Reflexiones marginales sobre el significado económico-político de la Constitución Europea actual y de la futura
1. Introducción
Aunque este breve artículo "político-económico" tiene que ver con la Constitución Europea (CE), en él no se van a comentar las declaraciones y prescripciones que la misma contiene, ni siquiera aquellos de sus artículos que recogen las normas de mayor contenido económico. En realidad, este artículo podría haberse escrito sin haber leído siquiera esta Ley de leyes que están a punto de aprobar los ciudadanos de la Unión Europea (UE).
Lo único que se pretende hacer aquí es calibrar el alcance histórico de este importante paso en la construcción político-económica mundial desde un punto de vista mucho más general y sistémico, sobre todo en relación con lo que dicho paso supone y supondrá en la debatible marcha del capitalismo en dirección hacia el comunismo.
No hará falta por consiguiente entrar en el detalle de los derechos y deberes de contenido económico que quedarán garantizados o meramente recogidos en la CE, ni en el recuento de los órganos e instituciones que se encargarán de poner en práctica las diferentes actuaciones de política económica, ni en el tipo de relaciones que existirán entre ellos, etcétera, porque partiremos del supuesto de que, aunque muy novedosa por el ámbito de vigencia de esta nueva Norma fundamental, desde el punto de vista de su contenido esta Constitución no puede sino ofrecer un carácter fundamentalmente continuista, como corresponde a todas las normas supremas de que se han ido dotando los países capitalistas en los dos últimos siglos o, con mayor exactitud, desde la instauración y consolidación en ellos del régimen capitalista.
Además, no entraremos en el detalle técnico de estas normas y disposiciones porque otros muchos autores los han analizado ya o los analizarán en los próximos meses y años. Pero lo que muy probablemente se dejará de lado en estos análisis es precisamente el tipo de consideraciones que desarrollaremos a continuación. Por esta razón se habla en el título de este artículo de "reflexiones marginales": no desde luego porque consideremos que la importancia de los temas que abordaremos en seguida es marginal o secundaria, sino porque nuestros pensamientos se situarán sin duda fuera de la corriente principal de los argumentos habituales a favor o en contra de la aprobación de esta CE.
Ya sean más o menos críticos con el sesgo político actual de la CE, los argumentos al uso se hacen casi siempre desde dentro del presente sistema político e ideológico, sin poner en entredicho la adecuación de este régimen con la totalidad de las necesidades reales de la población, que son independientes de si las mismas se pueden expresar o no a través de una capacidad de compra efectiva, que es lo que constituye la llamada "Demanda de mercado" que se toma exclusivamente en consideración dentro de este sistema. Por contra, las reflexiones que haremos aquí parten de la base de que los regímenes sociales son perfectamente finitos y modificables por la sociedad en la que rigen, por lo que nadie podrá negar la conveniencia -aunque desde su propio punto de vista sea "marginal"- de pensar sobre los límites y formas de caducidad del sistema que domina nuestro presente, máxime cuando el mismo parece haber quedado muy reforzado por la impresionante evolución que a lo largo de las últimas décadas ha conducido a la coyuntura que da origen a estas reflexiones: la previsible aprobación de la CE.
2. La CE, entre la política y la economía, y la lucha competitiva mundial
Imaginamos que el lector se preguntará inmediatamente: y si no se va a comentar en este artículo la CE, ¿de qué se va a tratar en él? Ya se ha dado una primera pista al respecto en la introducción, pero a continuación acumularemos algunos ejemplos de las anunciadas reflexiones, que no pretenden ser puramente abstractas y sistémicas sino referirse también a algunos de los rasgos fundamentales de las realidades concretas de las sociedades que componen hoy la Unión Europea (UE) y de sus miembros de carne y hueso, aunque en estas realidades el ámbito europeo aparezca sólo como un momento parcial de un análisis a la vez más amplio, referido a la sociedad mundial al completo.
Comencemos por el reciente folleto titulado "Una Constitución para Europa. Roma, 29-10-2004", que la UE (en concreto, la Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas, con sede en Luxemburgo) ha tenido la gentileza de enviarnos por correo a tantos de los sufridos ciudadanos de sus Estados miembros. En el margen derecho de la portada figuran las letras "ES", que debe de querer decir "editado en español", porque sin duda se trata de un folleto enviado también a muchos millones de ciudadanos del resto de los países miembros de la UE, y por supuesto lo habrá sido en cada caso en el idioma correspondiente.
Pero en la contraportada de dicho folleto figura un dato que nos puede interesar mucho más en estas reflexiones. El dato consiste en que el folleto en cuestión está "Printed in Germany", es decir, impreso en Alemania. ¿Por qué?
