Moro se quita la careta
La decisión de Sergio Moro de aceptar la cartera de Justicia en el futuro gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro exige un análisis retrospectivo de sus acciones, examen del que el superjuez, percibido como el campeón nacional de la ley en Brasil en los últimos años, no sale bien parado.
Su elevación a estatus de héroe de la justicia arrancó en 2014, cuando sus investigaciones sobre la corrupción en Petrobras, la empresa petrolera estatal de Brasil, sacudieron la política nacional al llevar presos a decenas de ejecutivos, empresarios y políticos, entre ellos, el expresidente Lula. El presidente electo, Jair Bolsonaro, puede que se haya anotado un gol notable ante sus electores. Pero Moro ha emborronado su expediente y ha hecho un flaco favor a la justicia al aceptar el cargo de ministro.
Para empezar, como ha revelado en una entrevista el vicepresidente electo, Hamilton Mourão, a Moro se le ofreció el cargo hace ya algunas semanas. Pero el pasado 1 de octubre, seis días antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, el juez tomó una sorprendente decisión que ya en su día causó polémica: hizo pública una declaración de Antonio Palocci, exministro de Lula de 2003 a 2006) y de Dilma Rousseff (en 2011), en la que éste acusaba al expresidente de tener conocimiento de todas las tramas corruptas de la constructora Odebrecht y de Petrobras durante su gobierno.
Las revelaciones de Palocci, que se habían producido en marzo de este año, y que no están sustentadas en pruebas de ninguna clase, salieron a la luz poco antes de la primera vuelta sin que el juez explicara los motivos procesales para ello. Moro debería aclarar ahora como mínimo si tomó esta decisión antes o después de recibir la invitación para ocupar el ministerio.
No es éste el único movimiento extraño en el largo historial de Moro con Lula, al que encarceló en abril pasado, cuando el expresidente lideraba las encuestas y Bolsonaro ya se perfilaba como candidato, segundo en las preferencias de los electores. Moro condenó al expresidente por haber recibido un departamento triplex de una constructora a cambio de facilidades para negociar con Petrobras. Durante los cuatro años que duró la instrucción, el juez dio muestras claras en numerosas ocasiones de actuar por motivaciones políticas, afectando al proceso electoral, principalmente contra el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula.
Moro siempre negó que tuviera motivaciones distintas de las del derecho y la ley, o intenciones de dejar la judicatura para pasar directamente a la política. “Jamás. Jamás. Soy un hombre de justicia y, sin ánimo de criticar, no soy un hombre de política”, declaró al diario O Estado de S. Paulo hace dos años, en su primera entrevista como instructor del caso Lava Jato. Hace ya tiempo, sin embargo, que sólo los más incautos le creían en este punto a pies juntillas.
Como resumió de forma irónica Ciro Gomes, que compitió por la presidencia este año: “Moro tiene que aceptar la invitación [a formar parte del Gobierno] porque él no es un juez, es un político y tiene que asumir de una vez su vocación”. Y la vocación no parece que tenga límites: en dos años puede ser elevado al Tribunal Supremo, como señaló el propio Bolsonaro, y algunos piensan que el juez alberga también aspiraciones para las elecciones presidenciales de 2022.
En una declaración extrañamente premonitoria, Moro aseguró el año pasado a la revista Veja: “No sería apropiado por mi parte postularme a un cargo político porque ello podría, digámoslo así, poner en duda la integridad del trabajo que he hecho hasta este momento”. Tiene toda la razón el juez. La democracia se basa, entre otras premisas, en una estricta separación de poderes y en el imperio de la ley. Los acusados tienen derecho a un juez imparcial. La mera apariencia de parcialidad puede ser causa de recusación, y la decisión del juez Moro de unirse al gobierno del presidente electo, a cuyo rival procesó y encarceló tan recientemente, no puede más que inquietar a los defensores del debido proceso. El hecho de que Moro sea ministro de Bolsonaro arroja de forma inevitable una sombra retrospectiva sobre si Lula tuvo o no un juicio justo, o si gozó del derecho a tener un juez imparcial. Pero el expresidente, hoy en la cárcel, no es el único perjudicado. La imagen de la justicia en Brasil, como uno de los pilares de la democracia, es la principal damnificada por el caso Moro.
El País - 3 de noviembre de 2018