Sintonía refinada
Bajo el húmedo y caluroso cierre de la Cumbre de mandatarios, el domingo pasado y desde Cartagena, la corresponsal de La Nación escribía para que los lectores del diario de los Mitre dijeran el lunes “¡qué barbaridad!”. El texto aseguraba que Cristina había dejado la hermosa ciudad tropical al mediodía porque estaba muy molesta. El monotema de una cadena de medios norteamericanos en español y de distintos países del sur del Río Bravo repetían “¡qué barbaridad!”. Muchos de los que leían el lunes 16 a Silvia Pissani o a muchos otros articulistas, apenas un par de horas después escuchaban la realidad por cadena nacional. Se había cumplido lo dicho por el canciller Héctor Timerman desde el centro de prensa de la Cumbre: “La Presidenta tiene una reunión impostergable hoy a la noche”. Los que desoyeron a Timerman no fueron los únicos en enterarse por televisión. El ex presidente de Repsol YPF Antonio Brufau había dejado su departamento de Puerto Madero el sábado y diez horas después el lear jet de Repsol lo dejaba en el aeropuerto de Barajas. Una vez más se había ido con las manos vacías. Al día siguiente por la tarde madrileña, desde el edificio de Repsol en el Paseo de la Castellana, cerca del estadio Bernabeu, hablaba en teleconferencia con Antonio Gomis y otros ex directivos de la compañía. Hablaban de lo que sucedía en ese momento: la Presidenta anunciaba por cadena nacional que el 51% de las acciones eran expropiadas en los términos establecidos por el Acuerdo para la Promoción y la Protección Recíproca de Inversiones entre Argentina y España de 1992. Ese acuerdo, con fuerza de ley, establece que la nacionalización o expropiación que pueda ser adoptada por una Parte contra las inversiones de la otra Parte en su territorio deberá aplicarse exclusivamente por causas de utilidad pública conforme a las disposiciones legales y en ningún caso deberá ser discriminatoria. Agrega que “pagará al inversor o a su derecho-habiente, sin demora injustificada, una indemnización adecuada, en moneda convertible”. Tanto Brufau y Gomis como los Ezkenazi conocían muy bien el artículo 5 del convenio que caía sobre su cabeza. Lo que no sabían era que la Presidenta no estaba molesta el domingo: ella se estaba concentrando para el paso más trascendente desde que inició su segundo mandato al frente del gobierno. Cristina se estaba preparando para el gran desafío, consistente en emprender el camino de la soberanía energética cuyo primer paso era sumamente arriesgado. No sólo había que redactar la ley para ser tratada en el Congreso: era decisivo tener el panorama de cómo tomarían ese proyecto las diez provincias con recursos hidrocarburíferos que quedarían asociadas a la expropiación, era preciso saber cómo podía reaccionar la sociedad, la oposición y el empresariado. Pero, como en el ajedrez, sabía que después de las blancas mueven las negras. Y sin dudas, Cristina debía estar preparada para la jugada de Repsol. Por eso, no debe haberle incomodado que La Nación y el coro de medios se autocomplacieran con “el enojo de Cartagena”. El anuncio por cadena fue tan sorpresivo como la firma, un rato antes, del decreto de necesidad y urgencia que designaba como interventor y subinterventor, por un plazo de 30 días, a Julio De Vido y Axel Kicillof. Mientras Brufau veía el verde primaveral del Paseo de la Castellana, la nítida imagen que le devolvía el plasma de la amplia mesa del salón de conferencias donde estaban Gomis y el resto de los directivos, algo pasó en ese lunes caluroso de Buenos Aires que descolocó al ex presidente de Repsol YPF. Se colaba en cámara una gente que ingresaba al salón y comunicaba que las nuevas autoridades se hacían cargo de la operación de la compañía.
Ese lunes 16 de abril se iniciaba una nueva etapa en la historia de la energía argentina. Con el correr de los días, la energía soberana sumaba aliados. Radicales, Socialistas, de Proyecto Sur y también de peronistas opositores. Mauricio Macri ensayaba el puesto de representante del Partido Popular español en Argentina, quizá conmovido por algunas declaraciones del presidente Mariano Rajoy que prometía amplios apoyos. El entusiasmo de Macri fue decayendo a medida que veía que ninguna empresa de capitales españoles radicada en Argentina se solidarizaba con el vaciamiento y la desinversión causada por Brufau. Tampoco otras empresas de capitales italianos o alemanes o estadounidenses o brasileros hacían ademán de mencionar el tema. La realidad es que Telefónica o el Banco Santander o Volkswagen o Camargo Correa y decenas de otras habían recibido los mismos mensajes en las reuniones con ministros y secretarios de Estado en noviembre pasado, apenas reasumida la Presidenta: las cuentas del flujo de capital del país necesitan sintonía fina y las altas rentas de las multinacionales no se corresponden con los niveles de reinversión de las compañías. Si los números de las remesas de utilidades eran preocupantes en general, el caso Repsol YPF era escandaloso. Por datos brindados por la misma compañía, en 1999, ganaba 477 millones de dólares, los beneficios trepaban a 1.076 en 2002 y, en 2003, llegaba a 1.596 millones. Desde entonces y hasta 2011 ese fue el promedio de ganancias. Los niveles de inversión fueron bajísimos: el 85% del dinero emergente del subsuelo de la Patria volaba al exterior. En noviembre, el entonces CEO de Repsol YPF, Sebastián Eskenazi, se reunía con funcionarios del más alto nivel del Gobierno y recibía el mismo pedido que los otros directivos. Lo transmitió en la reunión del Consejo de Administración de la compañía. Cabe consignar que Eskenazi era el socio local, tenía el legado de actuar como algo que en la Argentina se mencionó hasta el hartazgo y parece una rara avis: un burgués nacional. El burgués nacional, hijo de un gran burgués y hasta el lunes pasado vicepresidente de la petrolera. Los socios españoles decidieron hacer oídos sordos al pedido y los socios argentinos decidieron acompañar a los españoles en la remesa de utilidades al exterior. La suerte estaba echada. Tal como había dicho Julio César al cruzar el Rubicón. Pero Brufau y Esquenazi no tenían las legiones atrás. El primero vio, ese lunes, como se terminaba abruptamente la videoconferencia. El otro tenía un plazo perentorio para retirar sus pertenencias. Una nueva etapa se iniciaba. En los otros pisos de la inmensa torre de la avenida Macacha Güemes la gente seguía trabajando. Enfrente, en el campo de deportes del Colegio Nacional de Buenos Aires, los chicos y las chicas seguían con sus clases de gimnasia, en la vereda seguían desfilando las vecinas elegantes y los que se entrenaban para alguna maratón. Los ejecutivos desplazados fueron hasta el subsuelo y se retiraron sin hacer declaraciones en autos de vidrios polarizados. Buenos Aires estaba buena ese lunes. La Argentina también.
