Kurt Vonnegut, la conciencia negra de los Estados Unidos
Sus libros fueron prohibidos y hasta quemados por su presunto “contenido obsceno”. Se regodeaba en la mezcla de citas con frases sin terminar, elementos narrativos con documentales, textos de canciones, cuestiones metafísicas, chistes ingenuos y de mal gusto y escenas de sexo con un cinismo que dejaba sin aliento al lector. Su libro Matadero cinco se convirtió en la Biblia de todos los opositores a la guerra de Vietnam. Muchos llevaban la edición de bolsillo de esta novela y se sabían párrafos enteros de memoria. Agnóstico y librepensador, socialista en la meca del capitalismo, depresivo crónico –con un intento de suicidio con píldoras y alcohol–, figura clave de la literatura norteamericana del siglo XX, la crítica norteamericana lo calificó de “visionario”, “amable Casandra”, “auténtico desobediente y humanista”. Con esa originalidad y un sentido del humor que horadaba los argumentos bienpensantes, en una de las últimas entrevistas que concedió, con su melena gris de león que ha vivido lo suyo y esa expresión entre loco y perdido, se burlaba del desgaste de ciertas palabras, del cliché: “He descubierto que un humanista es una persona que tiene un gran interés por los seres humanos. Mi perro es un humanista”. Tal vez sentía que el tiempo se acababa cuando el año pasado escribió en su último libro: “Lo último que hubiese deseado es estar vivo cuando las tres personas más poderosas del planeta se llamaran Bush, Dick y Colin”, en alusión al presidente, vicepresidente y el ex secretario de Estado estadounidenses. Víctima de las lesiones cerebrales que había sufrido tras una caída en su casa de Manhattan, el miércoles por la noche murió, a los 84 años, el escritor Kurt Vonnegut.
Nació el 11 de noviembre de 1922 en Indiana (Estados Unidos). Aunque empezó a estudiar química en la Universidad de Cornell, Vonnegut debió abandonar sus estudios cuando se unió al ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. Su madre se suicidó con una sobredosis de somníferos justo antes de que el escritor partiera hacia Alemania, donde fue tomado prisionero durante la batalla de Ardenas a fines de 1944. No había matado a nadie porque era un tipo particular de soldado, un scout que penetraba en las líneas enemigas sin hacerse notar para descubrir qué había detrás, volver y contarlo a la artillería. “Me considero afortunado por no haber matado a nadie”, recordaba. “Pero si hubiese sido necesario, lo habría hecho.” Como prisionero de guerra en el país de sus ancestros –estaba en Dresde cuando las fuerzas aliadas bombardearon a la población civil (el saldo fue de 135 mil muertos, dos veces las víctimas de Hiroshima)–, se le ordenó que ayudara en la recuperación de cadáveres de las casas destruidas. Aunque siempre dijo que esa experiencia traumática –fue uno de los pocos que sobrevivió entre un grupo de siete prisioneros– no estuvo relacionada con su decisión de escribir, Vonnegut necesitó más de 23 años para darle forma a Matadero cinco, publicada en 1969, en plena guerra de Vietnam. Un libro que nunca volvió a leer –“ni siquiera pude tocar las galeras”, confesó–, y que a casi cuarenta años de su publicación continúa siendo una de las novelas más fuertes y originales de la narrativa norteamericana, por el modo en que se mixtura la realidad y la ciencia ficción, y por su visión crítica de la sociedad y de la crueldad de esa guerra.
“Si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre”, decía en el primer capítulo de Matadero cinco, que pronto se convirtió en un best seller entre la juventud pacifista norteamericana, éxito comparable con la fascinación que también generó entre los jóvenes El guardián entre el centeno, de Salinger, y En el camino, de Kerouac. Empleando la ironía como la mejor arma para sacudir las conciencias, Vonnegut afirmaba que él perteneció al grupo que se había enriquecido con el bombardeo. Si se parte de un cálculo de 135.000 muertos, serían unos “cinco a diez dólares por cabeza”, calculaba el escritor, buscando llamar la atención sobre la locura bélica. “Digo cualquier cosa para ser cómico, a menudo, en las situaciones más horribles”, señaló en una oportunidad ante un puñado de psiquiatras. Tal vez la clave de su perspectiva, la de un socialista estadounidense –en la tradición de Eugene Victor Debs, fundador del Partido Socialista–, se pueda sintetizar en una frase de Debs que Vonnegut solía repetir: “Mientras exista una clase baja estaré en ella, mientras haya algo criminal me mantengo fuera. Y mientras haya un alma en prisión yo no me siento libre”.
