El Che murió como vivió: lleno de optimismo
Entrevista realizada por Luis Báez al General de Brigada Harry Villegas Tamayo.
Luis Báez: ¿Qué imagen guarda de sus padres?
Harry Villegas Tamayo—Recuerdo a mi padre leyendo, especialmente sobre temas históricos, aunque su oficio era la carpintería. También gustaba mucho del ajedrez. La gente le tenía mucho cariño, quizás porque siempre lo daba todo, era muy extrovertido. Una persona sumamente sincera.
En cambio mi mamá era distinta, ella era muy reservada; quizás por su origen campesino o por su descendencia africana directa por parte del padre. Pero era muy trabajadora, llegó a tener pequeños negocios en Yara, Las Tunas y Palma Soriano. A los dos los recuerdo con un amor inexpresable.
L.B.—¿De dónde es usted?
H.V.T.—Mi origen es campesino, nací en las inmediaciones de la Sierra Maestra, en el pueblo de Yara. Me crié en un ambiente muy particular, ya que la historia que rodeaba nuestra zona influía directamente en cada habitante: en Yara quemaron al indio Hatuey, recordado por su resistencia ante los conquistadores de España, y allí también se dio el "Grito", el primer combate por la Independencia de Cuba. Todo eso creaba un sentimiento patriótico en la juventud. Recuerdo que la celebración del 10 de Octubre era algo muy solemne, de gran importancia.
Particularmente para mí, nacer en Yara fue esencial para el desarrollo posterior de mi vida.
L.B.—¿Dónde pasó sus primeros años?
H.V.T.—La enseñanza primaria la hice en la escuela Carlos Manuel de Céspedes. Después continué los estudios en Manzanillo, a la par que trabajaba en un comercio. Estuve un tiempo con los boy scout de la Iglesia Católica, aquí me daban un ticket que iba reuniendo y al final del año podían ser cambiados por juguetes, por otra parte asistía a los cultos de la Iglesia Protestante, porque aquí me daban un dulcecito. Estas eran las cosas que los muchachos de mi edad hacían. También me sentía atraído por el cine y como no le podía pedir todos los días una peseta al viejo para ir a ver una película, conseguí que me dejaran pegar en las paredes los pasquines de los filmes; de esa manera tenía asegurada mi entrada. Incluso durante un tiempo fui el locutor del cine del pueblo, anunciaba la película y me pagaban un peso.
Llegué a ser posteriormente el administrador de este. También me gustaba jugar pelota.
L.B.—¿Qué base?
H.V.T.—Jugaba la primera base. Una tarde fuimos a San Ramón y cuando llegamos me encontré que el juego estaba suspendido por lluvia. Se negaron a pagarnos el pasaje y tuvimos que hacer una colecta entre los vecinos para regresar. Pero sobró dinero y nos dimos unos tragos antes de volver. Cuando llegué a mi pueblo, era tarde para abrir el cine y el dueño me botó.
L.B.—¿Qué hizo el 10 de marzo de 1952?
H.V.T.—Yo tenía un hermano que militaba en el Partido Ortodoxo, era concejal y se metió en la lucha contra la tiranía. De esa forma, caigo también en el enfrentamiento a Fulgencio Batista.
Me incorporé a una célula en la que se encontraban Leopoldo Cintra Frías (Polo), Teté Puebla, Manuel Lastre y otros compañeros. Empezamos a realizar diferentes actividades: interrumpir el alumbrado eléctrico, regar tachuelas, etc.
L.B.—¿En qué momento decidió irse para la Sierra Maestra?
H.V.T.—En esa lucha me detuvieron tres veces. Era muy peligroso mantenerme en el pueblo y decidí irme para la Sierra Maestra en unión de siete compañeros.
L.B.—¿Se encontraron con los rebeldes?
H.V.T.—Nos tropezamos con Gerardo González (le decían El Sapo), él comandaba un pelotón de escopeteros que operaba en la zona. Con ellos participo en mi primera acción de guerra.
L.B.—¿En qué consistió?
H.V.T.—Hicimos una emboscada a una patrulla que se movía en la carretera de Manzanillo a Bayamo. Logramos capturar algunas armas, aunque los soldados tiraron varias al río.
