La rabia de Chaplin / Darío Fo
Lo que más me fastidia es el interminable rimero de crónicas de tipo patético, lírico o literario que se han escrito sobre él desde el mismo momento de su muerte.
Pescando en ese montón de comentarios, les propongo algunos: "El fondo judío de su arte y de su tristeza indudable, la naturaleza de su humor de doble y triple sentido, es poco accesible al público" (Montale). "Tenía en la sonrisa el llanto del mundo, y en las lágrimas de las cosas hacía bailar la alegría de la vida" (Giovanni Grazzini, en el Corriere della Sera). Y etiquetas hasta el hartazgo: "anarquista-lírico", "individualista-colectivo", "patético", "fantástico", "rebelde", "melancólico", "payaso de la esperanza", "grotesco", "existencialista".
Nadie, nadie, digo, habla nunca de su "rabia".
Chaplin era sobre todo un hombre con un sentido profundamente arraigado del amor y del odio.
Odiaba casi con ímpetu el mundo que tenía alrededor, el poder, la máquina del capital.
Odiaba el orden del Estado, con sus policías, sus jueces y sus cárceles. Odiaba el orden moral de aquella sociedad, el orden del beneficio comercial, bancario, industrial. El orden religioso con sus hipocresías, sus dogmas y sus falsas esperanzas. Y finalmente, odiaba el orden cultural de la burguesía y del capital, y el orden de sus falsos y a menudo infames mitos.
La Norteamérica convencional, instalada alrededor de los negocios, no le amaba, no le perdonaba sus simpatías comunistas, sus presuntos lazos con Rusia, su presunta falta de patriotismo debida al hecho de no haber querido nunca adoptar la ciudadanía norteamericana.
Es un diferente. Y el juego que desarrolla es siempre el mismo, ya le obliguen a sustituir al hombre bala o a meterse en la jaula de los leones persuadido de que son de mentira y presto a hacer las cosas más inauditas con estos leones que cree ficticios. Esta es la clave de la violencia, del terror, del engaño, del verse obligado a ganarse la vida a cualquier costo.
Lo que importa no es ya vivir, sino sobrevivir.
Cuando luego el payaso se da cuenta de que los leones son de verdad y están famélicos, no tiene sino continuar su juego porque, fuera de la jaula y a modo de chantaje, está su mujer, están sus hijos (payasines, tal vez enanos), que piden de comer mientras el director grita: "¡Si no terminas el número y el público no se ríe, te echo sin darte un céntimo!".
Pero muchos han hecho intentos desesperados por presentar a Charlie Chaplin como un poeta aislado, y lo han descrito como "un pequeño judío individualista", como "un anarquista-lírico" que expresa un arte tan elevado, “de doble y triple sentido”, "que se vuelve un arte para pocos".
Lo describen como un diferente, pero también como un excelso, un genio descollante por encima de las “limitaciones” de una masa de iguales.
No saben ni quieren saber que los diferentes que personifica Charlot eran en Norteamérica, y lo siguen siendo, el 70 o el 80 por ciento de esa sociedad. El pequeño vagabundo representa al judío, al turco, al italiano, al irlandés, al español, por no hablar de los mestizos, los negros y los hispanos, a todos quienes se ven forzados a subir una cuesta erizada por las dificultades y los estorbos de la lengua, de los usos y de la expresión de una sociedad que los atenaza, los acoge, los repele, los explota, los manipula como objetos, los aplasta y los tira.
No olvidemos que con la oleada de los inmigrantes, de los diferentes, la sociedad norteamericana dobló su número (fenómeno nunca ocurrido en parte alguna del mundo: basta pensar que, sólo de Italia, partieron algo así como 8 millones de desesperados en poquísimos años; y así también en Grecia, en Turquía, en Francia, en España; por doquier).
Precisamente la llegada de estos diferentes, y de tanta gente obligada a dar el salto mortal para mantenerse con vida, fue el signo característico de una nueva sociedad cruel y monstruosa que, sin embargo, daba en el drama espacio a la esperanza.
Chaplin siempre se sintió el campeón de este pueblo de desechos, siempre quiso sentir su pulso: la prueba es que finalizado el primer montaje de cada película, lo proyectaba en público –público periférico y popular— para sentir los ritmos, verificar los tiempos, la aceptación o el rechazo de las pausas. Yo creo que Chaplin trabajaba con el público metido en la cámara. Chaplin siempre actuó como en el teatro, como si hubiera una platea que le marcara el ritmo.
Pero ahora hablemos de la decadencia: el problema de fondo es el discurso ideológico, la toma de posición del especialista. El ejemplo: Chaplin, que veinte años antes se preocupó por la guerra mundial, por el nazismo, las masacres, la violencia del poder en todas sus formas, no hizo lo propio en lo que respecta a Vietnam. Aun teniendo la posibilidad, los medios y la autoridad para intervenir. Como ignoró el problema de Palestina y las otras cuitas del mundo tras la guerra. Dejó de lado lo que había sido clave fundamental de su discurso, la crónica escurril de la realidad, y se arrellanó en otra dimensión, ciertamente más grata al poder.
Recordaré para terminar a una mujer calabresa, una campesina que, entrevistada por la televisión, dejó dicho:
[b]"Charlot era un tipo capaz de hacernos llorar por cosas de las que normalmente nos reímos, y de hacernos reír con cosas que nos hacen llorar. Era uno que hablaba de nosotros, porque era uno de nosotros".[/b]
*Dramaturgo y escritor revolucionario italiano. Premio Nobel de Literatura 1997. Ha publicado “Misterio Bufo” (1969), “Muerte accidental de un anarquista” (1970), “Fedayin” (1971), “Aquí no paga nadie” (1974), “El país de los murciélagos” - Autobiografía (2002).
Fuente: Altercom - 14.02.07