En Argentina: ¿Premios a qué?
Ayer, en 1965, Rodolfo Casamiquela se sorprendía de la “capacidad analítica” de un miembro de la comunidad Tehuelche. Hoy, simplifica burdamente las complejidades del proceso histórico de construcción de las identidades de la Patagonia y es director del Mueso Leleque. Hoy, ha sido distinguido con el Premio Konex, diploma al mérito en la disciplina Antropología y Arqueología Cultural.
En 1965, en su libro Rectificaciones y ratificaciones, Rodolfo Casamiquela se sorprendía por la “capacidad analítica” de una anciana tehuelche, capacidad que para él era “tan rara en los indígenas”. Páginas más adelante, Casamiquela insistía con la misma idea, al repetir opiniones sobre “la incapacidad particular del indígena para tales abstracciones y generalizaciones”. Las obras juveniles de este autor ya estaban saturadas de prejuicios, desprecio, y supuestos de superioridad racial. Actualmente está enrolado en una campaña para proveer a los hermanos Benetton de argumentos para rechazar los reclamos de tierras que realizan los indígenas. En ese marco, el discurso de Casamiquela se ha vuelto todavía menos científico, más agresivo, y funcional a los intereses de dichos empresarios, a través del giro que le imprimió al Museo Leleque, y sus declaraciones frecuentes a la prensa.
En mi carácter de historiador, integré durante 1999 y 2000 junto a otros colegas, arqueólogos y museógrafos –pertenecientes a distintas universidades y organismos nacionales de investigación científica– el equipo responsable de la creación del Museo Leleque en el oeste del Chubut. Montado dentro de la estancia de igual nombre, fue financiado con recursos del grupo Benetton. La muestra inaugural se denominó Patagonia 13.000 años de historia y enfatizaba las condiciones de exterminio y despojo a que fueron sometidas las comunidades indígenas desde la ocupación del territorio por la Nación Argentina a fines del siglo XIX.
Hasta la inauguración del 12 de mayo de 2000, las tareas científicas y de difusión cultural se desarrollaron sin condicionamientos. Apenas abrió sus puertas, en el marco de enfrentamientos más actuales, la insistencia del guión en mostrar los conflictos sociales del pasado resultó intolerable para el imaginario superficial de la Patagonia que alimentaban los patrocinadores.
Las tensiones de un museo que narraba la apropiación de tierras indígenas, patrocinado por una empresa de capital europeo propietaria de grandes estancias y, con un alto perfil en los medios de comunicación, adquirieron visibilidad en la ceremonia inaugural, a partir de la protesta de varias familias indígenas. Desde ese momento el grupo Benetton condicionó la propuesta. Desde la perspectiva del patrocinador, el Museo pasó a ser una vidriera para el turismo y la prensa, destinada a contrarrestar la difusión de los múltiples conflictos que tienen con las comunidades.
Rápidamente, tuvimos que optar entre un museo vivo donde resonaran las problemáticas sociales, o un museo muerto que depositase a los indígenas en el escaparate, proclive a la edulcoración de la memoria colectiva, dispuesto a legitimar las políticas empresariales.
Como no aceptó las presiones, María Teresa Boschín, la arqueóloga autora del guión y del montaje original, fue desafectada de la dirección del Museo Leleque. La reemplazó Rodolfo Casamiquela, el presidente de la Fundación Ameghino, quien trazó los nuevos lineamientos de la institución.
En rechazo al cambio de rumbo, un número significativo de familias de Río Negro y Chubut que habían prestado sus objetos para integrar las colecciones, pidieron que les fuesen devueltos.
Las disputas entre las comunidades indígenas y la Compañía de Tierras Sud Argentino S.A. de los Benetton siguieron un desarrollo paralelo a las peripecias menores del Museo. Después de permanecer casi un año cerrado, reabrió sus puertas en marzo de 2004. La nueva narración se respaldó en las ideas perimidas de Rodolfo Casamiquela. Si bien las concepciones esencialistas y raciológicas ya estaban presentes en las obras antiguas de este autor, al ser trasladadas al Museo perdieron todos los matices, y adquirieron una función netamente utilitaria, compatible con los intereses de los patrocinadores.
Casamiquela simplifica burdamente las complejidades del proceso histórico de construcción de las identidades de la Patagonia. Conforme a sus dichos, los tehuelches son originarios de la Argentina, mientras los “araucanos” o los mapuches provienen de Chile. En oposición a este planteamiento rígido, hay un consenso muy importante entre los antropólogos y los historiadores actuales, quienes remarcan que la cordillera de los Andes era socialmente porosa, y que hasta las décadas previas a la expansión de los estados nacionales, las fronteras jurídicas carecieron de significación para las poblaciones indígenas que estaban estrechamente relacionadas y emparentadas entre sí, a ambos lados de los pasos de montaña.
Los postulados esencialistas que consideran que un pueblo es siempre igual a sí mismo, sin intervenciones de los actores históricos ni cambios en el tiempo, se complementan con la xenofobia. Sobre esa base, Casamiquela sostiene que los mapuche son de origen extranjero, “chileno”, y que recién habrían llegado a la región de Leleque hacia 1890, escapando de las campañas militares que organizaron la Argentina y Chile, expediciones que la “mezcla explosiva” de los mapuches y los tehuelches habría contribuido a desencadenar según Casamiquela. Mediante un ejercicio de incriminación étnica que deplora el contacto y la mezcla, las responsabilidades históricas serían de los indígenas, mientras que la población de origen europeo habría venido a intentar la solución de los problemas que aquellos no fueron capaces de resolver por sí mismos.