En un momento del combate aparecieron unas tanquetas pintadas de negro que nos abrieron fuego. Eso nos obligó a darnos a la fuga. Algunos cogieron hacia Bayamo. Yo me fui para Manzanillo con la intención de internarme en la Sierra. No fue fácil agruparnos. Me quedé merodeando por el llano.
El ejército, que nos había seguido, logró cercarnos. En la noche, logré escabullirme y tomé camino a las montañas.
L.B.—¿Hacia qué zona?
H.V.T.—Llegamos a Canabacoa, a casa de un campesino que tenía una panadería. Comimos pan y al otro día continuamos la marcha. Nos encontramos a un grupo de combatientes del Ejército Rebelde. Era un pelotón dirigido por el chino Idelfredo Figueredo, de Santiago de Cuba. Pertenecían a la Columna del Che.
L.B.—¿Qué sintió cuando estuvo frente al Che?
H.V.T.—Una impresión muy fuerte. Ya el Che era una leyenda viva. Me hizo varias preguntas. Le dije que era hermano de Diógenes Villegas, que estaba en el mortero con Pepín Quiala. Le pedí que me aceptara. Yo llevaba un fusil 22. Se resistió. Me dijo que no podía quedarme: ¿Crees que vos vas a poder combatir con ese fusilito? Con eso no se puede hacer la guerra; allá en el llano están los soldados, baja y desármalos.
L.B.—¿Bajó?
H.V.T.—Qué remedio me quedaba. Pero con tan mala suerte de que me vio un chivato y me denunció.
L.B.—¿Adónde se dirigió?
H.V.T.—A hacer contacto con mi familia. Estando en casa, tocaron a la puerta. Eran los soldados. Pude irme por una salida trasera y me escondí en un platanar. De ahí me marché para la vivienda de uno de mis hermanos.
A los pocos días me fui para el antiguo central Sofía. Logré, con algunos amigos, conseguir unos revólveres y una escopeta. Con ese armamento regresé al monte. Localicé nuevamente al Che.
L.B.—¿Y lo aceptó?
H.V.T.—Esta vez sí. Me dejó en el pelotón de la Comandancia. Empecé a cargar mochilas, servir de mensajero, o sea, ganándome la posibilidad de ser guerrillero, a la vez que asistía a la escuelita que él había organizado. En esos momentos estaba en la Pata de la Mesa.
L.B.—¿Quién impartía las clases?
H.V.T.—El propio Che.
L.B.—¿Qué materias?
H.V.T.—Historia de Cuba. Nos hablaba de Antonio Maceo, Máximo Gómez y otros patriotas, de la grandeza de sus acciones desde el punto de vista militar, la táctica empleada, etc.
También estudiamos las obras de Marx, en forma comentada. Nos explicaba detalladamente cada concepto. Igualmente nos enseñaba Matemáticas. Hasta que lo designaron para Minas del Frío.
L.B.—¿Qué tareas realizaron?
H.V.T.—Comenzamos a levantar casas para instalar la escuela, el hospital, etc. El enemigo detectó, desde el aire, esas construcciones.
Trajo como consecuencia que diariamente recibíamos una lluvia de balazos de ametralladoras y racimos de bombas procedentes de los aviones.
El Che lo sabía y lo tenía como un elemento de depuración de la tropa, porque nos formaba y la gente al escuchar la presencia de la aviación se aterraba.
Rompíamos la formación y se formaba un correcorre tremendo. En todo ese tiempo no hubo heridos por los aviones, pero sí hubo cientos de lesionados por la desbandada que se armaba.
Después que pasaban los aviones siempre había un grupo que decidía abandonar la guerrilla. En ese campamento varios compañeros tuvimos un fuerte encontronazo.
L.B.—¿Con quién?
H.V.T.—Con un norteamericano llamado Herman Mark, que había sido combatiente de la guerra de Corea. Era una gente que tenía dominio de la táctica y lo pusieron a entrenarnos. Muy exigente, déspota y además glotón. Un gran hp... Le teníamos un odio del carajo.
Eso provocó que se formara una especie de sedición. Nos negamos a seguir recibiendo sus instrucciones. El Che se hallaba de recorrido. Al regresar al campamento se encontró esa situación.
L.B.—¿Qué hizo?
