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Versión revisada de la ponencia presentada en la Conferencia sobre "Estados y Soberanía en la Economía Mundial," Universidad de California, Irvine, del 21 al 23 de febrero de 1997. Con el agradecimiento del autor a Beverly Silver, David Smith, Dorie Solinger y Steven Topik por sus muy útiles comentarios sobre la anterior versión del texto. Publicado en Iniciativa Socialista número 48, marzo 1998, con el agradecimiento de la revista al autor por autorizar la traducción y publicación del trabajo.
"Los tiempos de cambio son también tiempos de confusión", observa John Ruggie. "Las palabras pierden su significado habitual, y nuestros pasos se vuelven inseguros sobre el que era, anteriormente, un terreno conocido" (1994: 553). Cuando lo que buscamos es caminar firmemente sobre conceptos aparentemente bien establecidos, como Stephen Krasner (1997) hace con el de "soberanía", descubrimos que su uso tradicional está en sí mismo preso en una confusión irremediable. Y cuando acuñamos nuevos términos, tales como "globalización", para capturar la novedad de las condiciones emergentes, agravamos la confusión con un vertido negligente de vino viejo en nuevas botellas. El propósito de este trabajo es mostrar que, a fin de aislar lo que es verdaderamente nuevo y anómalo en las transformaciones en marcha del capitalismo mundial y en la soberanía estatal, debemos previamente reconocer qué aspectos clave de estas transformaciones no son totalmente nuevos o lo son en cierto grado pero no en su naturaleza.
Comenzaré por argumentar que mucho de lo que se conoce con la denominación de "globalización" ha sido de hecho una tendencia recurrente del capitalismo mundial desde el inicio de los tiempos modernos. Esta recurrencia hace que la dinámica y el (los) resultado(s) probable(s) de las transformaciones actuales sean más predecibles de lo que serían si la globalización fuera un fenómeno nuevo, como piensan muchos observadores. Por tanto, yo desplazaré mi atención al modelo evolutivo que ha permitido al capitalismo mundial y al sistema subyacente de estados soberanos llegar a ser, como señala Immanuel Wallerstein (1997), "el primer sistema histórico en incluir el globo entero dentro de su geografía". Mi pretensión será destacar que la auténtica novedad de la ola actual de globalización es que este modelo evolutivo se encuentra ahora en un "impasse". Concluiré especulando sobre las salidas posibles de este "impasse" y sobre los tipos de nuevo orden mundial que pueden surgir como resultado de los recientes procesos de acumulación de capital a escala mundial en el Este de Asia.
I
Como han señalado los críticos del concepto de globalización, muchas de las tendencias que abarca ese nombre no son nuevas del todo. La novedad de la llamada "revolución de la información" es impresionante, "pero la novedad del ferrocarril y el telégrafo, el automóvil, la radio, y el teléfono impresionaron igualmente en su día" (Harvey, 1995: 9). Incluso la llamada "virtualización de la actividad económica" no es tan nueva como puede parecer a primera vista.
Los cables submarinos del telégrafo desde la década de 1860 en adelante conectaron los mercados intercontinentales. Hicieron posible el comercio cotidiano y la formación de precios a través de miles de millas, una innovación mucho mayor que el advenimiento actual del comercio electrónico. Chicago y Londres, Melbourne y Manchester fueron conectados en tiempo real. Los mercados de obligaciones también llegaron a estar estrechamente interconectados, y los préstamos internacionales a gran escala -tanto inversiones de cartera como directas- crecieron rápidamente durante este período (Hirst, 1996: 3).
En efecto, la inversión directa extranjera creció tan rápidamente que en 1913 supuso por encima del 9% del producto mundial -una proporción que todavía no había sido superada al comienzo de la década de 1990 (Bairoch y Kozul-Wright, 1996: 10). Similarmente, la apertura al comercio exterior -medido por el conjunto de importaciones y exportaciones en proporción del PIB- no era notablemente mayor en 1993 que en 1913 para los grandes países capitalistas, exceptuando a los Estados Unidos (Hirst 1996: 3-4).
Seguramente, como resaltan desde perspectivas diferentes las aportaciones de Eric Helleiner (1997) y Saskia Sassen (1997), la más espectacular expansión de las últimas dos décadas, y la mayor evidencia en el arsenal de los defensores de la tesis de globalización, no ha estado en la inversión directa extranjera o en el comercio mundial sino en los mercados financieros mundiales. Señala Saskia Sassen que "desde 1980 el valor total de los activos financieros ha aumentado dos veces y media más rápido que el PIB agregado de todas las economías industriales ricas. Y el volumen de negocio en divisas, obligaciones y participaciones de capital ha aumentado cinco veces más rápido". El primero en "globalizarse", y actualmente "el mayor y en muchos sentidos el único auténtico mercado global" es el mercado de divisas. Las transacciones por cambio de divisas fueron diez veces mayores que el comercio mundial en 1983; sólo diez años después, en 1992, esas transacciones eran sesenta veces mayores" (1996: 40). En ausencia de este explosivo crecimiento de los mercados financieros mundiales, probablemente no hablaríamos de globalización, y seguramente no lo haríamos hablando de un nuevo rumbo del proceso en marcha de reconstrucción del mercado mundial producido bajo la hegemonía de Estados Unidos como resultado de la Segunda Guerra Mundial. Después que todo:
Bretton Woods era un sistema global, así que lo que realmente ha ocurrido ha sido un cambio desde un sistema global (jerárquicamente organizado y en su mayor parte controlado políticamente por los Estados Unidos) a otro sistema global más descentralizado y coordinado mediante el mercado, haciendo que las condiciones financieras del capitalismo sean mucho más volátiles e inestables. La retórica que acompañó a este cambio se implicó profundamente en la promoción del término" globalización" como una virtud. En mis momentos más cínicos me encuentro a mí mismo pensando que fue la prensa financiera la que nos llevó a todos (me incluyo) a creer en la "globalización" como en algo nuevo, cuando no era más que un truco promocional para hacer mejor un ajuste necesario en el sistema financiero internacional (Harvey, 1995: 8).
Truco o no, la idea de globalización estuvo desde el comienzo entretejida con la idea de intensa competencia interestatal por la creciente volatilidad del capital y por la consiguiente subordinación más estricta de la mayoría de los estados a las dictados de las agencias capitalistas. No obstante, es precisamente en este aspecto donde las tendencias actuales recuerdan más la belle époque del capitalismo mundial, entre finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Como reconoce la misma Sassen:
En muchos aspectos el mercado financiero internacional desde finales del siglo XIX hasta la primera guerra mundial fue tan masivo como el de hoy...El alcance de la internacionalización puede observarse en el hecho de que en 1920, por ejemplo, Moody calificaba obligaciones emitidas por alrededor de cincuenta gobiernos para obtener fondos en los mercados de capitales de EEUU. La Depresión supuso un radical declive de esta internacionalización, hasta el punto de que sólo muy recientemente Moody ha vuelto a calificar de nuevo las obligaciones de tantos gobiernos (1996: 42-3).
