Democracia, densidad nacional y desarrollo

Ricardo Aronskind

El autor parte del contexto de la última dictadura cívico-militar para analizar en cada etapa del país su crecimiento económico y su desempeño democrático

En el comienzo de la etapa democrática, hace ya 40 años, hubo grandes expectativas en relación a las posibilidades de retomar la senda del desarrollo nacional.

Con cierta euforia ingenua, pensamos que autoridades bien intencionadas, surgidas del voto popular, no podían sino ocuparse de los problemas de las mayorías, sanar las heridas sociales y productivas, en fin, retomar la agenda perdida del desarrollo, interrumpida por la aplicación por parte de un orden autoritario de las políticas económicas de las minorías liberalizantes.

Para sostener la esperanza, se establecían hipótesis teóricas que vinculaban virtuosamente un tipo pluralista de sistema político con el perfil de las políticas económicas por venir, abiertas a las distintas necesidades sociales, que se podían y debían implementar. Se esperaba que las amplias fuerzas sociales interesadas en el desarrollo –empresariado productivo, clases medias, trabajadores– tuvieran fuerte incidencia sobre el sistema político partidario, y sobre el Legislativo y Ejecutivo. Por lo tanto, tendrían acceso al aparato del Estado y pesarían en las principales decisiones estratégicas.

A su vez, la Justicia volvería a ser permeable a las necesidades de la sociedad, resguardaría los derechos de todos los sectores y las libertades públicas, y se podría vivir sin temor a ver vulnerados los derechos personales y sociales.

Los sectores productivos quedarían liberados de la amenaza de ser sometidos autoritariamente a experimentos económicos que solo se concebían en cenáculos minoritarios, o en centros geográficamente lejanos para ser aplicados exclusivamente en países periféricos.

Sin embargo, las cosas no fueron así.

Los avatares del desarrollo argentino después de la dictadura

Antes de la última dictadura, la Argentina era un país políticamente conflictivo, que sin embargo venía recorriendo una senda no lineal de desarrollo e industrialización, y que enfrentaba una serie de dilemas estratégicos a resolver.

Esas grandes preguntas se referían a cómo continuar con la industrialización –que no podía ser solo mercadointernista–, cómo mejorar la eficiencia del sector público como palanca para el desarrollo integral del país, qué tipo de incentivos adecuados debían formularse para lograr una mayor competitividad de las empresas argentinas, cuáles eran las políticas macroeconómicas sostenibles para enmarcar y sostener el desarrollo, cómo inducir la modificación de la inserción internacional que tenía hasta ese momento el país, cómo avanzar en la dinamización y complejización de la producción agropecuaria, y cómo concretar la articulación del desarrollo científico tecnológico local con el despliegue del potencial productivo argentino en todas sus ramas.

La dictadura cívico-militar no solo no contribuyó a responder con inteligencia a estos interrogantes, sino que agregó nuevos escollos al desarrollo nacional: generó un gravísimo endeudamiento externo, sin una contrapartida en creación de mayores capacidades productivas y exportadoras, estimuló un sobredimensionamiento de un sector financiero ineficiente y parasitario, provocó un cambio en las condiciones de operación de la macroeconomía local –ahora parcialmente abierta–, lo que derivó en mayores problemas de gobernabilidad económica, favoreció un debilitamiento del Estado en todas sus estructuras burocráticas y financieras, con una lamentable asignación de los recursos públicos, dedicados al pago de la deuda externa y colonizadas sus áreas clave de decisión y control por diversos intereses sectoriales prebendarios.

El condicionamiento económico al despliegue democrático

El endeudamiento externo cumplió eficazmente, durante el primer gobierno democrático, con su función de condicionante estructural del Estado, que fue inducido a hacerse cargo tanto de los compromisos públicos como de los privados. A su vez, el endeudamiento grave de las principales empresas públicas comprometió las finanzas de las mismas, obligando no solo a minimizar la inversión en modernización, sino en el mismísimo mantenimiento de su capital productivo para garantizar la prestación de servicios a la comunidad.

