Entrevista con el politólogo Guillermo O’Donnell: “Nuestras democracias piden a gritos un pensamiento más latinoamericano”
A contrapelo de las teorías que reducen la democracia a una urna atiborrada de papeletas, a contramano de las manadas de expertos que rotulan al Estado como una compañía a racionalizar en busca de eficiencia y saldos usurarios, Guillermo O’Donnell, hace rato un clásico en la bibliografía obligatoria de las ciencias sociales, postula “una relación constitutiva entre el Estado y la democracia”, y continúa pensando en torno de esas dos instituciones que viene acechando hace casi tres décadas. Transitoriamente en Buenos Aires, anticipando su regreso definitivo al país, el politólogo recorre en esta entrevista con Página/12 los temas que aborda en su último libro, Disonancias (Prometeo), y destaca “las graves falencias” que tiene la democracia argentina, urgida de “avanzar en la conquista más plena de una ciudadanía civil, social y cultural”.
–¿Por qué considera débiles y menguadas a las democracias latinoamericanas?
–La democracia es siempre un horizonte abierto, que plantea esperanzas y cuestiones normativas inagotables, que tienen que ver con la realización de valores humanos y a veces con graves tropiezos... Por eso parto de la base de que hemos logrado algo sumamente valioso, que es el régimen político democrático, que marca una diferencia fundamental respecto del horror que pasamos, me refiero al llamado Proceso. La democracia política que hemos logrado significa que tenemos elecciones que son razonablemente libres y competitivas, la existencia de libertades de asociación, de expresión, de movimiento. Esto quiere decir que somos ciudadanos políticos. A partir de esto salen dos líneas de discusión. Primero, a esta democracia política hay que perfeccionarla, el régimen como tal y sus instituciones no funcionan totalmente bien. Una segunda línea de preocupación es que la democracia implica la vigencia, la consolidación y la expansión de varias ciudadanías: la social, la civil, la cultural, además de la política. Y mirando a la Argentina y a Latinoamérica, en estos otros aspectos de la ciudadanía tenemos un déficit grave. Por lo tanto, las tareas y las urgencias de la democratización debemos plantearlas no sólo en cuanto a mejorar el régimen político, sino también respecto de ese horizonte normativo: mejorar mucho las graves falencias que tiene Argentina, que tiene América latina, y avanzar en la conquista más plena de una ciudadanía civil, social y cultural.
–¿Cómo se expresan esas falencias y debilidades en la actualidad argentina?
–Hay materias en los derechos civiles en que falta mucho para que haya un tratamiento equitativo por parte del Poder Judicial y la policía, universalmente parejo para todos. En materia de género hay numerosas cuestiones pendientes, en cuanto a salud reproductiva, derechos femeninos... Y, en general, en cuanto a recibir del Estado un trato igualitario y respetuoso todos los ciudadanos. También, por cierto, el valor básico de los derechos civiles, que es poder vivir sin miedo: a pesar de que los miedos más inmediatos a la represión clandestina terminaron, todavía quedan muchos miedos a las arbitrariedades y la violencia. Esta es claramente una tarea de democratización respecto a la dignidad del ser humano, que está implicada en la propia idea de democracia. En cuanto a los derechos sociales, aunque con una distribución segmentada, nuestro país fue un país que se distinguió en el mundo por haber conquistado importantes derechos, desde relaciones bastantes equilibradas en lo laboral, acceso a una jubilación digna... Empezando con esa dupla terrible de Videla y Martínez de Hoz, continuando después en buena parte de los ’90, hemos experimentado paradójicamente una serie de regresiones. Y tanto el derecho civil como el derecho social, expandidos, efectivos, son sustento de la vida que un ser humano merece tener y, además, son el sustento de una mucho mejor democracia política, en tanto nos hacen a todos mucho más plenamente ciudadanos, nos habilitan no sólo a ejercer los derechos implicados, sino también a aprender y practicar las obligaciones consiguientes.
–¿Cómo se vinculan e interactúan estas deficiencias de la democracia con los “bolsones autoritarios” que desde los ’90 usted observa dentro del Estado?
–Contra buena parte de la literatura dominante contemporánea, me parece muy importante señalar que la democracia no sólo implica un régimen, también implica un Estado, que es el ancla indispensable de los derechos de las ciudadanías. Y un tema que aparece en nuestro país, que aparece en forma aún más dramática en América latina, es que a parte de los territorios no llega la legalidad del Estado, prevalecen legalidades mafiosas, patrimonialistas, informales, que coexisten y a veces se sobreponen a la legalidad estatal. Usé la metáfora de las “zonas marrones” para indicar regiones, pedazos de ciudades o zonas más extensas, donde esa legalidad estatal, que se supone es sustento de los derechos civiles, en realidad no es tan pareja. Eso muestra que la tarea de la democratización es también una responsabilidad directa del Estado, en el sentido de que debe tener la vocación de extender su propia legalidad a todo el territorio y todos sus habitantes.
