Privatizaciones en la Argentina. La captura institucional del estado*
La idea central de esta exposición parte de una perspectiva que debería ser complementaria -pero imprescindible- en la actual fase de renegociación del conjunto de los contratos con las empresas privatizadas: no limitarse a pedir información (esencialmente, contable) sobre los últimos tres años de actividad en el país sino la de integrar, como parte insoslayable de tal renegociación, la revisión histórica de todo lo acaecido en la relación estado-empresas prestatarias-sociedad civil. Ello supone incorporar a la mesa de negociaciones todas las transgresiones e ilegalidades bajo las que las empresas privatizadas han venido apropiándose de rentas de privilegio desde que se hicieron cargo de los servicios públicos.
Sin duda, el programa de privatizaciones desarrollado en el país constituye un hito fundamental en la Argentina contemporánea; durante varios años se va a seguir haciendo referencia a la Argentina pre y post privatizaciones y, por qué no, en esta misma década, surgirán procesos de reestatización -muy probablemente, por incumplimientos y/o mala gestión microeconómica de las propias empresas- que, como tales, demandarán nuevos y crecientes desafíos.
¿Por qué se trata de un "hito fundamental"? Hay dos transformaciones decisivas, resultantes de las privatizaciones. En primer lugar, la profunda reconfiguración de la estructura de precios y rentabilidades relativas de la economía. En el primer caso, ello potenció la asimétrica evolución, durante toda la convertibilidad, entre los bienes transables y los no transables en detrimento de los primeros, donde las tarifas de los servicios públicos privatizados fueron holgadamente las que más crecieron dentro de los no transables.
En segundo lugar, basta señalar que de la masa acumulada de utilidades de las 200 empresas más grandes del país entre 1993 y 2000 (casi 26.500 millones de pesos/dólares), apenas 26 consorcios prestatarios de los servicios pivatizados (el 13% del total de las firmas) se apropiaron del 56,8% del total de ese excedente. En el polo opuesto, 141 grandes empresas (el 70,5% del total), sólo explican el 16,9% de esa masa agregada de beneficios. En otras palabras, no parece ser la eficiencia microeconómica la que explica tan disímiles comportamientos. Por lo contrario, ello se deriva de los privilegios que emanan del contexto operativo en el que se han venido desempeñando las empresas privatizadas.
Esa alteración en la estructura de precios y rentabilidades relativas de la economía ha tenido su contrapartida en el muy regresivo impacto de las privatizaciones sobre la competitividad de la economía y, en particular, sobre la distribución del ingreso.
El otro aspecto importante que sustenta esa condición de "hito fundamental" en la Argentina contemporánea deviene del papel protagónico que las empresas privatizadas asumen en la reconfiguración de la estructura del poder económico en el país, con nuevos y viejos actores. En realidad, no sólo se transfirieron activos subvaluados sino, fundamentalmente, un poder regulatorio decisivo sobre la economía en su conjunto a un núcleo muy reducido de grandes actores económicos.
A partir de estos dos elementos centrales, cabe resaltar un rasgo característico de las privatizaciones argentinas, del que mucho se ha hablado: la celeridad del proceso de privatizaciones, sólo superada por las realizadas en el ex bloque soviético. A ello se le adiciona lo abarcativo del proceso de transferencia de activos y de transferencia de poder económico. Al respecto, existe consenso en cuanto a que el vasto programa privatizador y la celeridad con que se lo encaró, constituían un papel determinante en la consolidación de la imagen de Menem frente a la comunidad local e internacional de negocios. En otras palabras, frente a un nuevo bloque de poder en el que los conflictos y contradicciones que se remontaban a la cesación de pagos de mayo de 1988 entre la banca acreedora y los grandes grupos económicos locales quedarían saldados a partir de la convergencia de intereses en los consorcios que se harían cargo del sector más rico del estado, por las potencialidades que ofrecía en cuanto a la apropiación de rentas de privilegio: las empresas públicas. Estos sectores del poder económico que estaban enfrentados en términos de la apropiación del excedente local -la banca acreedora y los grandes grupos económicos locales- fueron los partícipes fundamentales en el control de las empresas privatizadas. Esta celeridad es reconocida aun por los apologistas del proceso de privatización (como la FIEL), que sostienen que ciertos errores (u horrores) son perdonables, o quedarían justificados, en función de la necesidad de dar una "señal política" frente a la comunidad de negocios.