En la gestión de Raúl Alfonsín, la grave limitación externa y el comportamiento oportunista de los grupos empresarios locales, que aprovecharon el debilitamiento estatal para continuar realizando negocios a costa del resto del país, mostraron las severas dificultades para poder reemplazar el rol histórico del Estado como locomotora del desarrollo, por un liderazgo privado dinámico comprometido con esa idea. El Presidente convocó en su momento a una “Alianza entre la Democracia y la Producción”, pero los grandes intereses corporativos estuvieron ausentes en esa cita histórica en cuanto a asumir sus responsabilidades inversoras.

El avance democrático, palpable en la convivencia cotidiana, en la desaparición del temor a expresarse y hacer sentir los reclamos, no pudo perforar una estructura de intereses sectoriales que mostraron su impermeabilidad a las demandas democratizantes de la sociedad en el terreno económico. El poder estatal democrático se mostró impotente para establecer una lógica de acumulación privada que tuviera un impacto positivo en lo social, así fuera en términos de crecimiento del producto y generación de empleo. A pesar de contar con un calificado equipo de economistas, esa gestión no logró crear condiciones propicias para el desarrollo, ante un poder corporativo que mostraba lógicas de acción individual y colectiva que diferían del rumbo deseado por el gobierno.

La democracia subordinada a las corporaciones

En el segundo tramo democrático, se abandonó decididamente la concepción estructuralista del desarrollo, y se la sustituyó por la búsqueda del crecimiento a secas. El cambio de meta no podía ser más significativo. La hiperinflación que precipitó la caída de Raúl Alfonsín derivó en una fuerte ofensiva política y mediática contra “el populismo, el estatismo, el desarrollismo y el nacionalismo”, y por el “libre juego de las fuerzas de mercado”.

En términos concretos eso implicó, luego de diversos intentos, la implementación de las políticas de “apertura económica, desregulación y privatización” del sector público recomendadas por el Consenso de Washington –exactamente la antítesis de las políticas que se implementaban en la Argentina desde los años cuarenta–, a las que se agregó una política de severo atraso cambiario. La grave distorsión cambiaria estuvo enmarcada en una supuesta estrategia monetaria estabilizadora –la “convertibilidad”– que llevó a un ruinoso período de destrucción productiva, concentración de la riqueza y la propiedad, y extranjerización de grandes empresas públicas y privadas argentinas.

Al cabo de 11 años de ese experimento neoliberal extremo, el país estaba más subdesarrollado y era más desigual, fragmentado y dependiente que en el pasado, a pesar de que formalmente el sistema democrático había funcionado en plenitud.

¿Era esa la prueba de que democracia y desarrollo son dos categorías completamente disociadas?

La crisis económica, social e institucional de los años 2001 y 2002 expresó la reacción de la sociedad ante un retroceso del país en todos los planos. El rechazo a “la política” y a “los políticos” –expresado así, sin matices– reflejó la responsabilidad que los ciudadanos argentinos le atribuyeron al sistema democrático en relación a las penurias por las que atravesaban. Pocos ciudadanos comprendían la vinculación entre las políticas económicas fallidas y los intereses corporativos y financieros que dominaron el sistema político argentino en aquella década.

A contrapelo de lo que se espera de una democracia activa, vital, durante la década de los ’90 se llevó prácticamente a cero el debate público en torno a los lineamientos centrales del rumbo económico establecido. Muy pocos políticos y economistas se atrevieron a desafiar el reinado del “pensamiento único” difundido a través de los grandes medios, que era férreamente respaldado por buena parte del empresariado más influyente del país, así como por las firmas y las finanzas multinacionales. Del pluralismo de ideas y visiones al que aspirábamos en 1983, habíamos pasado a una visión económica y social autoritaria, que no admitía cuestionamientos ni matices.

El resto de las expresiones de la sociedad fueron acalladas bajo el abrumador poder comunicacional de los sectores más concentrados. Solo quedó la protesta social de los sectores más golpeados por las reformas, las quejas del movimiento de derechos humanos ante los retrocesos en esa materia, y las movilizaciones ocasionales de algunos sectores sindicales y productivos que eran agredidos por ese modelo rentístico-financiero.