Día de la independencia
La sangre ibérica forma parte de la sangre argentina. No sólo desde la época de la colonia, sino también a través de las fuertes corrientes inmigratorias de fines del siglo XIX y la primera mitad del XX. A pesar de esta realidad, la infausta década del ’90 dejó entre su mala herencia la ruptura parcial, quizá sólo transitoria, de estos lazos de hermandad. No fue sólo por el comportamiento de los connacionales que, siguiendo la receta de los organismos financieros internacionales, profundizaron el ciclo de apertura, desregulación y privatizaciones iniciado a mediados de los ’70, sino también con la soberbia y displicencia neocolonialista de los capitalistas españoles. La impostura no se limitó a los gestos de nuevos ricos en tierra arrasada, sino que se manifestó en los números de la economía.
El capital español vació firmas emblemáticas como Aerolíneas Argentinas y, como quedó plasmado en las importaciones de combustibles de 2011, fue uno de los principales beneficiarios, no el único, del saqueo del subsuelo. No se trató sólo de una determinada fase del capitalismo local, sino que la ex empresa española tuvo un comportamiento diferente del resto de las operadoras. La caída de las reservas de Repsol YPF superó por lejos a la media del mercado. Su lógica de acción estuvo íntimamente ligada a su conducción por el capital financiero.
Cuando Repsol compró YPF lo hizo endeudándose, y cuando merced al paso en falso de la actual administración, la familia “experta en mercados regulados” Eskenazi ingresó a la filial argentina, también lo hizo endeudándose. Esta lógica financiera fue soportada a pleno contra el vaciamiento de las reservas hidrocarburíferas lentamente acumuladas durante la gestión de la vieja YPF estatal. El resultado fue una extracción predatoria sin que exista la contrapartida de las buenas prácticas del negocio, esas que dicen que deben realizarse inversiones de reposición de reservas. El mismo retaceo inversor se verificó también en el downstream; con el estancamiento de la capacidad de refinación y la política de reducción del margen para las estaciones de servicio, que derivó en la desaparición de muchos estacioneros.
El modelo macroeconómico local, en un país poseedor de recursos en el subsuelo, no podía permitirse una continuidad en la ampliación de la brecha energética externa. La histórica recuperación de la soberanía energética anunciada ayer por CFK no fue una medida sólo ideológica, sino imperiosa. El resultado de la experiencia histórica permite afirmar que la estrepitosa caída de reservas liderada por Repsol YPF no fue consecuencia, como afirmaban los lobistas sectoriales, de la política de precios. En la etapa de mayor liberalización de los ’90, cuando los combustibles eran más caros en Argentina que en España y regían los precios internacionales para las exportaciones, no existió la contrapartida de inversiones para la reposición de reservas. El argumento de la brecha de precios con el mercado internacional es simplemente falaz.
España es hoy el país europeo que sigue a Grecia en la cola de los desahuciados. Es también la economía con la desocupación más alta, la que llega a niveles cercanos al 50 por ciento en el caso de los más jóvenes. Su aparato productivo se encuentra en recesión y las recetas de ajuste tras ajuste profundizarán sus problemas. Se trata de procesos que, como conoce Argentina, son desastrosos para los trabajadores, que pierden derechos adquiridos durante generaciones, y ventajosos para unos pocos capitalistas.
El ruido de fondo que hoy se escucha en la península es el mismo que se escuchaba aquí antes de la terrible crisis de 2001-2002: la cantinela de la confianza en los mercados, el clima de negocios y la seguridad jurídica. Tales fueron los tópicos de la recriminación que, con soberbia colonial residual, expresaron con tono amenazante los funcionarios de la actual administración derechista española. Pero se equivocan, la “hostilidad” de Argentina no es con España, a la que el país lleva en su sangre, sino contra el modo de actuar de una clase capitalista que hoy oprime a su propio pueblo. La decisión argentina sólo fue un acto de independencia, mal que le pese a la metrópoli en decadencia.