Hace 15 años moría la URSS y cambiaba la historia del mundo
El 25 de diciembre de 1991, la bandera roja con la hoz y el martillo era arriada del Kremlin. Terminaban así 74 años de comunismo. Hoy, 61% de los rusos lamenta la desintegración soviética, el fin de una era: el colapso de la Unión Soviética.
Autor: [color=336600]Telma Luzzani[/color]
Fuente: Clarín
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Apenas un puñado de persona contemplaba en la noche helada del 25 de diciembre de 1991 cómo se cortaba el último hilo de vida de la Unión Soviética. La nieve absorbía todos los sonidos, salvo el crujir de las botas sobre el hielo de quienes apuraban el paso para ver, en la Plaza Roja, cómo se desvanecía un pedazo de historia del siglo XX. Mijail Gorbachov, el octavo y último presidente soviético, había entregado, minutos antes, el control de 27.000 ojivas atómicas a Boris Yeltsin y se había despedido por cadena de televisión, de una nación ya inexistente.
Los curiosos de la Plaza Roja vieron entonces cómo la bandera roja con la hoz y el martillo (siempre flameante gracias a un sistema de turbos que le soplaban aire caliente desde abajo) descendía hasta caer, como un trapo, sobre una de las cúpulas doradas del Kremlin.
Así, casi como si fuera un trámite, sin hurras ni sollozos, terminó hace 15 años uno de los experimentos teóricos y políticos más osados del siglo XX, un proyecto que había convencido a gran parte del planeta (también del lado capitalista) que existía una fuerza potencial de transformación colectiva por la que el mundo podía girar hacia el socialismo y lograr la equidad y el bienestar universal.
Pero en 74 años de comunismo el augurado "hombre nuevo" no hizo su aparición masiva en Rusia. Aquel 25 de diciembre de 1991, la inmensa mayoría de los ex soviéticos estaba en su casa, al reparo de una noche invernal extrema (18 grados bajo cero), felices de que por fin podrían saborear las mieles de ese capitalismo que veían por TV y admiraban desde las páginas lustrosas de las revistas europeas.
Durante la cobertura periodística de aquellos primeros días postsoviéticos lo que más llamaba la atención era la ligereza conque la gente suplantaba un ideal por otro. La fe en la existencia de un capitalismo perfecto, sin errores ni miserias, era total, de la misma manera que el desencanto por la clase política soviética se había vuelto absoluto.
Los jóvenes eran los más ansiosos (y también los que mejor se adaptaron al capitalismo real). Si algo le reprochaban a la generación anterior era no haber empezado con las reformas antes. "Nosotros vivíamos en una sociedad donde el individuo no existía. Eramos engranajes de una máquina y siempre había que pensar en función del todo. Ahora tenemos que autoconcientizarnos de que somos individuos y que si decidimos sacrificarnos por la sociedad, como Sócrates o como Jesús, será por propia convicción y no porque el dogma dice que así debe ser", decía con pasión e ingenuidad Andrei, un economista de 30 años entrevistado por esta periodista a fines de 1991 en Moscú.
No obstante nadie podía dejar de pensar en los demás. Serguei, un muchacho que vendía por dos dólares las "Medallas Lenin al Mérito" atesoradas en el pasado por sus padres y abuelos, dijo aquel año a Clarín: "Si en mi etapa de acumulación de capital llego a tener muchísimo dinero lo primero que hago es asfaltar todos los baches de mi barrio".
Mientras tanto, una nueva generación de jóvenes "yuppies" crecía en Rusia. Por obra y arte de unas "privatizaciones" vergonzosas aparecieron los "nuevos ricos". Todo, desde los bancos y la industria hasta los comercios y las casas de familia, todo pasó a estar en manos de un grupo reducidos de ex soviéticos, la mayoría vinculados al gobierno, es decir, al Partido Comunista.
La gente mayor fue la quedó más descolocada. "¡¿Cómo era posible que antes, ganar mucha plata era mal visto (y hasta sospechoso) y ahora, hacer dinero —si es rápido y fácil mejor— se ha convertido en una virtud?!"
La caída de la URSS marcó simultáneamente el fin de la guerra fría y de la bipolaridad. Sin el modelo socialista que le hiciera resistencia, el capitalismo en su fase más salvaje se extendió por casi todo el mundo y Estados Unidos, como única potencia, buscó avanzar sin límites.
A quince años de aquellos cambios, una encuesta dirigida por el Centro Levada indica que el 61% de los rusos lamenta la desintegración de la URSS. Otra realizada por el Centro de Estudios de la Opinión Pública constató que si hoy se convocara a un referéndum proponiendo la reunificación de las tres ex repúblicas soviéticas eslavas, votarían por "Sí" el 51% de los rusos, el 45% de los ucranianos y sólo el 36% de los bielorrusos.
La dinámica del cambio había empezado mucho tiempo atrás. Se sabía de las distorsiones de la economía soviética y de su progresivo atraso tecnológico en relación a su potencia rival, Estados Unidos. En 1985, Mijail Gorbachov asumió el poder en el Kremlin decidido a poner fin a ese desfasaje. Anunció entonces su "perestroika", un gigantesco plan para reformar y modernizar el socialismo. Denunció los "años de estancamiento de la era Brezhnev"; reclamó la revisión de la economía centralizada; realizó las primeras elecciones municipales; liberó presos políticos; impulsó la libertad de expresión; retiró las tropas soviéticas de Afganistán y aflojó el control de Moscú sobre Europa del Este lo que culminó con la caída del Muro de Berlín.
Como le pasó al doctor Frankenstein con su criatura, Gorbachov no pudo dominar una maquinaria de cambios que tomó vida propia y que fue utilizada por quienes vieron en ella —como fue el caso de Boris Yeltsin— un trampolín hacia el poder.
Con los cambios en el Este europeo, gran parte de las 15 repúblicas soviéticas anunciaron su voluntad de independizarse de Moscú. Gorbachov quiso frenar el desmembramiento con tropas y tanques. Las contuvo hasta el 19 de agosto de 1991, día del golpe de Estado en su contra. El golpe falló gracias a la actuación de Yeltsin pero las repúblicas declararon una a una su independencia y Yelstin —presidente de la república socialista de Rusia— acaparó rápidamente el control del Estado incluyendo los servicios secretos.
El 8 de diciembre, Yeltsin convocó a Ucrania y a Bielorrusia para formar la Comunidad de Estados Independientes. Días después se sumaban ocho repúblicas más y la URSS pasaba a ser una cáscara vacía.
En las afueras de Moscú, en carpas que apenas aguantaban las nevadas, esta periodista vio al "glorioso Ejército Rojo", vencedor del nazismo, que volvía de las ex repúblicas soviéticas. Todo había cambiado. Los militares, antes honrados, ya no sabían bien cuál era su misión, su rol e incluso su patria.
Tampoco sobrevivió el materialismo ateo. El 7 de enero de 1992 los rusos festejaron su primera Navidad en 74 años según los ritos de la Iglesia Ortodoxa. Muchos no estaban bautizados y hacían cursos acelerados de religión para "recuperar lo perdido".
Hacía una semana que Yeltsin —sin modificar el sistema monopólico— había liberado el rublo. En los negocios terminaba poco a poco el desabastecimiento pero los precios se habían ido por las nubes. Konstantin —que ahora debe tener 36 años pero aquella Navidad de hielo tenía 21— estaba azorado. "Yeltsin es Judas. Pero le aseguro que esto va a pasar. Va a pasar" dijo a esta periodista mientras se aferraba a una bandera con la hoz y el martillo y seguía juntando firmas para refundar el Partido Comunista.