El fenómeno de los soldados contratados
Los diputados rusos levantaron la mano y –como si fuera un caso de rutina– autorizaron al coloso energético Gazprom a crear un servicio privado de seguridad “dotado de las mismas prerrogativas que tienen el ejército y la policía” de Rusia. La ley, que todavía debe ser aprobada por la Cámara alta y firmada por el presidente Vladimir Putin, faculta a esas fuezas paramilitares a utilizar “equipamientos especiales” para proteger las refinerías y los 153.000 km de gasoductos que posee Gazprom a través de su filial Transneft.
Esa decisión –que pasó totalmente inadvertida– puso de relieve la creciente importancia que tienen las milicias privadas y el desarrollo que alcanzó esa industria en el mundo.
El ejemplo más elocuente de ese fenómeno es la Guerra de Irak, donde la cantidad de profesionales a sueldo de las compañías militares privadas (CMP) es superior al número de combatientes: actualmente hay 180.000 civiles de todas las nacionalidades trabajando bajo contrato privado contra 160.000 militares, según cifras confirmadas por el Departamento de Estado y el de Defensa de Estados Unidos. Eso significa que ahora los “mercenarios” son la primera fuerza en Irak, delante de los contingentes de Estados Unidos y Gran Bretaña.
Muchos. Habitualmente, se habla de 60.000 extranjeros contratados por las CMP. Esa cifra sólo contabiliza los 21.000 norteamericanos y otros 43.000 extranjeros que trabajan en Irak. Pero la legión de contratados incluye también 118.000 iraquíes.
Todos esos empleados que trabajan en la llamada industria de la protección armada (IPA) se dedican esencialmente a la custodia de personalidades, protección de infraestructuras (oleoductos, plantas de bombeo, antenas de comunicación), mantenimiento de sistemas de armas, vigilancia de instalaciones y edificios civiles, y operaciones subalternas de servicio (alimentación, limpieza, etc.).
“En Irak hay una nueva coalición de gente que cobra por sus servicios”, denunció Peter Singer, analista de la Brooking Institution, de Washington, y autor del libro Corporate Warrions: Rise of the Privatized Military Industry (Combatientes privados: el surgimiento de la industria militar privatizada). “Esta ya no es una coalición de cooperación –precisó–, sino una coalición de facturación de servicios.”
Los contingentes más importantes de contratados son británicos, seguidos por gurkas de Nepal, ex militares de las islas Fidji –con gran experiencia, como Cascos Azules de la ONU–, sudafricanos, soldados de la ex Yugoslavia y ex miembros de las fuerzas armadas de Saddam Hussein. También hay unos 5.000 guardias de origen latinoamericano, procedentes –en particular– de Chile, Perú, Ecuador y Honduras.
Los profesionales contratados en Estados Unidos, Europa y Sudáfrica reciben salarios que oscilan entre 12.000 y 15.000 dólares mensuales más una fuerte indemnización para sus familias en caso de deceso provocado por un “accidente profesional” (DynCorp promete 160.000 dólares a sus empleados en caso de deceso). Los gurkas, en cambio, sólo cobran de 5.000 a 6.000 dólares y los latinoamericanos apenas reciben US$ 3.000 por mes. Las últimas contrataciones se hicieron incluso a 1.500 dólares. Los iraquíes, por su parte, apenas reciben 150 dólares.
La acción de esos contratados no se limita a participar en actividades logísticas. Los “mercenarios” extranjeros en Irak participan cada vez más en acciones de combate.
Esa “privatización de la guerra” quedó en evidencia por primera vez el 4 de abril de 2004, durante un incidente que causó estupefacción en todo el mundo: una multitud enardecida colgó de un puente sobre el Eufrates a cuatro norteamericanos contratados por Blackwater, la principal compañía militar privada del mundo. Más recientemente, un grupo inglés de protección tuvo que defenderse durante toda una noche dentro de un edificio atacado por milicias chiítas hasta que lograron llegar las tropas británicas.
