Algunas advertencias en la amplia e indiscutible victoria de Cristina
Cristina Fernández, por un golpe de intuición o algún conocimiento que no tenía nadie, hizo una interpretación inicial certera de la elección que ganó con amplitud cuando habló anoche por primera vez como Presidenta electa. Pareció no dejarse encandilar por la holgura de la victoria e hizo una convocatoria a la concordia, incluso a quienes fueron sus adversarios durante la jornada de ayer.
Recurrió a un lenguaje blando y generoso que casi no se escuchó durante los cuatro años de gestión de su marido, Néstor Kirchner. Tampoco ella, como senadora, frecuentó el lado dócil de su espíritu. Ahora remarcó que el odio no construye, una frase que el Presidente se animó a repetir en privado cuando despuntaba el anochecer de su mandato. Ese viraje podría constituir una señal auspiciosa. Ese viraje podría develar una convicción o también una necesidad política.
Es cierto que Cristina se acaba de coronar con la mayor ventaja que un candidato le haya arrancado a otro en la pugna por la Presidencia. Pero es cierto que la todavía senadora puede ser junto a Kirchner de los mandatarios que llegaron al poder con menor volumen de votos. Cristina, de todos modos, duplicó a su marido que en el 2003 arañó el 22% y terminó ganando por la deserción de Carlos Menem en el ballottage. Raúl Alfonsín, el propio Menem en dos ocasiones y Fernando de la Rúa estuvieron encima del guarismo que el recuento de votos provisorio daba anoche a la candidata oficial.
Ese guarismo y la sideral distancia con la oposición le conceden a Cristina un horizonte de gobernabilidad y colocan a la Argentina en una transición rumbo a un recambio de gobierno que puede tener dificultades, pero que no augura ser traumático. Pero la victoria desnudó también las limitaciones que el kirchnerismo muestra en el poder y que se agudizaron, tal vez, después de las legislativas del 2005: su dinámica y su lógica política han tendido a la exclusión, más allá del boceto electoral que significó la concertación con gobernadores de provincias radicales.
De hecho, una porción del peronismo ha emigrado. Está representado en el 10% que logró reunir Alberto Rodríguez Saá. Ese hueco pareció ser cubierto por votantes de centroizquierda, del radicalismo -un ejemplo es la ventaja que obtuvo en Mendoza, la tierra de Julio Cobos- y una mínima representación de independientes. Pero la verdadera fuerza del triunfo de Cristina quedó afincada en el voto peronista, en el voto del interior más alejado de las urbes.
En el primer escalón figura, sin dudas, Buenos Aires. Daniel Scioli se convirtió allí en un tractor formidable de sufragios. Pero resultaron llamativas también las adhesiones que la Presidenta electa concitó en Salta, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero y varias geografías más que, en forma individual, no poseen un gran peso electoral pero que en conjunto ayudan al envión definitivo.
El kirchnerismo está reproduciendo, elección tras elección, la alianza más tradicional que representó el peronismo. La de las clases humildes, con los sectores medios bajos y alguna intervención de franjas medias más acomodadas. Pero con una fuerte y enconada resistencia de los segmentos más altos de la pirámide social. Sólo Menem modificó esa tendencia que alumbró a mediados de los 40 y que con matices -mayor participación de sectores medios- persistió en los 70. El ex presidente riojano unió los dos extremos del arco social. Ninguno de los dos ensayos tuvo perdurabilidad y condujo a la Nación a situaciones críticas. Quizás por esa razón Cristina haya dado un golpe de timón y prometido en su estreno un trabajo por la concertación. Cristina deberá enfrentar múltiples desafíos. El primero, el de la legitimidad, lo sorteó con creces. Deberá edificar su propia autoridad con el poder que en diciembre le delegue Kirchner. Deberá hacer frente enseguida a problemas que silban cerca, que vienen de arrastre, y que no han encontrado una respuesta adecuada: la inflación escondida, la crisis energética, la demanda social, la amenaza que para el crecimiento estable representa la ausencia de un mayor flujo de inversiones. Cristina también habló de su esperanza de que el mundo comience a mirar a la Argentina con otros ojos. Para que suceda, la Argentina debe ajustar conductas.
