¿Se volvió más hostil vivir en la ciudad?

Fernando Bercovich

Además del ritmo, los ruidos y los obstáculos, el transporte y los espacios públicos muestran un cambio en su uso por parte de los habitantes de Buenos Aires. ¿Cómo afecta eso en las personas y la sociabilidad?

Desde hace un tiempo me parece más difícil caminar por las calles de Buenos Aires. Se lo podría atribuir a cierta sensación de extrañamiento que empezó después de la pandemia o simplemente a la edad. Los años no vienen solos y en mi caso vinieron con algo más de mal humor por cuestiones que quizás antes no me parecían tan graves. 

La calle sucia, el mal funcionamiento del transporte público, u otras a priori menos importantes como los ruidos (bocinazos, caños de escape defectuosos, frenadas de los camiones, música a todo volumen saliendo de los negocios de electrodomésticos) o la gente que cuando llueve sale con paraguas y camina por debajo de los balcones sacándole posibilidad de refugio a quienes no previeron la lluvia o no tienen paraguas (esa es un poco específica, pero ¡qué bronca!). 

¿Soy yo o todas esas cosas me molestan más ahora que antes simplemente empeoraron? Algunos problemas pueden ser subjetivos, pero otros son mucho más mensurables y evidentes. 

No voy en tren

La calidad del transporte público, por ejemplo, empeoró notablemente en el último tiempo. De los trenes que recorrieron el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA) en 2022, el 82% habían llegado en el horario programado a sus estaciones. Al año siguiente ese porcentaje –un indicador que la Comisión Nacional de Regulación del Transporte llama “regularidad relativa”– bajó al 81%. El año pasado volvió a bajar, pero esta vez hasta el 78%, el número más bajo desde 2014. 

Esto podría estar justificado porque hubo un aumento en el total de trenes en servicio, pero no fue el caso: durante 2024 hubo, en promedio, alrededor de 1.000 servicios menos por mes transportando pasajeros en el AMBA en comparación con 2023, lo que equivale a 30 formaciones menos por día. Es decir que el tren no sólo se volvió menos confiable sino que, al haber menos trenes, los tiempos de espera son más largos y se viaja en peores condiciones porque viene más lleno.    

Con los colectivos pasó algo similar. Según estadísticas del Gobierno porteño de diciembre de 2024, la cantidad de colectivos en calle durante la hora pico bajó 16,2% respecto al mismo mes de 2019. Esto podría deberse a una baja en la demanda post-pandemia, provocada por el aumento del trabajo remoto, pero no. En el mismo informe se destaca que el uso del colectivo bajó un 10% con respecto a la pandemia. Cabe preguntarse si vino antes el huevo o la gallina: ¿hay menos bondis en la calle porque la gente los usa menos o la gente los usa menos porque hay menos bondis, por ende el servicio se volvió menos confiable y más incómodo? El concepto de “demanda inducida”, muy útil cuando hablamos de movilidad, nos hace pensar que la respuesta correcta es más la segunda que la primera. 

La variación en el uso del subte también es llamativa. En diciembre de 2024 hubo un 30% menos de viajes realizados que en el mismo mes de 2023, y un 47% menos que en 2019. Esta tendencia venía desde antes de la pandemia, entre otros motivos porque la red de subtes (no así la de bondis) está pensada básicamente para ir y volver del centro, y los lugares de trabajo y ocio fueron cambiando sin una expansión de la red que acompañe esa nueva dinámica urbana. 

De todas formas, parte de esa disminución de viajes en subte se debe al aumento del precio y sobre todo en comparación a los otros modos de transporte. Además, la evasión de molinetes no es registrada por las estadísticas que toma como fuente de información las transacciones de la SUBE, por lo que quizás no bajó tanto el uso sino que el dato no fue registrado. 

Los aumentos en el transporte público de forma descoordinada entre las jurisdicciones provocó algo nuevo en Buenos Aires: las personas empezaron a elegir si tomar o no determinado transporte público en base a su precio. Es que mientras que 40 viajes en subte representan cerca del 11% de un salario mínimo, el colectivo representa un 5% y el tren un 4%. En diciembre de 2023 todos coincidían en torno al 3%. Además, con el desentendimiento de Nación de los subsidios nacionales a las líneas provinciales y la desconexión de la red SUBE (lo que otorgaba descuentos en los segundos y terceros tramos), hoy existen hasta seis tarifas diferentes entre bondis de distinta jurisdicción, tren y subte. 

La carga no es sólo económica sino también mental. Introducir más variables, como la económica, a la decisión individual y cotidiana de viajar no es conveniente para el bienestar individual. Pero tampoco para la eficiencia del sistema en su conjunto porque un subte vacío, por más que la tarifa sea más alta, es un subte más difícil de financiar y mejorar. 

