“Si el chico jamás ve a un adulto leyendo, no va a leer”
Según su experiencia, lejos de ser una especie de hermana menor de la “gran literatura”, la que se dirige a los chicos es aquella que despliega más capas de lectura, la que habilita más profundidades en diferentes niveles, para diferentes lectores. La escritora visitó la Argentina en el último festival de literatura infantil y juvenil Filbita, donde abrió la puerta a algunas definiciones iluminadoras sobre su oficio, los libros, los chicos y cuán cerca o lejos pueden permanecer unos y otros.
Entre la prolífica obra de Machado –lleva publicados más de cien libros, entre cuentos, novelas, poesía, teatro– afortunadamente son muchos los títulos que se han traducido al español y publicado en la Argentina, desde los ya clásicos como aquel Había una vez un tirano y otros como Delicias y golosinas, Vamos a jugar al cole, ¿Dónde está mi almohada?, Bebeto, Yeca, el tatú, El barbero y el coronel. En 2000, la brasileña ganó el premio Hans Christian Andersen, algo así como el Nobel de la literatura infantil mundial. En 2001, la Academia de Letras del Brasil le dio el mayor premio literario de ese país, el Machado de
Assis, y en 2003 fue nombrada miembro de la Academia Brasileña de Letras, transformándose en la primera escritora “para chicos” que ocupa ese lugar. Apenas se comienza a charlar con ella, se desploma cualquier preconcepto posible del escritor premiado, para descubrir a una apasionada lectora –lectora para ella, para sus hijos, para sus nietos– capaz de recordar el ruido de la hamaca de su abuela cuando le leía cuentos en su propia infancia, el olor que venía de ella, lo que esos cuentos generaron de manera indeleble.
“La literatura para niños muestra un plus, tiene algo que la otra no tiene, y por eso permite que los chicos también la puedan leer”, define en diálogo con Página/12. “Como todo arte, la literatura tiene capas. Y en la literatura infantil hay más capas: tiene que tener también algo que ofrecerles a los adultos, y allí están las capas subterráneas, las más profundas.”
–¿Y qué es ese algo más?
–Yo no sé qué es, pero es algo más que permite que un niño lea, entienda y le guste. Algunos de los libros más importantes de la humanidad, La montaña mágica de Thomas Mann, por ejemplo, no son interesantes para un niño. Pero si le das Peter Pan, hay algo que él puede leer y algo que un adulto puede leer. No estoy hablando de una superioridad estética, digo que se plantean distintas capas.
–Y al momento de sentarse a escribir pensando en los niños, ¿qué cosas tiene en cuenta?
–No lo sé, porque no existe exactamente ese momento de sentarme a escribir para niños. Yo escribo para niños y para adultos: algunas de mis obras son sólo para adultos, no tienen esa capa. Y a veces, cuando empiezo, no sé en qué va a terminar todo. Ya he vivido los dos procesos: escribir algo que
creía que era para niños; uno o dos meses después, al releerlo, encontrar que falta algo, dejarlo de lado, y después descubrir que eso era un cuento para adultos, o un capítulo de un libro para adultos. Y también me pasó al revés, en el medio de una larga novela política para adultos, cuando estaba releyendo, me dije: no me gusta mucho esta parte, está ingenua, no funciona. Se lo di a leer a mi marido y a mi hijo (sólo doy a leer lo que estoy escribiendo en la familia) y los dos dijeron que no estaba funcionando. La saqué, y unos años después partí de eso para hacer un libro para jóvenes. Suele ocurrir que una parte se entromete en otra, adonde no pertenece. Hoy por hoy ya escribí mucho para adultos y para niños, cuando empiezo ya voy sabiendo, hay un ejercicio. Pero muy cada tanto las historias siguen entrometiéndose.
Dar luz
–Usted fue pintora. ¿Qué influencia tuvo esa formación en su oficio actual, el de escritora?
–Probablemente tuvo alguna influencia, pero no podría decir exactamente cuál. Sigo pintando hasta hoy, pero sólo como un hobby, la mía es una pintura de domingo, de vacaciones.
–¿Por qué nunca ilustró sus propios libros?
–Porque mi pintura nunca fue narrativa. Tuve un momento figurativo, otro muy abstracto, pero las cuestiones que yo me proponía en la tela no eran de tema. No importaba sobre qué pintaba, sino cómo organizaba el espacio, los colores, la materia, la textura, la composición, las transparencias, la luz. Eran cuestiones totalmente visuales y el tema era secundario. La ilustración, en cambio, parte del tema del libro. Quizá por eso nunca sentí ganas de ilustrar libros.
