El día que cayó la Unión Soviética
El 31 de diciembre de 1991, hace treinta años, la Unión Soviética dejaba de existir formalmente, corolario de un proceso de derrumbe que venía de tiempo atrás y que tuvo a Boris Yeltsin como último protagonista. En esta nota, el historiador Jorge Saborido recuerda las circunstancias que antecedieron al fin de la URSS y se pregunta por el futuro de un mundo en el que no existe un sistema alternativo al capitalismo.
Después de seis años de convulsiones continuas había llegado de la hora de sellar de manera simbólica el fin de una época: el 25 de diciembre de 1991 se produjo la renuncia televisada de Mijaíl Gorbachov; sin dejar pasar mucho tiempo se arrió del mástil principal del Kremlin la bandera de la Unión Soviética y se reemplazó por la bandera de la República Federativa de Rusia, que había sido aprobada unos meses antes. Finalmente, el 31 de diciembre se inauguró oficialmente la Confederación de Estados Independientes (CEI), integrada por nueve de las antiguas repúblicas de la URSS.
A diferencia de lo ocurrido dos años antes con la caída del Muro de Berlín, en esta ocasión no más de 3000 personas salieron a la calle a festejar. Cuando los canales internacionales de televisión registraron el acontecimiento la escena mostraba una presencia mayoritaria de turistas; incluso los fuegos artificiales fueron provistos por la televisión alemana para animar la transmisión.
En su mensaje, el presidente ruso, Boris Yeltsin, se dirigió al pueblo ruso sin la presencia de miembros del gobierno, funcionarios o dignatarios de la iglesia. Dijo que el futuro se presentaba duro para todos, que habían heredado una tierra devastada, “pero no era Rusia la que había sufrido una derrota, era la idea comunista la derrotada, un experimento al cual fue sometido el país”. Pasaba por alto que durante la mayor parte de su vida había sido un obediente apparatchik. En ningún tramo del discurso hizo referencia a su antecesor; no solo habían tenido a lo largo de los años innumerables desavenencias sino que el presidente de Rusia estaba profundamente disgustado por el discurso en el cual Gorbachov anunció su renuncia, ya que éste se refirió a los logros que se habían alcanzado durante sus años de gobierno en términos de libertad y democracia y manifestó su disconformidad con el desenlace de los acontecimientos.
El resentimiento de Yeltsin llegó aún más lejos: Gorbachov fue declarado persona no grata en los círculos oficiales de Moscú. Un diario publicó que Gorbachov había autorizado a la KGB a que espiara al futuro presidente. Uno de los dirigentes que compartió esos años con ambos llegó a afirmar que Yeltsin albergaba un “profundo odio” hacia Gorbachov. Por su parte, en sus memorias, éste afirma que “las circunstancias que rodearon su partida fueron de las más incivilizadas, herencia de las peores tradiciones soviéticas”, y da cuenta de la larga serie de desplantes a los que fue sometido.
En esos momentos, muchos testigos debieron recordar que a fines de 1987, después de una agria discusión y con todo el Comité Central a su favor, Gorbachov tuvo la oportunidad de deshacerse de Yeltsin enviándolo con un cargo lejos de Moscú. Pero no lo hizo, y el vilipendiado Yeltsin llegó a la presidencia, llevando sus posiciones hacia la defensa de un nacionalismo ruso por el cual nunca había mostrado la más mínima inclinación.
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Para el ruso de a pie, agobiado por la inflación que tornaba imposible la compra de los bienes más elementales, lo ocurrido era un desenlace para el cual no había sido consultado. Es más: en marzo de ese mismo año un referéndum había dado como resultado que el 71,3 por ciento de los ciudadanos había emitido su voto en favor del mantenimiento de la Unión Soviética.
Como tantas veces había ocurrido en el pasado, las decisiones las habían tomado otros. ¿Quiénes? Las interpretaciones pueden ser variadas, pero los hechos son bien conocidos: el 7 de diciembre los presidentes de las tres repúblicas eslavas (Rusia, Ucrania y Bielorrusia), es decir Boris Yeltsin, Leonid Kravchuk y Stanislav Shuskievich –este último presidente del Soviet Supremo de su país- se reunieron en Bieloviezh (Bielorrusia), “para decidir el destino de su anciana y enferma madre” (Poch-de-Feliu); ésta estaba frágil pero viva, por lo que para practicar la eutanasia hacía falta un acuerdo, de manera que no se viera quién realmente había consumado el asesinato. El documento que nació de esa reunión –“el puñal que asesinó a la Unión Soviética”- se amplió pocos días más tarde hasta conformar la citada Confederación de Estados Independientes.