En suma, los defensores cuidadosos de la tesis de la globalización coinciden con sus críticos en no considerar las transformaciones actuales como una novedad, a excepción de su escala, alcance y complejidad. Sin embargo, como he argumentado y documentado en otra parte (Arrighi, 1994), las especificidades de las transformaciones actuales sólo pueden apreciarse completamente mediante un alargamiento del horizonte de tiempo de nuestras investigaciones para comprender la vida entera del capitalismo mundial. En esta perspectiva más larga, la "financierización", el aumento de la competencia interestatal por la movilidad del capital, el rápido cambio tecnológico y organizacional, las crisis estatales y la inusitada inestabilidad de las condiciones económicas en que operan los estados nacionales -tomados de forma individual o conjuntamente como componentes de una particular configuración temporal, todos estos son aspectos recurrentes de lo que he llamado "ciclos sistémicos de acumulación".
En cada uno de los cuatro ciclos sistémicos de acumulación que podemos identificar en la historia del capitalismo mundial desde sus más tempranos comienzos en la Europa medieval tardía hasta el presente, los períodos caracterizados por una expansión rápida y estable de la producción y el comercio mundial invariablemente terminan en una crisis de sobreacumulación que hace entrar en un período de mayor competencia, expansión financiera, y el consiguiente fin de las estructuras orgánicas sobre las que se había basado la anterior expansión del comercio y la producción. Tomando prestada una expresión de Fernand Braudel (1984: 246) -el inspirador de la idea de los ciclos sistémicos de acumulación- estos períodos de competición intensificada, expansión financiera e inestabilidad estructural no son sino "el otoño" que sigue a un importante desarrollo capitalista. Es el tiempo en el que el líder de la expansión anterior del comercio mundial cosecha los frutos de su liderazgo en virtud de su posición de mando sobre los procesos de acumulación de capital a escala mundial. Pero es también el tiempo en el que el mismo líder es desplazado gradualmente de las alturas del mando del capitalismo mundial por un emergente nuevo liderazgo. Esta ha sido la experiencia de Gran Bretaña entre el final del siglo diecinueve y el comienzo del veinte; de Holanda en el siglo dieciocho, y de la diáspora capitalista genovesa en la segunda mitad del siglo dieciséis. ¿Puede ser también la experiencia de los Estados Unidos hoy?
Hasta el momento, la tendencia más destacada para Estados Unidos sigue siendo cosechar los frutos de su liderazgo del capitalismo mundial en la era de la Guerra Fría. Desde luego, diversos aspectos del aparente triunfo global del americanismo que resultó de la desaparición de la URSS, más que ser señales de la globalización, tienen entidad propia . Las señales más ampliamente reconocidas son la hegemonía global de cultura popular de los Estados Unidos y la importancia creciente de las agencias mundiales de gobierno influidas, desproporcionadamente, por los Estados Unidos y sus aliados más cercanos, tales como el Consejo de Seguridad de la ONU, la OTAN, el Grupo de los Siete (G-7), el FMI, el BIRF y la OMC. Menos ampliamente reconocido pero también importante es la ascendencia de un nuevo régimen legal en transacciones comerciales internacionales dominado por las firmas legales americanas y las concepciones angloamericanas de las normas mercantiles (Sassen, 1996: 12-21).
No debe minimizarse la importancia de estas señales de una americanización adicional del mundo. Pero no deben tampoco exagerarse, particularmente en lo que se refiere a la capacidad de los intereses norteamericanos para continuar configurando y manipulando en beneficio propio las estructuras orgánicas del sistema capitalista mundial. Lo más probable es que la victoria de los Estados Unidos en lo que Fred Halliday (1983) ha llamado la Segunda Guerra Fría y la americanización adicional del mundo aparecerán de forma retrospectiva como los momentos de cierre de la hegemonía mundial de Estados Unidos, así como la victoria de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial y la expansión adicional de su imperio en el extranjero fueron los preludios de la desaparición final de la hegemonía mundial británica en las décadas de 1930 y 1940. Como veremos en la sección III, hay buenas razones para esperar que la desaparición de la hegemonía de EEUU siga una trayectoria diferente a la desaparición de la hegemonía británica. Pero hay igualmente buenas razones para esperar que el presente liderazgo de EEUU de la fase de expansión financiera sea un fenómeno temporal, como la análoga fase de liderazgo británico de hace un siglo.
La razón más importante es que la presente belle époque del capitalismo financiero, no menos que todos su precedentes históricos -desde la Florencia del Renacimiento a la era eduardiana de Gran Bretaña, pasando por la época de los genoveses y el período de "las pelucas" de la historia holandesa- se basa en un sistema de profundas y masivas redistribuciones de renta y riqueza desde toda clase de comunidades hacia las agencias capitalistas. En el pasado, redistribuciones de este tipo engendraron una considerable turbulencia política, económica y social. Por lo menos inicialmente, los centros organizadores de la expansión anterior de la producción y comercio mundial estaban mejor situadas para dominar y, desde luego, para beneficiarse de la turbulencia. Con el paso del tiempo, sin embargo, la turbulencia socavó el poder de los viejos centros organizadores, y preparó su desalojo por nuevos centros organizadores, capaces de promover y mantener una nueva expansión importante de la producción y el comercio mundial (Arrighi, 1994).
Resulta incierto, como veremos, si alguno de tales nuevos centros organizadores están emergiendo hoy bajo el brillo de la expansión financiera conducida por EEUU. Pero los efectos de la turbulencia engendrada por la expansión financiera actual han comenzado a preocupar incluso a los promotores e impulsores de la globalización económica. David Harvey (1995: 8, 12) señala varias de esas preocupaciones, indicando que la globalización se está convirtiendo en "un tren sin frenos causando estragos", preocupado ante la "creciente reacción" contra los efectos de tal fuerza destructiva, sobre todo por "el ascenso de un nuevo tipo de políticos populistas" fomentado por la "sensación...de impotencia e inquietud" que se está fortaleciendo incluso en los países ricos. Más recientemente, el financiero cosmopolita de origen húngaro George Soros se ha unido al coro para señalar que la generalización global del capitalismo del "laissez-faire" ha sustituido al comunismo como la principal amenaza a una sociedad abierta y democrática.
Pese a haber amasado una gran fortuna en los mercados financieros, temo ahora que la irrefrenable intensificación del capitalismo de "laissez-faire" y la extensión de los valores de mercado a todas las esferas de la vida están poniendo en peligro nuestra sociedad abierta y democrática. El principal enemigo de la sociedad abierta ya no es, en mi opinión, la amenaza comunista sino el capitalismo.... El exceso de competencia y la escasa cooperación pueden ocasionar desigualdades insoportables e inestabilidad.... La doctrina del capitalismo de "laissez-faire" sostiene que la mejor manera de obtener el bien común es con la búsqueda sin trabas del propio interés. A menos que el propio interés sea moderado por el reconocimiento de un interés común, que debe prevalecer sobre intereses particulares, nuestro actual sistema...puede venirse abajo (Soros 1997: 45, 48).
Informando de la proliferación de escritos en la línea del de Soros, Thomas Friedman -un temprano impulsor de la idea de las virtudes de la globalización, y quien luego inventó la metáfora del "tren sin frenos"- reitera la visión de que "la integración del comercio, las finanzas y la información, que están creando una cultura y un mercado global únicos" es inevitable e imparable. Pero mientras la globalización no puede ser parada -se apresura a añadir - "hay dos cosas que pueden hacerse", presumiblemente por su propio bien: "podemos ir más rápido o más lento... Y podemos hacer más o menos para amortiguar [sus] efectos negativos" (1997: I, 15).