Estos fundamentos no tienen demasiado sustento, son obsoletos, y fueron exhaustivamente rebatidos por los avances de las ciencias sociales de las últimas décadas. La etnología tradicional de Casamiquela carece de consenso académico, y sus argumentos simplistas son esgrimidos en la nueva muestra del Museo Leleque para impugnar el derecho de las comunidades mapuches a exigir tierras en la región, en tanto sus ancestros no serían originarios de la Patagonia, y habrían despojado a los tehuelches. Estos últimos, según Casamiquela, están extinguidos, muertos, y por lo tanto son incapaces de reclamar.
De manera sectaria, se agita el carácter foráneo de los indígenas actuales, y su falta de profundidad histórica en el territorio argentino. Se objetan sus demandas sociales y políticas, se rechazan las identidades efectivamente existentes, como la autodefinida comunidad mapuche-tehuelche, fruto del parentesco, y resultado de la recuperación del orgullo étnico que prosiguió al quinto centenario de la conquista de América.
A través del Museo Leleque, Casamiquela avala políticas empresarias. Al postularse a sí mismo como la única autoridad para hablar de los tehuelches, un pueblo al cual considera “extinguido” desde mediados del siglo XX, la operación de silenciamiento funciona a pleno.
Conforme a esas ideas de Casamiquela, frente al “invasor” mapuche y trasandino, el giro ideológico del Museo Leleque edificó el panteón del buen tehuelche “agonizante” y argentino. La negación de los sujetos y de las identidades sociales, y su reemplazo por otras, se apuntaló con adjetivos despectivos y paternalistas. Artificialmente, Casamiquela opone durante el siglo XX a los descendientes de los mapuches “belicosos” contra los descendientes de los tehuelches. Según él, estos últimos “ocuparon un papel muy secundario, pasivo”, y habrían conservado “de sus antepasados paleolíticos el hábito de la caza nómada de grandes presas, el patriarcado, el amor por la libertad y su ingenua visión del universo y de los hombres”, tal como puede leerse en la folletería del Museo, disponible en http://www.benetton.com/patagonia.
La pintura de hombres primitivos, el desprecio por los cambios, y la imposición de tipologías antropológicas caducas, desconocen que desde principios del siglo XIX lo “mapuche” es un sinónimo de lo indigena por contraste con lo europeo, la “gente de la tierra”, un contenedor de la diversidad de las identidades regionales de la Pampa, la Patagonia, y la Araucanía.
A diferencia de Casamiquela, según la mayoría de los especialistas, el proceso de construcción de una forma genérica de la identidad se remonta por lo menos al siglo XVIII. A principios del siglo XIX estaba consolidado en la Pampa y en el norte de la Patagonia, y pocas décadas después, siempre antes de las campañas militares, el mestizaje y la hibridación cultural alcanzaban la actual provincia del Chubut, fruto de los enfrentamientos por la territorialidad, la toma de cautivos, las alianzas cambiantes, el comercio de media y larga distancia, los canjes de mujeres, y los matrimonios interétnicos con fines políticos. Así lo sostienen los libros y los artículos académicos de Martha Bechis, Guillaume Boccara, Claudia Briones, Raúl Mandrini, Lidia Nacuzzi, Jorge Pinto Rodríguez y Daniel Villar, entre otros colegas argentinos, chilenos, y europeos.
Las redes de sociabilidad y parentesco, los mercados, y la complejidad de las relaciones determinadas por el contacto con las poblaciones de las fronteras argentinas y chilenas, fueron configurando una identidad indígena común, de alcance supraregional, que se muestra en las lenguas, en los nombres y en los apellidos de las personas, en los topónimos de la Patagonia y la Pampa argentinas.
Si la derrota ante los estado-naciones de Argentina y Chile aceleró la síntesis, los indígenas patagónicos tienen plena legitimidad para percibirse como una totalidad, defender sus derechos, y plantear sus reivindicaciones colectivas. Cuando Casamiquela los repudia por no tratarse de “indígenas culturalmente puros”, y los acusa de “piqueteros sin preparación”, está ocultando el carácter político y la finalidad económica de sus propios argumentos. Casamiquela busca silenciar a los indígenas y guardarlos en la vitrina. De manera autoritaria clasifica a las personas, les impone quiénes son, mientras desconoce que las identidades se construyen en el vínculo y no en el aislamiento.
Mauro Millán, de la Agrupación 11 de Octubre, sostuvo que “...no sólo nosotros creemos sino que tenemos estudios de antropólogos y de historiadores destacados que afirman que este museo instala la idea de que los pueblos originarios desaparecieron, que son cosas del pasado, que no existimos ni culturalmente ni físicamente. Todos los museos proponen un mensaje ideológico y este mensaje es todavía más fuerte si uno considera que el museo es de Benetton”. Como historiador quise dar a conocer que los resultados de mis investigaciones ratifican dicho punto de vista.
*Doctor en Historia CENPAT-CONICET, UNPSJB
Fuente: CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) Argentina