“La disolución del discurso de izquierda abre las puertas a los discursos de derecha”. Entrevista a Judith Revel*
*Judith Revel nació en París, Francia en 1966. Filosofa.
–¿Cómo definir la noción de biopolítica?
–La biopolítica es el nacimiento de una nueva articulación –que corresponde a fines del siglo XVIII y principios del XIX– entre la forma del poder que Foucault llama disciplinaria –que consiste ya no en castigar el cuerpo, sino en corregirlo y adiestrarlo como unidad productiva– y la gestión masificada de lo que él llama población, una macrocategoría que permite asegurar una gestión más dúctil y eficaz. Entonces: se trata de una articulación entre individualización y masificación. Y para la gestión de estas poblaciones se inventa lo que Foucault llama norma, es decir, una regla que toma a la vida misma de los hombres como fundamento político: esto significa que su sexualidad, su alimentación, su salud, etc., pasan a ser consideradas desde un punto de vista político. En este momento en que el poder hace de la vida su objeto, deviene un poder sobre la vida y se lo llama biopoder. La biopolítica, para Foucault, es entonces esta nueva tecnología de poder que hoy se vuelve realidad.
–¿Cómo es pensada la resistencia frente a este nuevo poder?
–A principio de los años ’70, Foucault hablaba indistintamente de biopoder y biopolítica. Pero finalmente tuvo que distinguirlos: biopoder es efectivamente el poder sobre la vida, pero biopolítica es más bien la respuesta resistente de la vida ante este nuevo poder.
–¿Por qué cree que la biopolítica ocupa hoy tal centralidad en el debate filosófico y político?
–Es complejo. Por un lado, debido a la crisis de las categorías del pensamiento político moderno, lo cual en la práctica empuja a investigar otros conceptos. Creo que las categorías de biopoder y de biopolítica como resistencia son parte de una nueva tipología de conceptos y de una nueva caja de herramientas. Por otro lado, cuando Foucault hace una investigación histórica, lo que él llama una arqueología, es inmediatamente puesta al servicio de una indagación que es llamada genealogía, un concepto que Foucault toma de Nietzsche. La genealogía implica un uso político-estratégico de una investigación sobre el pasado para poder comprender el presente. Para Foucault, la realidad biopolítica que se inicia a fines del siglo XVIII, principios del XIX, no se cierra. Y hoy somos parte de aquella periodización. Foucault inmediatamente después de haber hablado del biopoder abre una indagación del presente sobre, por ejemplo, las formas de gestión de la salud y las políticas sanitarias en Estados Unidos y Europa.
–¿A qué se refiere cuando habla de una “biopolítica de la periferia”?
–Yo enseñé dos años en la banlieu (periferia) de París y fue una experiencia que me ha enseñado mucho, tanto humana como políticamente. Ha sido muy duro y rico a la vez. Por un lado, filosóficamente, estar en la banlieu implica poner en juego todo el aparato categorial que se usa comúnmente para describir la realidad política. Creo que las teorizaciones de Foucault sobre la biopolítica y, en particular, sobre la resistencia como subjetivación, han sido verificadas en la banlieu. De todos modos, esos procesos no son legibles inmediatamente. No soy parte de quienes han dicho que las revueltas de las periferias parisienses eran una multitud fantástica. Para mí es más complejo porque hay una miseria tremenda que implica, sobre todo, la reducción de la vida política a una simple supervivencia, lo cual hace dudar muchas veces de la posibilidad de emergencia de un fenómeno de resubjetivación o politización. Sin embargo, esa resubjetivación o politización se ha dado en la reinvención de los jóvenes periféricos de un saber y una organización política totalmente nueva, que no responde ni a sindicatos ni partidos y que dura en el tiempo, aun cuando ahora todo se ha suspendido por las próximas elecciones presidenciales.
–¿Esas revueltas pueden entenderse como un pedido de inclusión de los jóvenes de los suburbios?