Hay mucho déjà vu en estos diagnósticos de la autodestructividad de los procesos no regulados de formación del mercado mundial y en los pronósticos conectados de lo que debería hacerse para remediar tal capacidad de autodestrucción. El mismo Soros compara la época actual de capitalismo triunfante de "laissez-faire" con la época similar de hace un siglo. En su visión esa época anterior fue, en cualquier caso, más estable que la presente, a causa del dominio del patrón-oro y de la presencia de un poder imperial, Gran Bretaña, dispuesto a despachar cañoneras a cualquier lugar remoto para mantener el sistema. Y aun así, el sistema se vino abajo ante el impacto de las dos guerras mundiales y el ascenso de intervencionistas "ideologías totalitarias". Hoy, en contraste, los Estados Unidos están poco dispuestos a ser el gendarme del mundo, "y las principales monedas flotan y chocan unas contra otras como placas continentales" haciendo que la ruptura del régimen actual sea mucho más probable "a menos que aprendamos de la experiencia" (1997: 48).
Nuestra sociedad abierta y global carece de las instituciones y mecanismos necesarios para su preservación, y no hay voluntad política para crearlos. Yo culpo a la actitud predominante, la cual sostiene que la búsqueda sin obstáculos del propio interés traerá finalmente un equilibrio internacional...Tal y como están las cosas, no hace falta mucha imaginación para darse cuenta de que la sociedad abierta y global que predomina en la actualidad es probablemente un fenómeno temporal (Soros, 1997: 53-4).
Soros no hace ninguna referencia al relato, ahora clásico, del ascenso y desaparición del capitalismo decimonónico de "laissez faire", realizado por su compatriota Karl Polanyi. No obstante, cualquier persona familiarizada con ese relato no puede dejar de resultar impactada por su anticipación de los argumentos actuales sobre las contradicciones de la globalización (sobre la permanente trascendencia del análisis de Polanyi para una comprensión de la ola actual de globalización véase, entre otros, Mittelman, 1996). Como Friedman, Polanyi vio en una ralentización del ritmo de cambio la mejor manera de preservar el cambio, yendo en una dirección determinada sin provocar conflictos sociales que acabarían en caos más que en cambio. También resaltó que únicamente un colchón protector de los efectos disociadores de las normas del mercado puede prevenir una revuelta social de autodefensa frente al sistema de mercado (1957: 3-4, 36-8, 140 -50). Y como Soros, Polanyi descartó la idea de un mercado (global) autorregulable como "una pura utopía". Argumentó que ninguna institución de tal carácter puede existir de forma duradera "sin aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad (del mundo)". En su visión, la única alternativa al desmoronamiento del sistema mundial de mercado en el periodo de entreguerras "era el establecimiento de un orden internacional dotado con un poder organizado capaz de trascender la soberanía nacional" -una dirección, sin embargo, que "estaba completamente fuera de los horizontes de aquel tiempo" (1957: 3-4, 20-22).
Ni Soros ni Polanyi proporcionan una explicación de por qué el poder mundial todavía dominante en sus respectivas épocas -los Estados Unidos hoy, Gran Bretaña en el final del siglo diecinueve y comienzo del veinte- se empecinó obstinadamente y propagó la creencia en un mercado global autorregulable, a pesar de la evidencia acumulada de que los mercados no regulados (los mercados financieros no regulados en particular) no producen equilibrio sino desorden e inestabilidad. De forma subyacente a tal obstinación podemos, sin embargo, detectar la difícil situación de un agente cuya hegemonía declina y que ha llegado a ser completamente dependiente, para poder beneficiarse suficientemente de ese poder. Se trata de que el agente hegemónico no puede asegurar ya más el desarrollo ordenado del proceso de amplia y profunda integración del comercio mundial y financiero que, cuando estaba en la cumbre de su poder, promovió y organizó. Es como si el poder hegemónico declinante no pudiera saltar fuera del "tren sin frenos" de la especulación financiera desrregulada, ni desviar el tren hacia una vía menos auto-destructiva.
Históricamente, la reconducción del capitalismo mundial hacia una vía más creativa que destructiva ha tenido como premisa la emergencia de nuevos "vehículos tendedores de vías", tomando prestada una expresión de Michael Mann (1986: 28). Es decir, la expansión del capitalismo mundial a sus dimensiones globales actuales no ha discurrido a lo largo de una vía única colocada de una vez por todas hace quinientos años. Más bien, ha discurrido mediante varios cambios de tendido de nuevas vías que no existieron hasta que unos específicos complejos de agentes gubernamentales y comerciales desarrollan la voluntad y la capacidad para conducir el sistema entero en la dirección de una cooperación más extensa o más profunda. La hegemonía mundial de las Provincias Unidas en el siglo diecisiete, del Reino Unido en el siglo diecinueve, y de los Estados Unidos en el siglo veinte, han sido "vehículos tendedores de vías" de este tipo (cf. Taylor, 1994: 27). Al conducir el sistema en una nueva dirección, ellos también lo transformaron. Y son estas transformaciones consecutivas las que debemos observar para poder identificar las auténticas novedades de la ola actual de expansión financiera.
II
La formación de un sistema capitalista mundial, y su transformación subsiguiente de ser un mundo entre muchos mundos hasta llegar a ser el sistema socio-histórico del mundo entero, se ha basado en la construcción de organizaciones territoriales capaces de regular la vida social y económica y de monopolizar los medios de coacción y violencia. Estas organizaciones territoriales son los estados, cuya soberanía se ha dicho que va a ser socavada por la ola actual de expansión financiera. En realidad, la mayoría de los miembros del sistema interestatal nunca tuvieron las facultades que se está diciendo que los estados van a perder bajo el impacto de la ola actual de expansión financiera; e incluso los estados que tuvieron esos poderes durante un tiempo no los tuvieron en otro.
En cualquier caso, las olas de expansión financiera nacen de una doble tendencia. Por un lado, las organizaciones capitalistas responden a la sobreacumulación de capital que limita lo que puede reinvertirse lucrativamente en los canales establecidos de comercio y producción, sosteniendo en forma líquida una proporción creciente de sus rentas corrientes. Esta tendencia crea lo que podemos llamar las "condiciones de oferta" de las expansiones financieras -una superabundante masa de liquidez que puede movilizarse directamente o por medio de intermediarios hacia la especulación, prestando y generando endeudamiento. Por otra parte, las organizaciones territoriales responden a las mayores limitaciones presupuestarias que resultan del lento descenso en la expansión de comercio y producción mediante una intensa competencia entre ellas para captar el capital que se acumula en los mercados financieros. Esta tendencia crea lo que podemos llamar las "condiciones de demanda" de las expansiones financieras. Todas las expansiones financieras, pasadas y presentes, son el resultado del desarrollo desigual y combinado de estas dos tendencias complementarias (Arrighi, 1997).
Todos estamos muy impresionados, y debemos estarlo, por el crecimiento astronómico de capital que busca su valorización en los mercados financieros mundiales y por la intensa competencia entre unos estados y otros en su intento de obtener, para sus propias necesidades, una fracción de ese capital. Sin embargo, deberíamos ser conscientes del hecho de que en las raíces de este crecimiento astronómico se encuentra una escasez básica de salidas lucrativas para la masa creciente de ganancias que se acumula en las manos de las agencias capitalistas. Esta escasez básica hace que la búsqueda de ganancias por esas agencias capitalistas sea dependiente de la ayuda de los estados, así como los estados son dependientes, en la búsqueda de sus propios objetivos, de las agencias capitalistas. No deberíamos sorprendernos, por lo tanto, si algunos estados son reforzados más que debilitados por la expansión financiera. Como Eric Helleiner (1997) señala, los estados del este de Asia han permanecido inmunes al tipo de presiones que han conducido a otros estados, en otras zonas, a "desregular" sus sistemas financieros domésticos para atraer capital. Y Richard Stubbs (1997) muestra que, como resultado del Acuerdo Plaza del G-7 de 1985, los estados del ASEAN han sido literalmente inundados por capitales que buscaban inversiones dentro de sus dominios -un desarrollo que ha mejorado más que empeorado su libertad de acción en relación con las fuerzas externas, tanto económicas como políticas. La lucha de los estados africanos, latinoamericanos, de Europa Oriental, de Europa Occidental, norteamericanos y australasianos por el capital móvil, han sido así acompañados por una lucha del capital móvil por subirse al carro de la expansión económica del este y sudeste asiático.
