La construcción de una Europa política / Jurgen Habermas
El tema europeo ya no tiene buena prensa, y preferimos concentrarnos en la agenda nacional. En nuestro país, Alemania, en todos los
programas periodísticos, abuelos y nietos se abrazan embargados por la emoción que hace nacer en ellos un nuevo patriotismo directamente salido de tiendas de "bienestar". En la competencia globalizada, la certeza de raíces nacionales sanas debe hacer que una población ablandada por los efectos del Estado benefactor vuelva a ser "capaz de porvenir". Toda una retórica que concuerda perfectamente con el estado actual de una política mundial desbocada por su darwinismo social.
Nos objetan, a nosotros, los euro-alarmistas, que una profundización de las instituciones europeas no sería ni necesario, ni posible. El impulso hacia la unidad europea se habría agotado con justa razón desde el momento que se alcanzaron los objetivos, por un lado, de paz entre los pueblos y, por otro, la implementación de un mercado común. Además, la persistencia de rivalidades nacionales revelaría la imposibilidad de una comunidad política que supere las fronteras nacionales. Ambas objeciones me parecen falsas. Permítaseme señalar los problemas más apremiantes en tanto quedemos a mitad de camino de una Europa democráticamente constituida y dotada de capacidad de acción política.
El primero: los Estados miembros de la Unión Europea fueron perdiendo sustancia democrática. Son cada vez más numerosas e importantes las decisiones políticas que recaen en Bruselas y que sólo ingresan en los diferentes derechos nacionales "trasladadas". Los ciudadanos europeos ni siquiera pueden hacerse oír puesto que no existe una esfera pública europea. Ese déficit democrático se explica por la ausencia de una constitución política interna de Europa.
El problema siguiente reside en la incapacidad de los europeos de presentar hacia el exterior un frente unido. La UE suscita expectativas de parte de la comunidad internacional y éstas no pueden ser satisfechas sin una política exterior común. Esta Europa desgarrada falla sobre todo frente a la reforma en suspenso de las Naciones Unidas. Los europeos son los únicos en condiciones de disuadir a sus aliados de EE.UU. de oponerse sin cesar a la única concepción legítima del orden mundial.
El tercer problema, la disgregación progresiva de las normas sociales respetuosas de la dignidad humana también es algo que los gobiernos nacionales no pueden resolver por sí mismos. Sólo una UE dotada de capacidad de acción en política exterior podría influir sobre el rumbo de la política económica mundial, favorecer una política mundial del medio ambiente y dar los primeros pasos hacia una política interior global.
Hay, por último, un cuarto problema que es el cariz fundamentalista que adquiere ahora el pluralismo cultural dentro de nuestras sociedades. Durante mucho tiempo tratamos este problema desde la perspectiva de la política de inmigración; y, en estos tiempos de terrorismo, cabe temer que se intente abordarlo sólo a través de las categorías de la seguridad interna. Pero los autos que se queman en los suburbios parisinos o los actos de terrorismo perpetrados en Gran Bretaña por jóvenes británicos nacidos de la inmigración nos enseñaron que no basta con proteger policialmente la fortaleza Europa. Los hijos y los nietos de los inmigrantes forman parte desde hace tiempo de nosotros mismos. Y representan un desafío para la sociedad civil, no para los ministros del Interior. Lo que está en juego aquí es al mismo tiempo el respeto por la alteridad de las culturas y comunidades religiosas extranjeras, y su integración a la solidaridad cívica.
Una identidad europea común no tiene posibilidades de ver el día a menos que, en el interior de cada Estado, el tejido de la cultura nacional sepa abrirse a la integración de los ciudadanos que tienen otro origen étnico o religioso. La integración, cuando funciona, es porque hace vibrar las culturas nacionales fuertes de tal manera que las torna porosas, receptivas, sensibles en los dos sentidos a la vez: hacia el interior y hacia el exterior.
El Estado liberal exige de todas las comunidades religiosas que reconozcan el pluralismo religioso como un hecho, la idoneidad y la autoridad de las ciencias institucionalizadas en lo que se refiere a los saberes seculares, y, por último, los fundamentos universalistas del derecho moderno. Garantiza los derechos fundamentales dentro de la familia y reprime la violencia. Pero el cambio de conciencia necesario para que la interiorización de esas normas sea simplemente posible exige como contrapartida que nuestras formas de vida nacionales se abran por medio de la auto-reflexión.
Denunciar esto como "capitulación de Occidente", es caer en la trampa de los halcones liberales y transmitir sus gritos de guerra idiotas. El presunto "fascismo islámico", tiene tanto de adversario palpable como la guerra contra el terrorismo tiene de "guerra". Castigar la violencia y luchar contra el odio supone tener una conciencia de sí mismo en paz. No debemos ponernos a la altura de George Bush y menos en la militarización del espíritu occidental.
Fuente: Fragmento de su discurso de recepción del premio del Land de Renania del Norte-Westfalia. Fuente: Le Monde y Clarín