La construcción del desaparecido
Creo que fue el mes pasado, o el anterior, cuando vi a un chico que retuvo el brazo de su padre porque había encontrado algo valioso en la vereda. En una placa, el chico encontró una palabra nueva: “desaparecido”. Le preguntó al padre qué era. ¿Qué es un desaparecido? ¿Cómo los explicamos?
Quizá alguno de nosotros tenga un familiar desaparecido, o alguna vez reclamamos “aparición con vida”; quizá también le hicimos zapping al tema porque nos agotó. En todos los casos, de distintas maneras, fuimos construyendo un imaginario sobre los desaparecidos. ¿Sirve recordar, hacer memoria? ¿Recordar qué? ¿Recordar cómo? ¿Podremos recordar mejor en el futuro?
La sociedad empezó a construir el imaginario del desaparecido en 1983. En ese marco, nació despolitizado y deshistorizado. Se lo invocaba mil veces, pero estaba vaciado de sentido. La democracia no se propuso indagar la complejidad de la violencia política que había producido esas desapariciones sino rescatar a la República Perdida. Tenía sus razones: el cuerpo y alma del desaparecido era contradictorio con el ideal democrático que cubría la ilusión de la sociedad.
Aun así, el desaparecido era un valor de fuerte contenido simbólico; la antítesis del terrorismo de Estado que los había “elegido” como víctimas, “30.000 mil víctimas”, pero conformaba una representación estática, aunque necesaria para inculpar al horror. Había varios obstáculos para reconstruirlos históricamente: se consideraba que el pasado era demasiado actual; que el relato quedaría atrapado por las pasiones y no había documentos disponibles.
La construcción del desaparecido políticamente anémico alcanzó un importante grado de legitimación social, aunque esa representación impedía debatir los conflictos que habían precedido a su desaparición. Su militancia política y/o armada era un territorio demasiado perturbador para ser abordado.
Por esta misma razón, la mayoría de los testigos del Juicio a las Juntas en 1985 prefirió no dar detalles sobre su compromiso de aquellos años, quizá por temor a no ser entendidos o a ser cuestionados. Se los aceptaba como torturados, pero no como militantes.
El Nunca más, además de reproducir la dimensión del horror estatal, también era un mensaje disciplinador contra las organizaciones guerrilleras. En tanto enemigos enfrentados, el libro reprodujo la idea de que hubo genocidas por un lado y “terroristas” por otro, pero consideraba a ambos igualmente responsables de la violencia. En tanto, la sociedad se consideraba una víctima que escuchaba asombrada los relatos del subsuelo oscuro de la Argentina y la clase política se preservaba de “los dos demonios”.
En ese esquema, el desaparecido, sin palabra y sin historia, quedaba exculpado del modelo del mal simétrico. Si había participado de la militancia revolucionaria, eran pocas las voces que intentaban restituirle ese pasado. Existía un veto tácito para entender al desaparecido como consecuencia de un conflicto político. El Nunca más era necesario para relatar la represión estatal, pero insuficiente para comprender qué había ocurrido.
La repolitización del cuerpo desaparecido implicaba un verdadero riesgo para el imaginario que la sociedad había admitido. Si se lo asumía como un cuerpo político transformador, podría perder su carácter angélico y ser incorporado al “bando terrorista” del Nunca más.
En los 90, este modelo interpretativo empezó a presentar fisuras. En parte por los ex militantes que empezaron a revisar su pasado y querían dar una explicación a la derrota del proyecto revolucionario. De este modo, se pudo pensar que si el militante era susceptible de ser examinado críticamente, el desaparecido también lo era.
Por otra parte, la necesidad de los HIJOS no sólo de denunciar a los represores sino también de restaurar la condición de militantes de sus padres, explicaba mejor por qué habían sido objeto de la acción represiva.
Estas intervenciones sobre el cuerpo desaparecido, la posibilidad de traducir sus valores al tiempo presente o tratar de entender por qué habían tomado las armas y matado, si lo habían hecho, empezaron a otorgarle un sentido histórico y político a sus acciones. Sus cuerpos quedaron más expuestos a la discusión, pero también más reconocibles. Dejaron de ser una pieza subalterna, integrada a la memoria del Estado represor.
Es improbable que en lo inmediato haya un relato consensuado sobre los desaparecidos. Pero es necesario avanzar sobre ellos. Ya no son un “ente” ni máscaras. Son cuerpos dinámicos, en proceso de construcción permanente, sobre el que se irán incorporando diferentes visiones hasta alcanzar un criterio aproximado de verdad. Recordar qué, recordar cómo, quizá sean las preguntas básicas para recordar mejor en el futuro, y para que podamos dar una explicación si encontramos algo en la vereda.
*Marcelo Larraquy es periodista e historiador (cursa estudios de Doctorado en la Universidad de Buenos Aires). Es especialista en investigaciones históricas de las décadas de 1960 y 1970. Fue editor de la revista Noticias, realizó investigaciones y guiones de biografías y documentales para programas de televisión, y escribió artículos para los diarios El País y Diario/16, de España. Ganó el premio Pléyade a la “mejor investigación periodística” del año 1999. Es coautor, junto a Roberto Caballero, de Galimberti. De Perón a Susana. De Montoneros a la CIA (también publicado en España) y autor de López Rega. La biografía. Fuimos soldados es su tercer libro. Contacto: mlarraquy@gmail.com
Fuente: [color=336600]Diario Crítica – 25.03.2008[/color]