En la sección final de este artículo discutiremos el significado de esa excepción que suponen el este y sudeste asiático. Por ahora permítasenos simplemente resaltar que las expansiones financieras del pasado, no menos que la del presente, han sido todas momentos de pérdida de poder de algunos estados -incluyendo, incluso, los estados que habían sido los "vehículos tendedores de vías" del capitalismo mundial en las épocas que estaban acabando- y el fortalecimiento simultáneo de otros estados, incluyendo los que, en su momento oportuno, llegaron a ser los nuevos "vehículos tendedores de vías" del capitalismo mundial. Aquí aparece el principal significado de los ciclos sistémicos de acumulación. Estos ciclos no son simples ciclos. Son también etapas en la formación y expansión gradual del sistema mundial capitalista hasta sus dimensiones globales actuales.
Este proceso de globalización ha surgido mediante la aparición, en cada etapa, de centros organizadores de mayor escala, alcance y complejidad que los centros organizadores de la etapa anterior. En esta secuencia, las ciudades-estado como Venecia y la diáspora genovesa de negocios trasnacionales fueron reemplazadas en la alta dirección del sistema mundial capitalista por un proto-estado nacional como Holanda y sus compañías de navegación, que fue reemplazado a su vez por el estado-nación británico, un imperio formal que comprendía las redes mundiales informales de negocios que, por su parte, fue reemplazado por los Estados Unidos, una potencia de dimensión continental, con su panoplia de corporaciones trasnacionales y sus extendidas y lejanas redes de bases militares casi permanentes en el extranjero. Cada sustitución fue marcada por una crisis de las organizaciones territoriales y no territoriales que habían dirigido la expansión en la etapa anterior. Pero fue marcada también por la emergencia de nuevas organizaciones con mayores capacidades que las organizaciones desplazadas para liderar el capitalismo mundial hacia una nueva expansión (Arrighi, 1994: 13-16, 74-84, 235-8, 330-1).
Por tanto, ha habido una crisis de los estados en cada expansión financiera. Como Robert Wade (1996) ha anotado, mucho de lo que se ha hablado recientemente de globalización y de la crisis del "estado-nación" simplemente es el reciclaje de argumentos que estuvieron de moda hace cien años (véase también Lie 1996: 587). Cada nueva crisis sucesiva, sin embargo, afecta a un tipo diferente de estado. Hace cien años la crisis de los "estados-nación" afectaba a los estados del viejo núcleo europeo en relación a los estados de dimensión continental que se estaban formando sobre el perímetro exterior del sistema eurocéntrico, en particular los Estados Unidos. El irresistible crecimiento del poder y la riqueza de los Estados Unidos, y del poder de la URSS (aunque, en este caso, no de su riqueza) en el curso de las dos guerras mundiales y sus secuelas posteriores, confirmó la validez de las expectativas ampliamente sostenidas de que los estados del viejo núcleo europeo estaban obligados a vivir en la sombra de los dos gigantes que les flanqueaban, a menos que ellos pudieran por sí mismos lograr una dimensión continental. La crisis actual de los "estados-nación", en contraste, afecta a esos mismos gigantescos estados.
El súbito desplome de la URSS ha clarificado y, a la vez, oscurecido esta nueva dimensión de la crisis. Ha clarificado la nueva dimensión al mostrar cuan vulnerable había llegado a ser la potencia más extensa y más autosuficiente, y el segundo mayor poder militar del mundo, a las fuerzas de la integración económica global. Pero ha oscurecido la verdadera naturaleza de la crisis al provocar una amnesia general sobre el hecho de que la crisis del poder mundial de EEUU precedió al derrumbe de la URSS y ,con altibajos, ha continuado tras el final de la Guerra Fría. A fin de identificar la verdadera naturaleza de la crisis de los estados gigantes que han dominado en la era de Guerra Fría debemos distinguir esa crisis respecto del recorte a largo plazo de la soberanía nacional que la globalización del sistema de estados soberanos ha supuesto para todos, salvo para sus miembros más poderosos.
El principio de que los estados independientes, cada uno de los cuales reconoce la autonomía jurídica y la integridad territorial de los otros, deberían coexistir en un sistema político único se estableció por primera vez bajo la hegemonía holandesa con los Tratados de Westfalia. El proceso de globalización de la organización territorial del mundo de acuerdo a este principio, como señala Harvey (1995: 7), necesito varios siglos y una buena dosis de violencia para completarse. Más importante es que, como frecuentemente sucede con los programas políticos, la soberanía westfaliana llegó a ser universal mediante interminables violaciones de sus prescripciones formales y una gran metamorfosis de su significado sustantivo.
Estas violaciones y metamorfosis hacen evidentemente plausible la pretensión de Krasner de que, empíricamente, la soberanía westfaliana es un mito (1997). Sin embargo, a esto deberíamos agregar que no ha sido más mito que las ideas del imperio de la ley, del contrato social, de la democracia, sea liberal, social o cualquier otra cosa, y que, como todos estos otros mitos, ha sido un ingrediente clave en la formación y consiguiente globalización del moderno sistema de poder. La pregunta realmente más interesante, por lo tanto, no es si el principio westfaliano de soberanía nacional ha sido violado ni cómo lo ha sido. Más bien se trataría de si el principio ha orientado y limitado la acción estatal y cómo, con el paso del tiempo, el resultado de esta acción ha transformado el significado sustantivo de la soberanía nacional.
Cuando el principio de soberanía estatal fue establecido por primera vez, bajo la hegemonía holandesa, se utilizó para regular las relaciones entre los estados de Europa Occidental. Ese principio sustituyó la idea de una autoridad y una organización imperial-eclesiástica, que opera por encima de los estados objetivamente soberanos, por la idea de estados jurídicamente soberanos que confían en la ley internacional y en el equilibrio de poder para regular sus mutuas relaciones -en palabras de Leo Gross, "una ley que opera más bien entre los estados que por
encima de ellos y un poder que opera más bien entre los estados que por encima de ellos" (1968: 54-5). La idea se aplicó únicamente a Europa, que de esa manera se convirtió en una zona de "amistad" y comportamiento "civilizado" incluso en épocas de guerra. En contraste, el resto del mundo, más allá de Europa, se convirtió en una zona residual de comportamientos distintos, en la que no se aplicaban las normas de la civilización y donde los rivales podrían ser simplemente aniquilados (Taylor, 1991: 21-2).
