Las Malvinas: del frente interno a la guerra convencional
Este trabajo fue publicado por el Consejo Tecnológico Peronista desde México en octubre de 1982, en el marco de la derrota del ejército argentino en la guerra de Malvinas, y con el objetivo de que ingresara al debate interno de las fuerzas armadas. Para ello se hicieron copias que fueron enviadas clandestinamente a Argentina, y distribuidas por correo dirigido a los oficiales en actividad, encubiertas en sobres con membretes bancarios o de otras entidades para sortear los controles en los cuarteles. Para armar las listas de correo se utilizó la información periodística sobre las actividades de las FFAA que se publicitaban continuamente en los medios hegemónicos. Así se obtuvieron los nombres de los oficiales a que se enviarían y el lugar de revista (método que había sido inaugurado por Rodolfo Walsh en sus investigaciones).
Malvinas: la soberania integral
En los últimos días de abril, dos hechos -económico uno, político el otro- pusieron dramáticamente en evidencia la dualidad de la situación argentina:
· El martes 27 los funcionarios del Ministerio del Interior emitieron un comunicado en el que sugerían que "no hacer reservas excesivas de alimentos, medicina y combustibles o no retirar depósitos dinerarios, evitando así su sustracción de la normal circulación en el mercado -explicaba el Ministerio-, serán, entre otras cosas, actitudes que encierran una muy positiva colaboración para nuestros soldados que luchan por la patria en el Sur"
El poder lo lleva uno adentro
En 1978 don Ildefonso Garzón creía que su hijo Baltasar pretendía “salirse de su sitio” porque quería ser juez. Pensaba el padre que esos cargos eran para gente rica, con mucho poder. Pero la respuesta del hijo fue: ¡El poder lo lleva uno dentro! Admitió Baltasar que se metería en gastos “y estaré a la sopa boba sin ganar sueldo”, pero prometía anotar peseta a peseta gastada para devolverlos en su momento. El perfil del juez ya se definía, con su empeño, decisión, coraje, constancia y capacidad de superación. ¡Y fue juez!
Veinte años después, la baronesa Margaret Thatcher recibe en Londres a su amigo Augusto Pinochet, el general que ayudó a Inglaterra en la Guerra de Malvinas. El general que tutelaba al ejército chileno después de su larga dictadura y sobre el cual pesaban las sombras de tantos muertos y desaparecidos viajó invitado por la agencia estatal The Royal Ordenance, una empresa de fabricación de armas. Paso audaz el del general, porque el gobierno de Frei le desaconsejó el viaje. El goce de la impunidad puede producir gestos atrevidos. Y si se le presentaban dificultades Al Kassar dijo a sus íntimos: “Yo corro con los gastos de su defensa con sumo gusto”. El traficante sirio, la baronesa y el general tenían negocios en común.
Las denuncias contra el dictador existían en diversos sitios, pero faltaba quien se hiciera cargo de asumir la trascendente decisión de ordenar la detención del poderoso senador vitalicio.
Un juez en la soledad de una tarde de viernes emite la orden de detención por terrorismo, genocidio y tortura por crímenes en el contexto del Plan Cóndor, y esa noche Pinochet es detenido.
“Si un juez tiene miedo, que cuelgue la toga”, ha dicho Garzón, y sin duda su trayectoria demuestra no sólo que no la colgó nunca, sino que siempre se la puso al hombro. Muchos crímenes fueron investigados y abordados sin temor por un juez incansable y con una musculatura mental inapreciable. Los grupos parapoliciales del GAL, las mafias del oro, el terrorismo de ETA, los crímenes de Argentina y Chile, los fondos reservados, el narcotráfico, la corrupción fueron materia natural de su labor.
Y descorrió el velo de negación histórica sobre el plan sistemático de exterminio del franquismo, lo que significó abrir un camino reparador para las víctimas de la dictadura. Ese plan significó que por fuera de la Guerra Civil Española se fusiló sumariamente, se desaparecieron miles de personas, se apropiaron niños para trasladarlos de un sector nacional a otro, se enterró en fosas comunes sin nombre y cuantificando por cantidades. El horror comenzó a aflorar en esa España que se presentó frente al mundo como realizadora de una transición ordenada y pactada. Se invocó una ley de amnistía para cerrar el capítulo, cuando se está frente a delitos de lesa humanidad imprescriptibles y que no pueden gozar de amnistía alguna.
El poder real no toleró este camino de verdad y justicia y comenzó a planificar la destitución del juez Garzón que se acaba de concretar.
La calle de Torres en las serranías de Jaén donde nació Baltasar lleva su nombre. Antes se llama Del Generalísimo.