La mayoría de quienes se hayan apercibido de ese dato, ya espontáneamente, ya inducidos por otra persona, tenderá a responder a la pregunta anterior con un acto reflejo casi instantáneo. Sin duda dirá: es que Alemania es el país dominante de la UE y, claro está, se reserva la parte del león en muchos de los contratos y concesiones que la propia UE se ve obligada a repartir entre (las empresas de) los países miembros. No es que Alemania pretenda acapararlo todo, dirán; si fuera así, sería imposible desarrollar más allá una auténtica Unión de estos países. Pero quienes se hagan estas reflexiones tenderán probablemente a combinar consideraciones bondadosas y maliciosas. Pensarán, por una parte, que también hay algo de altruismo y generosidad en el comportamiento de Alemania (denominación que quizás convenga más que la de República Federal Alemana), pero al mismo tiempo sospecharán, o estarán convencidos, de que la efectiva desigualdad de poder entre los países miembros facilita que el país más poderoso, Alemania, esté en condiciones de imponer las grandes decisiones estratégicas de la UE. Se diga o no que la de Alemania es una nueva forma o manifestación del imperialismo, sin duda una mayoría de la población de los demás países europeos estará pensando algo parecido.
No se va a negar aquí que el imperialismo alemán, o si se quiere europeo, es un hecho. Es incluso importante insistir en afirmaciones de este tipo, para contrarrestar el punto de vista de quienes, a nuestro juicio, se equivocan cuando pretenden reducir el comportamiento imperialista a los comportamientos de superpotencia única y universal de los Estados Unidos (donde en realidad esto sólo significa "posterior" a la época de la Guerra fría entre las "dos superpotencias"). Pero antes de cualquier otra cosa conviene decir algo sobre el estatuto real de las relaciones que existen entre política y economía en el marco de las sociedades burguesas contemporáneas.
Incluso cuando, como ya se ha dicho, nos moveremos entre la reflexión sobre el sistema único en su conjunto y otra, más cercana, en torno a la realidad plural de un mundo formado por multitud de países y sociedades, cabe comenzar haciendo la siguiente reflexión metodológica. Al igual que, al analizar el capital, conviene imitar el ejemplo de Marx y estudiar primero el "capital en general" para pasar más tarde al análisis de los "múltiples capitales" -es decir, primero la relación "vertical" entre capital y trabajo, y luego la relación "horizontal" que se expresa en las leyes de la competencia-, así también conviene proceder en dos pasos al acercarnos a un tema como el que nos ocupa, pues no cabe duda de que una cosa es el capital mundial en cuanto tal, y otra los diferentes capitales (en este caso, países capitalistas).
En realidad, y en el fondo, política y economía son una misma cosa, y esto se acepta desde muchos más puntos de vista ideológicos diversos de los que se cree (si no desde todos los puntos de vista). Ahora bien, como en el lenguaje ordinario el concepto de capitalismo suena más a económico que a político, podemos aprovechar este hecho para emplear la convención de que en el marco mundial actual lo que une a los distintos países es el fenómeno económico del capitalismo compartido, y lo que los separa son las diversas formas políticas que se manifiestan en cada uno de los países, que no dejan de ser formas distintas de un mismo capitalismo. Por supuesto, lo anterior no significa que deban dejarse de lado otro tipo de apreciaciones, como que también son posibles diversas formas de colaboración política internacional -y por tanto de unión-, o que en el plano económico no sólo cuenta aquello que une a los capitalistas sino asimismo todo lo que los separa, no sólo de sus asalariados, por ejemplo, sino también lo que hace que los capitales nacionales se repelan mutuamente debido a la competencia.
Pero desde este doble punto de vista anterior, conviene anteponer las realidades económicas a las realidades políticas. Y eso no porque así lo diga el marxismo -de hecho, esta idea, antes que deberse a Marx, tiene una génesis bien burguesa-, sino porque es la realidad fáctica la que nos conduce a pensar que tienen más fuerza las leyes económicas que las leyes positivas aprobadas por los Parlamentos, que representan políticamente la composición interna de esas mismas sociedades que se ven reguladas primariamente por las primeras. Sin embargo, en el contexto del idealismo político imperante, esto no se acepta sin más fácilmente, y lo mismo ocurre en el marco de la izquierda o incluso del marxismo. De hecho, la discusión al respecto en el ámbito del pensamiento socialista se remonta al menos a la célebre discusión entre Dühring y Engels (véase Engels, 1877). Mientras el primero defendía la tesis de que Robinsón Crusoe sometió (política o "militarmente") a Viernes porque era el primero quien tenía "el cuchillo" en su poder, Engels señaló que en último término quien somete política o militarmente a otro es quien tiene normalmente la capacidad económica para fabricar los cuchillos (y el resto de las armas) que se emplean en la confrontación político-militar.
Pues bien, una vez aclarado lo anterior, podemos volver ahora a nuestro inquietante dato del "Printed in Germany". ¿Acaso lo que explica que el folleto en cuestión se haya impreso en Alemania es la mayor dimensión y dureza (políticas) del "cuchillo" que tiene Alemania en su poder, o es más bien la superioridad (económica) de sus "fábricas" de cuchillos? O, para que no se malinterprete nuestra posición y se crea que se trata de un problema específicamente europeo: ¿acaso los Estados Unidos dominan políticamente el mundo porque son más imperialistas que nadie, o son más imperialistas que los demás porque continúan teniendo la mayor (en términos relativos, aunque no absolutos) y mejor parte de las fuerzas productivas globales?