Durante alrededor de 150 años después de la Paz de Westfalia el sistema funcionó muy bien, tanto asegurando que ningún estado singular llegara a ser tan fuerte como para dominar a todos los demás, como permitiendo a los grupos dominantes de cada estado consolidar su soberanía doméstica. En todo caso, el equilibrio de fuerzas se reprodujo mediante unas interminables series de guerras, crecientemente intensivas en capital, y mediante una extensión y profundización de la expansión europea en el mundo no europeo. A lo largo del tiempo, estas dos tendencias alteraron el equilibrio de poder tanto entre los estados como entre los grupos dominantes respectivos, provocando finalmente una quiebra del sistema de Westfalia como resultado de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas (Arrighi, 1994: 48-52).
Cuando los principios de Westfalia se reafirmaron bajo la hegemonía británica, en las condiciones que resultaron de las guerras napoleónicas, su alcance geopolítico se extendió para incluir los estados coloniales de Norteamérica y Sudamérica que habían conseguido la independencia en la víspera o como resultado de las guerras francesas. Pero así como el alcance geopolítico de los principios de Westfalia se expandieron, su significado sustantivo cambió de manera radical, fundamentalmente porque el equilibrio de poder empezó a operar más por encima de los estados que entre ellos. Seguramente, el equilibrio continuó siendo operativo entre los estados continentales de Europa, donde durante la mayor parte del siglo diecinueve, el Concierto europeo de naciones y el cambiante sistema de alianzas entre los poderes continentales aseguró que ninguno de ellos llegara a ser tan fuerte como para dominar a todos los otros. Globalmente, sin embargo, el acceso privilegiado a los recursos extra-europeos permitió a Gran Bretaña actuar más bien como un gobernador que como una pieza de los mecanismos del equilibrio de poder. Además, los masivos ingresos tributarios procedentes de su imperio en la India permitieron a Gran Bretaña adoptar unilateralmente una política de libre comercio que, en grados variables, "enjaulara" a todos los otros miembros del sistema interestatal en una englobante división del trabajo mundial centrada en Gran Bretaña. Temporal e informalmente, pero sin duda efectivamente, el sistema de estados jurídicamente soberanos del siglo diecinueve era regido objetivamente por Gran Bretaña con la fuerza de sus englobantes redes mundiales de poder (Arrighi, 1994: 52 -5).
Mientras el equilibrio de poder durante los 150 años que siguieron a la Paz de Westfalia se reprodujo mediante una serie interminable de guerras, la dirección británica del equilibrio de poder posterior a la Paz de Viena produjo, en palabras de Polanyi, "un fenómeno sin precedentes en los anales de la civilización occidental: los cien años de paz [europea] comprendidos entre 1815 y 1914" (1957: 5). Esta paz, sin embargo, lejos de contener, dio un nuevo gran impulso a la carrera interestatal de armamentos y a la extensión y profundización de la expansión europea en el mundo no-europeo. Desde la década de 1840 en adelante, ambas tendencias se aceleraron rápidamente en un ciclo de autorrefuerzo por medio del cual los adelantos tecnológicos y en la organización militar se mantenían, y eran mantenidos, por la expansión económica y política a expensas de los pueblos y gobiernos todavía excluidos de los beneficios de la soberanía westfaliana (McNeill, 1982: 143).
El resultado de este ciclo autorreforzado fue lo qué William McNeill llama "la industrialización de la guerra", un consiguiente nuevo salto importante en el coste humano y financiero de hacer la guerra, la emergencia de imperialismos competidores, y el colapso final del orden mundial británico del siglo diecinueve, conjuntamente con violaciones generalizadas de los principios westfalianos. Cuando estos principios fueron de nuevo reafirmados bajo la hegemonía de EEUU, después de la Segunda Guerra Mundial, su alcance geopolítico llegó a ser universal tras la descolonización de Asia y de Africa. Pero su significado se vio recortado adicionalmente.
La misma idea de un equilibrio de poder que opera entre los estados, más que por encima de ellos, y que asegura su igual soberanía real -una idea que había llegado a ser ya una ficción durante la hegemonía británica- fue desechada incluso como ficción. Como Anthony Giddens (1987: 258) ha observado, la influencia de EEUU sobre la formación del nuevo orden global, tanto con Wilson como con Roosevelt, "representó una tentativa de incorporación global de prescripciones constitucionales de EEUU más que una continuación de la doctrina del equilibrio de poder". En una era de industrialización de la guerra y de centralización creciente de capacidades político-militares en poder de un número pequeño y menguante de estados, esa doctrina tenía poco sentido como descripción de las relaciones reales de poder entre los miembros del sistema interestatal globalizado, y no tenía más sentido como prescripción para garantizar la soberanía de los estados. La "igualdad de soberanía" sostenida en el primer párrafo del Artículo Dos de la Carta de las Naciones Unidas para todos sus miembros era así "especificamente imaginada para ser más bien legal que real -los grandes poderes tendrían derechos especiales, así como también deberes, proporcionados a sus superiores capacidades" (Giddens 1987: 266).
La santificación de estos derechos especiales en la Carta de Naciones Unidas institucionalizó, por primera vez desde Westfalia, la idea de una autoridad y organización supraestatal que restringiera jurídicamente la soberanía de todos salvo la de los estados más poderosos. Estas restricciones jurídicas, sin embargo, son pálidas en comparación con las restricciones objetivas impuestas por los dos estados más poderosos -los Estados Unidos y la URSS- sobre sus respectivas, y mutuamente reconocidas, "esferas de influencia". Las restricciones impuestas por la URSS confiaron fundamentalmente en las fuentes del poder político-militar y tenían alcance regional, limitadas como estaban, a sus satélites europeos orientales. Al contrario, las impuestas por los Estados Unidos eran de alcance global y confiaban en un arsenal de recursos mucho más complejo.
La lejana y extensa red de bases semipermanentes en el extranjero mantenida por los Estados Unidos en la era de la Guerra Fría, en palabras de Krasner, "no tenía precedentes históricos; ningún estado había colocado anteriormente sus propias tropas sobre el territorio soberano de otros estados en una cantidad tan amplia durante un período de paz tan largo" (1988:21). Este régimen político-militar mundializado y globalizador, centrado en los Estados Unidos, complementó y fue complementado por el sistema monetario mundial, también centrado en Estados Unidos, instituido en Bretton Woods. Estas dos redes interconectadas de poder, una militar y otra financiera, permitieron a Estados Unidos asumir su hegemonía para regir el sistema globalizado de estados soberanos con un alcance que iba totalmente más allá del horizonte, no sólo de los holandeses del siglo diecisiete, sino también del imperio británico del siglo diecinueve.
En suma, la formación de complejos gubernamentales cada vez más poderosos, y capaces de conducir al sistema moderno de estados soberanos a su dimensión global actual, ha transformado también la misma estructura del sistema por una destrucción gradual del equilibrio de poder sobre la que descansó originalmente la igualdad de soberanía de las unidades del sistema. Así como la categoría jurídica de estado llegó a ser universal, la mayoría de los estados fueron privados de iure o de facto de las prerrogativas históricamente asociadas con la soberanía nacional. Incluso estados poderosos como el Japón y la antigua Alemania Occidental han sido descritos como "semisoberanos" (Katzenstein, 1987; Cumings, 1997). Y Robert Jackson (1990: 21) ha acuñado la expresión "cuasi-estados" para referirse a las ex-colonias que han conseguido categoría jurídica de estados pero carecen de las capacidades necesarias para efectuar las funciones gubernamentales tradicionalmente asociadas con la categoría de estado independiente. Semisoberanía y cuasi-estados son el resultado de las tendencias a largo plazo del moderno sistema mundial, ambos fenómenos claramente materializados antes de la expansión financiera global de las décadas de 1970 y 1980. Lo qué sucedió en esas décadas es que la capacidad de las dos superpotencias para regir las relaciones interestatales dentro, y a través, de sus esferas respectivas de influencia disminuyó frente a las fuerzas que ellos mismos habían desencadenado pero no pudieron controlar.