–Es muy ambiguo. Seguro que quieren una integración, pero es una integración paradójica porque entre mis estudiantes, por ejemplo, había muchos sin documentos, pero eran sólo el diez por ciento; y el otro noventa por ciento no sólo tiene papeles, sino que ya son la tercera o cuarta generación. Y esto es hoy Francia. Cuando hablamos de una voluntad de integración de ciudadanos que ya son franceses y que sin embargo quieren el derecho de gozar de una ciudadanía plena es bastante paradójico. Por un lado, porque son jóvenes que ya no hablan la lengua de sus padres o abuelos y que, por otro, cuando a veces vuelven al país de origen de su familia son vistos como extranjeros. Quiero decir que la identidad de origen en ellos es totalmente fantasmática, reconstruida, soñada. Ciudadanía plena quiere decir entonces que el problema es el acceso a un paquete de derechos elementales, tales como la salud, la educación, vivienda, pero también a la posibilidad de tener hobbies y placeres y de soñar una vida futura: son cosas que están negadas en la mayoría de los casos para estos jóvenes.
–¿Se refiere a la necesidad de un nuevo tipo de ciudadanía?
–Sí, el problema es que hay que definir una ciudadanía no sólo como acceso a los documentos sino también –y junto a ellos– una dignidad de la vida que involucra formas de lucha muy fuertes contra la precariedad, que no sólo afecta a los migrantes y las generaciones posteriores. Porque, por ejemplo, la revuelta de la banlieu ha sido luego investida por la revuelta del CPE, de los estudiantes jóvenes que luchaban contra el primer contrato de empleo, que era una forma de precarización absoluta. Creo que el aspecto propiamente biopolítico de estas manifestaciones es que la vida es reconsiderada según una nueva dignidad política y social y que, por lo tanto, estas luchas se niegan a que la vida sea reducida a una pura sobrevivencia o a una categoría biológica. Y esto a la vez supone definir una ciudadanía que ya no esté ligada al Estado-nación, sino que sea incondicionada y universal. Es algo posible por lo menos a nivel europeo.
–¿Por qué no le parece adecuado pensar las experiencias de revuelta en términos de construcción de identidades?
–En esto Foucault es verdaderamente útil. Creo que cada producción de identidad está hecha sobre la base de una dessubjetivación o des-singularización: una identidad colectiva es necesariamente reductiva en el sentido de que un rasgo pasa a ser considerado suficiente para definir a una persona o a un colectivo. La identidad nacional es precisamente esto: renunciar a la propia singularidad para devenir un ciudadano, es decir, alguien igual a otro ciudadano. Esta es la gran ambigüedad de la igualdad. Obviamente todos queremos la igualdad, pero no una que suprima la singularidad, sino aquella que se construya sobre el reconocimiento de las diferencias. Esta des-subjetivación sucede de modo particular, dice Foucault, cuando se trata de poblaciones construidas dentro de un contexto biopolítico: es decir, cuando se masifica a partir del seudorreconocimiento de uno o más rasgos naturales. Por ejemplo: el ser mujer que define la población femenina o el ser joven que define la población que entra en ciertas categorías. De este modo, la edad o el sexo se vuelven suficientes para definir aquello que somos. Yo no soy sólo una mujer, blanca, heterosexual, también podría decir que vengo de una familia de migrantes, que tengo cierta relación con el movimiento social, que enseño en la banlieu y así al infinito. El hecho es que ninguna de estas características basta para definirme. Creo que necesariamente el mecanismo identificatorio es un instrumento de poder, por eso leer los movimientos con categorías identitarias implica reducirlos, fijarlos a un nombre, clasificarlos y jerarquizarlos. Y a la vez dotarlos de toda una suerte de aparatos que responden y reprimen esta expresión política en movimiento.
–¿Cómo, entonces, leer esos movimientos?