La persona que puede, además, elige escapar de ese sistema que le hace la vida más complicada. Así, el volumen promedio de vehículos que ingresan y egresan por los peajes de la ciudad de Buenos Aires en diciembre de 2024 fue 15% mayor respecto al mismo mes de 2019. A eso se suma que en 2023 (último dato disponible) el transporte individual (autos y motos) subió su participación en los viajes totales del 18,3% al 22% respecto de 2019. Es decir, cambiamos modos de transporte donde nos encontramos con otras personas por un modo donde viajamos solos. 

Las políticas del Gobierno nacional, que en muchos sentidos es imitado por el Gobierno de la ciudad, sólo profundizan esta dinámica. Hace pocas semanas se oficializó la baja de impuestos a la compra de los autos más caros, en paralelo a un desfinanciamiento y vaciamiento de Trenes Argentinos y del transporte público en general vía recorte de subsidios. 

Para saber cómo es la soledad

Eso me hizo pensar en algo en lo que se indaga cada vez más, que es la relación entre la salud mental de las personas y la calidad de vida en la ciudad. En este punto hay un dato que para mí es elocuente: en Argentina, las muertes por suicidio duplican a las causadas por asesinatos dolosos aunque se hable públicamente mucho más de lo segundo que de lo primero. En 2023, últimos datos disponibles, se registraron 4.195 suicidios (6% más que en 2022) y se reportaron 2.046 homicidios dolosos (un número más bajo que en 2022). Además, las estadísticas provinciales de 2024 y 2025 coinciden en un aumento general de los intentos de quitarse la vida. Obviamente los motivos de ese aumento son diversos, pero los efectos de una vida urbana cada vez más precaria no pueden descartarse.

La sensación de soledad, que muchas veces aparece en los territorios más densamente poblados, fue explorada por las Ciencias Sociales y por el arte, muchas veces posiblemente porque a priori reviste una paradoja. En Las grandes ciudades y la vida del espíritu, un clásico de la Sociología escrito por Georg Simmel a finales del siglo XIX, la naciente vida urbana moderna aparece marcada por el ritmo acelerado y la sobreestimulación sensorial, que según Simmel fomenta una actitud racional y reservada en las personas. Nos escondemos en nosotros mismos ante el abrumador avance de lo externo. En el cine hay infinidad de ejemplos pero uno de mis favoritos es Perdidos en Tokio, de Sofía Coppola, donde Bill Murray y Scarlett Johansson experimentan una sensación de vacío y hastío en medio de una de las megalópolis más estimulantes del mundo.

“La soledad es una epidemia declarada por la Organización Mundial de la Salud”, escribe acá Victoria O’Donnell. La socióloga especializada en tecnología y salud mental argumenta que si bien, tal como señaló Simmel en su momento, la sensación de soledad es inherente a las metrópolis, la política urbana puede compensarla impulsando, entre otras cosas, “un transporte público digno y accesible, espacios verdes multifuncionales, clubes y actividades culturales gratuitas y espacios urbanos con la intención implícita de facilitar el contacto humano de manera espontánea en nuestro transcurrir cotidiano”.

En los últimos años, desde el diseño urbano se empezó a cambiar la forma en que se concibe el espacio público. Por ejemplo, teniendo en cuenta a la población neurodivergente, que incluye a aquellas personas con autismo pero también a aquellas que sufren depresión o ansiedad. Una de las patas más fuertes de esta nueva corriente de diseño de los espacio públicos tiene que ver con la disminución del ruido, señalizaciones más amables y fáciles de entender, mayor presencia de verde y asientos más cómodos en plazas que inviten a hacer una parada en el frenesí cotidiano. 

En la Ciudad de Buenos Aires no parece estar pasando nada de eso últimamente. El año pasado el instituto ICiudad y la Defensoría del Pueblo hicieron un informe sobre el uso de los espacios públicos porteños. El 63% dijo utilizar las plazas y parques al menos una vez a la semana (es un montón) pero el 46% respondió que está poco satisfecho con el mantenimiento e higiene de plazas y parques. Además, la inseguridad es la principal razón entre quienes dicen no usar las plazas y parques de su barrio. Una de las preguntas que hicieron en el marco del estudio fue “¿qué harían con los terrenos públicos que tiene la ciudad?” y la abrumadora mayoría respondió “construir espacios públicos” (40%) seguido por “construir viviendas para alquiler” (28%). Muy lejos quedó “vender para emprendimientos privados” (12%), que es la política más implementada tanto por el Gobierno porteño como nacional en torno a su tierra pública.  