La sátira, el humor negro, la crítica social, ciertos recursos de las vanguardias, lo fantástico con resonancias filosóficas –Parménides, Epicuro, Plotino, Spinoza o Schopenhauer– cimentarían la obra de Vonnegut. Y dos de sus inolvidables alter egos, Billy Pilgrim y Eliot Rosewater. Después de la guerra trabajó como periodista en Chicago, en cuya universidad estudió antropología. En 1952 publicó su primera novela, La pianola, distopía y sátira social también conocida como Utopía 14. No fue quizás un buen comienzo, o al menos no el que Vonnegut esperaba, pero libro tras libro –Las sirenas de Titán (1959), Madre noche (1961), Cuna de gato (1963), “el libro más cercano a mi corazón”, según confesaba el escritor, Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965)– cosecharía cada vez más lectores, adeptos, seguidores, y elogios como el de Gore Vidal: “Original, único: Kurt nunca fue aburrido”.
[i]“Así va la vida”[/i]
Después del éxito de Matadero cinco (1969), considerada una de las novelas antibélicas más destacada del siglo XX –filmada en 1972 por George Roy Hill y protagonizada por Michel Sacks en el papel de Billy Pilgrim–, Vonnegut publicó El desayuno de los campeones (1973), Payasadas (1976), Pájaro de celda (1979) y Galápagos (1987), entre otros. Hace cuatro años, poco después de haber cumplido 80, confesaba que no podía escribir. Estaba retirado, era un “jubilado” de la literatura. “Estoy literalmente paralizado por el estado en que se encuentra mi país. La televisión no ha transmitido ni siquiera las protestas de los pacifistas. The New York Times se negó a publicar un discurso que pronuncié en un encuentro por la paz. Es como vivir bajo un ejército de ocupación que se ha apoderado de los medios de comunicación.” Lo que le resultaba radicalmente nuevo al escritor en ese 2003 era que las nuevas generaciones estaban heredando un cúmulo de tecnologías “que están rápidamente destruyendo las posibilidades de que este planeta continúe siendo respirable y eliminando la posibilidad de cualquier forma de vida”. Antropólogo de formación, sostenía que una de las razones por las cuales los norteamericanos eran odiados era porque introdujeron en otros países nuevas tecnologías y planes económicos que destruyeron la cultura de mucha gente.
Enjuto, desgarbado, quizá más desacomodado que nunca ante este panorama, “así va la vida”, como repetía en Matadero cinco, Vonnegut admitía que los atentados contra las Torres Gemelas lo habían sorprendido más que nada por “el óptimo trabajo que hicieron los terroristas”. “¡Vaya si estaban preparados! Naturalmente, son las mismas personas que inventaron los números, el cero y el álgebra, por lo cual no hay de qué asombrarse tanto.”
[i]Insectos prisioneros
en ámbar[/i]
“Los terrestres son grandes narradores; siempre están explicando por qué determinado acontecimiento ha sido estructurado de tal forma, o cómo puede alcanzarse o evitarse. Yo soy tralfamadoriano, y veo el tiempo en su totalidad de la misma forma que usted puede ver un paisaje de las Montañas Rocosas. Todo el tiempo es todo el tiempo. Nada cambia ni necesita advertencia o explicación. Simplemente es. Tome los momentos como lo que son, momentos, y pronto se dará cuenta de que todos somos, como he dicho anteriormente, insectos prisioneros en ámbar”, escribió en Las sirenas de Titán. Vonnegut, tal como Philip K. Dick, fue mucho más que un escritor de ciencia ficción. Por esencia, por definición, sostenía que la literatura está cargada de opiniones. El apuntó sus dardos satíricos contra la estupidez humana. Y dio, siempre, en el blanco.
Fuente: Página 12/ Argentina – 13.04.2007