–Si queremos ver el movimiento en su valencia multitudinaria, rica, nueva, es necesario reconocer que cada singularidad que compone el movimiento tiene a su vez una multitud dentro. Y la multitud no corresponde a lo que históricamente se ha dado como estructura del partido o sindicato que mantenía la clasificación y la jerarquía. Los jóvenes de la banlieu, por ejemplo, no decían “nosotros los magrebíes” o “nosotros los negros”. Sin embargo, se intentó construir divisiones binarias: los jóvenes “buenos” y los jóvenes “malos” de acuerdo con los jóvenes blancos o los jóvenes negros. Todo esto fue un modo de segmentar y dividir al movimiento. En cambio, los jóvenes produjeron un tipo de categorizaciones que son muy sutiles e irónicas. Para empezar, la única unidad que reconocen es la del territorio: dicen “yo soy de la banlieu”, sean del color que sean. La banlieu a la vez marca ciertas determinaciones económico-sociales pero implica sobre todo una unidad siempre provisoria que se constituye por una comunidad de lucha, y que puede cambiar estratégicamente de un día al otro, en función de los objetivos.
–¿Qué categorizaciones propias produjeron los jóvenes?
–Ellos usaban dos expresiones que yo no entendía: hablaban del “baunti” y del “capuchino”. Y mis alumnos me dijeron que era muy simple: un “baunti” es el nombre de una barra de chocolate que tiene coco adentro, es decir, “baunti” es el nombre de un negro que por dentro se siente blanco y el “capuchino” es un blanco que por dentro se siente negro. Esto desestructura por completo la perspectiva identitaria. Ahora, que existe identitarismo y comunitarismo en la periferia es obvio. Pero el identitarismo es provocado y auspiciado por el poder, ya que vuelve más controlables a las personas. Y, por otra parte, contrariamente a lo que se dice, el radicalismo religioso es extremadamente minoritario, marginal, pero existe porque se implanta sobre la realidad de la miseria y llega y ofrece dignidad, ayuda, recursos, redes, reconocimiento. De ese modo quienes impulsan el radicalismo dicen “nosotros diremos qué es lo que son ustedes”, en una forma exactamente simétrica al poder. En esta tenaza, se trata de hacer jugar una multiplicación de la identidad y no su pérdida. Esto es precisamente la multitud.
–Ante esta seguidilla de luchas, ¿cómo entiende el caudal de votos del candidato de la derecha Nicolas Sarkozy?
–Creo que la disolución del discurso de izquierda en Francia abre las puertas a los discursos de derecha, y creo que la situación italiana es bastante similar. Primero: Sarkozy es alguien que a mí me da miedo pero también es un excelente político. No hay algo similar en la izquierda. Lo segundo es que ha habido una fragmentación a ultranza en muy pequeños partidos en la extrema izquierda; y, además, la cuestión del referéndum europeo instaló una división muy fuerte entre europeístas y antieuropeístas. Estos últimos se llamaban a sí mismos antiliberales mientras que otra parte de la izquierda que llamaba a votar por el sí tenía a su vez el argumento que apoyar la unión de Europa era la única forma de luchar contra el neoliberalismo. Tercero, y creo que esto vale para buena parte del mundo occidental, hay una crisis profunda de la democracia representativa. La reducción de la democracia a su forma representativa ha tenido una historia que ha funcionado, pero hoy es necesario ponerla en debate: no se trata de salir de la democracia, sino de reabrir las posibilidades democráticas que se han cerrado en la democracia representativa. Lo angustiante en Francia es que se reconoce la crisis pero si se pone en cuestión la representación se entra en pánico.
–¿Esto incluye a la candidata socialista Ségolène Royal?
–Ségolène Royal ha propuesto algunas otras modalidades de prácticas y decisiones democráticas con algunas pequeñas aperturas a la democracia participativa. Que esto sea hecho por una cuestión electoral o no, o que la propuesta sea consistente desde el punto de vista político, no lo sé. Sin embargo, da toda la impresión de que ante iniciativas de este tipo tanto la derecha como la izquierda dicen rápidamente “esto es populismo”. Para nosotros, a diferencia de América latina, populismo significa salida de la democracia.