H.V.T.—Tomó medidas muy drásticas, propias de su carácter. Al responsable de la insubordinación planteó fusilarlo. A mí y a otros compañeros, tres días sin comer. En medio del problema, llegó Fidel.
L.B.—¿Se enteró de lo ocurrido?
H.V.T.—Sí. El Che se lo informó. Después que hablaron un largo rato, el Comandante en Jefe decidió rebajarle la sanción a todo el mundo. Al que tenían previsto fusilar, lo castigaron a tres días sin comer y al resto un día sin ingerir alimentos. A los que no estaban muy involucrados los exoneraron de responsabilidad. Para mí constituyó una importante enseñanza. Después tuve otro altercado con el Che.
L.B.—¿Cuál fue la causa?
H.V.T.—Me mandaron al llano, por la parte de Campechuela, a buscar miel. Subí cargado de miel. Llegué a casa de un campesino y me brindó café. Le pedí que me diera una botella y la llené de miel y se la regalé para endulzarlo.
Cuando llegamos al campamento uno de los acompañantes se lo informó al Che. Como era el Jefe del grupo me pasó la cuenta.
Me llamó, reprimió y me dijo que cómo era capaz de coger algo que era propiedad del colectivo y distribuirlo. Fue una nueva lección. Después me mandó un tiempo con Fidel.
L.B.—¿Con qué intención?
H.V.T.—A fortalecer, en unión de otros compañeros, las fuerzas rebeldes que estaban combatiendo en El Jigüe y para que nos fogueáramos ya que éramos muy jóvenes.
L.B.—¿En qué lo pusieron?
H.V.T.—Fidel nos mandó a que todas las noches teníamos como tarea hostigar al ejército: tirándole tiros, hacer sonar latas para no dejarlos dormir.
En un momento determinado me enviaron a reforzar la emboscada que estaba ubicada en La Plata para rechazar a un batallón de la tiranía que venía en apoyo de la tropa del comandante José Quevedo. Tuvimos que combatir duramente.
No se me olvidará que iba por la loma y sentía que me caían los cañonazos al lado. Miraba y no veía a nadie. Me preguntaba cómo podían saber dónde estaba. Tuve que abandonar el camino y meterme a campo traviesa, hasta que llegué a la Comandancia.
Después me explicaron que los disparos provenían de una Fragata que contaba con un equipo de visión larga (GMT).
L.B.—¿Cómo le fue en la Comandancia?
H.V.T.—Nos encontramos con un tipo llamado Puebla que era muy anticomunista. Al vernos dijo: "Llegaron los comunistas del Che". Yo no tenía ninguna noción del comunismo pero ese anticomunismo nos lo quiso cobrar a nosotros.
L.B.—¿De qué manera?
H.V.T.—El primer día nos dio un cubo de congrí con malanga. Al otro nos puso el mismo cubo y al tercero repitió la operación. Ya esa comida tenía muy mal olor. No había quien se la comiera. La rechazamos. Nos dijo: "bueno, ya no hay más comida".
Fuimos a ver a Celia Sánchez y le explicamos que llevábamos varios días sin comer. Enseguida mandó a darnos alimentos a la vez que nos comentó: "Miren, niño que no llora no mama".
L.B.—Después de la victoria en El Jigüe, ¿se quedó con Fidel?
H.V.T.—No, fuimos enviados nuevamente para la tropa del Che. Antes de irnos Fidel nos entregó algunas armas. Cogí un fusil ametralladora Browning con un montón de peines. Yo era muy flaquito, Fidel se quedó mirándome y me preguntó: "¿Tú crees que puedas con eso?" Le respondí: "¡cómo no voy a poder!" Nunca me había echado una cosa así al hombro.
Cuando estaba sentado no lo sentía pero al subir las lomas me lo sentía en el alma.
L.B.—¿Dónde estaba el Che en esos momentos?
H.V.T.—Había tirado un cerco desde Las Vegas a las Mercedes para impedir que el ejército avanzara. Me quedé atrás debido al enorme peso que cargaba.
Al llegar me metió una nueva bronca. Le comentaron que me había quedado durmiendo en casa de un campesino. Me volvió a castigar.
L.B.—¿En qué consistió el castigo?
H.V.T.—En no portar armas durante toda la guerra.
L.B.—¿Lo cumplió?
