Elogio de la imaginación
En la Argentina actual, el discurso contra las grietas mutó hacia un relato rígido sobre la necesidad del fin de las grandes aspiraciones en política. Inspirado por un texto de José Carlos Mariátegui, Fernando Rosso propone recuperar la imaginación en la política para dejar de ser prisioneros de la realidad existente.
En la Argentina se viven tiempos en los que parece estar prohibido imaginar. Está vedado soñar. El discurso contra las grietas mutó hacia un relato rígido sobre la necesidad del fin de las grandes aspiraciones en política. La narrativa de las coaliciones tradicionales se caracteriza, esencialmente, por la demarcación de límites: es un discurso permanente sobre todo lo que no se puede hacer. El límite de la herencia recibida, el límite de la crisis, el límite de la relación de fuerzas, el límite de la pandemia, el límite de lo humano y el límite de lo divino.
En ese marco, leer un texto como La imaginación y el progreso de José Carlos Mariátegui (1924) –incluido en la Antología seleccionada y curada por Martin Bergel, y publicada este año por Siglo XXI– deja la sensación de un oasis en un desierto de ideas. Escribió el pensador peruano sobre algunos de los mejores hombres que combatieron por la independencia indoamericana: “Los libertadores fueron grandes porque fueron, ante todo, imaginativos. Insurgieron contra la realidad limitada, contra la realidad imperfecta de su tiempo.” Y fueron audazmente creativos porque “la realidad sensible, la realidad evidente, en los tiempos de la revolución de la independencia, no era, por cierto, republicana ni nacionalista. La benemerencia de los libertadores consiste en haber visto una realidad potencial, una realidad superior, una realidad imaginaria”. Precisamente por eso –sintetiza epigramáticamente Mariátegui– “Bolívar tuvo sueños futuristas”.
Se basaba en una concepción clásica del pensamiento marxista: el espíritu humano reacciona contra una realidad contingente de la que a la vez depende. Lucha por transformar lo que observa y lo que siente, pero no lo que ignora. Prevé e imagina “lo que ya está germinando, madurando, en la entraña oscura de la historia”.
Es una perspectiva similar a la desarrollada por el filósofo alemán Ernst Bloch en su monumental obra El principio esperanza: la reivindicación de la imaginación no como sombra del conocimiento o sólo como fuente de placer estético, sino como práctica que fuerza los conceptos, y hasta los rompe, para que de su núcleo florezcan ideas nuevas. Un filoso instrumento para apropiarse de la realidad y transformarla. Una iniciativa que trata de exprimir la realidad al máximo para descubrir lo que aún no ha sido, lo que está en camino y lo que todavía no es, pero tiene todas las condiciones para llegar a ser. Esta mirada permite establecer una distinción entre la esperanza realmente posible y el sueño artificial. Bloch proponía soñar sin ilusiones, pero con aspiraciones, con el mejor espíritu leninista: aquel que aceptaba que se podía soñar despierto sólo a condición de trabajar meticulosamente con el objetivo de alcanzar la fantasía.
En la prehistoria del movimiento obrero, esa función anticipatoria fue cumplida por los llamados socialistas utópicos (Robert Owen, Henri de Saint-Simon y Charles Fourier, entre otros) que prepararon, sembraron y activaron el pensamiento y la teoría con su imaginación concreta. Ampliaron enormemente el horizonte de lo que el sentido común de su época consideraba posible. También ensancharon el conocimiento de la propia realidad porque integraron como elemento crítico en el análisis político-social lo que aún no existía, pero estaba fecundado en esa entraña oscura y misteriosa de la historia de la que habla Mariátegui.
El autor de Los siete ensayos de interpretación de la realidad peruana traslada esta mirada radical al terreno del arte y a los debates sobre realismo en la literatura. Considera que la experiencia realista ha demostrado que podemos encontrar la realidad por los caminos de la fantasía. En un texto sobre la novela Nadja de André Breton dice que “el artista desprovisto o pobre de imaginación es el peor dotado para un arte realista. No es posible atender y descubrir lo real sin una operosa y afinada fantasía”. En exacta sintonía con lo que alguna vez afirmó Ricardo Piglia: “Narrar, decía mi padre, es como jugar al póker. Todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad”.
“No es posible atender y descubrir lo
real sin una operosa y afinada fantasía.”
Algunos lectores de Ernst Bloch, como Jürgen Habermas, ubicaron a su filosofía en la esfera del arte. El artista que nos conduce a través del símbolo al corazón de la naturaleza, a la médula de la realidad. El que encuentra en el laberinto del mundo el camino hacia su luz última.
Una definición clásica de la política –elaborada desde una perspectiva conservadora– unificó las dos esferas para recortarle su filo y afirmó que la política es el arte de lo posible (con acento en posible). Quizá como pocas veces en la historia argentina, el polo de lo “posible” (¿o lo imposible?) está mucho más valorado que el del “arte”. La propuesta es mantenernos prisioneros de la realidad existente, esperando el milagro de que “no estalle” una sociedad devastada por indicadores sociales inauditos e inconcebibles. Azuzando la perversa combinación de miedo y esperanza, pero no en el sentido que le daba Bloch como espera activa, sino en el expresado por el poeta Fabián Casas en la inauguración del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires en 2019: “La esperanza solo sirve para que te quedes en el molde. Un pueblo con esperanza es un pueblo pasivo; un pueblo sin esperanza es un pueblo en estado de presente, un pueblo peligroso”.
Quizá llegó la hora de devolverle a la imaginación en política los estatutos que nunca debió haber perdido. Y en ese mismo acto de justicia actualizar el popular lema del Mayo Francés: “Seamos realistas, imaginemos lo posible”.
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur - septiembre de 2021