El déficit democrático se expresaba en el predominio excluyente en las instituciones que modelan la información y el pensamiento social por parte de los sectores económicamente más concentrados.

Confrontaciones democráticas en torno al perfil de la sociedad

El período kirchnerista fue un intento parcial de retomar algunos objetivos planteados por el desarrollo. Mientras que los experimentos neoliberales no solo no llevaban en esa dirección, sino que ni siquiera podían sostener un crecimiento que no fuera excluyente, en los 12 años en los que gobernaron Néstor y Cristina Kirchner se impulsó el crecimiento económico, se recuperó la industria y el empleo, y se dieron pasos significativos en materia de fortalecimiento del sistema científico y tecnológico nacional. Sin embargo, se continuó reposando en la actividad agropecuaria como principal abastecedor de divisas, no hubo un programa de fortalecimiento estructural del Estado y sus capacidades regulatorias y de control, y se reposó excesivamente en las estructuras primarizadas y extranjerizadas dejadas por el experimento anterior.

Faltó un programa de largo plazo, que conectara con eficacia la imprescindible reactivación productiva necesaria para aliviar la situación social –y el buen momento en materia de precios internacionales que se verificó entre 2003 y 2008–, con el despliegue de nuevas áreas productivas y exportadoras para darle proyección de largo plazo a la expansión económica y social, cuidando los equilibrios macroeconómicos con los externos.

Ese gobierno no encontró en el gran empresariado aliados significativos, a pesar del prolongado período de crecimiento logrado y de la contención social de los sectores más excluidos. Por el contrario, debió enfrentar comportamientos más cercarnos al boicot macroeconómico y la reticencia productiva, debido al fuerte sesgo ideológico de ese sector, que confundía las diversas formas de intervención estatal pragmática en ese período con formas amenazantes de socialismo.

El alto empresariado, sin comprender las dificultades que implica la búsqueda del desarrollo para un país periférico en el contexto de la globalización neoliberal, atacó al gobierno desde una perspectiva liberal-globalizante, que pretendía alcanzar una asociación subordinada con el capital transnacional desentendida de las realidades sociales locales y del despliegue de todo el potencial nacional.

Democracia de los CEOs

Producto de esa visión que confundía los intereses del capital global con los del país fue el gobierno de Mauricio Macri. El líder de la Alianza Cambiemos ofreció en la etapa preelectoral un programa impreciso –lo que le permitió lograr la adhesión mayoritaria del electorado– pero encarnó básicamente la visión de que los negocios empresarios generan espontáneamente equilibrios macroeconómicos e indirectamente bienestar social. Su marco de referencia general era la adaptación pasiva a la división internacional del trabajo definida desde las estrategias de las firmas multinacionales.

En la agenda del gobierno de Cambiemos, el desarrollo no aparecía como objetivo, mientras que se esperaban “mejoras” en las condiciones individuales, que surgirían a partir del efecto de la “confianza” de los inversores –locales e internacionales– en el nuevo gobierno.

La rápida normalización de las relaciones con las finanzas internacionales –a partir de la aceptación de sus demandas contra el país– llevó a un fuerte ingreso de capitales de corto plazo, pero no a un flujo de inversión extranjera directa ni a un auge inversor de las corporaciones locales. Nuevamente las políticas públicas dejaban de lado la importancia de incrementar las capacidades de repago de los compromisos externos vía construcción de capacidades exportadoras genuinas.

Un cambio en las condiciones de financiamiento internacional llevó a la rápida reversión del flujo de capitales volátiles, lo que precipitó un estrangulamiento externo que llevó al gobierno a solicitar con urgencia un crédito de rescate del FMI. La irresponsabilidad financiera oficial de Cambiemos –aplaudida y promovida desde los grandes fondos de inversión– derivó en un grave endeudamiento externo, la quiebra de numerosas pequeñas y medianas empresas, y un saldo muy negativo en materia de inversión, producción, ingresos y empleo. El crédito desmesurado del FMI –que condicionará la vida de la población argentina en sus más diversos aspectos– fue tomado de espaldas al sistema institucional argentino. Nuevamente la democracia formal aparecía vaciada del espíritu de la soberanía del pueblo sobre su propio destino.