Esa toma de conciencia podría indicar que quizás, a diferencia de otras veces, una victoria electoral no se convierte en ensimismamiento. Le sucedió a Alfonsín en las legislativas del 85, le sucedió a Menem en el 95 y lo pagó De la Rúa con el derrumbe del país cuando supuso que con el inmovilismo le alcanzaba. Tampoco Kirchner supo variar la dirección de las velas cuando se impuso en las legislativas del 2005. La Argentina requiere ahora, sin dudas, de una mejora sustancial en su calidad institucional, como quedó evidenciado en los votos que recogieron, sobre todo, Elisa Carrió y Roberto Lavagna. Pero requiere de otras mejoras que no frustren la resurrección económica que sobrevino a la agonía.
La responsabilidad mayor para que esa frustración no se repita está, desde ya, en manos de Cristina. Pero resulta inevitable echar un vistazo sobre la oposición. Lavagna no hizo la elección que esperaba pero sin su postulación, con seguridad, el radicalismo no hubiera podido exhibir ningún trofeo, como el que representó el encumbramiento en Córdoba. Los votos del ex ministro de Kirchner podrían ser también un aval al trazo grueso del modelo económico, más allá de las correcciones que necesita.
Lavagna no pudo crecer más porque se lo impidió Carrió. La líder de la Coalición Cívica se apropió del papel de opositora eficaz y enconada a Kirchner y Cristina. Incluso trazó diferencias en el terreno económico desde que hizo propios los consejos de Alfonso Prat-Gay, el ex director del Banco Central. Carrió está de vuelta en el ruedo político grande, aunque ella se empeñe en negarlo.
Catapultó a la radical Margarita Stolbizer al segundo lugar en la impenetrable Buenos Aires. Triunfó en Mar del Plata y Bahía Blanca, le pegó una paliza al peronismo en Rosario y lo empardó en la ciudad capital, aunque no le haya alcanzado para ganar en Santa Fe. Se impuso claramente en la Capital y, con derecho, podría empezar a discutirle en el distrito la primacía que Mauricio Macri creía conquistada después de su estupenda elección para jefe de Gobierno porteño.
El ingeniero pagaría caras las vacilaciones que mostró a la hora de afrontar la elección nacional que resignó para garantizarse un aterrizaje en Capital. Desprotegió a Ricardo López Murphy, fue infructuoso su respaldo a Francisco de Narváez en Buenos Aires y sólo consiguió reponer a Federico Pinedo como diputado porteño.
El Gobierno de Cristina tendrá abierto un frente opositor a dos puntas. Se estaba acomodando al molde que perfilaba Macri pero desde diciembre tendrá también a una Carrió, con seguridad, envalentonada. Ese par de dirigentes opositores se detestan, pero entre ellos, en pocos meses, han convertido a la Capital en un terreno inaccesible para el kirchnerismo. La Capital no es sólo el segundo distrito electoral del país: suele ser el espejo donde más se refleja cualquier gesto del poder.
A la oposición tampoco le aguarda una tarea sencilla. Al margen de desempeños encomiables quedó de nuevo en evidencia su debilidad y su fragmentación. La debilidad tiene que ver con su incapacidad para crecer fuera de las grandes ciudades. En el interior profundo cuesta encontrar rastros suyos. La fragmentación tiene relación con la mezquindad de sus líderes para superar diferencias políticas y personales y converger en un proyecto común. El enunciado se da de bruces con la realidad: ¿Cuántas coincidencias sería posible arrancar entre Carrió, Lavagna, Rodríguez Saá, Macri y López Murphy? La conclusión es desoladora.
Cristina dijo que los votos significan un enorme desafío y una enorme responsabilidad. Un desafío y una responsabilidad similar debiera caber a los dirigentes de la oposición para empezar a edificar una alternativa que la Argentina no tiene y un equilibrio que necesita esta pobre pero noble democracia.
Fuente: [color=336600]Clarín[/color]