Lo que se intenta demostrar es que, más allá de las urgencias privatizadoras iniciales, el estado (en todas sus distintas instancias), al cabo de ya más de un decenio, e involucrando distintas administraciones gubernamentales, por acción u omisión (según los casos), ha resultado plenamente funcional a la preservación -o acrecentamiento- de los exorbitantes privilegios de que gozan las nuevas prestatarias privadas de los servicios públicos. Se trata, en síntesis, de un concepto que trasciende la usual referencia -como riesgo a minimizar en todo proceso de privatización- a la llamada "captura del regulador o de la agencia reguladora"; en la Argentina lo que ha venido quedando como denominador común al cabo de más de una década, es un concepto mucho más abarcativo "la captura institucional del estado en casi todas sus instancias". En ese marco, y más allá de las acciones u omisiones del Poder Ejecutivo nacional, el Poder Judicial ha sido en buena medida cómplice o partícipe pasivo de muchas de las ilegalidades e incumplimientos de las privatizaciones; el Poder Legislativo, muy particularmente la Comisión Bicameral de Seguimiento de las Privatizaciones, otro tanto. En tal sentido, además de la tradicional "captura" de las agencias reguladoras", en la Argentina esa funcionalidad estatal frente a los privilegios de las privatizadas involucró a todas las instancias del poder del estado y del poder político.
Al respecto, cabe hacer referencia a un tema central en cuanto a la fiel demostración de esa captura institucional del estado, en todas sus instancias: las formas que ha adquirido la regulación tarifaria en el país. En casi todas las privatizaciones se aplicó lo que se conoce como el sistema del price cap, o precio tope. Aun sin desarrollar ampliamente las ventajas y desventajas de este mecanismo de regulación, las dos ventajas esenciales que presenta es que, por un lado, garantiza que las tarifas reales de los servicios sean decrecientes en el tiempo, y por otro, incorpora incentivos al prestador de los servicios públicos en condiciones monopólicas tendientes a maximizar su eficiencia microeconómica.
A grandes rasgos, en la medida en que en la Argentina se aplicó este sistema, ventajoso en cuanto es un mecanismo de regulación de las tarifas, sus resultados efectivos han resultado totalmente contradictorios con esas ventajas intrínsecas: las tarifas reales de los servicios públicos se han incrementado holgadamente por encima de la casi totalidad de los restantes precios de la economía. Cabe preguntarse, entonces, qué factores o peculiaridades locales son los que explican tal dicotomía.
En términos por demás estilizados, el mecanismo de price cap funciona así: en el momento de la transferencia de la empresa se fija un "precio base", que es aquella tarifa que en principio le daría a la empresa monopolista una tasa de ganancia "justa y razonable" (tal como se plantea en varios marcos regulatorios). A partir de allí la misma se ajusta periódicamente por la aplicación de un índice de precios domésticos que, en buena medida, tendería a reflejar las alteraciones en los costos reales de la empresa. A ese índice de ajuste se le sustrae un determinado porcentaje definido como "factor de eficiencia", con la finalidad de transferir a los usuarios (como una forma de apropiación social de la renta monopólica) los incrementos en la productividad y eficiencia de la empresa prestataria durante un lapso determinado y preestablecido. Esto significa que, por ejemplo, más allá de los ajustes periódicos que tienden a acompañar el proceso inflacionario, cada cinco años se revisan las tarifas, período en el que todas las ganancias por eficiencia microeconómica son apropiadas por el monopolista brindándole, así, incentivos suficientes para mejorar la productividad y eficiencia de la empresa. Al momento de la revisión, el usuario del servicio se verá beneficiado en la medida en que esa eficiencia producto de la condición monopólica se transfiere a la tarifa, en tanto el coeficiente resultante se sustrae del derivado de las variaciones en los índices inflacionarios locales. En otras palabras, cualquiera sea el nivel de incremento de precios, siempre se garantizaría que las tarifas fueran decrecientes. Como se señaló, en la Argentina sucedió exactamente lo opuesto: las tarifas reales de los servicios públicos privatizados crecieron muy por encima de los restantes precios de la economía. De allí surge la necesaria revisión de los factores domésticos que han erosionado esas ventajas "naturales" del price cap y, en ese marco, asumen un papel protagónico en la explicación de las exorbitantes tasas de rentabilidad que han venido internalizando las empresas privatizadas.
