Los cambios sociales
En una conferencia reciente en Buenos Aires, usted habló de "la condición urbana" en la era de la globalización y sus transformaciones ¿Por qué la ciudad?
—Porque una cantidad de temas de la máxima importancia se juegan allí. Asistimos a una gran reconfiguración territorial, es decir de propiedad sobre el espacio, a partir de la globalización. Esto afecta de manera directa a la política y al Estado: en otras palabras, cómo recomponer el territorio en términos nacionales. Diría, grosso modo, que la lucha por el espacio urbano ha reemplazado a la lucha de clases. El neoliberalismo festeja el fin del Estado-Nación; sin embargo, la cuestión es cómo redefinir el rol del Estado cuando la inseguridad ha fragilizado la vida.
¿Diría que el Estado tiene nuevas atribuciones o que abandonó las tradicionales?
—Dejó de ser un factor económico autónomo y hoy interviene sobre todo para organizar la seguri dad. ¿Debemos concluir que ejerce un rol disciplinario a la manera del tradicional Estado represivo o policial? No, sería desconocer que hoy en rigor responde a una demanda de seguridad de los individuos. Es incorrecto hablar de una sociedad disciplinaria en el espíritu de Michel Foucault; estamos ante un liberal-autoritarismo. Los ciudadanos voluntariamente exigen seguridad. Coincido con Zygmunt Bauman en que este liberal-autoritarismo pone de manifiesto la fragilidad individual y al mismo tiempo, ése es "el costo humano de la mundialización". Esto se ve sobre todo en las ciudades. La demanda de seguridad hoy pesa sobre la opinión pública; así, todos vivimos bajo regímenes de excepción. Pese a que la retórica hegemónica es que existe un aumento de la democracia —supuestamente gracias a la presencia estadounidense en Irak—, la democracia está fragilizada.
¿En qué se advierte?
—En las diferentes transformaciones de las periferias, en la degradación de los centros urbanos, en el auge de las torres y los barrios cerrados, o gated communities, para dar ejemplos muy evidentes. Estos fenómenos encarnan estrategias de demarcación social y elecciones territoriales muy específicas y selectivas. Estamos ante el fin de la ciudad como utopía, esa concepción urbanística que tiene su raíz en la polis griega y en Tomás Moro. Con la mundialización, nos vemos proyectados a lo que Fran»coise Chaoy llama con crudeza la "a pres-ville" (o post-ciudad). De acuerdo con esta visión, nos adentramos en una era post-urbana, dado que ninguna ciudad puede ya integrar ni contener tal cantidad de flujos tecnológicos mundializados.
Se diría que esto vale menos para las ciudades periféricas y aun las europeas.
—Por cierto, en Europa estábamos acostumbrados a ver la ciudad como el espacio en el que se desarrolla la vida cultural, social y política que hace posible la integración cívica. Hoy la ciudad a veces sólo ofrece segregación; es muy arduo integrarse al ideal urbano —lo que implica nuevas formas de vida cotidiana—. El nuevo perdedor social es un perdedor definitivo. Pierre Bourdieu destacó esta situación en su antología La miseria del mundo.
¿Pero hay un solo futuro degradado para la ciudad, como afirma Mike Davis? ¿Tendremos un planeta de villas miseria?
—En la actualidad estamos enfrentados, por una parte, a las sprawling cities, o metrópolis que se derraman en el territorio, a la manera de Ciudad de México; y por el otro al surgimiento de las ciudades globales, desvinculadas de su entorno y conectadas a otras en red, según ha analizado Saskia Sassen. Por último, quedan ciudades-museo, pese al cre cimiento de las periferias, donde la conservación de un centro sigue siendo una clave de su economía. Es el caso de París y Londres. Esta reconfiguración despierta inquietud. ¿Asistiremos indefensos al ocaso irremediable de los valores urbanos? ¿La fragmentación y el desajuste caótico se impondrán? Lo que le decía antes, vamos a lamentar la desaparición de la polis griega, la ciudad del Renacimiento, las urbes industriales del siglo XIX.