A facturar. La privatización de la guerra en Irak, aunque parezca mentira, es apenas la parte visible del iceberg. Ese país en guerra, donde existe la mayor concentración militar del planeta, apenas representa el 25% de la facturación anual que realizan las CMP en todo el mundo. Los ingresos globales de la industria militar privada ascendieron a 100.000 millones de dólares en 2006, según una investigación del diario San Francisco Chronicle.
Actualmente, existen milicias privadas en Nigeria, Angola, Sierra Leona, Angola, Mozambique, República Democrática del Congo, Costa de Marfil, Liberia, Ruanda, Tayikistán, Armenia, Azerbaiyán, Croacia, Kosovo, Marruecos, en la mayoría de las monarquías petroleras del Golfo Pérsico y hasta en Cachemira, en la frontera entre Pakistán e India (ver mapa).
La aparición de estos corporate warriors corresponde a una “mutación estratégica del sistema unipolar actual”, según la definición acuñada por el peruano Enrique Bernales Ballesteros en el informe que realizó, a pedido de la ONU, sobre la proliferación de ejércitos privados en regiones en conflicto.
“La guerra del futuro será una guerra en free-lance, flexible y que puede estallar en cualquier lugar del mundo”, sostiene Singer, uno de los primeros que denunció los efectos perversos de la privatización de la guerra. Esa tendencia parece destinada a acentuarse en los próximos años. Estados Unidos prevé privatizar unos 250.000 puestos logísticos en sus fuerzas armadas.
Las “milicias privadas” –en Irak o en cualquier otro país– representan una solución para las grandes potencias, reacias a meter directamente los dedos en un engranaje que puede triturarles las manos.
“Los conflictos de baja intensidad son confiados, cada vez con mayor frecuencia, a firmas multinacionales de seguridad, sobre las cuales la comunidad internacional descarga su responsabilidad”, explica el francés Richard Banegas, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de la Sorbona.
“Las empresas de ese sector en plena expansión ofrecen servicios que van desde la simple vigilancia a las ‘guerras llave en mano’”, precisa.
Para diferenciarse de los mercenarios sin patria y sin bandera que combatieron en Africa en los años 60 y 70, estos comandos invocan una ética profesional que les impide participar en operaciones dudosas: “Nosotros no ayudamos a derrocar gobiernos, no somos el brazo armado de dictadores, no participamos en insurrecciones armadas, no hacemos tráfico de armas, no nos dedicamos a actividades terroristas y no queremos saber nada con la droga ni con materiales fisibles”, asegura el coronel Tim Spicer, héroe de las Malvinas en el ejército británico y experto de lucha antiterrorista en Irlanda.
Junto con unos veteranos sudafricanos de Executives Outcomes y un grupo de ex oficiales del SAS, Spicer fundó Sandline International, que ahora controla un imperio de 20 empresas de seguridad con representación en casi todo el mundo.
Rápidas. Esas empresas son capaces de movilizar en pocas horas hasta 8.000 hombres perfectamente entrenados, encuadrados por ex oficiales de unidades de elite de Francia, Gran Bretaña, Sudáfrica o Israel, y armados con material altamente sofisticado (helicópteros Mi-8, MI-17 y Mi-24, cazas Mig 2 y 27, cañones pesados, material infrarojo, etc.). En Bagdad, Blackwater –uno de los gigantes del sector– utiliza blindados, helicópteros y aviones.
Desde hace tiempo, esas empresas tienen filiales que se especializan en ofrecer escolta, protección y seguridad operativa a las ONG que operan en zonas de riesgo.
Las actividades humanitarias tienen la triple ventaja de ser un sector en plena expansión, de ofrecerles una buena imagen internacional y de abrirles vías privilegiadas de vinculación con las agencias de la ONU que organizan intervenciones masivas en zonas de emergencia (en guerra o víctimas de catástrofe naturales). Por ejemplo, Lifeguard –una filial de Sandline– fue elegida por la ONU para proteger sus instalaciones en Sierra Leona.