La más importante de estas fuerzas tuvo su origen en las nuevas formas de integración económica mundial, crecidas bajo el carapazón del poder militar y financiero de Estados Unidos. A diferencia de la integración económica mundial del siglo diecinueve, instituida y centrada en Gran Bretaña, el sistema de integración económica global, instituido y centrado en los Estados Unidos en la era de la Guerra Fría, no descansó sobre el comercio libre unilateral del poder hegemónico ni sobre la extracción de ingresos tributarios procedentes de un imperio territorial en el extranjero. Más bien, descansó sobre un proceso de comercio bilateral y multilateral liberalizado, estrechamente controlado y administrado por los Estados Unidos, actuando de forma concertada con sus aliados políticos más importantes, y sobre la base de un trasplante global de las estructuras orgánicas de integración vertical de las corporaciones norteamericanas (Arrighi, 1994: 69-72).
La liberalización administrada del mercado y el trasplante global de las corporaciones norteamericanas sirvieron para mantener y expandir el poder mundial de Estados Unidos, y para reconstituir relaciones interestatales capaces de contener, no sólo las fuerzas de la revolución comunista, sino también las fuerzas nacionalistas que habían desgarrado y finalmente destruido el sistema británico de integración económica global del siglo diecinueve. En la obtención de estos objetivos, como Robert Gilpin (1975: 108) ha resaltado en referencia a la política de Estados Unidos en Europa, el trasplante de las corporaciones norteamericanas al extranjero tuvo prioridad sobre la liberalización del mercado. Según el punto de vista de Gilpin, la relación de estas corporaciones de EEUU con el poder mundial fue parecido a la articulación de las compañías de flete al poder británico en los siglos diecisiete y dieciocho: "la corporación multinacional estadounidense, como sus ancestros mercantiles, ha desempeñado un papel importante en el mantenimiento y expansión del poder de los Estados Unidos" (1975: 141-2).
Esto es cierto, pero sólo hasta cierto punto. El trasplante global de las corporaciones norteamericanas mantuvo y expandió el poder mundial de los Estados Unidos, estableciendo derechos sobre rentas obtenidas en paises extranjeros y el control sobre los recursos de dichos paises. En última instancia, estos derechos y controles constituyeron la única diferencia importante entre el poder mundial de los Estados Unidos y el de la URSS y, por implicación, la única razón importante por la cual la declinación del poder mundial de EEUU, a diferencia del de la URSS, ha tenido lugar gradualmente en lugar de catastróficamente (para una madrugadora afirmación de esta diferencia, véase Arrighi, 1982: 95-7).
No obstante, la relación entre la expansión trasnacional de las corporaciones estadounidense y el mantenimiento y la expansión del poder estatal norteamericano ha tenido tanto de contradictorio como de complementario. Por una parte, los derechos sobre rentas extranjeras conseguidos por las filiales de corporaciones de EEUU no se tradujeron en un aumento proporcional en los ingresos de los residentes de EEUU ni en los ingresos tributarios del gobierno de Estados Unidos. Al contrario, precisamente cuando la crisis fiscal del estado del bienestar- estado militar de Estados Unidos llegó a ser agudo debido al impacto de la Guerra de Vietnam, una proporción creciente de las rentas y de la liquidez de las corporaciones norteamericanas, en lugar de ser repatriadas, volaron hacia los mercados monetarios "off-shore". En palabras de Eugene Birnbaum, del Chase Mannhattan Bank, el resultado fue "la acumulación de un volumen inmenso de fondos líquidos y mercados -el mundo financiero del eurodólar- al margen de la autoridad reguladora de cualquier país o agencia" (citado por Frieden, 1987: 85; con cursiva en el original).
De forma interesada la organización del mundo financiero del eurodólar -como las organizaciones de la diáspora de negocios genovesa del siglo dieciséis y como la diáspora de los negocios chinos desde tiempos premodernos hasta nuestros días- ocupa lugares pero no se define por los lugares que ocupa. El auto-llamado mercado de eurodólares -como bien lo caracterizó antes de la llegada de las autopistas de la información Roy Harrod (1969: 319)- "no tiene sedes o edificios de su propiedad... Físicamente consiste solamente en una red de teléfonos y aparatos de telex alrededor del mundo, teléfonos que pueden usarse para otros propósitos además de los negocios sobre eurodólares". Este "espacio de flujos" no se encuentra bajo ninguna jurisdicción estatal. Y aunque Estados Unidos tenga todavía algún acceso privilegiado a sus servicios y a sus recursos, este acceso privilegiado tiene el coste de una creciente subordinación de las políticas de EEUU a los dictados de las altas finanzas no territoriales.
Igualmente importante es que la expansión trasnacional de las corporaciones estadounidenses ha provocado, a partir de cierto momento, respuestas competitivas tanto de los viejos como nuevos centros de acumulación de capital, debilitados, y finalmente en retroceso, por las exigencias norteamericanas sobre rentas y recursos extranjeros. Como Alfred Chandler (1990: 615-16) ha indicado, desde el tiempo en que Servan-Schreiber llamó a sus seguidores europeos a responder al "desafío americano" -un desafío que según el punto de vista de Servan-Schreiber no era ni financiero ni tecnológico sino "la extensión a Europa de una organización que es todavía un misterio para nosotros"-, un número creciente de empresas europeas han encontrado formas y medios efectivos de responder al desafío y de iniciar sus propios desafíos, incluso en el mercado de EEUU, a la hegemonía de las corporaciones estadounidenses. En la década de 1970, el valor acumulado de la inversión directa extranjera no estadounidense (la mayor parte procedente de Europa Occidental) creció una vez y media más rápido que el de la inversión directa extranjera de Estados Unidos. Para los años 80, se estimó que había alrededor de 10.000 corporaciones trasnacionales de todos los origenes nacionales, y al comienzo de los 90 en torno a tres veces más (Stopford y Dunning, 1983: 3; Ikeda, 1996: 48).
Este explosivo crecimiento del número de corporaciones trasnacionales, fue acompañado por una disminución drástica en la importancia de los Estados Unidos como fuente de inversión directa extranjera, y por un aumento de su importancia como receptor de la misma. En otras palabras, las formas trasnacionales de organización de los negocios iniciadas por el capital de EEUU, habían dejado rápidamente de ser un "misterio" para un creciente gran número de competidores extranjeros. Para la década de 1970, el capital de Europa Occidental había descubierto todos sus secretos y había comenzado a competir de nuevo con las corporaciones de EEUU en casa y en el extranjero. Para los años 80, llegó el turno del capital del Este de Asia para competir nuevamente con el capital estadounidense y europeo-occidental, lo cual hizo mediante la formación de un nuevo tipo de organización comercial trasnacional -una organización que se arraigó profundamente en las virtudes de la historia y de la geografía de la región, y que combinó las ventajas de la integración vertical con la flexibilidad de las redes informales de negocio (Arrighi, Ikeda e Irwan, 1993).
