Mal ejemplo
Cuando el Gobierno dispone medidas económicas de trascendencia genera corrientes de apoyos y rechazos en el momento álgido del debate sobre sus implicancias inmediatas. La expropiación de acciones de YPF fue uno de esos casos. Para algunos ha sido el camino de recuperación de la soberanía energética, y para otros, el avasallamiento de la propiedad privada. Existen costos y beneficios visibles que involucran a protagonistas directos de una iniciativa tan importante. Si sólo fuera eso, la cuestión sería bastante manejable en términos políticos y económicos. Sin embargo, existen impactos no visibles que exceden el hecho en sí, pues alteran relaciones de poder en la economía.
Decenas de miles salieron a ocupar Wall Street
Decenas de miles de personas salieron ayer a las calles de Nueva York en apoyo a “Ocupar Wall Street”, el movimiento social que reclama un cambio general en la política económica actual y que tomó renovada fuerza el sábado pasado, luego de que la policía arrestara a setecientos manifestantes en el puente de Brooklyn. Sindicatos, estudiantes y gente dispersa salieron a la calle como no lo han hecho en décadas para reclamar medidas económicas. La marcha paralizó buena parte del centro de la ciudad durante la tarde de ayer, con carteles demandando puestos de trabajo y mayores impuestos sobre el sector financiero.
El cartel más visto a lo largo de las treinta cuadras de Manhattan que recorrieron las distintas columnas decía simplemente “Somos el 99 por ciento”. El movimiento “Ocupar Wall Street” es tan genérico como incipiente, pero más allá de sus generalidades, ayer estaba marcado no tanto por demandas económicas aisladas como por la crítica casi sorprendida a la baja calidad democrática de un sistema de decisiones que parece volcado sobre el 1 por ciento que era objeto de insultos de los manifestantes. Los carteles impresos por las organizaciones convocantes, los improvisados, la mayoría de las consignas, parecían reafirmar la generalidad de la crítica como el punto fuerte del movimiento. “Estamos de pie por el cambio que votamos”, es uno de los más vistos, en manos de una masa considerable de votantes desencantados. “Trabajo ahora”, dice otro que repartió un sindicato, pero que se ve sobre todo en manos de manifestantes espontáneos, una pareja de veintipico que sale de trabajar, una señora de unos sesenta con un sombrero de esponja con la forma de la Estatua de la Libertad. “Puestos de trabajo, no recortes” (Jobs No Cuts), dice otro de los más vistos. “Los derechos de los trabajadores son derechos humanos”, decía otro que portaban los miembros del sindicato de trabajadores de Chinatown (que, al contrario de lo que sugiere, estaba poblado de una enorme cantidad de trabajadores hispanos).
Apretados en el vallado paranoico que montó la policía alrededor del edificio de la municipalidad, se juntan los carteles de unos y otros. Hay un 5 por ciento que reproduce todos los estereotipos de la izquierda norteamericana, incluyendo el de los jóvenes estudiantes con carteles recordando a una variedad de comandantes: Castro, Guevara, Marcos, Sandino. Pero por otra parte, ¿qué referencias serían más interesantes, convocantes, genuinas? Nadie viene a una marcha del desencanto y la esperanza con la pancarta de un candidato a concejal.
Para darse una idea de la fenomenal evolución de este movimiento basta recordar que la primera noticia que tuvo la ciudad sobre “Ocupar Wall Street” fue el 5 de septiembre, durante un recital de Manu Chau, cuando dos jóvenes subieron al escenario y anunciaron la ocupación al grito de “es hora de acabar con el capitalismo”. De ahí a pelear con la policía de Nueva York, recibir la adhesión de los principales sindicatos de la mayor economía del mundo, tener núcleos de apoyo en una decena de otras ciudades y conversar con economistas y premios Nobel sobre el sentido más preciso de la ocupación, ha pasado apenas un mes. Adivinar hoy el futuro del movimiento por la inmadurez de su presente es como asegurar que el bebé del café de al lado jamás entrará a Harvard porque ni siquiera sabe leer.
Ayer, pocos fueron convocados por el programa específico que levanta la asamblea. Se trata de trece puntos, que finalizan con la advertencia de que un programa así “generaría tantos puestos de trabajo que haría necesario abrir las fronteras” y dejar de poner límites a la inmigración. Pero teniendo en cuenta el apoyo que la asamblea recibió de economistas como Joseph Stiglitz y Jeff Madrick, es algo más que una curiosidad que la demanda número uno sea poner fin al “free trade” y establecer fuertes tarifas al ingreso de productos importados, es decir, de China y los países en desarrollo. La idea, que en el fondo es un recurso genuino para que los salarios norteamericanos no sigan compitiendo a la baja con los chinos, es tan razonable que cuesta recordar el impacto demoledor que tendría para la economía mundial.