Sin duda, nos parece más sensata la segunda posición que la primera, por lo que interpretamos la cuestión de la impresión del folleto de marras más como una cuestión de competividad empresarial internacional que de imperialismo político. Pero esto nos exige aclarar primero esta idea "económica" de la competividad, sobre la que existen muchos malentendidos cuando no puro desconocimiento.
La competividad es, por una parte, la realidad y la necesidad (en un determinado contexto: el capitalista) de la competencia y, por otra parte, la ventaja o superioridad adquirida en esa batalla competitiva. En el contexto capitalista, todos deben ser competitivos (en el primer sentido) porque todos se ven obligados a competir con los demás: empresas, trabajadores, parados, administraciones públicas..., y no sólo en el interior de cada grupo sino también cada uno en relación con los demás grupos. Ahora bien, sólo algunos, unos pocos, logran (y pueden lograr) ser competitivos en el segundo sentido. Lo que caracteriza al capitalismo como sistema es, entre otras cosas, que nadie tiene la obligación de ayudar a quienes se retrasan o se detienen en esta cruel y permanente carrera por la competividad. Los valores de los que se habla en la actual CE consisten en gran medida en que nadie tiene la obligación de ayudar a los demás mientras se está compitiendo con ellos, y esto es lo que excluye precisamente la posibilidad de una cooperación sistemática en el contexto capitalista, cooperación que caracterizará en cambio a la sociedad que sustituirá al capitalismo.
¿Pero por qué son las empresas alemanas más competitivas, en general, que las de los demás países de la UE, e incluso que las de la mayoría de los países del mundo? La razón es sencilla: porque pueden producir muchos artículos, de determinadas características y una calidad dada, a un coste inferior que el coste de producir esos mismos artículos por parte de las empresas de otros países. Desde el punto de vista de la teoría laboral del valor, los costes y precios monetarios son sólo la "expresión" de los costes y precios en trabajo, porque expresan estos últimos en relación con el coste y el valor de producir una unidad monetaria. Por tanto, quien tiene ventaja de costes y precios es que tiene ventaja en términos de productividad del trabajo, y esto es así aunque las razones concretas para que un determinado país goce de una ventaja de productividad respecto a los demás puedan ser de la más diversa índole y tengamos que rastrearlas por medio de un detallado estudio histórico comparativo que ponga en relación las múltiples circunstancias y relaciones de cada país con los demás países.
Sin embargo, desde un punto de vista teórico, es decir, sistémico o general, es posible afirmar varias sencillas tesis en relación con los niveles y evolución de los costes y la productividad de las empresas (tanto a escala nacional como internacional):
1ª. Los salarios influyen en los costes y los precios, pero menos de lo que se cree y, sobre todo, en forma distinta de como se piensa. De hecho, la realidad es que son los países con salarios más altos los que tienen más competividad que los demás en muchas de las ramas y sectores de la economía, y esto se ve con tanta más claridad cuanto mayor es el nivel de complejidad del proceso o procesos de producción considerados. La razón estriba en que no es lo mismo el coste "por unidad de factor" que el coste "por unidad de producto". Es decir, el coste por unidad de factor bien puede ser mayor en A que en B; pero si la productividad de A en términos de B es aun mayor en términos relativos -es decir, si la relación entre productos y factores es aun mayor en A (en comparación con B) de lo que es, relativamente en ambos países, el coste o precio por unidad del factor considerado-, entonces el coste por unidad de producto será menor en el país A.
También esto es fácil de comprobar. Llamemos CT a los costes totales, cuf al coste por unidad de factor, cup al coste por unidad de producto, F a la cantidad de factor empleada, Q a la cantidad de producto obtenida, y p a la productividad (es decir, el cociente Q/F). Lo que hemos dicho antes se expresa entonces inequívocamente así:
cup = CT/Q = (CT/F) / (Q/F) = cuf / p (1)
Por consiguiente, es fácil comprender que el cup puede ser inferior en A aunque el cuf sea superior en A que en B. Si A y B son países -por ejemplo, A es Alemania y B es Brasil-, el coste de una mercancía fabricada en Alemania puede ser menor que el de la misma mercancía fabricada en Brasil -de hecho esto es lo que explica las exportaciones alemanas a ese país americano, superiores a las que circulan en sentido contrario- si, pongamos por ejemplo, el salario alemán es 5 veces el brasileño, pero la productividad alemana es 7 veces la de Brasil. En ese caso, el coste salarial por unidad de mercancía será en Alemania 5/7 del brasileño (es decir, un 29% inferior).
Pero lo que hemos dicho del cuf, que puede referirse a un factor o factores cualesquiera, se aplica también al factor trabajo. Por otra parte, lo normal es que si la productividad es superior en un país (empresa), lo sea en relación con todos los factores que intervienen en la producción. En cambio, el precio unitario de la mayoría de los factores productivos suele ser el mismo en muchos países, pues así lo impone la existencia de un único mercado mundial para muchas mercancías. Sólo el salario escapa claramente a esa norma, pues viene determinado "nacionalmente", debido a la diversidad de situaciones históricas y presentes a las que nos hemos referido ya. Pero es fácil ver que también en este caso el coste salarial por unidad de producto puede ser inferior si la productividad relativa supera al salario relativo; sólo hay que aplicar al salario las expresiones para obtener las (2):
csp = CS/Q = (CS/L) / (Q/L) = csf / p (2),
donde ahora csf significa coste salarial por hora; csp, coste salarial por unidad de producto; L, la cantidad de factor (trabajo) empleada; Q, como antes, la cantidad de producto obtenida; y p, la productividad (es decir, el cociente Q/L).