En La vida social de los pequeños espacios urbanos William H. Whyte siguió los pasos de Simmel pero en 1980 y en Nueva York. Mediante la observación, el urbanista y sociólogo analizó cómo los espacios públicos reducidos como plazas y esquinas influían en la interacción social. Su conclusión, a grandes rasgos, es que cuanto mejor diseñado está el espacio público y su mobiliario urbano (bancos, mesas, paradas de colectivo, baños públicos, bebederos, juegos infantiles) hay más posibilidades de que se produzcan encuentros casuales entre personas extrañas que pueden ser el inicio de una relación. La película Mi amiga del parquede Ana Katz, habla bastante de esto.

Arianna Salazar-Miranda, doctora en Urbanismo y Planeamiento Computacional por el MIT, se inspiró en el trabajo de Whyte para investigar qué estaba pasando en varias de las ciudades más grandes de Estados Unidos con la interacción de las personas en la vía pública. Aplicando técnicas de inteligencia artificial a antiguas grabaciones de video, comparó la actividad de los peatones en 1980 y 2010 en lugares destacados de Boston, Nueva York y Filadelfia. 

La autora confirma algo que vengo pensando mucho en este último tiempo. Muchas veces me doy cuenta que estoy caminando rápido aun cuando estoy sobrado de tiempo para llegar puntual a mi destino y se lo atribuyo a cierto apuro por dejar de estar en la calle, o cierto arrastre de las personas que caminan a mi alrededor. Salazar-Miranda descubrió que los peatones caminaban un 15% más rápido en 2010 que en 1980. Además, en las imágenes analizadas había menos encuentros informales y los que había duraban menos: las personas observadas permanecían la mitad del tiempo en el espacio público que tres décadas antes. 

Una hipótesis que sugiere la autora es que los ingresos medios habían aumentado entre quienes vivían y trabajaban en los lugares analizados, por lo que el tiempo de esos individuos valía más que antes y eso podría disuadirlos de participar en actividades de ocio, conversaciones informales o paseos descontracturados que significarían un desperdicio de su preciado tiempo. 

También, para no perder la costumbre, se apunta a la tecnología. Si bien en 2010 el smartphone no estaba tan instalado como ahora, en Nueva York el 80% de los adultos ya tenía un celular y es probable que ya hubiera un incipiente reemplazo de las interacciones físicas por las virtuales. A lo que cabe la pregunta: ¿es internet y en particular las redes sociales un tipo de espacio público?

¿Para qué sirve hablar con extraños?

Es probable que exista un reemplazo paulatino de encuentros casuales en la calle o en la plaza por lo que se llaman “terceros lugares”, a los que por lo general hay que pagar para entrar. Los bares, gimnasios, canchitas de fútbol 5, shoppings y lugares similares que se masificaron en los últimos años. Una privatización de los encuentros en la ciudad que vuelve menos interesante la vida urbana o en palabras de Salazar-Miranda, “cuando la gente se relaciona en esos espacios tiende a encontrarse con otras personas muy parecidas a ellas mismas, con un nivel económico similar, con gustos parecidos”. Es decir que esta dinámica pone en riesgo la mixtura social y cultural de las ciudades que es lo que las hizo históricamente atractivas. 

La persona con los recursos para comprarse un auto y dejar de tomarse el tren lo va a hacer y va a dejar de cruzarse con gente distinta a sí misma en el transporte público. La persona a la que le moleste que la calle esté sucia y puede mudarse a un barrio cerrado es probable que lo haga (porque además hay cada vez menos diferencia entre alquilar un departamento en Palermo y una casa en un country) y deje de cruzarse al vecino que quizás es distinto en muchos aspectos. Y así con el hospital, la escuela, el supermercado y un sinfín de interacciones urbanas posibles. 

Si sos progre como yo quizás conocer gente distinta a vos te parezca un valor en sí mismo. Pero no se trata de gustos o un imperativo ético acerca de cómo tiene que ser el mundo. Que las ciudades sean lugares homogéneos y segregados afecta la potencia de las personas y sus posibilidades de éxito en lo que hacen. Si es menos probable que personas con aptitudes y experiencias desconocidas interactúen, es menos probable que amplíen sus perspectivas personales, culturales y profesionales. Incluso si esa interacción consiste en discutir en una plaza sobre un tema aparentemente banal. 

La ausencia de esas interacciones aumenta las chances de que seamos menos productivos. Valores como la eficiencia en los procesos, la competencia y la colaboración –todos valores capitalistas y liberales– fueron históricamente el gran diferencial de la ciudad y por eso siempre fue en ellas donde emergieron innovaciones tecnológicas, nuevas corrientes filosóficas y hasta formas de gobierno imaginadas unos años antes por teóricos que se juntaban a charlar de política y tomar algo en un bar.

 

Fuente: Cenital - Febrero 2025

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