¿Cómo explicar la crisis del desarrollo argentino en el contexto democrático?

Son numerosos y variados los factores que han incidido en la pobre trayectoria económica argentina en los últimos cuarenta años de democracia.

Mencionaremos solo algunos que nos parecen especialmente relevantes:

1) Cambios sociológicos significativos en la sociedad argentina, especialmente impulsados por las políticas de corte neoliberal, en relación con el peso decreciente de la clase obrera industrial y del mundo del trabajo en general en el conjunto de la sociedad, además de la aparición del desempleo estructural y la marginación social creciente. También un mayor grado de concentración económica y la conformación de grupos empresariales sin proyecto nacional viable, pero con fuerte influencia económica y política.

2) Paulatino vuelco ideológico de franjas crecientes del empresariado hacia la visión económica hegemónica en el mundo occidental, que no se correspondía con las características específicas de una economía periférica y con sus propias necesidades de acumulación.

3) Disolución del mundo bipolar, y consiguiente preeminencia política, diplomática, militar y cultural norteamericana. Surgimiento de un clima político de época de triunfo del capitalismo “liberal-democrático” sobre cualquier otra expresión ideológica u opción de modelo político económico, como las socialdemocracias o los nacionalismos terceristas.

4) Alineamiento de los organismos multilaterales de crédito con las nuevas políticas globales orientadas a la expansión de las firmas multinacionales occidentales a nivel global y a la penetración del capital financiero internacional sin restricciones en todas las economías.

5) Ofensiva en el mundo académico, intelectual y mediático contra el pensamiento económico heterodoxo en sus diversas versiones, y a favor de la restauración de un enfoque económico neoliberal, presentado como el único camino válido a transitar en el capitalismo globalizado.

6) Vuelco de la región latinoamericana hacia enfoques de la gestión gubernamental “promercado”, en términos de adaptación de las legislaciones, regulaciones y proyectos locales a los requerimientos del capital global. La meta de la política pública dejó de ser desarrollarse, sino estar incluido –de la forma que sea– en el sistema global.

7) Desorientación ideológica de los grandes partidos mayoritarios, que no supieron adaptar sus tradicionales orientaciones doctrinarias a las nuevas condiciones del entorno global, adoptando en lo económico y lo social “paquetes cerrados” de pensamiento ortodoxo.

8) Debilitamiento estructural de los Estados nacionales en la periferia, tanto en sus capacidades técnicas, en sus recursos financieros y materiales, como en su autoridad política y prestigio ante el público para intervenir en las grandes cuestiones estratégicas.

El debilitamiento de la densidad nacional

En uno de sus últimos y más ambiciosos trabajos, Aldo Ferrer buscó encontrar una serie de elementos, a lo largo de las experiencias exitosas de desarrollo en el mundo, para determinar los requerimientos básicos necesarios para poder sostener un proceso de desarrollo nacional.

El análisis de Ferrer abarcó desde la primitiva experiencia de desarrollo capitalista de Inglaterra, hasta la actual experiencia de transformación de la República Popular China.

En ese recorrido histórico de gran aliento encontró una serie de elementos económicos, político-institucionales e ideológicos que se pueden observar en todas esas experiencias exitosas de desarrollo.