H.V.T.—Afortunadamente no. Cuando se le quitó el encabronamiento le expliqué lo ocurrido. Lo comprendió y me cambió la Browning por una ametralladora San Cristóbal de origen dominicano.
Posteriormente participé en los combates de Las Vegas de Jibacoa, Las Mercedes y otros, hasta que vinimos en la Invasión.
L.B.—¿Tenía alguna responsabilidad en la Columna?
H.V.T.—Formé parte de la Comandancia, tenía la misión de enlace. Iba constantemente de un extremo a otro de la Columna a buscar información. Por eso siempre digo que hice la Invasión dos veces.
La hicimos en condiciones muy difíciles, adversas, complejas, caminamos en las peores condiciones.
Pasamos por momentos muy peligrosos, como fue el cruce de la trocha de Júcaro a Morón y el combate en Cuatro Compañeros. Además, sin comida. Recuerdo que traía un paquete de gofio, pero no podía tocarlo. El Che me lo controlaba. —¿Cómo está el gofio?— Cuando se lo entregué, lo revisó para ver si le faltaba una onza.
Antes de la toma de Santa Clara tuvimos combates muy duros. Uno de ellos fue la toma del cuartel de Cabaiguán. Los guardias hicieron una fuerte resistencia. En un gesto de temeridad el Che me dijo que lo acompañara. Lo miré y me soltó: "¿Estás apendejado?" Le respondí que no.
Subimos al techo descubierto de una casa que estaba frente por frente al cuartel. Desde ahí observamos las posiciones del enemigo, que mantenía un fuego cerrado de ametralladora que impedía que pudiéramos avanzar.
Bajamos. El Che trató de brincar un muro. Resbaló. Ahí es donde se rompió el brazo.
Aquello de apendejado me mortificó. Había que tomar unas casas donde estaban refugiados elementos masferreristas. Nos tiraban granadas. Me quedé con los compañeros. Traté de sacar a un rebelde herido. Lo logré. Al no verme junto a él, me recriminó. Le manifesté que como me había dicho lo del apendejamiento, me había quedado junto a mis compañeros combatiendo.
Me puntualizó que esa no era mi tarea y que tenía que aprender a hacer lo que se me ordenara en cada momento. Durante la Invasión, me mandó unos días para el pelotón de los Descamisados.
L.B.—¿Qué infracción cometió?
H.V.T.—Me quedé dormido arriba de un caballo y se me fue un disparo. En los Descamisados me dieron una olla gigante. Me la tiré arriba, con la cantimplora y todo lo que llevaba. A los tres días me mandó a buscar y me incorporó a la Comandancia.
El pelotón de los Descamisados, el Che lo concebía como algo educativo. Ahí eran enviados todos aquellos que cometían indisciplinas: el que se dormía en una posta, el que incumplía alguna orden, etc.
Primero hizo la Escuadra de los Descamisados en la Columna 4 y después en la Invasión lo convirtió en pelotón. Al frente puso a Armando Acosta.
L.B.—¿Sabían para dónde iban?
H.V.T.—Sabíamos que íbamos rumbo a Las Villas. Se hablaba del Escambray, pero desconocía dónde quedaba. Estaba seguro de que era en Cuba, pero el Escambray propiamente, no lo tenía como una cosa concreta.
L.B.—¿Perteneció al pelotón suicida?
H.V.T.—No. Eso lo creó estando ya en Las Villas. Era de manera voluntaria. Me propuse, al igual que Juan Alberto Castellanos y Leonardo Tamayo. Aceptó a los dos últimos. A mí me dijo que era necesario en la Comandancia. El Che siempre nos hablaba de que había que ser valiente y audaz como Camilo.
Nos contaba cómo Camilo se había tropezado sorpresivamente en una carretera con un camión lleno de soldados. Se paró frente al vehículo y comenzó a disparar con su ametralladora. El desparramo de guardias fue tremendo. El Che admiraba y quería mucho a Camilo.
L.B.—¿De qué manera se concibió la toma de Santa Clara?
H.V.T.—Bajo el principio de ir aniquilando al enemigo por partes e ir fijándole los puntos de resistencia. Los guardias brindaron tenaz oposición. Incluso la aviación desató feroces bombardeos a la ciudad.
Para tomar la estación de policía fue necesario ir atravesando el interior de las casas, rompiendo las paredes, para poder acercarnos al objetivo.