La situación se había desencadenado el 1 de diciembre, cuando el 90 por ciento de los ucranianos habían votado en favor de la independencia de Rusia –aunque no se votó si querían dejar la URSS. La importancia de este país –que nunca había sido independiente- obviamente sumada a la de Rusia, decidió las cosas. El momento había llegado. Gorbachov, aun fuertemente golpeado por el fallido golpe de Estado de agosto, no había cejado en su intento de mantener la Unión, seguramente con los Países Bálticos afuera. Había realizado concesión tras concesión, pero su tiempo había pasado y sus errores le pasaban factura. Con un triunfalismo difícil de disimular, las grandes potencias pensaban que el fin del “imperio del mal” aseguraba una paz duradera dominada por el capitalismo liberal…Era la hora del “fin de la historia”.
Ese 31 de diciembre tuvo además un significado profundo y descorazonar para la izquierda internacional.
Sin embargo, los hechos no discurrieron como sus protagonistas y quienes los apoyaron lo habían previsto. George Bush temía la inestabilidad de Yeltsin. Y tenía razón: Boris Yeltsin, el “impulsor” de la democracia en Rusia, el líder que se había subido a un tanque para frenar el golpe de Estado de agosto, no había tenido problemas en ordenar en octubre de 1993 el bombardeo del lugar en el que estaban reunidos los parlamentarios democráticamente elegidos. Tampoco le había temblado antes la mano cuando, apenas arriada la bandera de la URSS, impuso una terapia de shock que lanzó a la miseria a millones de rusos, siguiendo las recomendaciones liberales que aplicaban dirigentes rusos pero aplaudía e impulsaba Estados Unidos.
Mientras las recetas liberales triunfaban, liberados del opresor “yugo soviético”, los rusos experimentaron a lo largo de la década de 1990, una caída del Producto Bruto Interno por habitante del 40 por ciento, al tiempo que una minoría de burócratas, pero también de personajes sin escrúpulos, supieron aprovechar el caos y la corrupción que imperaron en esos años para convertirse de la noche a la mañana en archimillonarios, hasta figurar en las listas de los hombres más ricos del mundo. A mediados de la década de 1990 se vendieron más coche de la marca Rolls Royce en Rusia que en todo el resto de Europa.
Ese 31 de diciembre tuvo además un significado profundo y descorazonar para la izquierda internacional: si bien es muy difícil no coincidir con Enzo Traverso cuando afirma que “tras haber ingresado al siglo XX como una promesa de liberación, el comunismo salió de él como un símbolo de alienación y opresión”, también puede coincidirse con que el fracaso de la experiencia rusa, nacida de la difícil convivencia entre unos islotes de capitalismo avanzado en un mar de campesinos, estaba caracterizado por las contradicciones y era de muy difícil (¿imposible?) viabilidad en un escenario que solo sondeó Marx en algunos de sus escritos tardíos. La situación la cortó Stalin por lo sano procediendo a la colectivización forzada de campo, con sus tremendas consecuencias sobre la población y la producción agraria. Sin embargo, el triunfo de las tropas soviéticas sobre el enemigo nazi mantuvo la fe de muchos; no solo la planificación era más eficiente que el mercado sino que millones de personas estuvieron dispuestos a morir por Rusia.
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Con sus graves e incontables errores, Gorbachov estaba más cerca de imaginar un mundo más justo del que surgió a partir de los años 90: la subasta de las gigantescas empresas estatales de Yeltsin, su sumisión casi incondicional a Estados Unidos y luego el resurgimiento del nacionalismo ruso que, con todas sus justas razones tras una década de entrega, ha puesto por delante los intereses de Rusia antes que los intereses de los ciudadanos rusos. Éstos, por su parte, se ven sometidos a una situación de autoritarismo y alienación tienden a aceptar, porque su tradicional posición frente al poder ha sido generalmente de sumisión y obediencia: “Votar a Putin es votar a Rusia” sintetiza el argumento.
La pregunta final, que trasciende este artículo, es si el mundo puede vivir sin una utopía; si los medios de comunicación y las diferentes formas de poder blando han anestesiado a la mayor parte de la sociedad hasta hacerle creer que esta sociedad de consumo infinito, construida sobre el trabajo de miles de millones que no acceden a él o reciben solo sus migajas, es el máximo logro del hombre. La necesidad de un horizonte que permita al hombre desplegar sus inmensas potencialidades, yendo más allá de la mera acumulación de bienes, va a estar siempre en la mente de millones. No cabe duda de que la experiencia soviética fracasó, pero eso no significa que el entusiasmo que generó en millones de personas de todo el mundo no pueda ser direccionado en algún momento hacia la construcción de una sociedad más humana.
- Jorge Saborido, Historiador. Su último libro es ¿Por qué cayó la Unión Soviética?, Capital Intelectual
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur - enero de 2022