El actor detrás de la escena
Un planeta en el que las cúpulas de las multinacionales ya tienen en funcionamiento una cantidad de máquinas con un diseño que las humaniza para que los chicos se amiguen con los robots y sus padres vayan perdiendo sus trabajos porque un robot no cobra salario ni se queja por las condiciones laborales.
En ese mundo de feroces contrastes, de pobreza extrema y de una frontera cada vez más amplia del conocimiento, los centros del poder militar tecnológico despliegan aviones no tripulados capaces de ser comandados desde Washington o Londres para terminar con la vida de familias o yihadistas que están en una pequeña ciudad rodeada de arena en el norte de Irak. Escenas de guerras de un siglo XXI que parece dejarnos sin aliento, sin esperanzas en la capacidad de decir otro mundo es posible, de resistir ante tanto avasallamiento.
En ese contexto, sobre el fin del año, emerge la figura gigantesca de Fidel Castro. El hombre que expresa una dignidad colectiva, el mismo que siete años atrás dejó el centro de la escena. Fidel es un actor principal en el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, pero además es la metáfora que la humanidad necesita como un espejo en estos tiempos. El guerrillero convertido en estadista, el estadista que logró que la educación, la salud y la ciencia fueran la locomotora de una nación que se quedaba sin el peso de Moscú. Fidel, el sabio que junto a una nueva camada de dirigentes dio el viraje para que Cuba no quedara como el eslabón perdido.
Fidel entró a la historia grande como uno de los protagonistas principales de fines de los cincuenta, cuando tras los horrores de la guerra se vivía un intenso proceso de descolonización. A fines de 2013 morían, ancianos, dos íconos de esos procesos. Uno fue el vietnamita Vo Nguyen Giap, el historiador devenido en un estratega capaz de guiar guerras anticoloniales contra Japón, Francia y Estados Unidos. Giap, cuando Vietnam ganó la paz ocupó un cargo que parecía de segundo orden: viceministro de Ciencia y Técnica. Desde allí acompañó los cambios políticos y económicos profundos de su país, así con la misma entrega con que décadas atrás conducía a miles de soldados de un ejército popular escondido en los túneles y las montañas. Giap supo la importancia de la batalla del conocimiento en la era que se avecinaba. El otro gran hombre que dejaba el planeta un año atrás era Nelson Mandela, el creador de La lanza de la Nación, el brazo armado del Congreso Nacional Africano, la organización que desafiaba el racismo impuesto por una minoría de banqueros, terratenientes y empresarios mineros. Mandela luchó contra la esclavitud en las entrañas de África. El régimen lo tenía prisionero, aislado, para mostrar su ferocidad. Pero Mandela no dejó de dar ejemplo de vida desde su confinamiento extendido por 27 años. Liberado y ganador en las urnas de modo aplastante, Mandela eligió dejar el poder apenas tras un brevísimo período de gobierno de cuatro años. Prefirió ser el arquitecto de una sociedad que no iba a avanzar en terminar con los privilegios pero sí era capaz de dar pasos de convivencia y democracia. Mandela dedicó muchos años a la infancia castigada, a combatir el sida, a ser un hombre común, querido y venerado, capaz de predicar con el ejemplo.
La lucha de Asia, África y América latina, en aquella segunda mitad del siglo XX que hoy parece tan lejana, puede resumirse en la vida de Giap, Mandela y Fidel. Por ventura, uno de los tres está vivo y en tiempos desesperanzados nos deja saber que se puede: que vale la pena luchar por otro mundo, uno que sea justo.
Miradas al Sur - 28 de diciembre de 2014