Los guardias del tren blindado no querían rendirse. Hubo que levantar las líneas para que se descarrilara. Después tuvimos que lanzarles cócteles Molotov para que el fuego y el calor los obligara a salir. A medida que se entregaban, eran enviados a una fragata que estaba anclada en Caibarién.
Este tren venía cargado de soldados y armamentos para reforzar a las tropas del ejército que estaban operando en la región oriental.
También tuvimos que desalojar a elementos masferreristas que se habían atrincherado en habitaciones del hotel Clory (Santa Clara Libre) como francotiradores. Fuimos pegando candela piso por piso para que salieran.
En los bajos del hotel, en horas de la madrugada me enteré de la huida de Fulgencio Batista.
L.B.—¿Con qué grados terminó la guerra?
H.V.T.—De Primer Teniente. Ya era Jefe de Pelotón.
L.B.—¿En qué viajó para La Habana?
H.V.T.—En el propio vehículo con el Che. Yo pensaba hacerlo en el auto de un esbirro que había requisado en Remedios.
Cuando el Che me vio con el automóvil me dijo: "¿Caballerito, qué hace con ese carro?" Le expliqué dónde lo había capturado. Me dijo que lo dejara. Me montó con él y así entré a La Habana.
L.B.—¿Qué sintió al verse en la capital?
H.V.T.—En mi vida había visto una ciudad tan grande. Resultó impresionante. Solamente conocía Manzanillo, Bayamo y algo de Santa Clara.
El Che nos buscaba mucho la lengua. Al ver el mar nos comentaba: "¿Vieron qué bosque más grande?" Nos impactó mucho el paso por el túnel de la Bahía. No queríamos creer que íbamos por debajo del agua.
Ya en La Cabaña tenía un terror inmenso de ir a la ciudad.
Hasta que un día, a varios compañeros y a mí, el Che nos obligó a salir. Para no perdernos, nuestro punto de referencia fue el malecón. A la ahora de regresar a La Cabaña, siempre buscábamos el litoral habanero para orientarnos.
Lo primero que hizo el Che fue conseguirnos un maestro para superarnos culturalmente. Yo había aprobado la primaria, no así la mayoría de los compañeros. Además, siguió enseñándonos a jugar al ajedrez. Me mantuve junto a él en el Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA), el Banco Nacional, el Ministerio de Industrias. Como jefe de su escolta dondequiera que se movía lo acompañaba.
Al regreso de su segundo viaje al exterior, nos reunió y analizó cómo nos habíamos portado los integrantes de su escolta. A Castellanos y a mí nos sancionó a sembrar, por no haber seguido los estudios. Al resto del personal que sí había asistido a las clases, lo ascendió.
Cuando me casé me fui a vivir a mi casa, pero seguía de responsable de la suya.
L.B.—¿Dónde lo sorprendió Playa Girón?
H.V.T.—Me encontraba al frente de las inversiones de la fábrica de cerámica "Sanitarios Nacional". Me presenté al Che. Me dijo que me mantuviera en la fábrica. En dos o tres oportunidades estuvo a punto de botarme.
L.B.—¿Por qué razón?
H.V.T.—Era una fábrica compleja. Trabajaban ingenieros checos, brasileños, mexicanos, cubanos. Cada uno tenía una escuela para hacer la cerámica. También puse en práctica mis fórmulas.
Había leído que un estudiante en México construyó un horno circular. Consideré que era el ideal y mandé a comprarlo. Contaba con un fondo de sesenta mil dólares para la construcción de naves y almacenes. Cogí cuarenta mil para comprar el horno.
Cuando el Che se enteró me mandó a buscar y me dijo que había violado la disciplina financiera. Me tiró los caballos encima.
Le expliqué. Comprendió. Cada vez que me veía me preguntaba si el horno ya había empezado a producir.
L.B.—¿Y en la Crisis de Octubre?
H.V.T.—Estaba pasando la Escuela de Administradores de Empresas que radicaba en Vento. En esa ocasión me fui con el Che para su puesto de mando en la Cueva de los Portales, en la provincia de Pinar del Río. Después me incorporé a la zafra.
L.B.—¿En qué provincia?
