Mujeres y poder
Está claro que el retraso con que llegan a los gobiernos es la más manifiesta confesión de que el sistema declarado de derechos universales no es tal en absoluto, o que algo no declarado ha logrado eludirlo, si ni siquiera los juristas han prestado mucha atención a la exclusión de las mujeres. ¿No es extraordinario que, a más de dos siglos de la declaración de derechos de 1789, según la cual cada hombre nacía «igual en derechos» (por «hombre» se entendía los miembros de la especie humana), se nos felicite cálidamente si alguna mujer resulta promovida al gobierno de la cosa pública? Ya entre 1789 y la admisión de las mujeres al sufragio universal, derecho primero y elemental, tuvo que pasar más de siglo y medio. Las mujeres habían salido de la casa y de los campos, inundaban el trabajo y las redes sociales, pero filosofía y costumbre hacían como si tal no sucediera.
Y a comienzos del siglo XXI nos sorprende que esto pase también en la esfera política. En donde, por lo demás, las mujeres siguen siendo bastante minoritarias, como demuestra la discusión entre porcentajes y no porcentajes, como si los sexos no fueran manifiestamente dos, e igual debiera ser la representación. Frente a esta macroscópica distancia entre principios y realidad de las relaciones humanas, algunas feministas han dicho que el retraso del derecho era tal, que las más avisadas lo rechazaban, estableciendo las verdaderas y decisivas relaciones sólo entre ellas, en una comunidad otra.
¿Será acaso la formación simbólica de esa comunidad crítica de mujeres lo que ha provocado el resquebrajamiento del muro de los poderes públicos a que estamos asistiendo ahora? No lo sé. El resquebrajamiento está poblado de valores y de interrogantes. Da qué pensar el que se haya verificado en el siglo pasado, y antes que en occidente, en sistemas para los que hablar de democracia imperfecta sería quedarse corto. Es con el final de la dominación colonial inglesa que se tiene la primera mujer jefe de estado –si no me equivoco— en Sri Lanka, Sirimavo Bandanaraike. Y después Indira Gandhi, en India, y Benazir Bhutto en Pakistán. Son contextos tumultuosos y es determinante el carisma familiar; Indira Gandhi es hija del Pandit Nehru, seguidor del Mahatma y primer jefe del estado independiente. Benazir Bhutto, paquistana, es hija de Ali Bhutto, ahorcado con el golpe de estado del general Zia. La Bandanaraike, viuda del líder de la oposición recién asesinado. También Violeta Chamorro en Nicaragua y Cory Aquino en las Filipinas son herederas de un jefe. Sin embargo, si en todas ellas el nombre que llevan ha sido decisivo en su acceso al cargo, ninguna gobierna como pantalla de otro hombre. Antes bien, Indira Gandhi se vuelve figura de relieve en el siglo (terminará asesinada como uno de sus hijos), pero también otras han gobernado sus países por sí mismas y para sí. Reinas aparte (y también, éstas, pocas, y madres o viudas), esto no había sucedido sino hasta mitad del siglo XX, con independencias y burguesías nacionales instaladas.
En el ámbito occidental, caída en 1969 Golda Meir, que había accedido al cargo de primer ministro de Israel después de la guerra de los seis días, se necesitarán otros diez años para tener la primera mujer premier en Europa: no hasta 1979, cuando entra a Downing Street Margaret Thatcher. En su caso no cuentan en absoluto ni padre ni marido ni hijos; tampoco, luego, en el de la noruega Gro Brundtland, u hoy para Michèle Bachelet y Angela Merkel y quizá mañana para Ségolène Royal, cuya relación de pareja con François Hollande, secretario del partido socialista, perjudica más de lo que ayuda. Cuenta, en cambio, en los Estados Unidos, que no han tenido jamás una mujer presidente, cuando Hillary Clinton se ofrece como candidata con el nombre del marido más que con el suyo, Rodham. Y sólo desde este año una mujer, Nancy Pelosi, preside el Congreso en Washington. En Italia son muchas las mujeres alcalde, pero no se perfila una figura de futura primera ministra.