Lo que probablemente explica, por tanto, que el folleto antes citado se haya impreso en Alemania es que, a escala de la UE, el coste de producción y distribución de cada folleto es menor en Alemania (al menos en la empresa elegida) que en cualquier otro país miembro, razón por la cual la propia UE, de quien no cabe suponer seriamente que prevarique de forma sistemática en sus decisiones administrativas, se decidió a encargarlo a la empresa o grupo correspondiente radicados en ese país (este dato no figura en el propio folleto).
Podemos sospechar que este problema de competividad internacional no se plantea desde luego igual en el interior de la UE que en el contexto de la competencia mundial en su conjunto, donde las disparidades nacionales de productividad, por múltiples razones históricas, son mucho mayores que en Europa.
2ª. El nivel general de productividad del trabajo -y la productividad de los demás factores productivos está íntimamente correlacionada con la productividad del trabajo- depende del nivel de la ventaja técnica (absoluta) de la que disfrutan unos países (empresas) sobre otros. Y el grado de desarrollo de las fuerzas productivas -que es a lo que en definitiva se reduce dicha ventaja técnica- de cada país depende de toda la historia del país en relación con la historia mundial en su conjunto. Es muy difícil dar una explicación histórica específica del nivel medio de competividad de cada país en concreto, pero es mucho más sencillo observar determinadas pautas generales que son de interés aquí.
Así, por ejemplo, no es difícil comprender que durante la Edad moderna, en los países europeos, en los cuales se producían avances científicos y técnicos (e intelectuales en general: por ejemplo, en el grado de alfabetización de la población) con mayor rapidez que en el resto del mundo, se produjera el salto cualitativo fundamental que impulsó la productividad y competividad europeas muy por encima de las de los demás países del mundo. Teniendo en cuenta que al mismo tiempo se estaba instaurando el dominio del capital en las relaciones de producción y propiedad mundiales, no puede sorprender que las diferencias y distancias iniciales se hayan visto progresivamente ampliadas, dado que la búsqueda del interés privado y el beneficio máximo particular no genera ningún tipo de convergencia sino una divergencia creciente a nivel de bloques (véase Guerrero, 2002).
3. El poder constituyente europeo
Los juristas suelen distinguir entre la Constitución formal de un país y su Constitución material, y no hay motivo para no extender esta distinción desde el ámbito nacional al terreno supranacional. De lo que se trata aquí es de descubrir cuáles son las auténticas circunstancias y fuerzas históricas (económicas) que sirven de telón de fondo a la obra que representan en primer plano los actores políticos (los legisladores del momento, por ejemplo).
Si se analiza desde esta perspectiva, es claro que la fuerza fundamental que lleva medio siglo impulsando el proceso de integración europea que ha generado el actual proceso constitucional ha sido el creciente poder económico y político de la burguesía y del capitalismo europeos, en términos absolutos y también en relación con el poder detentado por otras instancias mundiales (en especial, por los Estados Unidos). Observado el proceso en un contexto secular -por ejemplo, el de la secuencia que desde el siglo XVII ha visto cómo se sustituía la primacía holandesa por la inglesa, y ésta por la estadounidense (véase Maddison, 1991, 1995, 2001)- y sin olvidar la ayuda inicial fundamental que ofreció Estados Unidos al proceso de unión europea (producto a su vez de las circunstancias específicas de la primera Guerra fría), es también claro que el proceso de fortalecimiento relativo europeo tiene mucho que ver con la evolución de la competividad relativa de los distintos bloques mundiales (que a su vez tuvo mucho que ver con la relativamente reciente caída del bloque este-europeo).
De la misma forma que no se pueden entender los avatares de las monedas nacionales de los distintos países (como en general cualquier problema de mercado) sin buscar sus fundamentos en el terreno de la producción, así también ocurre con la competencia política entre los bloques políticos de ámbito mundial. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, que llevaba casi un siglo ganándole terreno a la primera potencia de entonces (Gran Bretaña), comenzó un declive relativo, en el que aún continúa, no sólo en relación con Europa sino también con respecto a otros nuevos bloques como fueron primero Japón y más tarde otros países asiáticos (los dragones del sureste, China e India). Los problemas actuales del déficit público estadounidense y de su divisa nacional no son sino un reflejo de esa realidad de fondo que es el deterioro relativo de su tejido industrial y productivo en relación con el mayor dinamismo mostrado por sus competidores en todo el mundo.