H.V.T.—En Camagüey, en el central Brasil, antiguo Jaronú. Convivíamos con los haitianos. Era impresionante verlos cuando se levantaban con deseos de pelear cómo se fajaban a machetazos.
También formé parte de las comisiones para la construcción del Partido y posteriormente me designan Jefe de Personal del Ejército Occidental (me reintegré a las Fuerzas Armadas Revolucionarias en la División de Infantería 2350, en el Ejército de Occidente) hasta que me comunicaron la misión en el Congo.
L.B.—¿Quién le dio la noticia?
H.V.T.—Tuve una reunión con Manuel Piñeiro y me preguntó si estaba en disposición de cumplir una misión internacionalista. Respondí que sí. Me manifestó que posteriormente el Comandante en Jefe me informaría del contenido de la tarea.
Al poco tiempo, Ramiro Valdés me dijo que el Che estaba fuera del país y me había mandado a buscar. No reveló dónde se encontraba. Después de permanecer varios días en una casa en el reparto Cubanacán, en unión de Carlos Coello (Tuma), vimos a Fidel.
L.B.—¿Qué les planteó?
H.V.T.—Nos informó que el Che estaba al frente de un grupo de combatientes cubanos en la guerra de liberación del Congo Belga y que nuestra misión consistía en garantizar su seguridad. Al despedirnos nos regaló un reloj.
Nuestro tránsito hacia África fue vía Moscú, El Cairo, Dar es-Salaam. En nuestros documentos aparecíamos como técnicos agrícolas que íbamos a ayudar al desarrollo agropecuario de Tanzania.
L.B.—¿Qué impresión se llevó al llegar a África?
H.V.T.—Tremenda. Me percaté enseguida que estaba en otro mundo. El cruce del lago Tangañica fue impresionante. Lo hice en una pequeña chalupa. Las marejadas eran peligrosas. Aquello era prácticamente un mar.
Me costó mucho trabajo llegar al campamento de Luluaburg, donde se encontraba el Che. El lugar, conocido como "La Base", estaba a una altura de casi dos mil metros. Como no me había entrenado, tuve enormes dificultades en el ascenso. Además, llevaba una mochila que pesaba setenta y cinco libras. A la mitad del camino me agotó.
El Che mandó a uno de los hombres de su escolta a auxiliarme. Este me dio a tomar té con azúcar. Cuando me recuperé reinicié la marcha. No permití que me cargaran la mochila. Solo le entregué al compañero el fusil y la canana.
Ya el encuentro con el Che fue muy emotivo. Encontré un campamento que no estaba estructurado militarmente. La gente de la zona vivía en pequeñas chozas. Desde ese instante no me separé de él en ningún momento, cumpliendo las instrucciones del Comandante en Jefe.
A los pocos días de estar en el campamento salí con unos compañeros a buscar mercancías al lago. La gente bajaba las lomas a gran velocidad. Quise hacer lo mismo y se me aflojaron las piernas a mitad de camino. Eran como las seis de la tarde.
De repente me vi rodeado de mandriles (monos africanos) que empezaron a gritar y a darme vueltas, tratando de reconocerme. Eso me atemorizó, pero saqué fuerzas de no sé dónde y continué la marcha. Esa noche dormí en el campamento del lago.
L.B.—¿Con qué nombre era conocido el Che?
H.V.T.—Tatu.
L.B.—¿De qué año está hablando?
H.V.T.—1965. Permanecimos varios meses en territorio congoleño, pero debido a los planteamientos de la Organización de Estados Africanos (OUA) de prestar solamente colaboración a aquellos movimientos que luchaban contra la colonia, tuvimos que marcharnos.
El Che exigió que se le diera por escrito la solicitud de retirada de nuestras fuerzas, para dejar bien esclarecido ante la historia el papel desempeñado por Cuba en la prestación de ayuda internacionalista al pueblo congoleño.
L.B.—¿En qué condiciones hicieron la retirada?
H.V.T.—En las peores. El Che tuvo que tomar enérgicas medidas. La mayoría de los combatientes africanos se querían ir con nosotros, pero solo contábamos con tres lanchas ligeras, en las que ni siquiera cabíamos todos los cubanos; les habló a los congoleños y les solicitó que se dispersaran, que no esperaran la llegada de los mercenarios, pues serían asesinados. Seleccionó a algunos de los combatientes para que vinieran a prepararse y a superarse a Cuba.
