“Las políticas de salud que dejan morir poblaciones también son violentas”

Carolina Keve


¿Cómo pensar la violencia? ¿Cómo interpretarla? ¿Por qué pareciera haber una violencia legítima? ¿Qué pasa cuando el Estado utiliza su propio poder para nombrar como violentos a aquellos que lo enfrentan? Y, en todo caso, ¿es posible dar una definición de la violencia en un debate público que siente adoración por esa palabra y la confunde semánticamente todo el tiempo? En este diálogo desde Estados Unidos con Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Judith Butler aborda estas cuestiones sin perder de vista las preguntas que abre un escenario marcado por una pandemia con desenlace incierto.

Un hombre que cae. Un hombre negro que cae. Otro que dispara. Un policía blanco que dispara. Según pudo reconstruirse después, todo comenzó cuando al hombre negro se le rompió el faro de un auto. Luego de que un patrullero en North Charleston lo detuviera, Walter Scott, de 50 años, solo fue culpable de sentir miedo y echarse a correr. Fue así como recibió 3 disparos en la espalda. Uno le atravesó el corazón.

¿La prohibición de matar se aplica a todos o sólo a aquellas vidas que son dignas de duelo? Hace tiempo –¿o sería más preciso decir desde siempre?– que Judith Butler, la teórica que logró posicionarse en el campo académico a partir de sus estudios sobre género y teoría performativa convirtiéndose en una referencia ineludible de la filosofía política, se detiene en estas escenas: aquellas donde el pueblo emerge, en sus distintas formas o significados; en las de esos cuerpos vulnerados por la violencia policial, machista o racista y esas muertes que no son lloradas en los discursos públicos, pero también en las de multitudes, en las plazas o en las calles, que de pronto reclaman, interpelan, crean nuevos nombres: Ni Una MenosBlack Lives Matter… son tan solo algunos ejemplos. Y en su último libro, La fuerza de la no violencia (Paidós, 2020)todas estas escenas parecen anclarse en una pregunta, aquella que se interroga por la violencia.

¿Qué entendemos por violencia? ¿Por qué pensarla ahora?

La violencia se manifiesta de muchas formas, como sabes, y como bien sabe en realidad todo argentino. Por supuesto está el golpe físico que para algunas personas es el paradigma de la violencia, pero también está el bombardeo aéreo y la violencia con drones donde el perpetrador permanece a una distancia física de los objetivos. La violencia también puede ser institucional y simbólica. La prisión y la policía a menudo afirman ser instituciones cuyas prácticas están diseñadas para detener la violencia extra-estatal, pero también son formas de violencia estatal. De hecho, monopolizan la esfera de la violencia “legítima”.

Justamente tu libro apunta de alguna forma a preguntarse por los modos en que se construyó ese monopolio estatal en torno a la violencia legítima…

Creo que tenemos que comprender cómo se manipula esta distinción entre violencia legítima e ilegítima para poder oponernos tanto a la violencia estatal como a la perpetrada por actores no estatales. Las políticas de salud que dejan morir poblaciones, que se niegan a brindar atención, también son violentas. No asesinan activamente, pero su responsabilidad por las vidas perdidas, por negligencia o decisiones del mercado, es la misma. Una práctica no violenta tiene que identificar a la violencia en los distintos niveles en los que actúa, incluida la violencia doméstica y la violencia sexual, para desarrollar formas efectivas de resistencia.

¿Y la pandemia no ha cristalizado una reafirmación de las vidas precarias? Pienso en la distribución de vacunas, como se acepta que haya poblaciones plenamente protegidas o inmunizadas y otras que no. ¿No constituye una forma de institucionalización de la necropolítica?

Sí, efectivamente. El nacionalismo de las vacunas y las brutales decisiones de los principales poderes corporativos y estatales sobre cómo distribuir las vacunas designan a partes enteras del mundo como indignas de vivir.

Y en este sentido, ¿cuáles deben ser las respuestas?

Creo que tenemos que desarrollar ahora mismo un sistema global para la distribución equitativa de vacunas que sea vinculante para todas las regiones del mundo. Este es el objetivo del Movimiento de Justicia Global y lo apoyo. Sin embargo, para que tenga éxito también hay que cuestionar la forma en que el capitalismo y el nacionalismo han controlado las políticas que deciden quién puede vivir y quién morirá. Si realmente creemos que todos deberían tener las mismas oportunidades de vivir, nos veríamos obligados a oponernos al capitalismo. Su pulsión de muerte no conoce límites. Además, nadie debería tener –es decir, ser propietario– de una vacuna. Deberían pertenecer al mundo. Hay que liberar las patentes.

¿Qué posibilidades surgen en este camino para abordar la ética y la política? ¿Por qué considerás que forman parte de una trama?

Quizás la pandemia nos ha permitido a todos comprender mejor el mundo interdependiente en el que vivimos. Después de todo, el Covid-19 es una enfermedad del mundo interconectado. Las cadenas de suministro rotas nos muestran los contornos de la interdependencia económica. Y la crisis climática deja en claro que las toxinas que se liberan en el aire, el agua y el suelo nos afectan a todos. En mi opinión, tenemos que desarrollar una relación ética no solo con aquellos con quienes tenemos intimidad o aquellos que pertenecen a la misma comunidad, religión o nación. Al contrario, tenemos que expandir nuestra idea de relacionalidad al mundo entero. Cuando atacamos a otro físicamente, atacamos el vínculo que existe entre nosotros. Es decir, actuamos como si estuviéramos separados, pero no lo estamos. La violencia está destinada a separarnos y así negar nuestra interdependencia e interconexión. La filosofía no violenta más eficaz afirma la interdependencia.