Las rivalidades de los tres bloques clásicos (Estados Unidos, Europa y Japón: véase por ejemplo Thurow, 1992) que se enfrentaban en un primer momento al bloque soviético y que poco después sobrevivieron a éste, con la única sombra del sorprendente crecimiento chino de las dos últimas décadas, no pueden dejarse de lado en este artículo. No es que vayamos a penetrar en un terreno, el geoestratégico, para el que no estamos en absoluto preparados. Pero es bastante claro que de los tres principales países europeos Gran Bretaña ofrecía una especie de puente entre el bloque americano y el resto de Europa, mientras que Alemania y Francia, con el apoyo de los pequeños países satélites que se encuentran en las fronteras de ambos países, podían especializarse en una estrategia compartida (aunque bajo el dominio alemán) de expansión económica y de influencia política crecientes.
La caída del bloque soviético no sólo acrecentó directamente el poder de Alemania con la incorporación de la antigua Alemania del Este, sino que abrió a este país todo el campo de influencia del que había gozado tradicionalmente en la Europa central y oriental, como consecuencia de especiales circunstancias históricas que tampoco podemos desarrollar aquí.
Es por tanto la asimétrica burguesía germano-francesa (en realidad, europea) la que disputa actualmente el poder mundial, económico-político, de los Estados Unidos, con el Reino Unido haciendo de mediador o bisagra, y con Japón y China más volcados en el terreno económico que en el político. Es difícil prever cuál será el futuro preciso de Japón y China en las próximas décadas, pero no hay que olvidar que, al igual que ocurrió con los países menos desarrollados del interior de la UE (los mediterráneos), el crecimiento es generalmente más alto cuando se parte de un nivel inferior o se está al mismo tiempo dentro de un bloque protector y relativamente privilegiado, pero que más tarde eso suele dar paso a un estancamiento relativo a medida que se van alcanzando los niveles, más elevados, de quienes van a la cabeza.
La conclusión de todo lo anterior es bastante clara. Al igual que el movimiento constitucional nacional de los siglos XIX y XX es un movimiento burgués de carácter nacional, el proceso constitucional europeo puede ser el comienzo de un movimiento burgués internacional que ha cuajado primero en Europa pero que presenta visos de ser imitado en otras partes del mundo. Acuerdos económicos internacionales fuera de la UE, como los del Acuerdo de Libre Comercio en América del Norte (el NAFTA), otros en América del Sur y, más recientemente el que impulsan China y Japón en el Sureste asiático, pueden estar en el origen de futuros procesos constitucionales supranacionales que entrarán en competencia con el actual proceso europeo.
En consecuencia, repitamos la idea fundamental: puesto que el poder constituyente europeo es el poder burgués del capitalismo europeo -y esto es lo que queremos resaltar en este artículo-, no tiene mucho sentido entrar a debatir ahora, por ejemplo, sobre si el Banco Central Europeo debe tener más o menos competencias o autonomía respecto a otras instituciones más puramente "políticas" de la UE (como serían los Parlamentos nacionales, y como si el dinero no fuera en realidad la más política de todas las instituciones). Y dado que las instituciones de la UE ofrecen un ejemplo tan claro de lo que es un gobierno de coalición entre la derecha, la izquierda y el centro políticos, aunque lo sea a escala supranacional (no hay que olvidar, sin embargo, que el concepto de Estado, y de Estado capitalista en particular, no se limita a la instancia nacional, sino que abarca todos los niveles, descendiendo hasta el nivel local y al mismo tiempo ascendiendo hasta el regional o de bloques y al mundial), tampoco tiene mucho sentido discutir si se puede hacer una política más o menos de izquierda dentro del marco capitalista (véase, sobre este punto, Guerrero, 2000).
En cualquier caso, debe quedar claro que preferimos una Seguridad social pública que una privada o privatizada; que estamos a favor del mes completo de vacaciones pagadas antes que por una sola semana; que nos parece mejor trabajar 1500 horas al año que 2000, así como disfrutar de otras ventajas en las condiciones de vida y de trabajo que puedan existir en la UE en relación con los Estados Unidos o Japón. Pero también es indudable que lo que hay actualmente en la UE no es ningún "modelo". En todo caso, lo sería para quienes no están en Europa y quieren equipararse a la situación de esta región. Pero hablar del "modelo europeo" desde dentro de la propia UE parece tan necio como hablar, dentro de cualquier país, del "modelo del siglo XXI" en comparación con los siglos XVIII o XIX de ese mismo país. Y más necio aún si lo que queremos es ir más allá de la (en el fondo) miserable situación actual.
Otra dimensión de la idea del "modelo europeo" la ofrece el enfoque que se da a esta expresión en los países más recientemente incorporados a la UE (los últimos diez miembros ahora, pero también España antes, o Portugal y Grecia, etc.). Desde este punto de vista, el "modelo" consiste simplemente en la ventaja de hecho de gozar de un mayor nivel de desarrollo, de productividad, de rentas, de salarios, etc. De modo que, para estos países, también constituyen un modelo la situación de Japón o de Estados Unidos, que ellos están muy lejos de poder imitar en la actualidad.