Podemos preguntarnos: ¿la restauración inaugurada con la destitución de Garzón continuará con la vuelta del nombre del caudillo por la gracia de Dios?
Malvinas, la locura de las guerras
Durante los 45 días de operaciones de combate en el Atlántico Sur, además de los 323 muertos por el hundimiento del crucero General Belgrano, murieron en combate 326 soldados argentinos. La cifra de suicidios de ex combatientes superó ese número. Las estimaciones varían entre 350 y 450 casos y las diferencias de apreciación es por si se suman o no aquellos casos de personas que murieron en accidentes o enfermedades que pudieron tener como un componente fundamental el hecho de haber quedado marcados por haber estado en una guerra. Sólo para evitar confusiones, la tasa anual de suicidios en Argentina es de 8,2 casos cada 100.000 habitantes, de acuerdo con datos del Ministerio de Salud de la Nación. Si en los frentes de combate hubo unos 14.000 hombres, la tasa resulta entre 12 y 15 veces mayor.
Hace seis años, un periodista de La Nación, Oliver Galak, a raíz del suicidio de un ex combatiente se preguntaba: “¿Por qué Argentina ha olvidado a sus ex-combatientes de la guerra de Malvinas? ¿Será acaso porque Argentina no soporta la derrota sufrida y quiere esconderla debajo de la alfombra? ¿Será acaso porque su clase política, tras más de 20 años, tiene mucho que esconder? ¿Será acaso porque la Argentina no soporta mirar cara a cara a los hombres que mandó a la muerte, mintiéndoles?”. Una serie de preguntas de apariencia punzante y, sin embargo, todas ellas sólo útiles para sembrar confusión. Un trabajo revelador de dos psicoanalistas franceses –Françoise Davoine y Jean Gaudillère– (Historia y trauma - la locura de las guerras) contiene una serie de advertencias sobre las conductas de quienes estuvieron en frentes de combate.
De manera resumida serían las siguientes. La negación: lo que pasó no pasó. La culpa del sobreviviente: por qué ellos y no nosotros. La perversión del juicio: las víctimas son las culpables. La fascinación por los criminales. Este último concepto, aclaran los autores, es tomado por Hanna Arendt en su trabajo Los orígenes del totalitarismo.
Estas recomendaciones pueden resultar no sólo de carácter universal sino que pueden muy bien ser tomadas como punto de referencia para analizar las conductas de quienes, como Galak, no estuvieron en la guerra pero pervierten, en pocos párrafos, lo sucedido en 1982 en Malvinas. Lo confirman los deslices del periodista al poner como sujeto a “la Argentina” y no a la dictadura, así como de interpelar a “la clase política” porque “tiene mucho que esconder” en cambio de abordar el discurso de La Nación durante la dictadura y particularmente en la cobertura del conflicto bélico.
Pero hay un aspecto referido a “la Argentina” que va más allá de discriminar las responsabilidades de quienes mandaron soldados conscriptos poco instruidos a un escenario bélico. Concretamente, la idea, generalizada en estas latitudes, de que los británicos salieron menos lastimados que los argentinos. Esa creencia se basa en distintas verdades consabidas: que son un Imperio acostumbrado a la guerra, que salieron victoriosos del conflicto y que, además, sus soldados profesionales están entrenados física y mentalmente para matar y morir.
Los suicidios, lejos de ser un problema exclusivo de los argentinos –derrotados–, afectaron también a los soldados victoriosos. Un artículo del Daily Mail –segundo periódico más leído de Gran Bretaña y tabloide, al igual que La Nación– publicado cuando se cumplían 20 años del conflicto y no 30 como ahora, consignaba que una “shockeante y poco conocida historia en la guerra de Malvinas se conoce hoy: más veteranos se suicidaron que el número de soldados muertos en acción”. El artículo, al igual que el de Galak cuatro años después en La Nación, tomaba como base el suicidio de “un héroe de guerra” inglés. La cantidad de veteranos ingleses que se quitaron la vida era –en 2002– de 264, mientras que los caídos “en servicio activo” habían sido 255. La elaboración de estos datos fue brindada por la South Atlantic Medal Association (Asociación de la Medalla del Atlántico Sur), una asociación que entrega a sus socios –ex combatientes– una insignia colgante con la cara de la Reina Isabel que lleva como inscripción Dei Gratia Regina (Reina por la gracia de Dios). Es decir, la escena resulta por lo menos bizarra: una organización identificada con el imperio que manda a la guerra es la misma que revela las consecuencias del conflicto una vez que se silencian los cañones.