–¿Cómo evolucionaron esas zonas marrones en Argentina? ¿Tendieron a crecer o a decrecer?
–Durante la década del ’90 me pareció una cruel paradoja, si no una contradicción, observar que bajo un régimen democrático a nivel nacional, esta legalidad de hecho se extendió en el país. No tengo datos contemporáneos para decir si ha disminuido o no. Pero esto coexiste con otro problema que no ha sido considerado: la ciencia política contemporánea presupone que, si hay democracia, la legalidad democrática se extiende a lo largo de todo el territorio, una visión que deriva de la experiencia histórica del Norte, aunque por cierto los Estados Unidos no son un buen ejemplo. El segundo presupuesto de la teoría política contemporánea es que, si hay un régimen democrático a nivel nacional, entonces hay regímenes democráticos a niveles subnacionales. La realidad flagrante de América latina demuestra que esta premisa norteña no es correcta. Por lo tanto, tenemos una situación poco teorizada en la cual coexisten regímenes democráticos con Estados cuya legalidad no penetra en todo el territorio, y con regímenes subnacionales que ciertamente no son democráticos. Es una realidad social que subyace a nuestras democracias, que piden a gritos un pensamiento más latinoamericano, para asumir y teorizar estos problemas.
–En tanto problema regional, ¿qué factores históricos y sociales actuaron en su desarrollo?
–En realidad, no es sólo América latina, hay otros países con problemas similares en Africa, también Indonesia, Filipinas, India... Entre nosotros es un legado de varias cosas. Primero, un viejo legado histórico, de enormes desigualdades territoriales, de pactos de constitución de naciones entre sectores muy diferentes en sus intereses y su inserción internacional. Segundo, en el caso argentino, se debió mucho, brutalmente, a que esas desigualdades subyacentes nunca fueron encaradas con una política de integración nacional, siempre coexistieron modos de dominación bastante diferentes y, por cierto, el terrible período neoliberal de los ’90 sirvió para agudizarlos. La época actual encuentra entonces un legado muy pesado, muy difícil de levantar. Pero, a la vez, es un desafío absolutamente necesario. No sólo por razones democráticas, sino, a la larga, por razones de desarrollo económico y social.
–¿Qué relación puede pensarse entre estas democracias incompletas, que no garantizan derechos socioculturales, y la tendencia que usted viene señalando en los poderes Ejecutivos latinoamericanos al presidencialismo, a gobernar mediante decretos y poderes especiales?
–En las democracias que he llamado delegativas, la concepción de la autoridad y sus prácticas son democráticas porque surgen de elecciones libres y no cercenan las libertades políticas, pero, a la vez, estos poderes ejecutivos sienten que tienen el derecho y la obligación de mandar como a ellos mejor les parece que le conviene al país. Y sienten que la existencia de otras instituciones políticas estatales, sean el Congreso, los ombudsman, las auditorías, las sindicaturas, molestan para la libertad de acción que quieren tener y hasta cierto grado, porque no son omnipotentes, a veces logran. Simplificando mucho, esto se debe a dos razones. Primero, en América latina tenemos una fuerte tradición en este sentido, no es un invento contemporáneo: estos rasgos uno los encuentra ya en el gobierno de Yrigoyen, y han continuado bajo formas autoritarias y también bajo regímenes democráticos. Esta tradición, que me niego a llamar populista porque me parece muy poco adecuado –prefiero cesarista–, es una constante en la política argentina, no sólo entre los gobernantes, también en el eco que encuentra, al menos por un tiempo, en buena parte de las mayorías públicas. Segundo, un dato más nuevo, creo que esto además responde a sociedades terriblemente fragmentadas, que tienen grandes dificultades para encontrar en sí mismas, por los mecanismos institucionales de mediación habituales, léase partidos políticos, formas de agregación, formas de constitución de identidades colectivas alternativas. La percepción de la sociedad de la necesidad de constituir alguna forma de unificación, aunque sea precaria y transitoria, frente a situaciones de fragmentación, contribuye a aumentar este sesgo decisionista. Esta fragmentación social es una de las formas de expresión de ciudadanías que, o nunca han existido vigorosamente, como la civil, o han sido duramente afectadas, como la social. La carencia y/o retroceso de estas ciudadanías espeja esta gran fragmentación social, esta atomización de demandas de intereses que aparecen en Argentina. Lo preocupante es que, para algunos, esa es una buena y eficaz forma de gobernar. Yo creo que no, y que hace falta preguntarse cómo salir.