4. La Constitución Europea: ¿mercado o democracia?
Los procesos de integración en Europa y en otras regiones del mundo sólo pueden proseguir y desarrollarse, al menos en el largo plazo. No sólo se irán reforzando mientras dure el capitalismo, sino que lo harán aun más deprisa cuando el capitalismo haya sido sustituido, porque se trata de un proceso que hunde sus raíces en el desarrollo de las fuerzas productivas, fenómeno que tiene una dimensión cada día más mundial. Además, debemos felicitarnos por el hecho de que también en el capitalismo el proceso se desarrolle con el tiempo. Aunque el mismo suponga indudablemente un progreso desde el punto de vista burgués, eso no significa que sea un retroceso para la causa de los trabajadores.
Dicho de otra manera, esta CE, como cualquier otro producto o rasgo característicos de la UE, pertenece a la "Europa del capital" y no a la "Europa de los pueblos". Pero eso es una obviedad y por eso hay que desarrollar cada día más en qué consiste eso de "los pueblos". También es una obviedad el lema de que "otro mundo es posible", o incluso el mismo lema, matizado, que usan en Cuba: "Otro mundo mejor es posible". Nada se gana repitiendo una y otra vez estos eslóganes abstractos si no se concretan, es decir, si no se observa y se piensa al mismo tiempo hacia dónde se dirige nuestro mundo actual, cuál es ese otro mundo, que sin duda será mejor en algún momento (aunque no necesariamente mañana), hacia el que nos movemos.
Uno de los obstáculos intelectuales que se oponen con más fuerza a la comprensión de que dicho futuro será probablemente el comunismo consiste en que se considera erróneamente que éste tiene algo que ver con los caídos regímenes del Este de Europa, en vez de ser lo que es: la implantación revolucionaria, voluntaria y consciente de la democracia. Pero esa falsa creencia que sustituye lo segundo por lo primero tiene mucho que ver con el predominio aplastante de las ideas políticas y económicas liberales, la primera y más importante de las cuales consiste en la falsa identificación entre libertad y liberalismo.
Los liberales han defendido siempre la libertad, las libertades, pero sólo de forma retórica y vacía (Guerrero 2005b). Por eso defienden las libertades del capitalismo: todas esas libertades que consagran las constituciones burguesas, tanto nacionales como supranacionales. Lo que los liberales defienden en realidad es sólo el capitalismo y el mercado y el dinero, que son la misma cosa, y a eso lo llaman libre mercado, libertad del capital, libre circulación del dinero, libre comercio, etc. Ya Marx nos enseñó que en el fondo lo que desean los capitalistas, y sus representantes teóricos, los liberales, es la libertad de explotar y la libertad de la minoría propietaria para gozar con tranquilidad y sin sobresaltos de los privilegios que niegan a los demás.
Pero para desenmascarar al liberalismo -y no se olvide que cuando se critica rigurosamente al liberalismo, como cuando se hace lo propio con el capitalismo, no se está criticando a los liberales como personas, al igual que tampoco se critica a los capitalistas como individuos- lo primero que hay que mostrar, incansablemente, es por qué razón el capitalismo es absolutamente incompatible con la democracia. Y para hacer esto hay que comenzar analizando el funcionamiento de las dos instituciones capitalistas básicas: la producción en el interior de sus empresas y los intercambios en el seno de sus mercados.
Comencemos con la producción. Basta leer la prensa para convencerse de que la respuesta, dentro de cada empresa capitalista, al triple problema de qué, cómo y para quién se produce -eso que a menudo se llama el problema fundamental de la economía- no es una decisión que corresponda a la mayoría de los miembros de ésta, sino sólo a una pequeña minoría de propietarios, los más importantes de los cuales se sientan en el selecto consejo de administración. Para decidir la marcha de la empresa, no sólo no se considera la voluntad de la mayoría (los trabajadores, que también son ciudadanos), sino que cuando hay una oposición entre ésta y la voluntad de la minoría formada por los capitalistas (ciudadanos también), es esta última la que prevalece debido a que en todo el mundo empresarial capitalista el principio de voto y decisión no es el principio democrático ("un hombre, un voto"), sino un principio muy diferente y completamente incompatible con aquél: el principio plutocrático, de "un euro, un voto".
Las razones que se dan para justificar esta total falta real de democracia son tan peregrinas -y quedarán muy pronto tan desfasadas históricamente- como las razones que se dieron durante tanto tiempo para negar el voto femenino o el sufragio universal. Hoy nadie negaría que el sufragio censitario masculino no era democrático porque todos consideran que el sufragio universal de ambos sexos es más democrático que aquella otra situación, hoy periclitada. Sin embargo, los políticos burgueses y liberales del siglo XIX se encargaron de repetir una y otra vez que lo que había entonces en sus países era una auténtica democracia. En la Figura 1 puede comprobarse la distancia que hay entre la retórica liberal de la democracia y su realidad histórica (incluso si se reduce al mero ámbito electoral y se limita al país más "democrático" en aquel entonces). Y en la Figura 2 se puede observar cuán reducido es aún el número de países en los que puede hablarse hoy de democracia simplemente electoral.