Lo importante no es cual es la fracción particular de capital vencedora, sino que el resultado de cada ronda de la pugna competitiva fue un aumento adicional en el volumen y densidad de la red de intercambios que conectaba pueblos y territorios, atravesando jurisdicciones políticas tanto regional como globalmente. Esta tendencia ha supuesto una contradicción fundamental para el poder global de los Estados Unidos -una contradicción que se ha agravado en lugar de mitigarse tras el colapso del poder soviético y el consiguiente final de la Guerra Fría. Por una parte, el gobierno de los Estados Unidos ha quedado apresado en su inaudita capacidad militar global que, tras el desplome de la URSS, no tiene paralelo. Estas capacidades continúan siendo necesarias, no tanto como una fuente de "protección" para los negocios estadounidenses en el extranjero, sino sobre todo como la fuente principal del liderazgo del EEUU en alta tecnología tanto en su propio país como en el extranjero. Por otra parte, la desaparición de la "amenaza" comunista ha hecho aun más difícil de lo que ya lo era para el gobierno de los Estados Unidos el movilizar los recursos humanos y financieros necesarios para que su capacidad militar esté en disposición de uso efectivo, o simplemente para mantenerla. De aquí derivan las divergentes valoraciones sobre el alcance real del poder global norteamericano en la era posterior a la guerra fría.
"Ahora es el momento de la unipolarización", se pavonea un comentarista triunfalista. "No hay sino un poder de primera clase y no hay ninguna perspectiva en el futuro inmediato de un poder que pueda rivalizar con él". Pero un alto funcionario de la política exterior objeta: "sencillamente, no tenemos la fuerza precisa, no tenemos la influencia, ni la inclinación para el uso de la fuerza militar. No tenemos el dinero necesario para poder realizar el tipo de presión que producirá resultados positivos dentro de poco tiempo" (Ruggie, 1994, 553).
III
La auténtica peculiaridad de la fase actual de expansión financiera del capitalismo mundial se encuentra en la dificultad de proyectar los modelos evolutivos pasados hacia el futuro. En todas las expansiones financieras pasadas, los viejos centros organizadores del poder declinante eran alcanzados por un poder ascendente, el de nuevos centros organizadores capaces de sobrepasar el poder de sus predecesores no sólo financiera sino también militarmente. Esto fue el caso de los holandeses respecto a los genoveses, de los británicos respecto a los holandeses y de los norteamericanos en relación a los británicos.
En la actual expansión financiera, en contraste, el declinante poder de los viejos centros organizadores no se ha asociado mediante una fusión en un orden superior, sino con una escisión entre poder militar y financiero. Mientras el poder militar se ha centralizado aún más en manos de los Estados Unidos y de sus más estrechos aliados occidentales, el poder financiero se ha llegado a dispersar entre un conjunto multicolor de organizaciones territoriales y no territoriales que, de facto o de iure, no pueden ni remotamente aspirar a alcanzar las capacidades militares globales de los Estados Unidos. Esta anomalía señala una ruptura fundamental con el modelo evolutivo que ha caracterizado la expansión del capitalismo mundial durante los últimos 500 años. La expansión a través de la trayectoria establecida se encuentra en un "impasse" -un "impasse" que se refleja en la generalizado sensación de que la modernidad e incluso la historia está llegando a su final, que hemos entrado en una fase de turbulencia y caos sistémico sin precedentes en la era moderna (Rosenau, 1990: 10; Wallerstein, 1995: 1, 268), o que una "niebla global" ha descendido sobre nosotros para cegarnos en nuestro camino hacia el tercer milenio (Hobsbawm 1994: 558-9). Mientras el "impasse", la turbulencia y la niebla son totalmente verdaderas, una mirada más cercana a la extraordinaria expansión económica del Este de Asia (que de aquí en adelante entenderemos que incluye el sudeste asiático) puede proporcionar algunas enseñanzas sobre el auténtico nuevo tipo de orden mundial que puede emerger en los márgenes del caos sistémico que se avecina.
En un reciente análisis comparativo de tasas de crecimiento económico desde la mitad de la década de 1870, el Union Bank de Suiza no encontró "nada comparable con la experiencia de crecimiento económico de Asia [del Este de Asia] durante las tres últimas décadas". Otras regiones crecieron tan rápidamente durante las trastornos de épocas de guerra (por ejemplo, Norteamérica durante la Segunda Guerra Mundial) o después de tales trastornos (por ejemplo, Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial). Pero "las tasas de crecimiento de la renta anual por encima del ocho por ciento obtenidas por numerosas economías asiáticas [del sudeste asiático] desde el final de los años sesenta no tienen precedentes en 130 años de historia económica documentada". Este crecimiento es aún más notable por haberse registrado a la vez que en el resto del mundo se producía un total estancamiento, o estaba cerca del estancamiento, y por haberse "propagado como una ola" desde Japón a los Cuatro Tigres (Corea del Sur, Taiwan, Singapur y Hong Kong), y de allí a Malasia y Tailandia, y después a Indonesia, China y, más recientemente, a Vietnam (Union Bank of Switzerland, 1996: 1).
Incluso más impresionantes aún han sido los avances del Este de Asia en el campo de las altas finanzas. La participación japonesa en el total de activos de los cincuenta mayores bancos del mundo según la clasificación de Fortune se incrementó desde el 18% en 1970, hasta el 27% en 1980 y el 48% en 1990 (Ikeda, 1996). Por reservas en divisas, la participación del Este de Asia en los diez mayores holdings bancarios se incrementó del 10% en 1980 al 50% en 1994 (Japan Almanac, 1993 y 1997). Resulta claro que si los Estados Unidos no tienen "el dinero necesario para poder realizar el tipo de presión que producirá resultados positivos" -como previsoramente deploraba el alto responsable de la política exterior de EEUU-, los estados del Este de Asia, o al menos algunos de ellos, tienen todo el dinero necesario para ser inmunes al tipo de presión que está llevando a los estados de todo el mundo -incluidos los Estados Unidos- a someterse a los dictados de la creciente movilidad y volatilidad del capital (véase la sección II).
Irónicamente, esta altamente significativa, aunque parcial, inversión de la suerte de los Estados Unidos por una parte, y de los estados del este asiático por otra, se originó por las mayores injerencias de Estados Unidos sobre la soberanía de los estados del este asiático desde el inicio de la Guerra Fría. La ocupación militar unilateral de Japón en 1945 y la división de la región como consecuencia de la Guerra de Corea en dos bloques antagónicos crearon, en palabras de Bruce Cumings unos proamericanos "regímenes verticales solidificados mediante tratados bilaterales de defensa (con Japón, Corea del Sur, Taiwan y Filipinas) y dirigidos por un Departamento de Estado que dominaba sobre los ministerios de asuntos exteriores de estos cuatro paises".
Todos se convirtieron en estados semisoberanos, profundamente penetrados por las estructuras militares de EEUU (control operativo sobre las fuerzas armadas surcoreanas, la Séptima Flota patrullando por los istmos de Taiwan, dependencias de defensa para estos cuatro paises, bases militares en sus territorios) e incapaces de una política exterior independiente o de tomar iniciativas de defensa...Así, hubo menores relaciones a través del telón militar iniciado a mitad de las década de los años cincuenta, así como bajos niveles de intercambio comercial entre Japón y China, o Japón y Corea del Norte. Pero la tendencia dominante hasta la década de 1970 fue un régimen unilateral americano fuertemente predispuesto hacia formas militares de comunicación. (Cumings, 1997: 155)
Dentro de este "régimen unilateral americano" Estados Unidos se especializó en proporcionar protección y en perseguir el poder político regional y global, mientras sus estados-vasallos del este asiático se especializaban en el comercio y en la obtención de ganancias. Esta división del trabajo ha sido par-ticularmente importante en las relaciones norteamericano-japonesas configuradas a lo largo de la era de la guerra fría y hasta el presente. Como Franz Schurmann (1974: 143) escribió, cuando el espectacular ascenso económico de Japón apenas acababa de comenzar, "liberados de la carga de los gastos de defensa, los gobiernos japoneses han encauzado todos sus recursos y energías hacia un expansionismo económico que consigue atraer riqueza a Japón y extender sus negocios a los más lejanos lugares del globo". La expansión económica de Japón, a la vez, generó un proceso de "bola de nieve" que concatenó la búsqueda de oportunidades de inversión en la región circundante, con el gradual reemplazamiento del patronato de EEUU como fuerza impulsora principal de la expansión económica del Este de Asia (Ozawa, 1993: 130-1; Arrighi, 1996: 14-16).