–¿Cómo pueden incidir en estas características del Estado (democracia limitada, decisionismo) la fragmentación del sistema tradicional de partidos y el surgimiento en su lugar de nuevas coaliciones, como la construida desde el kirchnerismo y desde el centroderecha?
–Por sí mismo, no creo que haya consecuencias directas. Sí sería deseable que las diversas corrientes políticas tomaran como desafío, como parte de la tarea del crecimiento y la democratización, la reconstrucción del Estado, una tarea poco demandada desde la sociedad y poco programada desde la política. Hay muchísimas protestas por tal o cual defecto del Estado, pero no hay en la esfera pública una discusión acerca de cómo reconstruir un Estado que contemple tanto a las diversas ciudadanías como un desarrollo sostenible y más equitativo. Ese Estado no lo tenemos, tenemos un Estado que nunca fue muy fuerte ni muy armónico, que fue brutalmente castigado por el Proceso, que después fue atacado y demonizado, entonces llegamos al presente con una situación de extrema precariedad. Contra los credos de los ’90, cuando la forma de hacer política era sin el Estado y, si era posible, contra el Estado, ahora estamos descubriendo que las buenas políticas, las políticas sociales que reconocen a los ciudadanos, las políticas sustentables en lo económico, necesitan un Estado más fuerte, más flexible, más inteligente. La llave de oro de toda buena política sería, junto con proponerse buenas metas, preguntarse cuáles son las capacidades estatales necesarias para llevar a cabo esa política. En otras palabras, cómo habilitar las buenas intenciones con los instrumentos estatales necesarios para implementarlos. Y me parece que esa pregunta falta demasiado, tanto en el Gobierno como en las oposiciones. Por supuesto, la respuesta no es nada fácil, reconstruir el Estado choca con muchos intereses y los beneficios políticos son a largo plazo.
–En la agenda política hoy no parecen ser dominantes los cuestionamientos abiertos al Estado.
–Es cierto... comparado con la demonización del Estado en los ’90, o con el Estado que desde el ’76 se hipertrofió como máquina represiva, clandestina para peor. Ahora ese clima ideológico se ha borrado, quienes lo sustentan no creo que hayan desaparecido, pero por lo menos se han callado. Esto crea una oportunidad que hace mucho tiempo no teníamos, y me preocupa no detectar que esté siendo encarada. Hay síntomas positivos, por ejemplo, la Secretaría de la Función Pública ha elaborado programas de capacitación y reformulación de las carreras que son promisorios. Queda por ver –y ahí no soy optimista– qué grado de eco va a tener esto en el resto del aparato estatal.
–¿Cómo explica, desde la perspectiva de una democracia delegativa con una ciudadanía que limita su participación política al voto, el aumento en los últimos años de la protesta social y sus nuevas modalidades de expresión?
–Este es un fenómeno muy interesante y nuevo. Para empezar, las democracias delegativas son democracias... Hay una parte importante de la población que no se siente incómoda con las prácticas delegativas, con una salvedad: históricamente, la aceptación de prácticas delegativas suele ser temporaria y suele estar ligada a situaciones de crisis profunda, en las cuales hay una legítima expectativa de que emerja un tipo de poder que sea capaz de enfrentar y resolver problemas. Cuando estas construcciones de poder tienen éxito, pasan a pagar el precio de su propio éxito: las demandas son más diferenciadas, las exigencias de algunos electorados son mayores, intervienen más voces, reclaman actuaciones más transparentes, decisiones más controladas. La temporalidad de estas prácticas hoy está mostrando síntomas de relativo agotamiento. Todo esto coexiste con los reflujos de la crisis tremenda que vivimos y las diversas formas de participación que emergieron de ella, respecto de las cuales el Gobierno ha tenido el elogiable tino de no adoptar políticas represivas. Entonces confluyen dos cosas. Por un lado, la continuidad de formas de demanda que ahora se extienden, gran novedad, a temas medioambientales; y no me refiero sólo a Gualeguaychú, también en otros lugares del país hay protestas contra empresas contaminantes, lo que está perfilando una temática nueva, muy saludable. Por otro lado, para otras personas la etapa decisionista pasa a ser insuficiente, y aparecen cuestiones, como la crisis energética, como posible consecuencia de la falta de más voces en el proceso de toma de decisiones.
Fuente: [color=336600]Página 12 / 01.07.2007[/color]