La marcha de ayer se armó en apenas cuatro días. El sábado pasado, la policía de Nueva York tuvo a su cargo darle a la ocupación una proyección mundial que hasta entonces no había tenido. Cerca de las seis de la tarde, los uniformados indujeron a los manifestantes a cortar el tránsito en el puente de Brooklyn y, una vez arriba, procedió a atraparlos en unas redes naranjas, arrestando en el lugar más visto de la ciudad más mirada del mundo a setecientas personas que protestaban pacíficamente. La policía no se olvidó incluso de arrestar a una de las cronistas del New York Times, como para asegurarse de que su cobertura sería total, y no muy favorable. Los miles de personas de hoy son una reacción a aquella agresión, que abrió los canales de legitimidad que estaban a la espera de ser ocupados. En estos días, la ocupación recibió la adhesión de los principales sindicatos norteamericanos, de economistas y de periodistas y de músicos.
Ayer, la policía trataba a los manifestantes con guantes de seda. Bajando hacia el distrito financiero, varios miles de estudiantes reaccionaron con reflejos pavlovianos a la experiencia del sábado. Cuando la policía despejó la calle para que entraran, ellos fueron por la vereda. Cuando los custodiaron por la vereda para que el tráfico no los molestara, ellos se abrieron hacia la calle. Y cada vez que vieron una red naranja, corrieron para cualquier otro lado. “¿Adónde van?”, le preguntó el sargento Hirne a su colega cuando vio que no bajaban por Broadway, el camino más directo, el que uno le indica al taxista. “Ni idea. Se ve que quieren caminar”, le respondió Del Pozo mientras reacomodaba a sus subordinados que, por unos segundos, quedaron al frente de la manifestación, como Chaplin en Tiempos Modernos.
Bajando por Laffayette, la columna recibía sólo gestos de aprobación. Bocinazos, papelitos y aplausos, ni insultos ni indiferencia, las dos reacciones más comunes en Nueva York para cualquiera que obstaculice el camino de regreso a casa. Una columna masiva de un sindicato docente y otra de plomeros se sumaba unas diez cuadras antes de llegar a destino. La marcha se detuvo frente a Bleecker Street, y adelante de todo, delante de la bandera que dice “Primavera Arabe, Verano Europeo, Otoño Americano”, Del Pozo conversaba con unas abogadas que acompañaban la marcha y proveían sus servicios en caso de que se produjera un nuevo arresto masivo. “¿Ven qué bien que lo estamos haciendo? Ni un incidente. Si lo que nosotros queremos es que salga bien, no ganamos nada con el escándalo.” Y las abogadas: “Sí, así debería ser, así debería haber sido el sábado.” Y Del Pozo, serio: “Sí, pero ahora que lo hacemos bien, ¿quién lo va a decir? ¿Quién va a venir a felicitarnos? ¡Nadie!” Ah, Del Pozo, te hubieras probado en los Mets. Nadie entra a la policía para que lo quieran.
Una gran cantidad de manifestantes eran estudiantes en pleno proceso de endeudamiento a cambio de una educación que no es particularmente buena, pero que sí es carísima y no garantiza un puesto de trabajo para todos. En su mayoría vienen en las columnas de la New York University, New School y la estatal CUNY. “Endeudado”, decía simplemente el cartel prolijamente impreso que una estudiante de CUNY llevaba al lado de un policía vestido con una campera de la sección “Asuntos Comunitarios”. Son el caso paradigmático de la crisis del sueño americano donde los hijos, por primera vez desde los ’30, tienen buenas chances de terminar peor que los padres. Otra porción no menor que la anterior era de trabajadores y empleados, de donde salía uno de los cánticos más escuchados de la tarde: “Todo el día, toda la semana, ocupemos Wall Street” (la consigna en inglés tiene algo más de gracia). Una enorme cantidad encolumnada con sus sindicatos, desde los miles de la columna de empleados de transporte, hasta las seis personas con las remeras del sindicato del NLRB, el organismo público creado durante el New Deal para garantizar los derechos laborales frente a los empleadores, pasando por el sindicato de plomeros, donde un hombre de sesenta años levantaba el único cartel con referencia directa a la Casa Blanca: “Presidente Obama, hable con Ocupar Wall Street. La nación necesita saber que usted entiende y que le preocupa”.
Pasada la zona judicial del downtown, la policía montó un laberinto de vallas que, visto desde arriba, funciona perfecto para que la marcha pueda circular a paso lento hasta entrada la noche, pero sin poder ocupar ninguna calle de forma completa, perdiendo la fuerza y el impacto con el que suele alimentarse una concentración triunfal. Al igual que el movimiento al que apoyaba, lo hizo con éxito y final impreciso. Nueva York ha visto algunas de las marchas más masivas de los movimientos sociales de las últimas décadas. Por acá pasaron rumbo al Central Park las concentraciones más grandes del mundo contra la guerra de Irak, y bajó por Broadway hacia Wall Street la mayor concentración del país a favor de una nueva ley de inmigración. Los resultados de la de ayer son más inciertos que las anteriores, pero eso, para el movimiento Ocupar Wall Street, es su mayor ventaja.