Figura 1
Figura 2
Por la misma razón, en el futuro se impondrá el principio democrático en las empresas y los antiguos privilegiados perderán necesariamente sus privilegios. En realidad, cuando se comprende que todos los que de verdad trabajan en una empresa, desde el último peón al primer directivo, serán necesarios en el futuro (aunque su diferente posición en el conjunto no será incompatible con la misma dignidad compartida), como asimismo lo serán los medios de producción que todos ellos emplearán en su proceso laboral -mientras que no ocurrirá lo mismo con los propietarios absentistas sobre quienes recae transitoriamente la propiedad de dichos medios-, se entiende mejor que la democracia "económica" de la que hablamos pronto formará parte de la democracia política a la que aspiramos.
Pero la ausencia de democracia en la producción se complementa a la perfección con la ausencia de democracia en los mercados. La producción sólo responde a la demanda monetaria realmente existente: si ésta varía, aquélla también lo hará. Pero este hecho, que se interpreta por los liberales como resultado del funcionamiento de la Mano invisible que conduce a los empresarios egoístas, movidos sólo por su propio interés, a satisfacer, paradójicamente, las necesidades de la población, es en realidad algo muy diferente. Lo que satisfacen las empresas capitalistas no son las necesidades sociales: sólo son las necesidades solventes, y éstas son también necesidades "plutocráticas" pero nada democráticas, es decir, sólo representan una pequeña parte de todas las necesidades de la población, y la representan de forma (histórica y socialmente específica) distorsionada.
En el mercado, cualquier demanda de 1 billón cuenta igual que cualquier otra demanda de 1 billón. Da absolutamente igual que la primera la realice un solo individuo y la segunda un millón de individuos a razón de un millón por barba. Expliquen como quieran por qué alguien que sólo representa una millonésima parte del total de la población (del demos) puede disponer del 50% de la capacidad colectiva de decisión, tanto dentro como fuera de la empresa. Esa pretendida explicación será una explicación sin duda liberal, pero tendrá la vida contada porque en el futuro la democracia tendrá que imponerse, y para ello habrá de acabar con la regla de mercado.
5. La Constitución Europea del futuro
La Constitución formal de una sociedad comunista también responderá al tipo de Constitución material que domine en ella. Como se ha afirmado más arriba, serán los trabajadores, cada vez más identificados con los asalariados actuales, y convertidos en ciudadanos de pleno derecho en un marco ahora democrático, los que serán los autores de esa Constitución del futuro. Pero esto será así no sólo en Europa, sino en todo el mundo, o no será; aunque realmente no parece necesario que esta revolución democrática se produzca al mismo tiempo en todos sitios, ni siquiera que tenga lugar de hecho en todo el mundo. Para ello bastará con que se haga esta revolución en los países o regiones del mundo que concentren la mayor parte de las fuerzas productivas mundiales.
Ahora bien, ¿en qué consistirá esta democracia política plena, que incluirá también la democracia en la empresa y en el proceso de asignación de los bienes producidos por la sociedad? No podemos pretender intentar siquiera un detalle de los elementos que compondrán esta nueva realidad, pero quizás merezca la pena llamar la atención sobre la importancia que tiene que se comience ya, en el interior de nuestra sociedad capitalista actual, a pensar con profundidad y detenimiento sobre algunos de los rasgos básicos que caracterizarán esa democracia.
Los mercados, el dinero, el capital y el beneficio dejarán de existir porque han demostrado ser incompatibles con la democracia. No debe confundirse el mercado con lo que es un sistema de decisión descentralizado sobre las cuestiones económicas (como tampoco debe confundirse lo que son los medios de producción en general con su forma social específica de "capital"). Es verdad que históricamente el segundo nació a la par que el primero, pero el mercado sólo es un ejemplar específico, y ya caduco, de un género más amplio que se concretará en el futuro en una forma más avanzada, no mercantil, de descentralización. Lo fundamental es la consideración de los individuos como ciudadanos de pleno derecho de una democracia plena, y por tanto eso presupone su conversión en ciudadanos también "capaces de acceder a los bienes en condiciones de igualdad".
La igualdad no exigirá finalmente que cada individuo tenga acceso exactamente a la misma cantidad de bienes. Esa igualdad total será simplemente un principio regulador inicial, un primer paso hacia una distribución perfeccionada en la que se tendrá en cuenta la disparidad de las necesidades realmente sentidas por los diferentes individuos. Por ejemplo, no serán las mismas las necesidades de los enfermos o discapacitados que las de los activos en plenas facultades, las de los niños o viejos que las de los adultos, etc. Además, por supuesto, esta igualdad subyacente no implicará la igualdad en el reparto de cada tipo de bien, sino una igualdad media en el acceso al conjunto de bienes por unidad de tiempo (semana, mes, año...). Las cantidades de tiempo de trabajo necesarias para reproducir los distintos bienes, una vez reducidos los trabajos concretos a trabajo abstracto e igual, servirán de indicador para "valorar" los distintos bienes y cestas de bienes, y las decisiones "políticas" (adoptadas por medios no económicos) servirán para corregir y a la vez facilitar el reparto descentralizado.