¿Se pueden sacar conclusiones? ¿Por ejemplo que una figura femenina habría de surgir más fácilmente en situaciones sociales arcaicas y en el curso de agudos conflictos identitarios? ¿Que, salvo en el caso de Golda Meir, procedente de la izquierda política y sindical del Mapai y del Histadruth, son los partidos conservadores los que llevan a los máximos cargos a las mujeres? Alguna feminista nuestra se enamoró de Irene Pivetti cuando la Lega la impuso como presidente de la Cámara: joven y bella, parecía diferente de Nilde Jotti, que había ocupado el mismo cargo, o de Rosy Bindi, que tiene mucho más protagonismo. Es seguro que Margaret Thatcher ha tenido más atrevimiento que su partido en demoler todo lo que podía de las conquistas sociales de los laboristas; no por nada la han llamado la dama de hierro. Pero esto indicaría sólo que las mujeres de derecha tienen más oportunidades que las de izquierda. En un registro más soft, es lo mismo para Angela Merkel, cuyo ascenso intentaron bloquear por todos los medios, y no los más limpios, Gerhard Schröder y Joschka Fischer. Y en clave antiprogresista han pasado Violeta Chamorro en Nicaragua y Cory Aquino en las Filipinas. La excepción la habría constituido el Partido socialista en Francia –breve e infeliz había sido el paso de Edith Cresson, gracias a una llamada de Mitterrand—, si Ségolène Royal no se hubiera elegido sola como candidata a la presidencia de la república, creándose por sí misma una base a través de su blog "Désir d´avenir" e imponiéndose a los varones de su familia. En fin, de estas mujeres, feminista no lo es ninguna, excepción hecha de Gro Brundtland, y, por un inicial compromiso desmentido después por su tarea de gobierno, de Benazir Bhutto. La mejor parte se la lleva el empowerment propuesto por Hillary Clinton, con todas sus ambigüedades.
No diría, por lo tanto, que el feminismo –según la formulación de los años 70 y 80, como movimiento de liberación de las mujeres que ha denunciado el emancipacionismo como impulso para obtener los mismos papeles que los varones— haya sido el elemento decisivo. Ha tenido y sigue teniendo un papel bastante más determinante en la crisis de la política del siglo XX que en el ascenso de las mujeres en política. Se debe todavía en grandísima medida a aquella emancipación femenina inserta en el crecimiento de la burguesía occidental.
Inserta y sensible a la lógica del sistema económico, aun si incapaz de borrar el conflicto sexual. Éste domina explícitamente en las culturas extremas: los neocon se espantan por el burka pero han mantenido inalterable el patriarcado, de formas incluso irrisorias, como el juramento de castidad hecho por las hijas a los padres en ceremonias de elite entre flores y guirnaldas, con el ingreso de las madres vedado, a modo de garantía de que la consigna de la muchacha pase de hombre a hombre. La iglesia de Ratzinger se empeña obsesivamente contra el sacerdocio femenino. Todos los fundamentalismos se basan en la inferioridad de la mujer, y habría que preguntarse por qué hoy se manifiestan más que ayer. Mas fuera de los mismos tampoco deja de darse una opaca misoginia, mezcla de confusión de los hombres respecto de sí mismos y de temor ante el posible crecimiento de algún poder femenino. Miedos inconfesados que resultan no menos restringentes que la necesidad de fuerza de trabajo, física e intelectual, de las mujeres. En Francia, la candidata Ségolène Royal es seguida por los medios de comunicación con un voyeurismo compulsivo, desde la ropa que lleva a la mínima palabra que dice o deja de decir, y las mujeres, que no votan nunca con júbilo por otras mujeres, no se privan de poner reparos a esto o a aquello: que si viste demasiado elegante, que si no es demasiado aburrida, que si tiene un tono demasiado profesoral, que si no se la ve demasiado madre, que si se la ve demasiado feminista, que si, al contrario, lo es demasiado poco. Pero la duda más extendida es: ¿estará en condiciones de dirigir un gran país? Una pregunta que nadie se haría si se tratara de un varón con un curriculum como el suyo, dos veces ministra, con Mitterrand y con Jospin, y presidente de una gran región. El patriarcado está en situación comprometida, pero anda todavía lejos de estar liquidado.