La violencia está destinada a separarnos y así negar nuestra interdependencia e interconexión.

Volviendo a la cuestión de la violencia legítima, pienso por ejemplo en las teorías foquistas de los años 70; cómo su demanda de igualdad, sin embargo, acabó reproduciendo esa misma lógica instrumentalista organizada en medios y fines. La pregunta entonces es: ¿se puede superar esa lógica? ¿Existe la posibilidad de pensar en una nueva relación entre violencia y poder?

Por supuesto, es correcto señalar que la violencia estatal se considera legítima en muchos Estados y que racionaliza su propio uso de la violencia al identificar a quienes se oponen al Estado o sus políticas con violencia, caricaturizando a la oposición como una “amenaza perpetua”. Eso debe ser negado en nombre de la seguridad. Uno podría volverse relativista y decir que la violencia no estatal contra la violencia estatal es igualmente legítima, pero esa lógica se derrota a sí misma.

¿Por qué?

Porque también se sigue que la violencia estatal y no estatal son igualmente ilegítimas. Podemos pensar que necesitamos de la violencia para acabar con un Estado violento, y tal vez lo hagamos, pero sería una tontería pensar que podemos restringir la violencia a sus usos instrumentales. La violencia, una vez desatada en el mundo, genera más violencia y hace del mundo un lugar más violento. Seguramente nuestro objetivo es vivir en un mundo menos violento.

Bueno, el libro argumenta que estamos en un período en el que el rechazo al autoritarismo es cada vez más claro. ¿En qué dimensiones se manifiesta?

En el sentido de que cuestionan el statu quo, desafiando a la gente a imaginar y luchar por un mundo donde tal violencia ya no existiría, donde la reparación y un nuevo futuro son posibles.

Pienso en movimientos como Black Lives Matter y también el Ni Una Menos, que le han dado centralidad a la vida, al valor de todas las vidas, en el debate público…

Por supuesto son movimientos diferentes, pero ambos identifican y se oponen a formas de violencia que durante mucho tiempo se han dado por sentadas o racionalizado dentro de la sociedad. También muestran que la violencia contra las mujeres, la violencia contra las personas de color –especialmente las mujeres de color– han sido aceptadas de una manera lamentable. La violencia contra estos grupos también está relacionada con formas generalizadas de desigualdad, la explotación del trabajo y la colonización de la tierra y los medios de vida. El racismo ambiental está vinculado al extractivismo, y estas formas de socavar la tierra y las formas de vida indígenas están vinculadas con la lucha por una mayor libertad, igualdad y justicia. Estos movimientos lanzan ideales al mundo, permiten a las personas entrar en redes de solidaridad en expansión y vincular sus luchas.

En un nivel más global, ¿es posible pensar en el surgimiento de algún liderazgo en un contexto de crisis tan generalizado como el actual? ¿O la pandemia se impone como epílogo de todo liderazgo político?

Acá hay que pensar varias cuestiones. Primero, cómo algunos regímenes se han vuelto más autoritarios durante la pandemia, invocando poderes de emergencia sobre la salud para privar, por ejemplo, a las personas LGBTQI de sus derechos y atacar a esos movimientos en nombre de la nación. Hemos visto en algunos países que la crisis de atención médica ha llevado a la suspensión de los derechos al aborto y a la atención médica trans. En Hungría, Orbán se ha dado efectivamente poderes ejecutivos ilimitados. Otros, como Bolsonaro, mezclan un masculinismo con cálculos de mercado y auto-engrandecimiento para promover su propio poder a expensas de las vidas de las personas a las que se supone que deben servir. La verdad, yo no busco un liderazgo efectivo entre los presidentes y primeros ministros, pero estoy viendo algunas movilizaciones por la justicia muy importantes, que están operando trans-regionalmente y que democratizan la idea misma de liderazgo. Eso es hoy lo interesante.

Resulta una mirada optimista. No obstante, algunas lecturas actuales advierten cómo, en un contexto tan crítico, cierta impunidad de algunas posiciones de derecha más radicales las convierten en la única opción que hoy ofrece ‘utopías’. ¿Qué lugar entonces debe tomar la izquierda frente a esto? ¿Cuáles son las posibilidades de los populismos?

A ver, creo que el “populismo” es un término controvertido. En la medida en que sirve a la democracia radical, lo encuentro claramente valioso. Los autoritarios confían cada vez más en los temores populares sobre el género, la sexualidad y la migración para fortalecer los poderes policiales, justificar un poder policial en el ejército y participar en formas de revisionismo que son enormemente peligrosas. En esos casos, el populismo de derecha se convierte en una tendencia fascista que destruye las prácticas y el potencial democrático. Acá es importante ver que el movimiento de ideología anti-género, por ejemplo, pertenece al fascismo, y que su ataque a los pueblos LGBTQI+ y sus derechos básicos es un ataque a la democracia: se manifiestan contra los derechos de reunión, asociación, expresión, y también contra la libertad de expresión.

 

Le Monde diplomatique, edición Cono Sur - agosto de 2021

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