Con el tiempo este proceso de bola de nieve despegó, el régimen militarista de Estados Unidos en el Este Asia había comenzado a descomponerse, ya que la Guerra de Vietnam destruyó lo qué la Guerra de Corea había creado. La Guerra de Corea había instituido el régimen proamericano del Este de Asia que excluía a China continental del intercambio normal comercial y diplomático con la parte no comunista de la región, mediante el bloqueo y las amenazas de guerra respaldadas por "un archipiélago de instalaciones militares estadounidenses" (Cumings, 1997: 154-5). La derrota en la Guerra de Vietnam, por el contrario, forzó a los Estados Unidos a permitir a China continental el intercambio normal comercial y diplomático con el resto del Este de Asia, ensanchándose de esa manera el alcance de la expansión e integración económica de la región (Arrighi, 1996).
Este resultado transformó, sin eliminarla, la previa desproporción de la distribución de las fuentes de poder en la región. El ascenso de Japón a potencia industrial y financiera de importancia global transformó la previa rela-ción de vasallaje de la política y economía japonesa con los Estados Unidos en una relación de mutuo vasallaje. Japón continuó dependiendo de los Estados Unidos para la protección militar; pero la reproducción del aparato productivo y protector norteamericano vino a depender incluso más críticamente de la industria y finanzas japonesas. A la vez, la reincorporación de China continental a los mercados regio-nales y globales devolvió al juego a un estado cuyo tamaño demográfico, abundancia de recursos laborales y crecimiento potencial sobrepasaba por un amplio margen al de todos los otros estados que operan en la región, incluidos los Estados Unidos. Menos de veinte años después de la misión de Richard Nixon en Beijing, y menos de quince después del restablecimiento de rela-ciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la República Popular China (RPC), este gigantesco "contenedor" de capacidad laboral ya parece dispuesto a llegar a ser nuevamente el poderoso atraedor de fondos que había sido antes de su incorporación subordinada en el sistema mundial eurocéntrico.
Si el atractivo principal de la RPC para el capital extranjero han sido sus reservas enormes y ultracompetitivas de trabajo, el "casamentero" que ha facilitado el encuentro del capital extranjero capital y el trabajo chino es la diáspora capitalista de los chinos en el exterior.
Atraídos por la capacidad de China como fuente de trabajo a bajo coste, y por su potencialidad creciente como un mercado que contiene la quinta parte de la población mundial, los inversores extranjeros continúan vertiendo dinero en la RPC. Alrededor del 80% de ese capital procede de los chinos del exterior, refugiados por la pobreza, el desorden y el comunismo, que de ser objeto de las más picantes ironías han pasado a ser ahora los financiadores favoritos de Beijing y modelos para la modernización. Incluso los japoneses frecuentemente confían en los chinos en el exterior para engrasar su camino hacia China. (Kraar, 1994: 40)
De hecho, la confianza de Beijing en los chinos del exterior para facilitar la reincorporación de China continental en los mercados regionales y mundiales no es la auténtica ironía de la situación. Como Alvin So y Stephen Chiu (1995: cap. 11) han mostrado, la estrecha alianza política que se estableció en la década de 1980 entre el Partido Comunista Chino y los capitalistas chinos del exterior tenía un perfecto sentido desde el punto de vista de sus respectivos objetivos. La alianza facilitó a los chinos del exterior oportunidades extraordinarias de beneficiarse de la intermediación comercial y financiera, mientras facilitó al Partido Comunista Chino unos medios altamente efectivos para matar dos pájaros de un tiro: para mejorar la economía doméstica de China continental y, a la vez, para promover la unificación nacional de acuerdo con el modelo "una nación, dos sistemas".
La auténtica ironía de la situación es que uno de los legados más sobresalientes de siglo diecinueve, las invasiones occidentales sobre la soberanía china, emerge ahora como un instrumento poderoso de la emancipación china y del este asiático respecto del dominio occidental. La diáspora china fue durante largo tiempo un componente integral del tributo indígena del Este de Asia al sistema comercial dominado por la China imperial. Pero las mayores oportunidades para su expansión vinieron con la incorporación subordinada de ese sistema dentro de las estructuras del sistema mundial eurocéntrico como resultado de las Guerras del Opio. Bajo el régimen americano de la Guerra Fría, el papel tradicional de la diáspora como intermediario comer-cial entre la China continental y las regiones marítimas de circunvalación fue ahogado, tanto por el embargo norteamericano sobre el comercio con la RPC, así como por las restricciones de la RPC sobre el comercio interior y exterior. No obstante, la expansión de las redes estadounidenses de poder y de las redes japonesas de negocio en las regiones marítimas del Este de Asia, proveyeron a la diáspora de una gran abundancia de oportunidades de ejercer nuevas formas de intermediación comercial entre estas redes y las redes locales que controla. Y como las restricciones sobre el comercio con China, y en el interior de la RPC, se relajaron, la diáspora rápidamente surgió como la única y más poderosa agencia de la reunificación económica de la economía regional del este asiático (Hui, 1995).
Es demasiado pronto para decir qué tipo de formación económico-política surgirá finalmente de esta reunificación y hasta donde puede llegar la rápida expansión económica de la región del este asiático. Por lo que sabemos, el ascenso actual del Este de Asia hasta llegar a ser el mayor centro dinámico de los procesos de acumulación capital a escala mundial, puede muy bien ser el preámbulo a un "recentramiento" de las economías regionales y mundiales sobre China, como estuvieron en tiempos premodernos. Pero sin saber lo que realmente sucederá o no, los aspectos principales del continuo renacimiento económico del este asiático son suficientemente claros como para proporcionarnos algunas señales de su probable futura trayectoria y de sus implicaciones para la economía global en su conjunto.
En primer lugar, el renacimiento es tanto el producto de las contradicciones de la hegemonía mundial norteamericana como de la herencia geohistórica del Este de Asia. Las contradicciones de la hegemonía mundial norteamericana conciernen primariamente a la dependencia del poder y la riqueza estadounidense respecto a una forma de desarrollo caracterizada por los altos costes de reproducción y de protección -esto es, sobre la formación de un mundo que comprende, por un lado, un aparato militar intensivo en capital y, por otra parte, la difusión de despilfarradores e insostenibles modelos de consumo masivo. En ninguna parte han sido estas contradicciones más evidentes que en el Este de Asia. Las guerras de Corea y de Vietnam no solo revelaran los límites del poder real poseído por el estado de bienestar-estado militar norteamericano. Igualmente importante es que, cuando esos límites se estrecharon y se aflojaron, en dicha evolución los altos costes de reproducción y de prot