¿Qué hizo la Argentina? Un diálogo con Silvia Bentolila, médica psiquiatra, resultó para este cronista muy ilustrativo de cómo fueron atendidos –o contenidos– muchos veteranos de guerra. En 1997, cuando Bentolila era jefa de servicio en el Hospital Paroissien de La Matanza, se creó un programa de atención a ex combatientes. Los primeros que se acercaban al hospital trabajaron con los médicos y psicólogos no sólo para tratar sus propias situaciones del llamado estrés postraumático, sino que también actuaron como mediadores con otros ex soldados que estaban aislados –mayoritariamente deprimidos– y a los que estimularon para tomar contacto con el programa. Tuvieron un 0800 que funcionaba las 24 horas y atención a los pacientes durante ocho horas diarias. Los médicos llevaron la experiencia al resto la Región Sanitaria VII y se expandió a otros hospitales bonaerenses. Fue la salud pública la que se ocupó de los malvineros precisamente en un momento donde todo era privatizado, incluso mientras el ministro de Salud de la Nación era Alberto Mazza, un empresario del negocio de la hotelería hospitalaria privada de lujo que tocaba la misma melodía que sonaba en todas las otras áreas. Quizá no haya un relato épico de lo actuado por los médicos y psicólogos de un hospital matancero. Pero convendría tomar dimensión de algo más grave que las propias limitaciones, que sin duda las hubo, respecto de haberle abierto las puertas a los veteranos.
Es cierto que por muchos años la sociedad argentina estuvo desmalvinizada. Por diferentes motivos, por diferentes prioridades. Ahora, más allá del calendario, sucede que Gran Bretaña vio agotadas sus reservas de petróleo en el mar del Norte y todo indica que detectó reservas en la zona de Malvinas. Esto, sumado al discurso autoritario y belicista de David Cameron, llevó al gobierno argentino a ser más enérgico en el tema. Entonces, cabe preguntarse si esta reafirmación de la voluntad de soberanía en las islas puede reavivar los fantasmas de guerra, especialmente entre quienes estuvieron en el frente. La respuesta no puede ser unívoca pero requiere de atención: la sensibilidad de quienes quedaron perturbados por la guerra puede verse alterada, seguramente de maneras muy distintas y sería muy pertinente que los servicios de salud pública para los veteranos se reactiven. Sin perjuicio de ello, lo mejor que puede pasar, tanto a quienes estuvieron en el frente como quienes no, es aventar fantasmas de posibles conflictos bélicos. El reclamo de soberanía del Gobierno es pacífico, recurre a los mecanismos diplomáticos y a la solidaridad de los pueblos latinoamericanos, que conocen en sus historias los mismos tipos de atropellos imperiales de los que somos objeto los argentinos y no sólo por Malvinas.
La náusea. Las guerras constituyen circunstancias extremas en las sociedades humanas. Desmoronan los vínculos, crean héroes de personas ordinarias, terminan con las vidas. Las naciones constituyen la categoría cultural de identidad más extendida entre los humanos y son, además, los ámbitos en los cuales algunos humanos pueden relacionarse con otros humanos en espacios tales como las Naciones Unidas, la Organización Mundial de Comercio o el Banco Mundial. También tiene organismos específicos para regular los conflictos bélicos y allí aparece la importancia del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde cinco naciones tienen el privilegio de ser miembros permanentes. Estas categorías de naciones son, entonces, imprescindibles. Tienen, a la hora de los escenarios de guerra, tanta importancia como los cañones o los barcos. Es más, una diplomacia firme y decidida puede lograr triunfos que jamás podrían conseguirse mediante un conflicto armado. En ese sentido, vale la pena rescatar un concepto tratado por Hanna Arendt y que es la identificación de las elites sociales con “el populacho”, un concepto peyorativo pero que intenta dar cuenta de que la apelación al patriotismo o al militarismo suele ser una retórica impulsada por los poderosos y tomada por sectores medios empobrecidos o directamente sectores populares.
La guerra no sólo es nauseabunda en los escenarios donde se mata gente. Lo es después. Las cifras de suicidios entre ex combatientes argentinos y británicos son indicativas de que no sólo perdura en el tiempo en la eliminación de vidas, sino que puede ser cruel con victoriosos y derrotados, con profesionales de la guerra o con colimbas voluntariosos. La lucha por la soberanía no es un fantasma bélico. Es un reclamo legítimo de una comunidad nacional –Argentina– que no va a ser apoyada por los ciudadanos de otra comunidad, la británica. Eso no debería alimentar los fantasmas de la guerra. Antes de pensar, por ejemplo, que es importante ganarle a los ingleses en un match deportivo, sería bueno tener presente que la locura de la guerra llevó a muchos argentinos y a muchos ingleses a no poder seguir viviendo y eligieron ser sus propios victimarios.