–¿Y qué debe tener un ilustrador para que a usted le interese trabajar con él?
–No hay una respuesta general. Creo que cada libro, cada trama –enredo, decimos en portugués– tiene una necesidad distinta. Hay un tipo de ilustración que sirve para un tipo de libro y no para otros. Me interesa que el ilustrador lea el libro de manera creativa, pero a la vez de manera respetuosa con la trama. Ilustrar tiene que ver con dar luz sobre lo que está. El ilustrador puede hacer sus propias luces, por supuesto, iluminar otras cosas que no están. Pero no puede dejar de iluminar lo que está. En general hoy confío mucho en los editores, los directores de arte, que ya me conocen. Y, además, ya se desarrolló mucho la ilustración en Brasil.
Cuando los maestros no leen
–¿Cuál es la situación actual del Brasil en materia de promoción de la lectura de niños y jóvenes?
–Se está desarrollando mucho, desde hace unos veinte años se están distribuyendo libros en la escuela, bien elegidos, por especialistas de cada Estado, que se renuevan cada año. Este plan comenzó en el gobierno de Cardoso y continúa bien asentado. En la Argentina tuvieron un privilegio, en el siglo XIX estaban alfabetizados. En Brasil logramos recién en 1998 poner en la escuela a casi todos los niños en edad escolar. Pero estos niños venían de casas donde nadie leía. Y muchas veces sus maestros eran la primera generación lectora en su familia. Estamos al menos un siglo retardados; entonces la escuela es fundamental. Hoy los niños en Brasil están leyendo mucho más y siguen leyendo hasta la adolescencia, hasta los 13, 14 años. Y entonces, no leen más.
–¿Por qué?
–Se intenta estudiar por qué: no hay conclusiones definitivas, hay indicios muy fuertes de que los maestros de los niños hasta esa edad conocen los libros, pero de la secundaria en adelante, cuando los libros ya tienen muchas páginas, no leyeron esos libros. Es entonces cuando no hay un maestro general, están divididos por disciplinas. Y el de Química no lee, el de Historia tampoco, entonces nadie habla ya de libro alguno. Los adultos modelo no leen, no hablan de libros, no recomiendan libros. Puede ser la biografía de Pelé, no importa cuál. El caso es que si jamás un adulto que el chico admira habla de un libro, ese chico no va a leer.
–¿Aunque hayan recibido estímulo de más pequeños?
–Así es. La adolescencia es la edad en que se buscan modelos fuera de la familia, son los cantores, los atletas, los maestros, los modelos. Si esos modelos no hablan de libros, no los recomiendan, no están cerca de los libros, la lectura pierde interés para el adolescente.
–¿Tan importante es el ejemplo del adulto?
–Absolutamente. Estoy convencida, y cada vez más, de que los niños aprenden todo por imitación. Porque ven el ejemplo de los adultos, porque tienen curiosidad. Si jamás vieron a alguien tomar agua en un vaso, no sabrían qué hacer con un vaso. Si jamás ven a adultos leyendo, no van a leer. Yo no creo que un buen profesor de natación que no nade pueda enseñar a alguien a nadar. Entonces creo que la manera de hacer leer a los niños es que los maestros lean. Y no sé hasta qué punto la formación de los maestros esté preparándolos para que lean literatura. Entonces, creo que primero los maestros deben leer. Y creo que en su formación debiera existir una preocupación por el estímulo a la lectura, libros para adultos, de cualquier tipo, sea Agatha Christie o Julio Cortázar. Pero que puedan descubrir lo que les gusta y poder hablar sobre ello.
–¿Cuál sería entonces el desafío para un maestro, un padre, una madre, en relación con la lectura de los chicos?
–Despertar la curiosidad. Yo quise leer cuando era niña porque mi mamá y mi papá leían. A veces me acercaba a ellos y me decían: espera un poquito, ya termino, no puedo atenderte ahora. ¿Qué es eso que tienen ellos, que es más importante que yo? ¡Lo quiero para mí! El hecho de que los adultos lean y hablen de libros, se interesen por libros, va a hacer que los niños lean, les va a dar el ejemplo y despertar la curiosidad. Eso quizá sea posible un día. Pero la otra cosa es todavía más difícil y lograrlo sí que sería un cambio radical.