El primer elemento fundamental que coadyuva a explicar ese peculiar fenómeno es que, en la Argentina, los "precios base" al momento de la transferencia de las empresas se fijaron en niveles tales que ya garantizaron rentas de privilegio; en algunos casos existió un incremento notable en el período inmediato anterior a las privatizaciones. Así, por ejemplo, durante la administración de Entel por parte de la Ing. María Julia Alsogaray (privatización que se realizó en un tiempo récord), en el lapso comprendido entre febrero de 1990 (Pliego de Bases y Condiciones) y noviembre del mismo año (transferencia de la empresa a las dos nuevas licenciatarias), el valor del pulso telefónico se incrementó, en dólares, el 711%, al tiempo que los mayoristas crecieron el 450% y el tipo de cambio, apenas, el 235%. Se trata, en otras palabras, de un singular incremento tarifario previo a la transferencia de la empresa. Podría decirse que si en lugar de estar en manos de Telefónica y Telecom, la telefonía básica hubiera continuado en manos de Entel, con esa nueva estructura tarifaria, esta empresa pública hubiese pasado a ser, sin duda, una de las más rentables del mundo.
Otro ejemplo significativo lo brinda el caso de Gas del Estado, cuya transferencia al capital privado se realizó el 1º de enero de 1993. Si se compara el valor medio del metro cúbico de gas de 1992 respecto del de 1993, se constata un incremento real del 23%. En otras palabras, los "precios base" se fijaron de forma tal de garantizar a las empresas privatizadas tasas de rentabilidad de privilegio (de las más altas en el plano local e, incluso, en el nivel internacional).
De todas maneras, el aspecto más peculiar en términos de la aplicación del price cap en el país, y de, tal vez, mayor significación en cuanto a la erosión de esas ventajas naturales, surge de la adopción de atípicos índices de precios en los ajustes periódicos de las tarifas. Cuando se sancionó la ley de Convertibilidad se prohibió, a partir del 1º de abril de 1991, todo tipo de indexación de precios, por ajustes monetarios, por incremento de costos, etc. Hasta ese momento había dos procesos de privatización que contemplaban ajustes tarifarios en el marco del price cap: el de las concesiones viales de las rutas nacionales y el de las telecomunicaciones. A fines de 1991 se sanciona un muy funcional (a los intereses privados) decreto del PEN, el 2585, donde subyace una artimaña de más que dudosa legalidad que, de allí en más, sería retomada en los restantes procesos de privatización. Ese decreto señala, en sus considerandos, que la ley de Convertibilidad se convertía en un "obstáculo insalvable" para indexar y actualizar las tarifas telefónicas, y que, por lo tanto, era "legalmente aceptable" fijar las tarifas en la moneda de un país estable, como los Estados Unidos de América, e indexarlas por las variaciones que se registran en los índices de precios de dicho país. Muy difícilmente pueda encontrarse experiencia internacional alguna en que se legisle expresando que sus normas son de aplicación para una determinada moneda. Se trató de una simple transgresión jurídica por la cual el índice de ajuste tarifario dejó de estar vinculado con las variaciones que se registraran en la economía local, sino con la de los Estados Unidos.
