De qué temas, actitudes, pensamientos y valoraciones están constituidos los discursos cotidianos entre los habitantes de una misma ciudad? ¿Cómo estos discursos contribuyen a crear sentido de pertenencia entre los habitantes que interactúan? Éstas son algunas cuestiones que abren el debate en torno a la relación entre comunicación, representaciones e identidad urbana.

Por otra parte, los fenómenos de crisis identitaria, desarraigo urbano y desintegración social son también frecuentes en el ámbito de los estudios urbanos. Generalmente estos estudios hacen referencia a la pérdida del sentido de lugar y de identidad, aunque si consideramos que la identidad no es algo construido, sino en constante construcción, debiéramos hablar de redefinición de identidad –modificación y adaptación de habitus- en lugar de hablar de pérdida absoluta.

Siguiendo con los ejemplos, los estudios urbanos, especialmente los generados dentro de la corriente de los estudios culturales, ponen el acento en la cuestión de cómo se construyen las representaciones sociales acerca de lo popular, y de cómo estas representaciones generan determinadas prácticas culturales urbanas por parte de grupos populares que comparten, hasta cierto punto, una identidad similar, un habitus parecido. Los lazos de identidad respecto al espacio urbano, así entonces, se construyen colectiva e históricamente.

En el terreno de lo imaginario, las ciudades imaginadas, soñadas, percibidas como posibles, se convierten en un objeto de estudio que, en las actuales condiciones de los contextos de las megalópolis, pueden ser muy pertinentes. En el caso concreto de Ciudad de México, por ejemplo, podemos preguntarnos por la ciudad deseada por los habitantes, no tanto por la vivida y experimentada, sino por la que permanece, en potencia, en el terreno de lo posible, de lo no real aún. Y con ello, comprendemos nuevamente que siempre habrá ciudades metafóricas, ciudades superpuestas a las reales pero no por ello menos importantes.


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*Marta Rizo
Doctora en Comunicación por la Universidad Autónoma de Barcelona (España). Actualmente, profesora-investigadora de la Academia de Comunicación y Cultura y del Centro de Estudios Sobre la Ciudad, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Miembro de la Red de Estudios en Teoría de la Comunicación y Comunicología (REDECOM, México). Sus líneas de investigación son: Comunicología y teoría de la comunicación; Ciudad, identidad y comunicación; Análisis de redes sociales; Comunicación y promoción de la cultura.

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