A veces, como ocurrió en Bosnia, las milicias privadas actúan subordinadas a los Cascos Azules de la Forpronu, y luego con las fuerzas de intervención enviadas por la OTAN y la Unión Europea. En esos casos, las Transnational Security Corporations, como se las llama en la jerga del Pentágono, trabajan bajo contrato firmado con los departamentos de Estado o de Defensa de Estados Unidos, la ONU, empresas privadas multinacionales o gobiernos.
En 1995, cuando comenzaron a apaciguarse los conflictos en la ex Yugoslavia, Croacia contrató a la empresa norteamericana Military Professional Resources Incorporated (MPRI) para que entrenara a sus fuerzas armadas.
El mayor problema reside en la dificultad para determinar dónde se encuentra la frontera entre las misiones defensivas de los subcontratistas privados y las operaciones de combate de los soldados regulares. Para adaptarse a ese nuevo fenómeno, el Pentágono inventó el concepto de “fuerza total”, que incluye soldados regulares, reservistas, subcontratistas privados y funcionarios civiles de defensa.
“La utilización de milicias privadas tiene la ventaja de que, cuando se producen bajas, pasan inadvertidas”, afirma John Geddes en su libro Autopista al infierno, donde describe su experiencia como mercenario en Irak.
Aunque teóricamente no están expuestas al fuego enemigo, en Irak las víctimas civiles acaban de llegar a 1.000, según The Washington Post. Pero esas bajas no suscitan ninguna reacción en Estados Unidos, donde sólo tiene repercusión política la contabilidad de militares muertos (casi 4.000).
Después de ver actuar a esos corporate warriors en escenarios de alto riesgo, algunos gobiernos empiezan a mirar con desconfianza a esas organizaciones –verdaderas multinacionales de la guerra– que algún día pueden escapar al control de sus contratistas.
¿Seguras? La privatización de la guerra es sólo un segmento de las actividades que realizan las Transnational Security Corporations. Otra parte sustancial del negocio es la llamada industria de la seguridad privada, que abarca desde las actividades de custodia de edificios, instalaciones industriales y barrios privados hasta la escolta de valores y documentos sensibles en camiones de seguridad y protección de personalidades. Algunas compañías no titubean en aceptar operaciones menos transparentes como espionaje industrial, averiguaciones de antecedentes, pesquisas laborales e indagaciones de la vida privada.
Como resultado del vertiginoso incremento de la inseguridad urbana que se registró en los últimos años en todo el mundo, ese sector crece a un ritmo de 6 a 8 por ciento anual desde la década del 80. La industria privada de seguridad facturó 120.000 millones de dólares en 2006 en el mundo, según estadísticas de Freedonia Group Inc. Estados Unidos y Europa ocupan 75% de ese mercado, pero Asia (16%) y América latina (10%) son las dos regiones con más rápido crecimiento. Se estima que en 2015 Latinoamérica representará el 14% del mercado.
Los atentados de 2001 en Estados Unidos dieron un impulso decisivo al llamado mercado del miedo irracional que se tradujo en un incremento de las medidas de protección en estaciones, aeropuertos, subterráneos y edificios públicos. Las principales inversiones se concentraron en un refuerzo de todos los eslabones de la cadena de prevención del terrorismo y –simultáneamente– del delito: cámaras de control, vigilancia, alarmas, controles de acceso, sistemas antiincendio, cerrajería y monitoreo global.
En Estados Unidos, el crecimiento de la seguridad privada comienza a alcanzar proporciones inquietantes. Actualmente hay una proporción de 17 guardias privados armados por cada 10 policías. El mismo fenómeno existe en otros países de América latina. Eso plantea dos problemas: la claudicación del Estado en materia de seguridad y el surgimiento progresivo de zonas de “derecho privado” –como algunos countries– donde el reglamento interno prevalece de hecho sobre el Código Civil.
Otro peligro de ese fenómeno es que la codicia frente a las colosales sumas en juego pueda inducir a esas empresas a crear conflictos o amenazas artificiales a la seguridad para justificar su existencia y continuar multiplicando sus ganancias.
*Periodista. Corresponsal en Francia del Diario Perfil.
Fuente: [color=336600]Diario Perfil – 26.08.2007[/color]