¿Cómo encuentra a Buenos Aires? Usted le dedica un capítulo en un libro, en el que la compara con El Cairo.
—Es una ciudad maravillosa, con algunas semejanzas con las ciudades europeas, con un barrio céntrico conservado en tanto "ciudad-museo". Sin embargo, al igual que algunas ciudades como El Cairo, exhibe los fenómenos de fragmentación, multipolarización social y una desolidarización patentes en el espacio urbano. Se siguen percibiendo las desigualdades en la atribución de espacio. La fragmentación territorial se acompaña de la voluntad de distintas capas de la población de "disociarse" de los otros. Siempre se percibe el mismo temor a "caer bajo" y la misma voluntad de mirar a las alturas. Así suele presentarse la estrategia de demarcación: siempre encuentra una representación en términos de progreso y ascenso social. Esto explica el desarrollo temprano de los barrios privados en América latina, a comienzos de los 70, y no, como se cree, en los años 90.
¿Por dónde empezar a remendar la ciudad?
—Pese a la hegemonía de los distintos modelos estadounidenses, hay numerosos problemas convergentes con otras latitudes. Las respuestas, sin embargo, son muy heterogéneas. Ya no hay un modelo en el sentido hegeliano, una única utopía.
Pero hay numerosos equipos de urbanistas armando y desarmando modelos como en un rompecabezas. ¿Cuáles le parecen más interesantes?
—Cada ciudad debe encontrar las soluciones particulares. El italiano Alberto Magnaghi lanzó la idea de proyecto local. El coordina desde hace más de una década un "proyecto de preservación dinámica del patrimonio" en el valle del Po, en una región próspera en términos económicos pero degradada por la concentración industrial. Lo interesante es que su concepto de patrimonio no se restringe a los monumentos e iglesias, sino que incluye el acervo de tradiciones agrícolas y el artesanado de los pueblos, sus recursos hidráulicos, etc. Supone una forma singular de resolver problemas en el territorio concreto sin interrumpir los intercambios globales. En respuesta a los flujos que orquesta la mundialización "por lo alto", que privilegian el llano, su Proyecto privilegia las colinas y las costas, propone una "civilización por lo bajo". Se trata de recrear un sistema de relaciones complejas entre el ambiente y las comunidades que lo habitan. En ese territorio local, donde la lucha de clases es reemplazada por las luchas por los lugares, Insurgent City, tal el nombre de su utopía, pone a competir los lugares entre sí. No se trata de una ciudad líquida y aleatoria, una ciudad-isla lista a desaparecer con el primer ventarrón de la historia, sino que consiste en relacionar ciudades vecinas, autónomas en el plano administrativo. Desde la perspectiva de Magnaghi, el territorio se convierte en una obra de arte colectiva. Pero a la vez, el territorio siempre tiene relación con el afuera: es preciso atender a la exigencia de movilidad y a la energía de los flujos mercantiles.
En uno de sus libros, usted valora el concepto de renovación urbana del estudioso Bernardo Secchi.
—Sí, este urbanista nos llama la atención sobre los lugares catastróficos de la morfología urbana, donde el ideal espacial de una parte de la ciudad entra en franco conflicto con el de otro sector, o bien se pierde en una periferia sin orden. Sostiene que no hay que pensar a partir del centro de la ciudad —ya que siempre buscará protegerse—, sino a partir de los márgenes. Por otra parte, el centro también tiene sus márgenes. Es preciso reinstituir la relación entre las partes en conflicto.
Su último libro trata sobre los cómicos franceses. Es su segundo estudio sobre la risa. ¿Dónde quedó la ciudad?
—La experiencia urbana siempre pone al individuo en relación con los demás. Recordemos que en la commedia dell'arte, los personajes llevaban nombre de ciudades, como il Signore Bologna. El panorama cómico francés hoy es muy interesante. Buena parte de sus maestros son inmigrantes o primera generación de franceses. Son los malhablados del idioma quienes ponen en primer plano los desfasajes espaciales del ilegal y la cultura de las periferias asiáticas y africanas, con sus cuerpos y voces.