Crónica de Africa: barreras de fuego
Enero de 1966. En Nigeria se estaba librando una guerra civil. Yo era corresponsal en esa guerra. Salí de Lagos un día nublado. Patrullas de policía apostadas en las salidas de la ciudad detenían todos los vehículos. Registraban los portaequipajes en busca de armas. Reventaban los sacos de maíz: tal vez hubiera municiones escondidas entre las mazorcas...
El poder acababa en el límite de la capital.
A partir de ahí, el camino se abre entre el verdor de suaves colinas cubiertas por espesos matorrales. Es un camino de laterita, tierra de un color pardo rojizo que tiene un firme malo y traicionero.
Estas colinas, este camino, las aldeas que lo bordean, pertenecen a los yorubas, que habitan el sudoeste de Nigeria y constituyen una cuarta parte de la población del país. [...] La tierra de los yorubas estaba en llamas.
Conducía por un camino del que se dice que un blanco no lo atravesaría vivo. Y lo hacía porque siento la necesidad de experimentarlo todo en mi propia carne. Sé que el hombre se estremece cuando se encuentra cara a cara con un león en medio de la selva. En una ocasión me acerqué a un león para saber lo que se siente en semejante situación. Tenía que conocer esa sensación porque sabía que nadie iba a describírmela. Yo tampoco sé hacerlo, como no sé describir la noche en el Sahara. Las estrellas que iluminan la noche sahariana son inmensas. No las hay así en ninguna otra parte del mundo. Se balancean sobre las arenas del desierto cual enormes arañas de cristal brillante al tiempo que despiden una luz de color verde. Durante la noche, el Sahara es verde como los infinitos prados de nuestra Mazovia.
Algún día tal vez vuelva a contemplar el Sahara, tal vez vuelva a ver el camino por el que atravesé el país de los yorubas. Siguiendo aquel camino, llegué a la cima de una colina, y cuando descendía, vi a mis pies la primera barrera de fuego.
Era demasiado tarde para retroceder.
Grandes troncos ardiendo bloqueaban el paso. En medio del camino se alzaba una enorme hoguera. Reduje la velocidad primero y luego me detuve; no había manera de continuar. Vi a una veintena escasa de hombres jóvenes. Varios llevaban fusiles, otros tantos blandían cuchillos y el armamento del resto se reducía a unos machetes. Todos ellos vestían igual: camisas azules de mangas blancas. Eran los colores de la oposición, los colores del UPGA. Se cubrían la cabeza con un gorro azul y blanco en el que se veían las siglas del UPGA. En la pechera de la camisa llevaban prendida la fotografía del chief Awolowo. El chief Awolowo era el líder de la oposición, el ídolo del partido.
[Yo] Había caído en manos de los combatientes del UPGA. Debían de llevar consumidas grandes cantidades de hachís, pues sus ojos tenían una expresión como lunática, enajenada. Estaban empapados de sudor, poseídos, frenéticos.
Al verme, se abalanzaron sobre mí y me sacaron del coche. Sólo me llegaban sus gritos: "¡UPGA! ¡UPGA!" Aquel camino quedaba bajo el mando del UPGA. Ahora el UPGA era el poder al que estaba sometido. Sentí las puntas de tres cuchillos en la espalda y vi varios machetes (que en Africa hacen las veces de guadañas) dirigidos hacia mi cabeza. Dos hombres permanecían vigilantes a un par de pasos de distancia, apuntándome con sus fusiles, prestos a disparar si intentaba huir. Estaba atrapado. A mi alrededor, no veía sino rostros sudorosos, miradas febriles, cuchillos y cañones de fusiles. [...]
La situación no podía ser más paradójica: iba a morir, iba a pagar con mi vida las culpas del colonialismo, de los traficantes de esclavos, del látigo del terrateniente blanco, iba a morir porque lady Lugard se hacía llevar en un palanquín.
Los del camino querían dinero. Querían que me afiliara al partido, que me hiciera miembro del UPGA, un honor por el que debía pagar. Les di cinco chelines. Con un violento golpe en la nuca, me hicieron comprender que les había ofrecido demasiado poco. Sentí un dolor penetrante atravesándome el cráneo. Pasados unos segundos otro golpe caía sobre mi cabeza. Después del tercero me invadió un enorme cansancio. Agotado y vencido por el sueño, les pregunté cuánto querían.
Querían cinco libras.
Africa se estaba volviendo muy cara. En el Congo, los soldados lo aceptaban a uno en el partido por una cajetilla de cigarrillos y un culatazo. Y aquí, ya me habían propinado varios golpes, y además debía pagarles cinco libras. Seguramente debí de vacilar por unos instantes, porque el jefe que supervisaba toda la acción gritó a sus hombres: "¡Incendiad el coche!", que no era mío sino del gobierno de mi país, un Peugeot que me llevaba por toda Africa y que ahora alguien rociaba con gasolina.
Comprendí que la discusión se había acabado, y que no tenía otra salida que darles las cinco libras. Se las di. Se pusieron a arrebatárselas los unos a los otros.
Pero me dejaron proseguir mi viaje. [...] Me puse en camino.
No podía retroceder; sólo me permitieron ir hacia adelante. Así que fui adentrándome en el país en guerra, levantando una nube de polvo a mi paso. El paisaje de estas tierras, cargado de intensos colores, es muy bonito. Es el Africa que me gusta. Delante de mí se abría un espacio abierto, despoblado y sumido en un silencio que sólo quedaba roto cuando algún pájaro asustado por mi inesperada presencia levantaba el vuelo. En aquel remanso de paz, la cabeza me estallaba en miles de ruidos sordos. Sin embargo, el camino vacío y el runrún del coche me devolvieron la calma poco a poco.
