Hubo una época en que el Estado británico funcionaba
Ya nadie confía en el Estado británico, y para la mayor parte de la gente el motivo no es tanto el creciente autoritarismo como la desorganización endémica.
Estamos tan habituados al carácter errático de los servicios públicos, que olvidamos que el correo se repartía antes de las nueve y que alguna vez los médicos de cabecera hicieron visitas a domicilio. A la gente mayor que lucha por asegurarse una jubilación o una pensión le cuesta creer que, en otra época, cobrarlas no implicaba llenar extensos formularios de jerga incomprensible.
Ya nadie piensa que los departamentos gubernamentales tienen información exacta sobre los servicios que proporcionan ni que pueda confiarse en que no van a perder nuestros datos personales.
Hubo una época en que el gobierno británico funcionaba. El NHS (Servicio Nacional de Salud) se creó tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y durante décadas la población le confió sus necesidades médicas básicas. En el plano económico era de una eficiencia asombrosa, pero lo más importante era que formaba parte de un Estado en el que la mayor parte de la gente sentía que podía confiar.
Cuando esa confianza no existe —como en Italia y en Grecia, donde por su propia voluntad nadie le encomienda nada importante al Estado—, la gente les da la espalda a las instituciones públicas y toma sus propias disposiciones.
Algo por el estilo puede estar empezando a pasar en Gran Bretaña. Casi todos seguimos dependiendo de los servicios del Estado, pero hay quienes renunciarían y pasarían al sector privado si pudieran permitírselo.
No es que Gran Bretaña se esté deslizando hacia la tiranía, si bien el aumento de las facultades de la policía es alarmante. El gobierno británico ya no parece apto para ningún propósito coherente, y su autoridad se desvanece. Se trata de un cambio notable, dado que durante por lo menos sesenta años se consideró que el Estado británico era honesto y razonablemente eficiente. El cambio de actitud puede remontarse al intento de Margaret Thatcher de reducir las dimensiones del gobierno, lo cual tuvo el efecto paradójico de aumentar la presencia del mismo en nuestras vidas.
Al mismo tiempo, el Estado es también menos transparente y a todas luces menos eficiente. Todo el que haya tratado de conseguir hora con un médico un sábado por la mañana, buscar un dentista del NHS u obtener ayuda para descifrar la carta de un organismo de bienestar social sabe qué difícil es dar con alguien que pueda hacer que el sistema funcione.
Sin embargo, se nos pide que encomendemos a esa maquinaria deteriorada historias clínicas de gran importancia y, en el caso de los documentos de identidad, una parte considerable de nuestra libertad.
¿Cómo llegamos al actual estado de cosas? Es una historia enmarañada, pero hay una línea que se destaca: la convicción de que hay que inyectar los mercados en todos los sectores de la sociedad.
La política británica llegó a basarse en la premisa de que servir a los intereses públicos es algo que no puede confiarse a nadie: ni a maestros, médicos, trabajadores sociales, funcionarios públicos ni integrantes de las fuerzas armadas. Un aparato de mercados internos y objetivos gubernamentales tiene que vigilar, evaluar y mantener a todo el mundo bajo su constante supervisión.
Se cree que siempre que sea posible, hay que tercerizar los servicios y reducir al mínimo los costos laborales mediante el uso de tecnología de la información. Forjada en los centros de la Nueva Derecha y el Nuevo Laborismo, esa es la ortodoxia que nos dio el Estado británico que tenemos en la actualidad, un caos impenetrable que ni los ministros ni los organismos de supervisión pueden controlar.
Los miles de millones que se gastaron en redes de computación inoperables en el NHS, así como la reiterada pérdida de información en todos los ámbitos del gobierno, son indicios de un sistema que no funciona.
El Estado británico que se desplomó como consecuencia del thatcherismo no puede resucitarse. Pertenece a un país —en cierto sentido con mayor cohesión, pero también más jerárquico— que ya no existe.
A pesar de ello, un Estado eficaz es algo que sigue siendo la condición más importante de cualquier cosa a la que pueda llamarse una sociedad liberal.
Tenemos que desechar la idea de que los servicios estatales deben administrarse como empresas, algo que dejó a los servicios públicos inmersos en deudas y paralizados por objetivos rígidos. Es mejor archivar algunas funciones del Estado y aceptar que otras deben dirigirse según lineamientos no relacionados con el mercado. La transferencia de poder se convirtió en el lema del momento para los partidos opositores, pero comprende más que dar a las escuelas y los hospitales más libertad para decidir su propio presupuesto. Significa darles la libertad de autodirigirse, sea o no eficiente el resultado.
El consenso surgido de los años 80 alentó la convicción de que el Estado no es mucho más que un gran servicio público, la mayoría de cuyas funciones podría tercerizarse sin problemas. El resultado es el torpe Leviatán que tenemos en la actualidad.
La renovación del Estado se impone como la tarea política del momento, ya que, a menos que se lo logre, no podrá concretarse ningún otro objetivo.
*Profesor de Pensamiento Europeo, London School of Economics.
Fuente: Clarín - 05.03.2008