L.B.—¿En qué momento el Che le habló de la nueva misión internacionalista?
H.V.T.—Increíble, pero fue en medio del lago Tangañica.
L.B.—¿Cómo ocurrió?
H.V.T.—Estábamos cruzando el lago en condiciones muy peligrosas. Por un lado asediados por lanchas rápidas tipo Petit, francesas, y por el otro el mar muy encrespado.
En medio de esa situación el Che nos preguntó a Papi (José María Martínez Tamayo), a Tuma y a mí nuestra disposición de continuar con él la lucha revolucionaria por la independencia de los pueblos sudamericanos. Nos explicó que era una tarea difícil, en la cual íbamos a arriesgar nuestras vidas y que era una decisión estrictamente voluntaria. Los tres respondimos que continuaríamos luchando a su lado.
L.B.—¿Les reveló el país?
H.V.T.—No. Ni siquiera nos dio la más mínima referencia. Me cruzaron muchos sitios por la mente pero no llegué a tener la menor idea de que sería Bolivia. Solo nos orientó que al llegar a Dar es-Salaam nos separamos del resto de los cubanos.
Hubo un momento en Dar es-Salaam en que palpé la discriminación a que son sometidos esos pueblos: fui a una barbería para indios y se negaron a pelarme. Allí las barberías están repartidas: blancos, indios y negros. Fue una proeza convencerlos para que me pelaran. De ahí seguimos para Francia.
L.B.—¿Qué tiempo estuvo en París?
H.V.T.—Varios días. También viajaron Osmany Cienfuegos y Emilio Aragonés. Por cierto, durante nuestra estancia en el Congo había llegado a un acuerdo con Aragonés de darle el cincuenta por ciento de mi ración de carne a cambio de un reloj de platino que él tenía. Ya en París me fue a entregar el reloj, pero no se lo acepté. En definitiva no era justo cobrarle tan cara la carne.
Hicimos una vida ordinaria. Visitamos a un gallego amigo de Osmany y lugares de interés cultural e histórico. De ahí nos trasladamos a Moscú.
L.B.—¿Qué tal la estancia?
H.V.T.—Normal. Aunque nos ocurrió algo muy gracioso. Estábamos alojados en el hotel del Partido y un funcionario le preguntó a Tuma si él era miembro del Comité Central, y este, que no era militante, le respondió que "él no sabía ni en dónde se hacía el Partido".
Ahí mismo nos botaron a Tuma y a mí del hotel. Nos pusieron en la calle en medio de tremendo frío. En esa situación permanecimos hasta que llegó Osmany e intercedió por nosotros y nos permitieron entrar nuevamente en el hotel. Posteriormente partimos para Checoslovaquia.
L.B.—¿Con qué objetivo?
H.V.T.—Reunirnos con el Che. Nos instalamos en una finca en las afueras de Praga, en un área rodeada de lagos. Diariamente hacíamos caminatas. A veces marchábamos hasta veinte kilómetros. También teníamos nuestras prácticas de tiro. Igualmente jugábamos voleibol.
En una ocasión en que estábamos celebrando un partido de voleibol contra el Che, Pachungo (Alberto Fernández Montes de Oca) que ya se había incorporado al grupo, nos planteó que había que dejarlo ganar porque era el jefe, a lo que nos opusimos.
Se formó una tremenda discusión. Intervino el Che. Nos dio la razón y señaló que tenía que ganar el que mejor jugara.
En otro momento nos percatamos de que la señora que cocinaba diariamente se llevaba un poco de carne. Hablamos con ella y le dijimos que eso no era correcto. Le explicamos lo que era el socialismo. La vieja nos increpó. Nos dijo que de cuál socialismo hablábamos, pues ella no tenía oportunidad nunca de comer carne.
Se lo comentamos al Che y tomó la medida de comer carne solo algunos días de la semana, para que no se estableciera esa diferencia tan grande, que la vieja nos había señalado.