–¿Cuál es ese cambio tan difícil?
–Que los formuladores de políticas de lectura lean. Porque si ellos creen que es muy importante leer, pero no es importante elegir el libro, guiarnos por el placer que nos provocan, poder tirar el que no nos gusta, todo eso que también hace a la lectura; si miran con desconfianza los libros, entonces jamás van a dejar un tiempo para que se lea en la escuela, sin cobrar después por eso: hacer pruebas, notas, marcas. Hora de leer y nada más. Leer en voz alta, contar lo que leímos, leer por leer, no para hacer después una tarea. Quien lee sabe lo lindo que es hablar de libros, ¿no? Escuchar a alguien que lee un poema, leer para quien amamos, repetir en voz alta la frase que nos gustó. Todo eso, que es tan natural para quien lee, quien no lee no entiende, y cree que ese tiempo en la escuela es perdido.
¿Qué cuentan los cuentos?
–Usted ha escrito libros en los que aparecen dictadores y pueblos que se rebelan. ¿Cuál cree que es el potencial político de la literatura para niños?
–Yo no sé si es un potencial específico de la literatura para niños. A mí me surgió en la escritura sin darme cuenta, desde mi primer libro, que está editado aquí con el nombre de Al don pirulero. Esa historia discute la legitimidad del poder, habla de cómo y por qué se puede ordenar a los otros que hagan cosas. Lo escribí en el ’76, en medio de la dictadura. En el ’88, cuando se acabó la dictadura y estábamos discutiendo la nueva Constitución, ese libro fue fundamental en las escuelas, porque hablaba de la legitimidad de las leyes, del consenso que se necesita para construirlas. Eran cuestiones que el libro planteaba, pero no eran tan claras para mí como aparecieron después. Esos libros no fueron hechos exactamente para tener un contenido político para niños en ese momento, pero sí para expresar una situación de angustia, de dificultad, que estábamos viviendo.
–¿Y cómo surgió Había una vez un tirano, tal vez su libro más emblemático en este sentido?
–Fue un libro que escribí en el fin de la dictadura, surgió porque me había cansado de llamar a ese tirano rey. Dije: ¡No quiero más reyes, a éste lo voy a llamar tirano, y ya! Fue casi una rebelión semántica contra la metáfora, así apareció un general con todas sus medallas, sus prohibiciones. Cuando lo imaginé pensaba mucho en Chile en ese momento, porque Brasil, ya en el ’81, estaba un poco más relajado. Pero en Chile era muy fuerte ese general que prohibía todo. Ese libro fue leído en las escuelas en Brasil, los militares lo dejaron pasar... Tal vez porque los censores no leían libros para niños (risas). Y después, con la democracia, yo pensé: el libro se acabó, ya no habla de lo que nos pasa. Sin embargo, hoy en día ese libro está traducido hasta para tres países árabes. Ahora me piden otra traducción al kurdo. ¡Increíble! Y ahí está. Yo quería que no fuera útil en parte alguna, pero ahí está (risas). Entonces, sobre el efecto político, no sé exactamente cuál es, pero que lo hay, lo hay.
–¿Y hay algo de lo que no se pueda hablar cuando se escribe para niños?
–Creo que se puede contar casi todo a los niños, depende más del lenguaje, del tratamiento, que de un tema vedado. Hasta del suicidio, como lo ha hecho Astrid Lindgren. Personalmente creo que las historias para niños siempre deben tener algo de esperanza, ésa es mi visión. Pero, después, podemos hablar de todo, porque la vida consiste en todo. En la vida tenemos que contar a los niños situaciones dolorosas, muertes, separaciones, cosas que no nos gustan. Yo tuve un cáncer, mi hija tenía ocho años. Tuve que contarle que iba a operarme, que iban a sacarme el seno, que iba a perder todo el pelo, a tener náuseas. Porque ella no podía verlo por primera vez cuando ocurriera, tenía que contarle esa historia que estaba por vivir. Cuando se la conté, ella me preguntó: ¿Tú me prometes que no vas a morir? Eso no te lo puedo prometer, le dije, pero sí te puedo prometer que voy a hacer todo lo que pueda para no morir. Lo vivimos juntas. Si uno puede hablar de eso con sus hijos, entonces la literatura puede hacerlo también.
Página/12 - 9 de marzo de 2014