Es así que, entre principios de 1995 y junio de 2001, mientras aquí hubo deflación en el índice de precios minoristas (-1,1%), en los Estados Unidos crecieron el 18,4%; por su parte, mientras en la Argentina, el índice de precios mayoristas creció el 1,6% en ese período, en los Estados Unidos registró un alza de 9,8%. En síntesis, vía tarifas de los servicios públicos, los usuarios argentinos han venido absorbiendo la inflación de los Estados Unidos. Según surge de una reciente estimación, circunscripta a los ejemplos que ofrecen las telecomunicaciones, la electricidad y el gas natural, esos ingresos ilegales -reconocidos recién a partir del año 2000, en un dictamen del Procurador del Tesoro y por algunos jueces- ascienden a 9.000 millones de dólares.
El otro factor que ha erosionado esas ventajas naturales del price cap es el que se vincula con el tratamiento doméstico del "factor de eficiencia", o de transferencia a los usuarios de las ganancias monopólicas, que garantizaría tarifas reales decrecientes. En la Argentina hay solamente dos casos en que se contempló la revisión tarifaria y la aplicación de un factor de eficiencia. Estos dos casos, los únicos sancionados por ley, son los de la electricidad y el gas natural. En este último, en 1998 se aplicó el factor de eficiencia, lo que permitió, según las empresas, una reducción de tarifas del orden del 4% al 6%. En cuanto a la electricidad, donde la revisión, de acuerdo con el texto de la ley, debía realizarse a los cinco años, el decreto reglamentario contempla que la primera revisión tarifaria se realizaría a los diez años (o sea en 2002). Por su parte, en el caso de las telecomunicaciones se fijaron factores predeterminados a aplicar a partir del tercer año de la gestión privada (2%) para cada uno de los servicios (urbano, interurbano e internacional). Sin embargo, aun cuando no estaba permitido compensar tal reducción entre esos distintos tipos de servicios, sólo se aplicó al servicio internacional, el único sometido a competencia.
El último elemento que cabe destacar en cuanto a la regulación tarifaria y a la funcionalidad del estado frente a las empresas privatizadas, o "captura institucional" de éste, remite a uno de los principales rasgos distintivos de las privatizaciones argentinas: la sistemática recurrencia a opacas y nada transparentes renegociaciones contractuales. En todas las renegociaciones emergen determinados denominadores comunes: incremento de las tarifas, postergación de los planes de inversión comprometidos, condonación de deudas por incumplimientos, extensión de los plazos de concesión, etcéra.
En síntesis, circunscribiendo el análisis al ámbito de la regulación tarifaria (podría hacerse extensivo a otros planos de la regulación), la captura institucional del estado y su funcionalidad respecto de los intereses de este nuevo bloque de poder hegemónico queda claramente evidenciada.
Por último, atento a la actual coyuntura de renegociación del conjunto de los contratos con las empresas privatizadas (ley de Emergencia Nº 25.561 de enero de 2002) cabe plantearse una muy amplia gama de interrogantes. En principio, el artículado de la ley parecía plantear un giro en las tendencias prevalecientes en lo últimos años: "desdolarización y desindexación" de las tarifas, renegociación integral de todos los contratos, conformación de una comisión específica para tal revisión de los contratos, participación de (por lo menos un) representante de los usuarios y consumidores, del propio Defensor del Pueblo de la Nación, etc.. Sin embargo, aun cuando el texto de la ley permitiría replantear la relación estado-empresas privatizadas, desde su sanción (y no ajeno a las presiones de los lobbies locales y, fundamentalmente de la presión internacional -autoridades gubernamentales de los países de origen de muchas de las empresas integrantes de los consorcios y de los organismos multilaterales de crédito-, esa posible reconstitución del poder del estado parecería encauzarse en los senderos bajo los que se enmarcaron las renegociaciones de las anteriores administraciones gubernamentales (renegociaciones con determinadas empresas/sectores al margen de las funciones y misiones de la Comisión -como la dolarización de las tasas aeronáuticas así como las de hidrovías, aumentos tarifarios en gas y electricidad, etcétera).