La densidad nacional se constituye según Ferrer a partir de cuatro grandes factores:

a) Cohesión y movilidad social: los países que lograron arribar a un estadio elevado de desarrollo involucraron en ese proceso al conjunto de la sociedad, lo que sustentó el proceso de acumulación e hizo participar a la mayor parte de la sociedad de los frutos del progreso logrado;

b) Liderazgos y acumulación de poder: los diversos sectores productivos contaron con participación y protagonismo decisivo de empresas nacionales. La presencia de empresas extranjeras estuvo asociada al tejido productivo local mediante eslabonamientos con empresas de propiedad pública y empresarios locales;

c) Estabilidad institucional: en las experiencias exitosas de desarrollo se contó con instituciones estables y regímenes políticos capaces de contener y resolver las tensiones emergentes del proceso de transformación; las reglas de juego establecidas reflejaron la existencia de un sentido de pertenencia en la mayor parte de la sociedad y ningún sector estuvo en condiciones de imponer su voluntad unilateralmente sobre el resto de los actores;

d) Pensamiento crítico: en todos los países exitosos predominó un pensamiento propio fundado en el interés nacional y en cambio se rechazó el pensamiento hegemónico de las potencias dominantes en esa época, que no reflejaba ni tenía capacidad de resolver las necesidades y problemáticas locales.

No hace falta una investigación exhaustiva para observar que en los 40 años de democracia transcurridos, estos factores relevantes para sentar las bases del desarrollo no se fortalecieron en nuestro país, sino que siguieron un camino inverso.

Partiendo del duro golpe que significó la política de la dictadura cívico-militar para la densidad nacional, el derrotero en el período democrático de los factores que hacen a su fortalecimiento muestra lo siguiente:

a) Cohesión y movilidad social: a lo largo del período, la evolución económica del país no abarcó al conjunto de la sociedad, que mostró capas poblacionales crecientes fuera del circuito laboral y con escaso acceso a los bienes que una sociedad moderna debería garantizar. La economía privada realmente existente no fue capaz de ofrecer oportunidades de progreso para las mayorías. En paralelo, comenzaron a circular ideologías que justifican la segregación y el desapego social.

b) Liderazgos y acumulación de poder: se pudo observar una creciente extranjerización de la economía nacional, donde la mayoría de las grandes empresas locales pasaron a ser controladas por el capital extranjero. El empresariado más concentrado no fue capaz, durante todo el período, de formular un proyecto viable desde el punto de vista macroeconómico y social. Por el contrario, propició experimentos fallidos con un alto costo en materia de desarrollo nacional.

c) Estabilidad institucional: el actual período político democrático es el más largo en la historia institucional del país. Pero a pesar de las décadas transcurridas no existe acuerdo social sobre las características de las instituciones económicas básicas, como el papel del Estado en la economía, la importancia de la moneda nacional, el sentido del pago de impuestos y las características del régimen tributario, la distribución adecuada de los recursos federales, la independencia y ecuanimidad judicial. Esos desacuerdos se expresan en vaivenes institucionales significativos entre las diferentes gestiones gubernamentales. Por otra parte, la elite económica intenta imponer por diversas vías sus intereses al conjunto de la sociedad.

d) Pensamiento crítico: como lo ha señalado Aldo Ferrer, el pensamiento propio de nuestra región, expresado por el estructuralismo latinoamericano, y con los aportes de la teoría de la dependencia, parecen haber sido desplazados del acervo intelectual de los decisores políticos, del pensamiento empresario y hasta del ámbito académico. Predomina la influencia intelectual de las visiones emanadas de los centros de poder. Los grandes debates nacionales no ocurren, ni parecen importar a los grandes decisores políticos.

Conclusiones

Vista desde afuera, considerada según un conjunto de parámetros objetivos, en la comparación internacional la Argentina cuenta con las condiciones necesarias para el desarrollo.

La democracia podría ser la forma institucional más adecuada para promover la integración social, la confluencia en objetivos compartidos, y el involucramiento colectivo en un proceso de mejora continua de las condiciones materiales de vida de la población.

Sin embargo, la conflictividad que se observa en nuestro país no se da en torno a las características que debería tener el desarrollo futuro compartido, sino en relación a la apropiación actual del excedente con fines particulares. Un juego de suma cero planteado desde la cúspide de la sociedad, sin ninguna proyección temporal.