Una vez que Tuma y yo caminábamos por la Avenida Wenceslao nos tropezamos con un negro grande que iba con tremenda rubia. Pensamos que era un africano. Cuando le pasamos por al lado le dijimos: "Negro, aprovecha, que eso no se da todos los días". El tipo resultó cubano. Empezó a gritar: "cubano, cubano". Nos echamos a correr. Y él detrás de nosotros queriendo establecer contacto. Cuando se lo contamos al Che montó en cólera, pues estábamos haciendo una vida clandestina y lo menos que podíamos hacer era mantenernos callados para que no se notara nuestra nacionalidad.
Después de ese hecho comenzó un régimen más estricto de compartimentación. Él salía solo con Pachungo. Tuma y yo por nuestro lado. De manera tal, que nunca estuviéramos los cuatro juntos.
L.B.—¿En algún momento volvieron a La Habana?
H.V.T.—El Che nos autorizó a viajar una semana a Cuba para ver a nuestra familia. De regreso a Praga, nos informó que nuestro próximo destino sería Bolivia.
Antes de partir me entregó un maletín preparado que llevaba dentro una pistola con su respectivo parque y treinta mil dólares. En los momentos de la despedida cogió nuestro Sansonite y lo agitó en el aire. Se percató de que algo se movía en su interior. Me cambió el maletín. Me dio el suyo, que tenía más o menos una composición similar al mío pero estaba mejor preparado. Entonces, sonriente, me comentó: "hasta en estas cosas los negros son discriminados".
L.B.—¿Con quién hizo el viaje a Bolivia?
H.V.T.—En unión de Tuma. En el avión nos sentamos separados. A Tuma le cayó al lado un cura que trató de establecer conversación con él. Le habló en francés, inglés, español y Tuma no contestaba. El sacerdote seguía insistiendo.
En un momento Tuma me gritó: "Pombo, dile a este señor que yo no hablo español, sino swahili. Al cura no le quedó más remedio que echarse a reír.
L.B.—¿Qué lo llevó a escribir un diario de la guerrilla en Bolivia?
H.V.T.—El diario no fue escrito con la intención de que se publicara, ni con la idea de escribir posteriormente un libro. Además, no tengo pretensiones literarias.
Esas páginas recogen desde el catorce de julio de 1966, en que llegué a La Paz, hasta el seis de marzo de 1968, cuando los sobrevivientes de la guerrilla regresamos a Cuba.
Mi interés inicial fue ir plasmando aquellos hechos que tuvieron una connotación que me permitiera explicarles a mis hijos y nietos esa etapa de mi vida, con un poco más de detalles, ya que con el decursar del tiempo la memoria empieza a fallar y los hechos comienzan a olvidarse o a tergiversarse.
El primer cuaderno de este diario —14 de julio de 1966 a 28 de mayo de 1967— estaba en la mochila del Che cuando fue capturado en la Quebrada del Yuro.
Una copia mecanografiada del mismo fue hecha llegar a Cuba por Antonio Arguedas, en esa época Ministro del Interior de Bolivia.
La segunda parte la comencé a escribir el veintinueve de mayo de 1967 pero me fue incautada al entrar en territorio chileno. Salvador Allende, por esos años presidente del Senado de Chile, le entregó fotocopias a las autoridades cubanas.
Antes de hacerlo público, mediante mis anotaciones y documentos de la época, le hice una profunda revisión sin cambiar ni modificar lo escrito al calor de la lucha revolucionaria.
L.B.—¿Cuándo vio al Che por última vez?
H.V.T.—Cuando detectamos la presencia del ejército, el Che organizó todas las acciones combativas.
A mí me dio la tarea de defender un extremo de la quebrada, la parte más alta, conjuntamente con Urbano, y nos explicó dónde teníamos que volvernos a reunir con él. Esa fue la última vez que vi con vida a Ernesto Guevara.
L.B.—¿Cómo era su estado de ánimo?
H.V.T.—Bueno. No hubo un solo momento en que el Che perdiera el control, entusiasmo y la confianza en la victoria.
Todavía el propio día 8 de octubre, él pensaba en las posibilidades del éxito y por eso estaba analizando cómo salir de la zona y buscar otra parte del territorio boliviano en donde continuar la lucha.
L.B.—¿En algún momento el Che les habló de la muerte?
H.V.T.—Nunca. Él no la concebía. Como una cosa hipotética, sí. En la guerra se llevan dos jabas: la de ganar y la de perder. Pero hablar de la muerte como tal, jamás la mencionó.
El Che murió como vivió: lleno de optimismo.