Al respecto, a la fecha, según los trascendidos periodísticos, en el interior del PEN coexisten dos posiciones. Por un lado, quienes están dispuestos a conceder un aumento de las tarifas a partir de un decreto de necesidad y urgencia. En este caso, cualquiera fuere el aumento que se conceda y aunque no integre todas las empresas privatizadas, transgredirá por lo menos tres o cuatro artículos de la ley de Emergencia; no solamente el artículo 9º, en el que se fijan los criterios sobre los que se debe estructurar la negociación -entre ellos, su impacto sobre la distribución del ingreso-, así como el artículo 4º, en el que se retoma y perfecciona el artículo 10º de la ley de Convertibilidad respecto de la no indexación en términos de la no repotenciación de deudas en un proceso inflacionario. Asimismo, el artículo 8º de la ley quedaría prácticamente derogado en tanto prohibe todo tipo de ajuste tarifario. Si se termina por fijar aumentos tarifarios por esta vía significaría, en buena medida, una supresión/derogación de buena parte de la ley de Emergencia en lo que se vincula de su articulado con el tema de las privatizaciones y, sin duda, tornaría más que superfluas las actividades que viene desarrollando la Comisión de Renegociación.
Por otro lado, también desde el propio gabinete, ha surgido una distinta opción (siempre al margen de las actividades de la Comisión de Renegociación): establecer y someter a audiencia pública un cronograma de incrementos tarifarios (se iniciaría por el gas y la electricidad) que, nuevamente, tiende a contravenir las disposiciones emanadas de la ley de Emergencia.
Atento a las exigencias (en muchos casos, no cabe hablar de propuestas) de las empresas privatizadas (seguro de cambio por su endeudamiento externo de dudoso destino, tipo de cambio uno a uno para sus importaciones, suspensión del pago de impuestos que gravan su accionar en el país por parte de las empresas, y un sinnúmero de presiones que cabría calificar como de cuasi chantaje), y la debilidad de la actual administración gubernamental, los escenarios futuros parecen poco alentadores, por lo menos para los usuarios y consumidores de los servicios públicos y, más aún, para quienes no tienen acceso a ellos.
Entre el sinnúmero de exigencias de gran parte de las empresas privatizadas, cabe destacar dos que resultan recurrentes: el seguro de cambio para su endeudamiento externo (o alguna forma de integrar su refinanciación en el marco de la que deberá encarar el estado nacional -con la consiguiente posibilidad de acceder a "quitas" sustantivas y avales estatales-) y, fundamentalmente, para cuando concluya el período de emergencia (fines de 2003, como se desprende de la ley), la recomposición de la ecuación financiera original vía incrementos tarifarios escalonadas a partir de 2004, o subsidios del estado. En otras palabras, retornar a los privilegios de los que han venido gozando durante largos años a costa de la sociedad argentina y, muy en especial, de los sectores de menores recursos.
Por último, una muy breve reflexión sobre la actitud (amenazante, en algunos casos; ya adoptada, en otros) de algunas de las empresas privatizadas de recurrir a tribunales internacionales (en el marco de Tratados Bilaterales para la Promoción y Protección de Inversiones Extranjeras). Muy probablemente, ello pueda suceder, pero también cabría hacer un paralelo con lo acaecido en el país y en el exterior en materia de derechos humanos. Sin duda, los avances del juez Garzón y de otros muchos tribunales internacionales exceden holgadamente las actitudes complacientes de nuestro deteriorado sistema judicial y de nuestra "benemérita" Corte Suprema de Justicia. En la misma medida, son tantos y de tal magnitud los incumplimientos e ilegalidades acumulados por las empresas privatizadas -y por quienes, en su calidad de socios de capital extranjero participan de los respectivos consorcios- en la Argentina que no es de descartar que los fallos finales no las favorezcan -aunque resulte difícil, pero por otras razones, mucho más vinculadas con los derechos humanos que con las privatizaciones- el ejemplo que ofrece la actitud del ex gobernador de Tucumán, Bussi frente a Aguas del Aconquija -empresa subsidiaria de quien controla Aguas Argentinas, consorcio responsable de la prestación del servicio de aguas y saneamiento en la mayor concesión unitaria del mundo de dicho servicio (la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense) -, la recurrencia a tribunales internacionales puede resultarles mucho más perjudiciales que someterse a las -incumplidas- normativas locales.