Ya conocía el precio: el UPGA me había exigido cinco libras. Me quedaban cuatro y media y 50 kilómetros de camino. Pasé junto a una aldea en llamas, abandonada; sus habitantes se habían refugiado en la selva. Dos cabras pacían a un lado del camino envuelto en humo.
Más allá de la aldea se levantaba otra barrera de fuego.
Militantes uniformados del UPGA, cuchillo en mano, estaban moliendo a patadas a un conductor que no quería pagar la cuota. A su lado vi a otro hombre, magullado, ensangrentado, que tampoco tenía suficiente dinero para satisfacer su contribución.
Todo se desarrollaba de acuerdo con el modelo que había podido experimentar en la primera barrera. Al acercarme a la segunda, antes de que me diera tiempo de expresar mi deseo de ingresar en el UPGA, ya me habían propinado dos potentes ganchos en la barriga y me habían desgarrado la camisa. Me registraron los bolsillos y requisaron todo el dinero que llevaba.
Estaba esperando el momento en que me prenderían fuego, pues el UPGA tenía la costumbre de ejecutar a la gente quemándola viva; yo mismo había visto muchos cadáveres calcinados. El jefe de la operación en esta barrera descargó un puñetazo en mi cara, y sentí que la boca se me llenaba de un cálido sabor dulzón. Después me roció con benzol, combustible que usaban habitualmente para quemar a la gente porque aseguraba una cremación total.
Me invadió un miedo feroz, un miedo que fulminó y paralizó todos mis miembros; permanecí allí clavado en la tierra, como si estuviese enterrado hasta el cuello. Me sabía empapado de sudor, pero bajo la piel me corría un frío glacial; me sentía como si me hallase desnudo en la nieve a treinta bajo cero.
Quería vivir, pero la vida me abandonaba. Quería vivir, pero no sabía defender mi vida, que se extinguiría consumiéndose en las llamas, en medio de un dolor inhumano.
¿Qué querían de mí? Me pusieron los cuchillos contra los ojos. La punta de otro me apuntaba al corazón. Apestando a cerveza, el jefe de la operación se embutía el dinero en el bolsillo mientras me gritaba a voz en cuello: "Power! UPGA must get power! We want power! UPGA is power!" ("¡Poder! ¡El UPGA tiene que conquistar el poder! ¡Queremos el poder! ¡El UPGA es el poder!"). Lo desbordaba la pasión por el poder, estaba ávido de poder; la sola palabra "poder" le producía arrebato y lo sumía en éxtasis. Tenía la cara empapada en sudor, las venas le abultaban en las sienes, los ojos, inyectados en sangre, despedían destellos de locura. Estaba ebrio de felicidad; se echó a reír. Sus hombres lo imitaron. Fue aquella risa lo que me salvó.
Me ordenaron marcharme.
El grupo congregado junto a la barrera siguió gritando "¡UPGA!" al tiempo que levantaban los brazos y formaban una V con los dedos: victoria del UPGA en todos los frentes.
Unos cuatro kilómetros más adelante ardía la tercera barrera. Como en ese tramo el camino era recto, ya de lejos vi el humo y después el fuego y a los activistas rebeldes. No podía retroceder; había dejado atrás otras dos barreras. Sólo podía seguir adelante. Me tenían atrapado; caía en sus trampas una vez tras otra. Sólo que ahora ya no me quedaba dinero para comprar mi libertad, y sabía que si no pagaba la cuota, incendiarían el coche. Pero, sobre todo, no quería que me volvieran a golpear. Estaba hecho trizas, tenía la camisa hecha jirones y apestaba a benzol.
Me quedaba una única salida: atravesar la barrera a toda velocidad. Era un plan bastante arriesgado, pues aparte de romperse en pedazos, el coche corría el peligro de quedar calcinado. Pero no tenía elección.
Pisé a fondo el acelerador. La barrera se levantaba a un kilómetro de distancia. El indicador de velocidad empezó a dispararse: 110, 120, 130, 140. El coche, sacudido por violentas vibraciones, parecía resquebrajarse; agarré el volante con todas mis fuerzas. Empecé a tocar el claxon. Ya de cerca, vi el fuego atravesando todo el ancho del camino. Los activistas agitaban sus cuchillos instándome a parar. Dos de ellos lanzaron botellas llenas de gasolina contra mi coche y durante un segundo pensé: se acabó, ahora sí que esto es el fin. Pero no podía echarme atrás. Ya no podía echa...
Me lancé de cabeza en el fuego, el coche pegó un brinco, oí bajo mis pies el estruendo del chasis y vi brotar un aluvión de chispas que se estrellaban contra el parabrisas. Y, de repente, la barrera, el fuego, los gritos, todo quedó a mi espalda. Las botellas no me habían alcanzado. Tampoco me alcanzaron los cuchillos. Impulsado por el terror, conduje un kilómetro más, pero luego me detuve para ver si el coche se estaba quemando. No, no se quemaba. Un sudor frío me cubría todo el cuerpo. Las fuerzas me habían abandonado, era incapaz de luchar, estaba indefenso, desarmado. Mareado, sintiendo náuseas, me senté en la arena. Todo lo que había a mi alrededor me resultaba extraño y ajeno. El cielo y los árboles. Las colinas y los campos de mandioca. Como no podía quedarme allí indefinidamente, seguí adelante hasta que llegué a una pequeña ciudad que se llama Idiroko. Me detuve a la entrada, vigilada por un puesto de policía. Los policías estaban sentados en un banco. Me permitieron asearme un poco.
Pretendía volver a Lagos, pero no podía emprender el viaje solo. El comandante del puesto se ofreció a organizar una escolta. [...]
Fuente: La Nación - 28.01.2007