Sobre todo, la máquina del gobierno tritura todo lo que no está ya en sus redes articuladas. Y no porque sea vieja y funcione mal, sino porque es compleja y absorbente. Muchas han sido las mujeres promovidas por Miterrand, incluso feministas históricas como Antoinette Fouque y Véronique Néiertz; muchas han sido óptimas ministras en carteras esenciales como economía y trabajo (Aubry) o justicia (Guigou), pero no han logrado cambiar nada en el sistema político, no digo ya la forma o los métodos, pero ni siquiera las proporciones entre contenidos. Eso es impermeable: la presentación de la Cicciolina en Montecitorio, desnuda bajo la bandera nacional, turbó por un momento, pero rápidamente resbaló como la lluvia sobre las plumas de un pato. Si la sociedad civil, cualquiera sea el sentido que se le quiera dar a la palabra, se retira, la máquina continúa moliendo las decisiones, y es penoso oír repetir que estaría en crisis. No está en crisis, la abstención es un mecanismo de funcionamiento que también cuenta. Es así también cuando las mujeres se retiran declarando al sistema político como no esencial. O se cambian los códigos o se sufren en carne propia.
¿Pero cómo cambiarlos? El discurso sería largo. Me ha golpeado la muerte de Angela Putino, a la que Luisa Murato ha dedicado una bella y afectuosa página en Il Manifesto del 17 de enero pasado. Angela era leve como un pájaro y su razonar era un vuelo de golondrina que dejaba sin aliento. Pero su reflexión sobre el construirse del sujeto, de la idea de sí en la cultura y en el tiempo, me parece la más fértil; sucede, escribe ella, como la evolución de las formas biológicas, vista más desde Cuvier que desde Darwin, por disensiones e inclusiones, no sujeta a un diseño final, sino diseñando más sutilmente, paso a paso. La «diferencia» de las mujeres sería «la extranjeridad» a la historia, conducida hasta ahora por un solo sexo, y hoy aflorada a la conciencia y ya no sólo sufrida. Así hablaba Virginia Woolf, y Putino la reinterpreta: logró una mirada diversa, una lectura distinta. En la «sociedad de las extrañas» había visto, en su tiempo, un rechazo a inmiscuirse. Putino lo ve como una injerencia permanente, una mirada desde otro punto de fuga, un enfoque modificado poco a poco por quien, viendo, modifica también. Es un hacerse, una historicidad sin ningún determinismo, que liquida el dilema entre homologarse al pensamiento político o darle la espalda. A condición de que no nos pensemos a nosotras mismas como un proyecto final, sino como aún no actuado, tal como es sugerido por el orden de la madre, o por quien nos ve como portadoras de sentimientos y pasiones que romperían con la abstracción del varón (y por lo mismo, del político, por lo demás atravesado demasiado a menudo por pasiones y sentimientos, altos y bajos). Las subjetividades de Angela son diferentes y están conectadas por fricciones, cerradas y abiertas, nunca repetidas.
Es una clave para reformular y reescribir las reglas del pensar y hacer político. Que, por lo tanto, deberemos volver a atravesar todo siempre desde el punto de vista de quien mira viniendo de un punto diverso, pero mira, no se distrae, quiere ver todo. Y al hacerlo, persigue humanamente –dígase así— un conflicto que no lleva a un suicidio o a la muerte, aun cuando mucho debe caer. En esta clave leería yo el reafirmarse de algunas mujeres dentro de los esquemas de una emancipación que ha modificado la escena, también por la acumulación de una experiencia feminista de sí propias que las ha llevado más allá. También y más allá.
Fuente: Revista Sin Permiso-01.04.2007