–¿Al estilo de Berlusconi?
–Sí, pero también nosotros tenemos un caso en Francia: el partido de donde ha salido Le Pen, que era en los ’50 el de Pierre Poujade –por eso después se habló de “poujadismo”– y que era un populismo demagógico extremadamente ambiguo y propio del fascismo social. El hecho que se diga “Ségolène Royal propone la participación” con el nivel de sospecha que se lo dice en Francia ya supone que la participación es vista inmediatamente como una puesta en peligro de la democracia. Pienso en particular en algunos comentarios de un pensador político liberal como Pierre Rosanvallon: su último libro sobre la antidemocracia dice que la crisis de la figura del Estado da lugar hoy a un proyecto de “subpolítica”, en el que la sociedad es investida directamente de una función política. Creo que lo verdadero es el diagnóstico de la crisis del Estado y los mecanismos representativos, pero lo absolutamente falso es el hecho de que otra política, que ya no es la del Estado, sea considerada “subpolítica”. Y además esta “subpolítica” es referida a la figura de la sociedad, que es una categoría en sí misma complementaria al Estado.
–¿Cómo entiende usted los nuevos modos de participación social directa?
–Creo que esto que vemos surgir no es la sociedad, sino la democracia desde abajo. Y ese “desde abajo” ya no puede ser analizado con las categorías modernas, pero es también democracia. Cómo se hace para articular un nuevo tipo de democracia radical no lo sé, pero sí sé que lo urgente de la política y de la filosofía política hoy es la cuestión de la organización y la decisión en este tipo de democracia. El problema que tenemos es que a la multitud podemos reconocerla siempre retrospectivamente. Entonces, el desafío es cómo hacer multitud y cómo organizarla.
–Usted habla del devenir-mujer de la política, sin que esto tenga que ver con que más mujeres ocupen cargos de poder. ¿A qué se refiere concretamente?
–En Francia se elogia a Ségolène Royal y a la presidenta chilena Michelle Bachelet como si por ser mujeres marcaran una línea similar. Pero también la Thatcher, Angela Merkel y Condoleezza Rice lo son. Yo no me reconozco en nada con ellas por ser mujeres. La idea del devenir-mujer la trabajamos a partir del concepto de Deleuze del “devenir minoritario”. Este concepto no significa para nada una idea de lo cuantitativo: no es “ser menos”. La otra acepción de este devenir minoritario significa estar por fuera de lo mayoritario, entendiendo mayoritario como aquello que reproduce el mecanismo del poder. Devenir minoritario entonces supone una redefinición de lo que es política a través de la potencia de la subjetivación, lo cual se opone a las relaciones de poder que se montan sobre la vida.
–¿Por qué devenir-mujer entonces?
–Porque me parecía que históricamente ser mujer correspondió a la expulsión de la vida política, al no reconocimiento ni remuneración del trabajo doméstico, y es precisamente esto lo que ha permitido a las mujeres –no de modo esencial ni identitario, sino porque se encontraban en esa situación– desarrollar otro tipo de prácticas y estrategias referidas a la cooperación, la solidaridad y la circulación. El devenir-mujer de la política es un devenir minoritario porque implica el desarrollo de estrategias alternativas que pasan a través de la subjetivación y la creación de nueva comunidad, o de nuevos sentidos para la vida común. Y es esta nueva forma de vida común lo que me parece que caracteriza las modalidades en que se da actualmente la resistencia. Pero, paradójicamente, lo que también sucede hoy es que en el nuevo capitalismo han devenido centrales las dimensiones que por siglos permanecieron como extrañas al poder: me refiero a las dimensiones domésticas, afectivas, etcétera. La economía ya no reconoce la diferencia entre privado y público: las explota a ambas por igual. Por eso a partir del trabajo femenino hoy se puede entender todo el valor de la producción intelectual, de afecto y de lenguaje. En este sentido es estratégicamente necesario escuchar qué significa la palabra “mujer”.
Fuente: Página 12 / Argentina - 29/.04/.07