Es decir, se tratará de una sociedad donde tanto las decisiones descentralizadas como las centralizadas se tomarán de acuerdo con el principio de "un hombre, un voto". Lo mismo que en el "Parlamento" estarán representados los ciudadanos democráticamente (podría ser mediante sorteo pero también por otros medios, ahora no mediatizados por la desigualdad económica que existía en el capitalismo: por ejemplo, no existirán partidos que centralicen los recursos económicos ni capitalistas que financien unas opciones sobre las demás), también en el acceso descentralizado a los bienes cada individuo será igual que los demás.
Esta igualdad política y económica, ahora real, y no retórica como en el capitalismo, será por supuesto una nueva fuerza productiva fundamental, hasta ahora desconocida, y al mismo tiempo un poderosísimo incentivo para que cada individuo identifique su suerte personal con la de la sociedad en su conjunto. Se habrá removido así una parte importante de los conflictos que existían antes entre los intereses privados y los públicos. Este incentivo, muy distinto del incentivo monetario que conciben exclusivamente quienes creen imposible la sociedad comunista, quizás necesite ser suplementado en un primer momento por incentivos adicionales, como podrían ser las desigualdades en las horas de trabajo pedidas a cada uno, o una prima en el acceso a los bienes que podría beneficiar a algunos pero sin hacer posible un "enriquecimiento" que permitiría contratar a otros para trabajar al servicio de esos privilegiados.
Habría sin duda casos de individuos "asociales" que, a pesar de la igualdad de condición de todos y de la superación de la explotación y la dominación de unos por otros, se negaran por ejemplo a trabajar la parte que les corresponde. Pero el resto de la sociedad podría encontrar formas para reducir su número y para mantenerlos mientras tanto con una penalización en su acceso a los bienes. La consideración social inferior en que se tendría a estos individuos asociales también contribuiría a remediar el problema.
Por otra parte, la igualdad económica y política de todos los ciudadanos será la condición de la desigualdad subjetiva y personal que todos deseamos y que no se puede ni se debe eliminar. Cuando cada cual vea asegurado el funcionamiento de un mecanismo social igualitario y perciba individualmente los efectos de dicho sistema sobre su entorno inmediato, podrá dedicar su actividad fundamental a desarrollar sus desiguales gustos personales, sus preferencias verdaderamente individuales, sus vías específicas de realización propia, etcétera.
Por supuesto, esa desigualdad se manifestará también en una desigual "demanda" individual de bienes (la composición de la cesta deseada por cada uno será distinta), y la modificación que supondrá la nueva demanda respecto a la demanda existente en el capitalismo originará enormes turbulencias iniciales en la composición de la producción. Como las empresas serán necesarias, aunque hayan dejado de ser empresas capitalistas, la producción de cada una tendrá que ser reorientada a la satisfacción de las nuevas demandas. De ciertos tipos de bienes será necesario producir más, pero de otros muchos se necesitará una cantidad inferior. Esto significará una reordenación, entre otras cosas sectorial y geográfica, de la producción y, por consiguiente, del empleo. Ciertos trabajadores no podrán seguir empleados en sus antiguos puestos de trabajo y otros deberán cambiar de lugar. Pero como el desempleo es ahora inconcebible, intolerable, la solución de esta reordenación habrá de encontrarse de forma colectiva y democrática. Además, no siempre será necesaria una reordenación tan costosa en términos sociales ya que, por ejemplo, si se dejan de fabricar viviendas o vehículos de lujo, pueden ser los mismos trabajadores, las mismas empresas y los mismos lugares de producción los que pasen ahora a fabricar las viviendas y vehículos corrientes que sustituirían a los primeros.
Debe tenerse en cuenta, además, que no toda la producción se repartirá de forma descentralizada. Los colectivos políticos, ahora también democráticos, podrán determinar qué porcentaje de la producción social se reserva en cada momento para una distribución centralizada y previa que cubra la demanda social de esos bienes y servicios con independencia de su demanda individualizada. Esto es otra vía de superar la igualdad estricta (no ajustada a las necesidades), ya que se podrá acceder al consumo de estos bienes públicos en condiciones de desigualdad. Por ejemplo, quien consuma más servicios de salud será porque su salud lo exija, o más servicios educativos, etc., lo cual no quita para que uno de los objetivos de la intervención social sea precisamente intentar reducir las desigualdades originales en salud, educación, etc., que están en la base de esas diferencias de consumo. Si una persona quiere estudiar más tiempo que otra, la sociedad debe asegurarse de que eso no será debido a una desigualdad de condiciones, sino de preferencias, y deberá realizar todo el esfuerzo necesario para asegurar la igualdad de condiciones. O si en determinadas zonas, profesiones o edades las condiciones de salud son inferiores a la media, la sociedad deberá perseguir la igualdad de dichas condiciones.
Podemos detener aquí estas reflexiones marginales, pues es seguro que más de un lector querrá completarlas con sus propias reflexiones. No hay nada mejor, ni más democrático, que el que dichas reflexiones se hagan colectivas y populares. Esta manera de actuar es sin duda un forma de responder al problema del qué hacer, máxime cuando el liberalismo imperante nos sumerge, como un tsunami, en la vorágine del no hacer nada.
Referencias
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