El sistema político –que debía canalizar y sintetizar positivamente las aspiraciones del conjunto social– ha sido deformado por el peso del poder económico en los mecanismos de construcción de las políticas públicas, tanto adentro como afuera del aparato estatal.

La evolución de la situación institucional doméstica ha creado un marco de relativa impunidad para formas de apropiación de la riqueza que nada tienen que ver con la producción y el desarrollo, sino que inciden en la depredación del entorno social y cultural, vital para una sociedad democrática.

Las prácticas corruptas, la evasión impositiva, el contrabando, la constante violación de las reglas públicas para obtener ventajas económicas adicionales, las rentabilidades exorbitantes vinculadas al ejercicio del poder monopólico en los mercados sobre consumidores y usuarios, la enorme fuga de capitales, son prácticas naturalizadas en las últimas décadas, que son presentadas a la sociedad como la única forma en que el capitalismo debe funcionar.

Durante los últimos cuarenta años, el sistema político ha mostrado severas dificultades para representar a todos los sectores –lo que no es un proceso exclusivamente local– y eso se ha expresado en cierto desaliento y distanciamiento social de amplias capas poblacionales, entre ellos sectores juveniles, en relación a las instituciones democráticas.

El sistema político ha pasado por momentos extremos de cooptación por poderosos intereses económicos locales y extranjeros, cuyos proyectos de acumulación no presentan ningún tipo de imbricación con el destino de vida de las mayorías.

Esa cooptación solo ha cesado transitoriamente, cuando se produjeron graves crisis sociales producto de la inconsistencia de las propias políticas públicas promovidas desde los poderes fácticos.

El deterioro de la vida institucional, expresado en el desencanto político de una opinión pública fuertemente fragmentada, el sesgo partidario y de clase que muestra el sistema judicial, las trabas políticas e institucionales que enfrenta el poder ejecutivo para poder implementar las políticas que fueron votadas mayoritariamente por la ciudadanía, las amenazas de desestabilización frente a decisiones públicas que no agradan a las elites, la intervención torpe e inadecuada de organismos internacionales y potencias extranjeras en la definición de las políticas públicas argentinas han marcado los años recientes de democracia.

Así como el subdesarrollo crea las condiciones para una democracia cada vez más empobrecida, una democracia vaciada, formalmente activa pero incapacitada para ofrecer soluciones concretas a la población, no puede conducir a ningún proceso de desarrollo creíble.

El pensamiento latinoamericano hace ya tiempo estableció que el proceso de desarrollo en la periferia no es espontáneo, ni surge naturalmente del “libre juego de las fuerzas del mercado”. Grandes autores latinoamericanos nos enseñan que el desarrollo de las diversas experiencias nacionales exitosas, desde fines del siglo XIX, ha sido un proceso consciente que siempre fue conducido por algún actor social con poder y determinación.

En las últimas décadas, en el contexto de la globalización neoliberal, presenciamos la deserción de las elites empresarias latinoamericanas –tanto por sus propias limitaciones como por el giro concentrador que tomó la globalización– de la posibilidad y el interés por encabezar ese proyecto común.

Por consiguiente es al Estado a quien le corresponde un lugar central en esa enorme tarea pendiente. En el caso latinoamericano, hemos visto también en la integración regional otro paso para superar la balcanización y potenciar la autonomía de nuestros países para controlar su propio destino. Pero avanzar en ese objetivo depende también de Estados cuya densidad nacional ha sido debilitada por los experimentos neoliberales.

Para retomar las ilusiones democráticas que revisitamos al comienzo del texto, el sistema de partidos y las instituciones públicas deberían reconectarse con el conjunto de la sociedad, corrigiendo el actual sesgo deformante hacia los intereses de minorías cuya visión no se corresponde con las necesidades del desarrollo nacional.

Solo una democracia revitalizada, inundada por una sociedad activa e involucrada políticamente, podrá encontrar la energía y la motivación para encarar las grandes tareas que permitan trazar un camino propio hacia el desarrollo, construyendo consciente y organizadamente la densidad nacional.

 

Fuente: Voces en el Fénix - Octubre 2023

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